Capítulo 15

GERRARD se despertó y masculló una maldición para sus adentros cuando alzó la cabeza con los ojos entrecerrados. Según el reloj, eran cerca de las seis de la mañana. Demasiado tarde para…

Contuvo un suspiro resignado mientras alzaba la mano para zarandear delicadamente a Jacqueline.

—Despierta, preciosa. Tienes que volver a tu dormitorio antes de que las criadas comiencen a trabajar.

Ella se despertó muy despacio. Cuando abrió los ojos, parpadeó ligeramente, lo miró y esbozó una sonrisa que le otorgó la apariencia de una gata satisfecha. Antes de que pudiera detenerla, se desperezó y lo besó.

Con unos resultados la mar de predecibles.

Aunque era renuente a dejarse llevar, no pudo resistir la dulzura del beso, el sencillo y puro deleite del momento. Sin embargo, cuando ella se alejó con un suspiro de contento, Gerrard apretó los labios y la apartó de él.

—Tienes que irte. Ahora mismo.

La oyó refunfuñar una protesta, pero él se mantuvo firme. La sacó de la cama y después se puso la ropa como pudo antes de proceder a atarle las cintas del vestido.

Jacqueline, que todavía creía flotar en un mar de placer, se apoyó en él, encantada de mostrarse tan atrevida como para reclamar la dureza de ese cuerpo y el calor que irradiaba. Echó la cabeza hacia atrás, lo miró a los ojos y se puso de puntillas para besarlo.

Él titubeó un instante, pero se rindió… cosa que la alegró sobre manera. Al parecer, era incapaz de resistirse a ella.

Maravilloso. Después de todas las experiencias de la noche, temía haber adquirido una adicción. Y se sentía más tranquila si ese era también el caso de Gerrard.

El beso llegó a su fin y se separó, pero no del todo. Él le rozó la sien con los labios, arrancándole un suspiro mientras clavaba la vista al frente, relajada o más bien derretida entre sus brazos.

—¿Por qué me diste las gracias anoche? —La pregunta, suave y pronunciada con voz ronca, le acarició el lóbulo de la oreja—. Me gustaría saberlo.

Jacqueline sonrió con dulzura.

—Por haberte mostrado tan solícito y entregado a la hora de enseñarme todo lo que quería saber.

Gerrard se enderezó, poniéndola a ella derecha en el proceso, y notó que le apretaba las cintas.

—¿Llega tu agradecimiento al punto de concederme una recompensa?

Ciertamente se merecía una, pero…

—Está claro que tus esfuerzos merecen ser recompensados, pero… —Con las cintas atadas, se giró para mirarlo a la cara—. ¿Qué más podrías desear de mí que pueda entregarte?

Lo miró a los ojos. Para su sorpresa, su expresión era inescrutable. No había ni pizca de alegría en él.

Gerrard sostuvo su mirada un momento antes de murmurar:

—Ya se me ocurrirá algo. De momento —siguió, tomándola del brazo e instándola a caminar hacia la puerta—, tenemos que conseguir que llegues a tu dormitorio sin que nadie te vea.

La acompañó hasta la puerta. Desde la planta baja les llegaban los ruidos de la servidumbre, ya ocupada en sus menesteres, pero todavía no había ningún criado en la planta alta. Una vez que estuvieron en su puerta, se despidieron con un beso apasionado y Gerrard regresó por los silenciosos pasillos de vuelta a su dormitorio.

Tal y como había supuesto, Jacqueline no estaba pensando en el matrimonio. Claro que iba a empezar a hacerlo, y muy pronto. Tal vez no tuviera experiencia a la hora de encaminar a las damas en esa dirección, pero ¿tan difícil era inculcarle a la mente de una joven de veintitrés años la idea del matrimonio?

Ya en su habitación, Jacqueline se quitó el vestido (de nuevo) y se dejó caer en la cama, donde se durmió al instante.

Se despertó tarde. Se aseó a toda prisa mientras su mente insistía en repasar no ya los acontecimientos de la noche anterior, sino sus consecuencias.

Dada la intimidad que habían compartido, ¿cómo debía comportarse con Gerrard a partir de ese momento? Antes de conocerlo a él, su experiencia se limitaba a un beso. Pero tras esa noche…

No tenía ni idea. Cinco minutos después, entró en el comedor matinal ataviada con un vestido estampado de muselina, adornado con delicados volantes.

Gerrard, que ocupaba su lugar habitual, alzó la vista y la miró a los ojos. Su semblante era sereno, pero sus ojos encerraban el recuerdo de los placeres compartidos e hicieron que un delicioso escalofrío le recorriera la espalda.

Inclinó la cabeza a modo de saludo y le dijo:

—Buenos días.

—Buenos días —correspondió ella después de carraspear con disimulo.

Se obligó a apartar los ojos de él y saludó a Barnaby con una inclinación de cabeza. Este le devolvió el saludo con una sonrisa sincera. Una vez que se sirvió el desayuno en el aparador, tomó asiento a la mesa. Millicent le sirvió una taza de té. Mitchel le pasó la taza. Jacqueline, la cogió, tomó un sorbo e intentó concentrarse en lo que estaba haciendo. De momento, lo estaba logrando.

Millicent se lanzó a hacer un resumen del éxito que habían cosechado en el baile.

—No estoy muy segura de que Godfrey se haya percatado de todo lo que la situación implica. —Acto seguido y acompañada por los comentarios de Barnaby y Gerrard, analizaron la situación durante unos minutos—. Debo advertiros de la pequeña horda de visitas que sufriremos esta tarde —dijo su tía mientras dejaba la servilleta en la mesa—. Querrán conocer más detalles, así que les estaría muy agradecida si se quedan para ayudar en lo que puedan, caballeros.

—Sí, por supuesto —dijo Barnaby.

Gerrard tardó algo más en expresar su acuerdo. Mientras echaba la silla hacia atrás miró a Jacqueline y dijo:

—Si voy a pasar la tarde en el salón, debo aprovechar la mañana para pintar. Si me disculpan…

Millicent le hizo un elegante gesto de despedida. Ella sonrió, intentando mitigar la punzada de desilusión, y lo dejó marchar.

Si iba a pasar la mañana pintando…

—Tengo que inspeccionar los armarios de la ropa blanca. Si no me necesitas, lo haré esta mañana.

Millicent estuvo de acuerdo. Una vez zanjado el tema, su tía se enzarzó en una conversación con Barnaby sobre sus amistades en Bath.

