UNA vez de vuelta en el salón de baile, Barnaby se marchó para continuar con sus pesquisas. Los músicos estaban recogiendo sus instrumentos, pero la gente no parecía dispuesta a marcharse.
Gerrard dio un paseo con Jacqueline, pero cuando se detuvieron para charlar un rato con un grupo de invitados, se percató de que no era ese el tipo de distracción que ella necesitaba. Estaba preocupada por el incidente con sir Vincent y todo lo que este conllevaba, de modo que su actitud volvía a ser distante y enigmática.
Maldijo para sus adentros. Salvo por el breve incidente durante la cena, se había mostrado cercana y se había comportado con naturalidad, sin ocultarse tras el escudo protector. De modo que no debían dejar que el éxito de la noche quedara empañado a última hora por culpa de sir Vincent.
En cuanto se le presentó la oportunidad, se disculpó con los integrantes del grupo y la llevó a la terraza.
—Vamos a pasear por los jardines. —Bajó la vista para mirarla a los ojos—. Qué menos que admirar nuestra obra.
Ella sonrió. Vio que el alivio inundaba su mirada y se alegró.
La noche era agradable. Un buen número de invitados paseaba por los jardines en pareja o en pequeños grupos. Bajaron los escalones y enfilaron un camino que atravesaba el prado principal. Al llegar a la encrucijada, tomaron el sendero de la charca.
Los farolillos se mecían en las ramas de los árboles. Jacqueline echó un vistazo a su alrededor, comprobando el rutilante diseño.
—Jamás lo había visto tan bonito. —Se giró hacia él y le sonrió. Gerrard bajó el brazo para tomarla de la mano mientras caminaban.
Los farolillos alumbraban sólo hasta la mitad del sendero de la charca. Habían dejado el claro a oscuras de forma deliberada, renuentes a animar a los invitados a aventurarse cerca del agua habida cuenta de su profundidad. Al llegar a la zona en penumbra, se miraron y continuaron caminando.
La noche los acogió en sus brazos. Sus ojos se adaptaron a la plateada luz de la luna. No estaba llena, pero bastaba para iluminar débilmente el paisaje. Siguieron hasta el claro, donde se encontraban las tranquilas y oscuras aguas de la charca. El silencio sólo se veía interrumpido por el distante borboteo del agua del arroyo que corría hasta el lago.
Las altas copas de los árboles que circundaban el claro, junto con la maleza y los arbustos que crecían entre sus troncos, creaban la ilusión de estar en una habitación privada en plena noche. Una habitación sólo de ellos dos.
Jacqueline se acercó al banco de madera. Él la ayudó a subirse a la roca y la observó mientras se sentaba en un extremo. No se atrevía a sentarse a su lado. Con las manos en los bolsillos, la contempló mientras ella observaba la charca con expresión pensativa. Después, la imitó y desvió la mirada hacia las oscuras aguas.
La frialdad de la piedra y la agradable temperatura de la noche contribuyeron a apaciguar los tortuosos pensamientos de Jacqueline. Había entrado en el salón de baile con los nervios de punta, pero fue ganando confianza a medida que pasaba la noche. Y no solo porque comprobó que era capaz de manejar la situación, sino también por la respuesta que su actitud provocaba en los demás. El interludio con los Entwhistle había sido muy emotivo, porque habían compartido la tristeza mutua, aunque había llegado a la conclusión de que era hora de ponerle fin a la tristeza. Todavía resonaba en sus oídos el consejo de lady Entwhistle de que mirara al futuro y disfrutara de la vida. Después de eso…
Llegó el baile. Y había disfrutado mucho más que en otras ocasiones. Los valses con Gerrard habían sido los puntos culminantes y habían marcado la tónica de las emociones y de los pensamientos que la asaltaron a partir de ese momento. Aunque, a decir verdad, eran los mismos que la habían asaltado durante los últimos días.
El comentario de Jordan, aunque bienintencionado, había cortado de raíz la alegría que la embargaba y había provocado el regreso de la incertidumbre. Sin embargo, justo después se percató del comportamiento de Eleanor con Gerrard y de la reacción de este, lo que hizo que sus pensamientos volvieran a él.
En cuanto a sir Vincent…
Exhaló un corto suspiro antes de inspirar hondo para disfrutar del fragante aire nocturno. ¿Estarían en lo cierto Gerrard y Barnaby? ¿Ocultaba sir Vincent una faceta siniestra bajo su agradable talante?
Lo conocía desde siempre. Francamente, era incapaz de verlo como el asesino de Thomas, mucho menos como el de su madre. No obstante, tampoco lo había visto como un posible pretendiente. No cabía duda de que el asesino era alguien conocido.
Dejó la mente en blanco un instante y notó que sus pensamientos se aposentaban como las hojas sobre el suelo tras una ráfaga de viento. Salvo uno, que le resultaba fascinante e irresistible.