Mitchel Cunningham se levantó de la mesa al mismo tiempo que ella y la acompañó a la puerta.

—Espero que se lo pasara bien anoche —le dijo.

Mitchel acudía a ese tipo de eventos de vez en cuando, pero no con demasiada asiduidad, y no había aceptado la invitación para asistir a la Verbena de la Caza.

—Muy bien, mejor de lo que esperaba —le aseguró con una sonrisa.

Lo vio titubear un instante y después preguntó:

—¿Asistieron los Entwhistle?

—Sí —respondió, mirándolo a los ojos—. Fue un alivio poder hablar con ellos. Están tan decididos como nosotros a encontrar al asesino del pobre Thomas.

Mitchel la observó un instante. Parecía perplejo.

—Entiendo.

Con expresión ceñuda, el apoderado de su padre le hizo una reverencia y se marchó.

Jacqueline echó a andar en dirección a los aposentos de la señora Carpenter mientras se preguntaba por primera vez acerca de la imagen que Mitchel tendría de ella.

Después de consultar con el ama de llaves, mandó llamar a las doncellas y se lanzó de lleno a la mundana tarea de organizar las sábanas y las toallas. En cuanto acabó, comenzaron con las mantelerías.

Estaba inspeccionando un mantel de lino cuando los relojes dieron las doce y, no sin cierta sorpresa, cayó en la cuenta de que Eleanor no había aparecido para su acostumbrado paseo por los jardines. Su amiga tenía por costumbre aparecer la mañana posterior a un baile, normalmente con una actitud bastante pícara, para compartir los jugosos cotilleos de la velada.

Jacqueline dio las gracias en silencio, aliviada. No le apetecía en lo más mínimo escuchar la diatriba de Eleanor contra Gerrard por haberla rechazado. Y aunque estaba extasiada de felicidad por el hecho de haber sido ella quien consiguiera sus atenciones, no le parecía que fuera apropiado regodearse de su triunfo ante Eleanor.

Eso no habría estado bien. Además, tal vez fuera una insensatez. Su amiga podía ser vengativa cuando no se salía con la suya. Aunque jamás había sido víctima de su ira, le alegraba que su amistad jamás hubiera tenido que ser sometida a esa prueba.

El almuerzo llegó, pasó y Gerrard no hizo acto de presencia.

Tal y como su tía había previsto, en cuanto los relojes dieron las tres, llegó una horda de visitantes que llenó el salón y ocupó parte de la terraza.

Barnaby ya estaba con ellas antes de que los invadiera la avalancha, dispuesto a ayudar con su labia. Se detuvo junto a Jacqueline y mientras observaba el mar de cabezas, le dijo:

—Voy en busca de Gerrard. Creo que ya está enfrascado con el retrato, lo que quiere decir que ha perdido la noción del tiempo.

Después de la Verbena, Jacqueline se sentía mucho más segura en el papel que debía interpretar. Sin embargo, titubeó, consciente del deseo de contar con el apoyo de Gerrard, pero también renuente a interrumpir su trabajo, ya que este era crucial para su causa.

—Si está tan absorto —le dijo a Barnaby—, no deberíamos interrumpirlo. Estoy segura de que seré capaz de apañármelas sola. Además, tú también estás aquí.

Barnaby la miró a los ojos y sonrió.

—Dudo mucho que Gerrard estuviera de acuerdo. Si le diéramos a elegir entre la posibilidad de acompañarte en esta situación y la de seguir pintando en el ático sin que nadie lo moleste, sospecho que descartaría los pinceles al instante. —Su sonrisa se ensanchó—. Me escabulliré para recordárselo. Entre otras cosas porque si no lo hago, me matará.

Jacqueline lo observó mientras sorteaba la multitud y se preguntó si sospecharía algo.

Se preguntó si habría dicho la verdad. Al fin y al cabo, Barnaby conocía muy bien a Gerrard.

—¿Adónde va el señor Adair?

Jacqueline se dio la vuelta y descubrió a Eleanor. Había llegado con su madre y parecía un poco mohína, seguramente a causa de Gerrard, quien, evidentemente, no estaba presente para observar su melancólica entrada.

—No tardará. Ha ido en busca del señor Debbington, que todavía sigue en la habitación infantil.

Con los ojos clavados en la puerta por la que Barnaby se había marchado, Eleanor ladeó la cabeza.

—¿Está pintando?

—Sí. Ha comenzado el retrato.

—¿Lo has visto? —le preguntó su amiga, desviando la mirada hacia ella.

—No. No le enseña su trabajo a nadie hasta que está terminado, ni siquiera a la modelo.

—Qué… arrogante —comentó Eleanor. Entrecerró los ojos y volvió a mirar hacia la puerta—. Anoche se negó en redondo a acompañarme a los jardines. A decir verdad, fue bastante desagradable en su negativa. Empiezo a preguntarme si no será un poco… rarito.

—¿Cómo? —Jacqueline fue consciente del deje defensivo de su voz. De modo que se esforzó para hacerlo pasar por simple curiosidad—. Rarito… ¿en qué sentido?

—En fin, ya sabes lo que dicen de los artistas… —Eleanor bajó la voz—. Tal vez sea uno de esos que prefieren a los muchachos en lugar de a las mujeres.

Jacqueline agradeció que Eleanor estuviera mirando hacia la puerta, porque el comentario la había dejado boquiabierta. Tenía las palabras para rebatir semejante acusación en la punta de la lengua, pero se la mordió justo a tiempo.

—No creo… —dijo, en cambio.

¿Cómo iba a defender a Gerrard al respecto? ¿Cómo podría justificar que sabía que no era así?

De repente cayó en la cuenta de otra cosa. ¿Así era como comenzaban los rumores, las dañinas habladurías que carecían de fundamento? ¿Bastaba un comentario desdeñoso para poner en tela de juicio a alguien?

Echó un vistazo a su alrededor para confirmar que nadie más hubiera escuchado la conversación.

Su mirada se cruzó con la de lady Tannahay, que le hizo un gesto para que se acercara.

—Vamos —dijo, tomando a Eleanor del brazo y dispuesta a distraer su mente de los derroteros que había tomado—. Lady Tannahay quiere hablar con nosotras.

Y se la llevó consigo, decidida a alejarla de las personas que carecían de las pruebas que desmintieran ese comentario malicioso.

Gerrard había escuchado el rumor de las conversaciones a través de los ventanales abiertos. Había una multitud en la terraza. Le echó un vistazo al reloj que Compton había dejado en la repisa de la chimenea, suspiró y soltó los pinceles, tras lo cual se marchó escaleras abajo para cambiarse de camisa.

Estaba a mitad del pasillo que daba a la galería cuando Barnaby apareció.

—¿Qué tal va la cosa? —le preguntó.

—Interesante. —Barnaby se detuvo para esperarlo—. Están ansiosos por saber más. A juzgar por la actitud mayoritaria, diría que vamos por el buen camino. Todos están dispuestos a abandonar las sospechas de que Jacqueline tuvo algo que ver con el asesinato de Thomas. —Una vez que Gerrard llegó a su lado y ambos echaron a andar hacia la escalinata, siguió—: En cuanto a la muerte de su madre, hay algunas damas que también se están planteando revisar esa idea.

Gerrard lo miró de reojo.

—¿Ha sacado alguien el tema?

—No. Es un caso más bien de iluminación en conjunto. Todos están intrigados por la posibilidad, pero nadie se atreve a cuestionar lo que hasta hace poco se aceptaba como verdad incuestionable.

—Así que el retrato aún es necesario —concluyó, devolviendo la vista al frente.

—Indudablemente. El retrato les ofrecerá la oportunidad de expresar sus dudas en alto. —Bajaron la escalinata deprisa—. Y eso es justo lo que necesitamos —declaró su amigo.

En cuanto dejaron atrás la escalinata, ambos ocultaron su determinación tras las máscaras de afabilidad y encanto con las que se movían en sociedad. Entraron en el salón con paso firme y se separaron tras intercambiar una mirada.

Gerrard vio a Jacqueline hablando con lady Tannahay. Eleanor estaba con ella. Ambas estaban de espaldas a la puerta, por lo que no lo habían visto. Tras decidir que Jacqueline estaba a salvo de momento, se detuvo a charlar con un buen número de damas, decididas a matar el tiempo… mientras le preguntaban por su familia, su estancia en el vecindario y, sobre todo, su opinión sobre la muerte de Thomas Entwhistle.

Barnaby cumplía una labor semejante en el extremo opuesto del salón, donde Millicent, sentada en un diván, era el centro de atención La muchedumbre, incluyendo aquellos que habían salido a la terraza para admirar las vistas (y echar un vistazo a los cipreses del jardín de Hades), irradiaba una actitud significativamente distinta a la que mostraran la noche anterior cuando llegaron al salón de baile de lady Trewarren. Muchas vendas habían caído de los ojos de los presentes, que buscaban otro culpable. Barnaby tenía razón. Habían logrado que las sospechas sobre la muerte de Thomas se alejaran de Jacqueline.

Gerrard sonrió, entusiasmado. Circuló por la estancia, tranquilo y mucho más relajado, con la intención de acercarse a Jacqueline.

Esta alzó la cabeza cuando llegó a su lado y le sonrió. La ternura inundó esos ojos verdosos, que lo miraron radiantes.

—Hola —le dijo.

Él sostuvo su mirada un instante mientras la saludaba con un gesto de la cabeza.

Pasó un momento antes de que Jacqueline recobrara la compostura, parpadeara y devolviera la vista a su interlocutora.

—Lady Tannahay me estaba preguntando por usted —comentó, utilizando el trato formal adecuado al momento—. Por el retrato.

—Desde luego —replicó la dama, que esbozó una sonrisa y extendió la mano con un brillo alegre en la mirada.

Gerrard le hizo una reverencia y contestó sus preguntas sin tapujos, tras lo cual lady Tannahay le sugirió que acompañara a las dos jóvenes a la terraza, donde podrían dar un paseo. Se despidieron de Su Ilustrísima con las reverencias de rigor y una vez que tomó a Jacqueline de la cintura, la instó a caminar en dirección a las puertas francesas.

Ella lo miró con esa expresión sincera y transparente que suavizaba los rasgos de su rostro. De repente, se sintió rodeado por el brillo que irradiaba… Hasta que apartó los ojos y miró a Eleanor Fritham.

La muchacha los miraba visiblemente sorprendida. Con los ojos entrecerrados, clavó la mirada en él y después en Jacqueline.

—Pensé que… —dijo con voz gélida.

—Señoritas —la interrumpió él, poniendo fin a la brusquedad del comentario. Esbozó una sonrisa mientras tomaba a Jacqueline del brazo—. ¿Les apetece dar un paseo?

Una sonriente Jacqueline asintió con la cabeza antes de mirar a su amiga.

Él también la miró.

Eleanor había captado la advertencia implícita tanto en su voz como en su mirada. Titubeó un instante y después asintió con la cabeza, aunque apretó los labios.

—Por supuesto. Vayamos a la terraza.

No le gustó ni pizca el tono de la respuesta, y mucho menos la aparente impresión de que iba a vengarse por haberla rechazado. Y por haber elegido a Jacqueline.

Sin embargo, cuando llegaron a la terraza, Eleanor había recuperado su habitual cordialidad, al menos con Jacqueline. Con él siguió mostrándose recelosa y no dejó de lanzarle miradas especulativas. Como si fuera una gata al acecho.

Jacqueline estaba relajada y alegre. Su expresión se suavizaba cada vez que lo miraba. Gerrard estaba seguro de que ella no era consciente de ese detalle ni tampoco de lo fácil que a su amiga le resultaba interpretar la expresión de su rostro. La honestidad innata en Jacqueline le impedía ser consciente de la duplicidad de Eleanor.

Se mantuvo alerta, pero no sucedió nada fuera de lo normal mientras paseaban por la terraza, charlando con las damas allí reunidas. Había recuperado la tranquilidad cuando, de repente, Eleanor se detuvo.

—Vayamos al Jardín de la Noche —sugirió con una sonrisa y los ojos clavados en Jacqueline. Estaban frente a la escalinata de la terraza. Extendió los brazos, atrayendo de ese modo la atención del resto de las damas—. Hace una tarde preciosa, y estoy segura de que al señor Debbington le encantaría ver el jardín con la guía de alguien que lo conoce muy bien. —Sus ojos se clavaron en Jacqueline—. No lo has acompañado todavía, ¿verdad?

Gerrard miró a Jacqueline de reojo. Su semblante se había tornado pétreo, crispado… distante. Se había ocultado tras su escudo protector.