Gerrard.
Sólo habían pasado unos minutos desde que tomó asiento en el banco, pero todo lo demás había desaparecido, por la sencilla razón de que todo lo demás pasaba a un segundo plano cuando él estaba al lado.
Porque aún tenía que tomar una decisión y meditar acerca del ultimátum que le había dado.
En ese instante, ciertos momentos de la noche resurgieron en su mente como los restos de un naufragio. Cuando sir Vincent la abrazó y le besó los dedos de forma tan apasionada, sólo había sentido una intensa repulsión. Sin embargo, a Gerrard le bastaba mirarla a los ojos con expresión pensativa para arrancarle una respuesta arrolladora e instintiva.
Volvió a sentir el alivio que la inundó al escuchar su voz y saber que estaba con ella. ¿Cómo era posible que en una semana hubiera llegado a sentirse tan segura y protegida a su lado?
¿Era esa la señal que estaba buscando?
Además, había rechazado las atenciones de Eleanor, que era mucho más guapa que ella y tenía experiencia a la hora de conquistar a los hombres. Gerrard no había mostrado el menor interés por su amiga, a pesar de que esta se le había ofrecido en bandeja.
¿Otra señal? Tal vez.
El rostro de Jacqueline era como un libro abierto para Gerrard, aunque no lograba interpretar ciertas expresiones.
Y quería interpretarlas todas, quería comprenderla, quería entenderla para poder estar completamente seguro. Aunque todavía le quedaba un largo trecho por delante. Todavía no sabía si accedería a su propuesta o no. Si accedería a entregarse según sus condiciones… que a esas alturas estaba seguro de haber expuesto antes de tiempo.
Tal vez hubiera llegado la hora de dar el siguiente paso.
Se movió un poco, sacándola así de sus pensamientos.
—Esta mañana me preguntaste aquí mismo por mis motivos para pedirte una decisión firme. —La miró a los ojos. Su expresión era velada e indescifrable, de modo que eligió sus palabras con mucho tiento—. No tengo intención de seducirte, de llevarte a la cama para saciar el deseo… mi deseo.
Ella parpadeó.
—Sé que podría hacerlo —prosiguió con voz firme y un tanto brusca—. Sólo tengo que presionarte un poco más. Pero… —Dejó la frase en el aire. Apartó la mirada de ella y respiró hondo—. Quiero algo más de ti. —Volvió a mirarla a los ojos—. No quiero que lo que hay entre nosotros se reduzca a eso.
«No quiero tener que ser yo quien te seduzca».
No lo dijo, pero Jacqueline lo entendió. La luz de la luna bañaba los ángulos de su rostro y gracias a eso vio que Gerrard no había hablado a la ligera.
Había sido sincero desde el primer momento. Le había asegurado que no podía prometerle nada, pero al mismo tiempo le había dejado bien claro que sentía algo diferente por ella. Algo que lo impulsaba a desear algo más que una mera conquista que, como bien suponía, sólo sería una más de una larga lista.
Había dejado una puerta abierta.
Lo miró a la cara. Tenía una expresión severa e implacable, aunque a la delicada luz de la luna (que para según qué cosas resultaba muy reveladora), notó por vez primera que tras su aparente confianza se escondía un hombre inseguro… como ella.
¿Y si no podía prometerle nada por qué no estaba seguro? Porque no estaba seguro de lo que había entre ellos, de adónde iba a llevarlos, de cómo iba a acabar.
Si lo rechazaba y le daba la espalda, se arriesgaba a que ninguno de los dos descubriera las respuestas.
Se puso de pie, embargada por una repentina determinación. Acortó la distancia que los separaba mientras él observaba cada uno de sus pasos con el rostro demudado por el deseo. Lo vio sacarse las manos de los bolsillos y extenderlas hacia ella, aunque no se detuvo hasta estar pegada a su torso.
Cuando sintió que sus manos le rodeaban la cintura, irradiando calor a través de la seda del vestido, lo miró a los ojos… y vio que nada había cambiado en él. No tenía intención de apresurarla, ni tampoco de echarse atrás. Estaba esperando… que ella tomara una decisión.
Por la sencilla razón de que quería que ella lo deseara en la misma medida que él la deseaba.
Le colocó las manos en el cuello, le acarició la garganta y después las deslizó hasta su nuca, donde las entrelazó. Acto seguido, se puso de puntillas y tiró de él para besarlo.
Porque fue ella quien lo besó, no al contrario. Y él se lo permitió. Le permitió llevar la iniciativa. Dejó que le lamiera los labios, que introdujera la lengua entre ellos, que marcara el paso y que explorara a placer. Él la siguió, aceptando lo que le daba y ofreciéndole a cambio todo lo que quisiera tomar. Jacqueline le ladeó la cabeza y lo besó con más ardor.