—No —respondió con voz inexpresiva, al tiempo que le clavaba los dedos con fuerza en el brazo.

Eleanor meneó la cabeza y sonrió como si estuviera exasperada con su amiga.

—No entiendo por qué no quieres ni pisarlo. Ya hace un año que tu madre nos dejó y tarde o temprano tendrás que volver a entrar.

Haciendo un alarde de descaro y osadía, Eleanor hizo ademán de tomarlo del brazo libre.

Jacqueline la detuvo, agarrándola por la muñeca.

Su amiga dio un respingo, con los ojos desorbitados por la sorpresa.

Jacqueline inspiró hondo mientras soltaba a Eleanor. Gerrard la miró de reojo, preocupado por ella y vio que había abandonado la protección del escudo. Volvía a ser la muchacha abierta y honesta que gustaba de mostrar sus emociones y sus sentimientos.

—Volveré a entrar… algún día. Pero, por si se te ha olvidado, mi madre no nos abandonó por causas naturales. Alguien la arrojó al Jardín de la Noche para matarla. Y ese alguien no fui yo. Mi madre murió allí, sola. No volveré a pisar ese lugar hasta que hayamos descubierto al asesino y haya pagado por lo que hizo. Sólo entonces volveré a entrar en el Jardín de la Noche y tal vez le muestre sus tesoros al señor Debbington. Hasta que llegue ese momento… me temo que tendrás que disculparme.

Su voz fue ganando fuerza con cada palabra. La última frase fue toda una declaración de principios. Tras despedirse de Eleanor con un cortante gesto de la cabeza, se dio la vuelta. Él la siguió y la instó a que lo tomara del brazo.

Cuando alzó la cabeza para mirarlo, Gerrard vio una firme determinación en su rostro.

—Creo que ya hemos paseado bastante.

—Desde luego. —Echó un vistazo por encima de las cabezas de la concurrencia en dirección a las puertas francesas—. Ya han servido el té. Deberíamos entrar.

Ella asintió. Con la cabeza en alto, entró en el salón sin volver la vista atrás. Estaba a punto de seguirla cuando sucumbió a la tentación de echar un vistazo por encima del hombro. Las damas que habían sido testigos de la conversación estaban sorprendidas y la reacción imperante era de aprobación. Eleanor, por su parte, estaba anonadada. Su rostro mostraba la perplejidad más absoluta.

Condujo a Jacqueline hasta un rinconcito tranquilo, alejado de la parte central del salón. Se alejó de ella un instante, el tiempo justo para volver con una taza de té que le ofreció con una sonrisa. No su sonrisa social, sino una muy personal y sincera.

—¡Bravo! —exclamó en voz queda mientras daba media vuelta para mantener la vista en la muchedumbre—. Muy bien dicho.

Jacqueline tomó un sorbo de té y dejó la taza en el platillo.

—¿De verdad lo crees? —replicó, manteniendo la vista clavada en los invitados.

Los murmullos procedentes de la terraza comenzaban a extenderse por el salón.

—Si tuviera que describirlo, diría que ha sido una actuación soberbia, salvo que no ha sido ninguna actuación. Has dicho la verdad, has hablado con el corazón, y todos los que te han oído se han percatado de que no te ha resultado nada fácil. —La miró al tiempo que ella alzaba la cabeza y sus miradas se encontraron—. Da igual que Eleanor se haya comportado de forma horrible, porque te ha puesto en bandeja la oportunidad que estábamos esperando. Y has tenido el valor de aprovecharla y asumir el papel más difícil.

Jacqueline lo miró un instante sin decir nada, absorbiendo la sincera admiración que asomaba a sus ojos. Se percató de que la alegría le inundaba el corazón.

—¿No acabas de decir que no ha sido una actuación?

—Y no lo ha sido. —Sus ojos siguieron clavados en ella—. El papel que has tenido que interpretar es el de la verdadera Jacqueline.

Gerrard la comprendía tan bien… Mejor que nadie. Jacqueline no tenía ni idea de lo que había hecho para merecer semejante regalo, pero no iba a rechazarlo.

No iba a malgastar ni un solo minuto del tiempo que podía pasar en sus brazos.

Esa misma noche aguardó hasta que Holly se marchó de su dormitorio y contó hasta veinte, tras lo cual se levantó del taburete del tocador, se ató el cinturón de la bata y salió a plena carrera.

Hacia su dormitorio. Hacia sus brazos.

En busca del placer que sabía que encontraría en ellos. Y para aprender más, para internarse aún más en el misterioso paisaje que se extendía ante ellos.

Porque quería explorarlo a placer.

Corrió por la galería calzada con unas sencillas zapatillas. Entre tanto, recordó la escena de la terraza. Una escena que no se había limitado a soportar tal y como había sido su costumbre hasta entonces, sino que había aprovechado a su favor; y todo gracias a que Gerrard la había convencido de que necesitaba ser ella misma, de que poseía la fuerza para lograrlo, para interpretar el papel más difícil de todos. Echó un vistazo por las ventanas hacia la terraza. Se percató del brillo del mármol de la escalinata que conducía hacia la oscuridad reinante en el Jardín de la Noche, cuya espesa vegetación se mecía en la brisa.

Aminoró el paso y frunció el ceño. Se detuvo delante de una de las ventanas. Miró a izquierda y a derecha, asegurándose de que no corría ni pizca de viento. Ni siquiera los altos matorrales del jardín de Vesta se movían.

Volvió a clavar la vista en los arbustos que marcaban la entrada superior del Jardín de la Noche. Definitivamente se habían agitado, pero en esos momentos estaban tan inmóviles como el resto de las plantas.

—Algún gato… seguro.

Dio media vuelta y siguió por el pasillo, plenamente concentrada en su objetivo.

—¿Lo ves? ¡Te lo dije! Va a su dormitorio… la muy zorra.

—Baja la voz.

Los intrusos guardaron silencio unos instantes. Amparados en las sombras de la entrada del Jardín de la Noche, la primera voz le preguntó a la segunda con brusquedad:

—¿Sabes que ha comenzado el retrato?

Su interlocutor se encogió de hombros, sin contestar.

—¡Esto va en serio! Deberías escuchar lo que dicen las viejas chismosas. Que si el cuadro demuestra su inocencia, tendrán que cambiar de opinión. ¡Están dispuestas a cambiar de opinión!

—¿En serio? —La pregunta fue pronunciada en voz queda—. Hasta ahí podíamos llegar.

—¡Lo mismo pienso yo! ¿Qué vamos a hacer para evitarlo?

Se produjo otro largo silencio. A la postre, se escuchó:

—No te preocupes. Yo me encargaré de todo.

—¿Cómo?

—Ya te enterarás. Vamos. —La figura más corpulenta dio media vuelta y se internó en la oscuridad del jardín de Venus—. Entremos.

Jacqueline llegó a la puerta del dormitorio de Gerrard y se coló en su interior. Una vez que la cerró, echó un vistazo por la estancia y lo vio frente a la cristalera.

Había estado contemplando el paisaje, pero en esos momentos la estaba mirando a ella. Las lámparas estaban apagadas. Envuelto en las sombras, la observó mientras cruzaba la distancia que los separaba.

Jacqueline lo estudió con detenimiento. Los ángulos de su rostro parecían más marcados que de costumbre; su expresión, imposible de descifrar. Su postura, serena e implacable. Se acercó a él con decisión y se dejó rodear por sus brazos. La tomó por la cintura y la acercó a su cuerpo.

La observó en silencio un instante antes de decir:

—No estaba seguro de que vinieras.

Ella enarcó una ceja.

—¿Crees que una noche bastaría para satisfacerme?

Lo vio encogerse de hombros y esbozar una sonrisilla al tiempo que inclinaba la cabeza.

—Aquel que afirma conocer la mente femenina es un insensato.

Sus labios se rozaron antes de fundirse y decidió que tampoco hacía falta que se mostrara muy precavido. Su mente guardaba pocos pensamientos de importancia y aun esos la abandonaron en ese instante. Suspiró sin apartarse de sus labios y se apoyó en él, pero Gerrard la apartó, manteniendo de ese modo la distancia que los separaba.

No supo por qué, pero lo obedeció. El beso se tomó ardiente. Él le separó los labios y le hundió la lengua en la boca, reclamándola por entero. No le dio cuartel, pero tampoco la apremió. Aprovechó el beso al máximo y la dejó sin aliento.

Embriagada.

—Creo que antes de que vayamos más lejos, deberíamos establecer unas reglas —musitó Gerrard, mirándola con los ojos entrecerrados.

Ella parpadeó.

—¿Unas reglas?

—Ajá. Como por ejemplo… ¿Recuerdas que te dije que si te entregabas por tu propia voluntad lo querría todo de ti?

Por supuesto que lo recordaba.

—Sí.

Gerrard bebió su respuesta como si fuese un largo trago de agua.

—Pues dicha regla tiene una consecuencia lógica. —Se apartó lo justo para mirarla a los ojos. Entretanto, sus manos fueron ascendiendo hasta cubrirle los senos. Los acarició hasta llegar a los pezones, que procedió a pellizcar con delicadeza.

Jacqueline apenas podía respirar.

—¿Cuál?

—Puesto que has accedido a ser mía por completo, no podrás echarte atrás. No podrás dejarme hasta que yo te libere, hasta que yo te deje marchar.

Cosa que no haría nunca. Gerrard esperó mientras ella intentaba recobrar el sentido común lo justo para sopesar su decreto. Le apartó las manos de los pechos para desatarle el cinturón de la bata y poder así introducirlas bajo la prenda. Las deslizó por su curvilíneo cuerpo hasta posarlas sobre ese trasero tan voluptuoso.

Comprobó que su mirada se tornaba distante, que sus sentidos estaban pendientes del roce de sus manos.

—¿Estás de acuerdo? —la instigó.

Jacqueline volvió a concentrarse en su rostro.

—¿Qué alternativa me queda? —quiso saber, mirándolo a los ojos. Gerrard la acercó de nuevo de forma lenta y deliberada.

—Ninguna.

Ella le colocó las manos en los hombros y echó la cabeza hacia atrás para seguir mirándolo a los ojos.

—En ese caso, ¿por qué me lo preguntas?

—Porque quería que conocieses la respuesta. Que comprendieras cómo… van a ser las cosas.

—Entiendo. —Jacqueline mantuvo la mirada clavada en esos ojos oscuros y contuvo el escalofrío que amenazaba con provocarle la fuerza de sus manos. Se preguntó qué alimentaría el fuego que ardía tras esos ojos ambarinos—. Pues ya lo sé. Ahora ¿qué?

—Ahora ya lo sabes… —Inclinó la cabeza—. Y podemos seguir.

Seguir. Eso era justo lo que ella ansiaba. Le devolvió el beso con frenesí, ansiosa por descubrir el camino que Gerrard había elegido. Ansiosa por enfilar la sensual avenida de su elección.

Él movió la cabeza un poco y el beso se tomó incendiario, exigente. La abrazó, anclándola a su cuerpo mientras esas poderosas manos la amoldaban a él y le dejaban muy claro la voracidad de su deseo.

Para su sorpresa, Gerrard puso final beso de forma paulatina, como si supiera que era suya y tuviera la intención de tomarse todo el tiempo del mundo para saborearla. A la postre, alzó la cabeza. Ella abrió los ojos y lo miró. Gerrard la observó con detenimiento, como si estuviera buscando algo que a ella se le escapaba.

Volvió a aferrarla con fuerza por las nalgas, la alzó y comenzó a frotarla sin disimulo contra su miembro, ya erecto.

—Las lámparas… ¿Te importa si las enciendo?

Tanto su tono de voz como el brillo sensual de su mirada sugerían que la pregunta era retórica. Su opinión no importaba. Estuvo a punto de decirle: «Si tú quieres…», pero se mordió la lengua y, en cambio, le preguntó:

—¿Por qué?

Esa errante mirada que vagaba por su cuerpo regresó a sus ojos.

—Porque quiero verte. —La soltó muy despacio y la tomó de la mano—. Quiero verte mientras te hago el amor.

Sus sentidos sufrieron un sobresalto. Se sentía un tanto mareada. La pasión que ardía en esos ojos la tentaba, la seducía, le prometía un sinfín de placeres ilícitos. Sin dejar de mirarla a los ojos, Gerrard le alzó la mano, dejó un reguero de besos en el dorso de sus dedos y, por último, acercó los labios a su palma, donde depositó un beso abrasador.

Ella tragó saliva mientras asentía con la cabeza.

—De acuerdo —accedió con voz trémula.

Gerrard la instó a caminar hacia el otro extremo del dormitorio para encender las dos lámparas de bronce, situadas en una estrecha consola. Por encima de la consola, colgado de la pared, había un espejo rectangular bastante alto y de marco dorado.

Gerrard se detuvo frente al espejo. La soltó y encendió una lámpara. Jacqueline siguió sus movimientos en el espejo mientras procedía a hacer lo mismo con la otra. Las llamas parpadearon un poco antes de que su luz se estabilizara. Esos ojos ambarinos se clavaron en ella, y supo que estaba evaluando el efecto de la luz dorada al bañarla. Para su sorpresa, bajó la intensidad de la llama hasta ajustarla a la luz deseada y repitió el proceso con la otra.

Cuando lo hizo, se giró para mirarlo de frente. Él la tomó de la mano. En un principio supuso que su intención era llevarla a la cama. Sin embargo, la instó a que se diera la vuelta. La colocó justo en el centro de la consola, mirando hacia el espejo y él se colocó a su espalda. Lo vio observar su cuerpo en el espejo y después, lentamente, mirarla a los ojos. Con una sonrisa.

No con esa sonrisa artificial que utilizaba en las reuniones sociales, sino con esa otra, mucho más sincera, que apenas le curvaba los labios y que era infinitamente más sensual.

—Perfecto —dijo, alzando las manos hasta sus hombros para quitarle la bata.

La arrojó a un lado y la prenda cayó sobre un sillón. Sus ojos no se movieron ni un instante, siguieron clavados en ella mientras se acercaba por detrás. Jacqueline siguió sus movimientos en el espejo y vio lo que él veía: sus pezones, endurecidos por el deseo, se adivinaban con toda claridad bajo la liviana tela del camisón.

Un camisón de blanco virginal, suave y fino, que en esos momentos parecía dorado bajo la cálida luz de las lámparas. Las cintas que lo ajustaban se anudaban justo bajo el pecho. La mirada de Gerrard recorrió su cintura, las caderas, y el abdomen hasta posarse en la zona más oscura que señalaba los rizos de su entrepierna. Allí se demoró un instante antes de volver a ascender lentamente hasta su rostro.

El pausado escrutinio la había excitado, y mientras Gerrard la miraba a los ojos se preguntó si lo habría notado. Estaba a punto de darse la vuelta cuando él le apartó el pelo de la espalda. Se lo había cepillado poco antes y se lo había dejado suelto. Él se lo peinó con los dedos y, cuando estuvo satisfecho, lo dividió en dos y se lo pasó por los hombros.

Gerrard estudió unos instantes el resultado de su obra e hizo unos cuantos ajustes hasta que estuvo satisfecho con la forma en la que el cabello la cubría. Los bruñidos mechones castaños se convirtieron en un velo que ocultaba parcialmente sus pechos. Un velo que cubría bien poco, pero que reclamaba toda su atención ya que resplandecía bajo la luz.

Antes de que ella pudiera decir nada, le colocó las manos en la cintura y la pegó a él. Notó que se relajaba en cuanto sintió su sólida presencia tras ella, pero cuando hizo ademán de apoyarse por completo en su cuerpo, se lo impidió.

La mantuvo erguida e inclinó la cabeza. Comenzó a besarle el pelo hasta dar con el lóbulo de la oreja, desde donde se trasladó al cuello.

—Desabróchate el camisón.

Jacqueline escuchó el erótico susurro y tuvo que esforzarse para no sonreír Esperó a que él la mirara a los ojos en el espejo y alzó las manos hacia el primer botón.

A medida que descendía, sus manos se fueron tensando alrededor de su cintura. Esos ojos oscuros seguían el movimiento de sus manos sin parpadear.

—Ábrelo.

La orden, pronunciada en voz baja y ronca, le provocó un escalofrío que le recorrió la espalda. Con la mirada clavada en la imagen del espejo, se apartó el camisón muy despacio hasta que sus turgentes senos quedaron a la vista.

La luz de las lámparas cayó sobre ella, bañando curvas y oscureciendo recovecos. La mirada de Gerrard no se precipitó. Al contrario, se movió sobre su piel desnuda con parsimoniosa lentitud. Bajo ese intenso escrutinio, flagrantemente masculino, sus pezones se endurecieron de forma dolorosa.

Gerrard se enderezó y alzó las manos sin apartarse de ella. Aferró los tirantes plisados del camisón, la miró a los ojos y comenzó a bajárselos por los brazos.

Su mirada ambarina siguió el movimiento hasta que su torso quedó liberado del camisón.

—Pon las manos en el borde de la consola —le dijo, mirándola de nuevo a los ojos.

Jacqueline lo obedeció, no sin preguntarse el porqué de la orden. Se inclinó hacia delante y se aferró al borde tal y como le había dicho.

—No muevas las manos hasta que yo te dé permiso.

«Hasta que yo te dé permiso». De repente cayó en la cuenta de que estaba eligiendo las palabras de forma deliberada. Las pronunciaba como órdenes en toda regla, no como simples indicaciones. Órdenes que esperaba que siguiera como si fuera… completamente suya.

Para disponer de ella a su antojo.

Se estremeció, pero no por la inquietud ni por el miedo. Sino por la excitación, por la rutilante emoción del deseo más desenfrenado.

Y él lo estaba avivando, estaba moldeando la escena a su conveniencia. ¿Por qué? Lo miró a la cara. A la luz de las lámparas su semblante parecía crispado, no impasible.

Estaba contemplando sus pechos. El camisón se le había arrugado alrededor de la cintura y las caderas. Lo vio alzar las manos, que volvieron a recorrerla, irradiando calor y fuerza a su paso. Dejaron atrás la cintura y siguieron descendiendo muy despacio.

Recorrieron sus caderas, arrastrando consigo el camisón hasta dejarlo caer al suelo, en torno a sus pies.

La dejó desnuda, bañada por la luz de las lámparas.

Se quedó sin aliento. Su propia imagen en el espejo le crispó los nervios y la privó del pensamiento; fue incapaz de reaccionar. A la luz de las lámparas parecía una ninfa dorada. Un hada atrapada en este mundo. Irreal. Etérea. Mágica.

El rostro, el pelo y el cuerpo eran los de siempre. Era ella, pero al mismo tiempo no lo era. La imagen del espejo era una verdad que jamás había contemplado. Una mujer desconocida para ella hasta este momento.

Una sirena.

Sintió la mirada de Gerrard, abrasadora como una llama, recorriéndole la piel mientras ella, atónita, se observaba. Después la miró a la cara con detenimiento. Jacqueline se miró el rostro al darse cuenta y se encontró con su oscura mirada en el espejo.

Gerrard volvió a colocarle las manos en la cintura y desde allí las fue subiendo. Las detuvo justo bajo el pecho y la instó a echarse hacia atrás para apoyarse en él. Tras eso, lo vio inclinar la cabeza y darle un beso en el hombro, el cual trazó con los labios hasta llegar al cuello. Hasta el lugar donde su pulso latía de forma desbocada.

—No hables ni te muevas. Limítate a observar. Y a sentir.

No tuvo más remedio que obedecerlo. Estaba fascinada, atrapada en la fantasía que él había creado. Una fantasía donde no había inhibiciones, donde sólo estaban ella, él y el deseo.

El deseo de Gerrard de poseerla por completo. Su propio deseo de satisfacerlo.

El deseo en estado puro.

Un deseo que se avivó cuando esas manos se introdujeron bajo su pelo y se posaron sobre sus senos. Mientras Gerrard la acariciaba, ella echó la cabeza hacia atrás, apoyándola contra su hombro. Comenzaba a respirar con dificultad. Cuando él le pellizcó los pezones, se quedó sin aliento.

Sabía cómo excitarla, cómo estimularla hasta que la pasión le corría por las venas, arrastrando consigo las reservas, enfebreciéndole la piel y dejándola envuelta en llamas.

Lo observó con los ojos entrecerrados. En un momento dado, como si estuviera satisfecho con su labor, apartó el pelo que hasta ese momento había ocultado sus senos y los dejó a la vista.

Se apoderó de ellos con las manos como si fueran suyos. Suyos para disfrutarlos a placer.

Lo vio alzar la cabeza y sus miradas se encontraron en el espejo. Comenzó a mover las manos para satisfacer sus sentidos y también sus propios deseos. La luz de las lámparas le iluminaba el rostro. Tenía una expresión decidida, implacable. El resplandor también la bañaba a ella, bañaba su cuerpo y suavizaba sus curvas, resaltando la vulnerabilidad de la desnudez.

Una de las manos morenas de Gerrard se apartó de sus senos y comenzó a bajar, acariciándola como si estuviera saboreando el tacto de su piel hasta llegar al abdomen, donde se detuvo. En ese instante, la presionó de modo que su trasero quedara pegado a él y la posición hizo que fuera muy consciente del duro roce de su miembro en la base de la espalda.

Sus sentidos se expandieron y comenzó a respirar de forma superficial. La habitación comenzó a darle vueltas. La placentera promesa que encerraba la situación era tan intensa que casi podía paladearla. Le echó un vistazo al rostro de Gerrard y volvió a preguntarse por qué la deseaba de ese modo. Percibía el control que ejercía sobre sus impulsos, la firme determinación de no tomarla allí mismo, de acompañarla a lo largo del camino elegido que los conduciría a un paraíso de placeres ilícitos.

Gerrard tenía muy claro que era una especie de sumisión, sin cadenas físicas, cierto, pero con cadenas al fin y al cabo. Percibió la mirada de Jacqueline en el rostro, la pregunta que se formaba en su mente. Bajó la vista al mismo tiempo que hacía lo propio con la mano y notó que ella se distraía con el movimiento. Esa mirada verdosa abandonó su rostro a favor de sus indagadores dedos.

Unos dedos que acababan de enterrarse en los rizos castaños de su entrepierna. Tomó un mechón con el índice y el pulgar y lo frotó, como si estuviera comprobando su textura. Acto seguido lo soltó y pasó la palma sobre el vello, logrando que contuviera el aliento. Sin apartar esa mano de su entrepierna, comenzó a acariciarle el pecho con la otra. Volvió a pellizcarle el pezón, primero con suavidad y después con más fuerza, hasta que la escuchó jadear y empezó a removerse contra él.

Una súplica en toda regla. La vio ponerse de puntillas al tiempo que echaba las caderas hacia delante, ansiosa porque sus dedos se hundieran en ella.

Y aceptó la invitación. Introdujo dos dedos en su ardiente interior al tiempo que localizaba la perla que palpitaba entre sus pliegues y comenzaba a acariciarla. Alternó la penetración con las caricias hasta que ella separó los muslos para facilitarle la tarea.

—No. No te muevas. Quédate exactamente como estás.

Lo obedeció sin rechistar. Tenía las pupilas dilatadas, los ojos abiertos de par en par y respiraba con dificultad. Volvió a unir los muslos. En esa posición apenas lograba hundir los dedos más de un centímetro en su húmedo e hinchado interior.

Pero con eso le bastaba. Era suficiente para complacerla. Siguió martirizándola con sus caricias, pero sin darle la satisfacción que ella ansiaba.

De repente, la escuchó jadear. Alzó la vista y la miró a los ojos.

—¿Me quieres de mí?

—Más.

—¿En qué sentido?

Y en ese momento lo supo. Como si su pregunta hubiera abierto una puerta en su mente. Su intención no era otra que la de mostrarle su faceta más sensual… porque inconscientemente pensaba que al hacerlo, descubriría la suya propia. La imagen que se formó en su cabeza lo dejó sin aliento. Volvió a concentrarse en ella y vio que aguardaba su respuesta con los labios entreabiertos y la piel sonrojada.

Esperaba saber lo que quería de ella.

—Quiero verte llegar al clímax. Aquí, bañada por la luz de las lámparas. Quiero que me dejes observarte mientras te llevo a la cima del placer.

Guardaron silencio unos instantes, con las miradas entrelazadas. Jacqueline sabía exactamente lo que Gerrard le pedía. Y, tal vez, incluso supiera por qué se lo pedía.

Asintió con la cabeza.

—De acuerdo.

Volvió a separar los muslos.

—No. Así no.

Lo miró a los ojos con expresión interrogante.

Gerrard le apartó la mano del pecho, se la colocó en el abdomen y tiró de ella hacia atrás. Puesto que seguía agarrada al borde de la consola, el movimiento hizo que se inclinara hacia delante. Cuando la colocó como quería, deslizó la mano para aferrarla por una de las caderas. Sacó los dedos que aún tenía en su ardiente interior y, tras recorrer con ellos ese trasero redondeado, los introdujo entre sus muslos y volvió a penetrarla por detrás.

Jacqueline jadeó y arqueó la espalda; echó la cabeza hacia atrás. Gerrard la inmovilizó con la mano que le aferraba la cadera mientras hundía los dedos al máximo y creía abrasarse con su humedad. Su erótica fragancia se alzó para tentarlo.

Pero no le prestó atención. Estaba decidido a complacerla, a observarla mientras lo hacía. Descubrió el ritmo apropiado, el ángulo perfecto, la profundidad adecuada. Comenzó a mover los dedos con frenesí, dispuesto a enloquecerla de placer.

Y ella respondió. Cada vez que la penetraba, sus músculos se cerraban en torno a sus dedos. Había entendido lo que quería y estaba dispuesta a satisfacer su deseo. Estaba dispuesta a hacer realidad la erótica imagen que había visto en su cabeza.

Incapaz de apartar la mirada de ella, se vio obligado a desentenderse del embrujo físico de ese suave cuerpo; de la humedad y del aroma de la pasión que vibraba entre ellos y que intentaba apoderarse de él. Como un vagabundo sediento, bebió de la belleza que irradiaba su cuerpo, del deseo sincero que la embargaba y que mostraba sin ningún pudor.

No obstante, a pesar de estar atrapada en las garras de la pasión, absorta en la experiencia física, sus ojos no se apartaron de él. Se percató de que lo observaba con los párpados entornados y comprendió que ella no era la única que estaba expuesta.

Como no parecía tener problemas para guardar el equilibrio, le soltó la cadera y se colocó a su lado. En esa posición, sus dedos eran el único vínculo entre ellos, de modo que podría observar mejor las respuestas de su cuerpo.

Y respondía sin restricciones.

La vio alzar la cabeza y echarse el pelo hacia atrás. Sus miradas se encontraron de nuevo. La posición hizo que sus pechos se irguieran, orgullosos. Extendió el brazo libre y acarició un endurecido pezón.

Decidido a llevarla al límite.

Siguió así un rato, excitándola hasta dejarla al borde del éxtasis. La vio cerrar los ojos al tiempo que se aferraba con fuerza a la consola, pero no se detuvo, al contrario.

Siguió hasta que la vio a punto de estallar. La escuchó jadear al tiempo que abría los ojos, oscurecidos por la pasión más salvaje. En cuanto sus miradas se encontraron, le dijo:

—Córrete. Ahora.

Las palabras salieron de sus labios como si fueran un ruego, a caballo entre un sollozo y una orden. No había sido esa su intención, pero se sintió atrapado por la imagen que ella le ofrecía, por el embrujo de su cuerpo, tan femenino y sonrojado por el deseo, por las seductoras curvas y por el erótico aroma de la pasión. Era inútil que intentara desentenderse.

Antes de darse cuenta de lo que hacía, estaba desabrochándose el pantalón y colocándose tras ella de nuevo. Las sensaciones que había bloqueado lo asaltaron de golpe. Estaba tan excitado que tenía una dolorosa erección. Fue un inmenso alivio apartar los dedos de Jacqueline y reemplazarlos con la parte de su anatomía desatendida hasta ese momento.

Un alivio sobrecogedor lo invadió cuando por fin introdujo su palpitante miembro en la abrasadora humedad de su entrepierna.

Un gruñido excesivamente revelador brotó de su garganta. Abrió los ojos (los había cerrado sin darse cuenta) y buscó su mirada en el espejo. Todavía lo estaba observando.

Y lo hacía con una sonrisilla en los labios.

La aferró con fuerza por las caderas, la alzó hasta ponerla de puntillas y de un tirón, se hundió en ella hasta el fondo.

En lugar de pedir clemencia mediante gemidos o palabras, Jacqueline le siguió el juego. Se tensó en torno a su miembro y respondió a cada una de sus embestidas, instándolo a ir más deprisa.

De modo que abandonó las restricciones convencionales y se entregó al momento. Le hizo el amor de forma salvaje, desinhibida y frenética. Y fue ella quien lo ayudó. Ella, mediante la disposición a darle todo lo que deseara y mediante la honestidad que demostraba en todo momento. No había artificios en sus expresiones de placer, en su entrega ni en su generosidad cuando lo aceptó en su interior para satisfacerlo plenamente.

Su rostro lo mostraba todo. En esos momentos, tenía los ojos cerrados, pero sus labios esbozaban una sonrisa pícara. Había fruncido el ceño de forma muy seductora, como si estuviera totalmente concentrada allí donde sus cuerpos se unían.

Pendiente del placer de tenerlo dentro.

El clímax estaba al alcance de la mano, cada vez más cerca. Y fue ella quien llegó en primer lugar. Siguió complaciéndola con embestidas profundas y rápidas para prolongar el momento, deleitándose en cada jadeo, hasta que los estremecimientos que la recorrían lo consumieron. Sus músculos lo atraparon en su interior y lo arrastraron… más allá del borde, hacia la gloria.

No supo cómo logró aguantar en pie, pero a la postre salió de ella, la alzó en brazos y la llevó a la cama. Volvió para apagar las lámparas y después se desnudó para acostarse a su lado.

Jacqueline musitó algo, un murmullo de contento ininteligible por el sueño, mientras se acomodaba entre sus brazos con la sonrisa todavía en los labios.

Gerrard permaneció un rato despierto, escuchando los enloquecidos latidos de su propio corazón, desbocado por el ritmo frenético de una experiencia sexual que había superado todas sus expectativas. Él había dispuesto el escenario con un objetivo muy claro en mente. Ella había aceptado el desafío, le había entregado todo lo que le exigía, pero algo inesperado los había atrapado.

Y no era la primera vez que les sucedía. Con ninguna otra mujer se había sentido de ese modo. No exactamente fuera de control, pero sí movido por una fuerza más poderosa que su voluntad.

Claro que nada más lejos de su intención que quejarse.

Cerró los ojos, esbozó una sonrisa y dejó que la satisfacción física lo reclamara. Había logrado su meta: crear una tensión sexual, unas cadenas sensuales que la unieran a él. El concepto era primitivo, claramente posesivo, pero era justo lo que le pedía el cuerpo. Además, entre ellos esas cadenas eran reales. Funcionarían. Porque podría vincularla a él para siempre gracias a su naturaleza apasionada, a su carácter franco, a su sincera pasión. A través del placer.

Y a través de ese afán posesivo que la marcaba como suya… y viceversa. La conclusión lo asaltó mientras el sueño lo reclamaba.