Era embriagador. Tenerlo a su merced, tenerlo metafóricamente a su lado, de la mano, caminando con ella hacia un paisaje tan misterioso como él mismo, era una sensación vertiginosa.
El deseo, a esas alturas ya familiar, se acrecentó. Se apoderó de ellos, los inundó y los animó a seguir.
Los tentó a continuar.
Gerrard puso fin al beso para mirarla a los ojos a la mortecina luz de la luna. Tenía una de sus manos en la mejilla y la otra en la cintura.
—No sé adónde va a llevarnos esto, pero quiero seguir el camino. Contigo.
Ella le acarició un pómulo con la yema de un dedo.
—Sí. Yo también.
A pesar de su inocencia, Jacqueline sintió, porque no había modo de saberlo con certeza, que él también iba a la deriva. No la estaba distrayendo ni tampoco estaba dirigiendo el rumbo. Estaba buscando respuestas, al igual que ella, sin saber qué lo impulsaba.
Lo que había entre ellos resultaba irresistiblemente tentador, tanto en el plano físico como en el emocional. Aunque reconocía su presencia y la promesa que encerraba, su naturaleza era tan misteriosa para él como para ella. Y, al parecer, igual de desconcertante. En ese campo, ambos eran inexpertos.
Cosa que, a fin de cuentas, también lo atraía porque quería descubrir si serían capaces de correr el riesgo implícito en el siguiente paso que tendrían que dar.
El aliento de Gerrard le rozó los labios, logrando que se rindiera. Y no sólo ante el beso. Fue una rendición total.
—Ya sabes qué he decidido —le dijo con voz sensual y ronca, con esa nota sugerente en la voz que él y sólo él provocaba. Se pegó a él y se puso de puntillas de modo que su aliento le acariciara los labios—. Convénceme de que estoy haciendo lo correcto.
Percibió que lo asaltaba el impulso de devorarla, de apoderarse de sus labios con un ímpetu abrasador, pero se refrenó. En lugar del esperado beso, alzó las manos y sin dejar de mirarla a los ojos, las deslizó sobre la gruesa seda de su vestido hasta dejarlas sobre sus senos. Sus pulgares buscaron los pezones, ya enhiestos.
El efecto de sus caricias fue inmediato. Jadeó, apenas sin aliento. Gerrard siguió atormentándola de ese modo un rato y después inclinó la cabeza y se apoderó de sus labios para besarla apasionadamente mientras seguía hostigando sus sentidos con los dedos.
Su cuerpo estaba enfebrecido cuando se apartó de ella. Sus sentidos, ahítos. Tenía los nervios a flor de piel. El deseo la embargaba.
—Lo haré —respondió él, haciendo una mueca que Jacqueline vio a pesar de la penumbra—. Pero aquí no. Ahora no.
Sus palabras la hicieron parpadear y volver a la realidad, al claro de la charca. Gerrard tenía razón. No era el momento ni el lugar. Debían regresar. Debían darles las gracias por la velada a los anfitriones y despedirse de ellos. Debían regresar a casa en el carruaje con los demás.
Le palpitaban los labios y se sentía presa de una dulce expectación. Antes de apartarse de sus brazos le acarició la comisura de los labios con un dedo.
—Luego.
Dio media vuelta para emprender el camino de regreso.
La espera iba a matarlo.
Gerrard se paseaba de un lado a otro de su dormitorio mientras exhortaba al reloj a que fuera más deprisa. Jacqueline y él habían regresado al salón, se habían comportado de modo intachable y habían soportado el trayecto hasta Hellebore Hall sentados el uno frente al otro y sumidos en la bendita oscuridad del carruaje.
Lord Tregonning les había dado las buenas noches en el vestíbulo principal. Jacqueline y su tía habían subido juntas la escalinata. Él las siguió con Barnaby. Caminar hasta su dormitorio en lugar de ir tras ella le había supuesto un esfuerzo sobrehumano.
En ese momento estaba solo tras despachar a Compton. La mansión se sumía poco a poco en el silencio. En cuanto todos estuvieran dormidos, iría al dormitorio de Jacqueline.
¿Cuánto tiempo tardaría en despachar a su doncella?
Masculló un juramento, dio media vuelta y echó a andar hacia la chimenea. Lanzó una furibunda mirada al reloj que descansaba en la repisa. Los minutos no pasaban con la rapidez que a él le gustaría.
Debería haberle dicho que no se desvistiera. Gran parte del atractivo que su vestido suscitaba en él radicaba en la posibilidad de quitárselo con sus propias manos. Habría dado cualquier cosa por hacer ese deseo realidad, pero tal vez ella no se hubiera dado cuenta.
Escuchó unos pasos que se acercaban a su puerta. Un momento después, esta se abrió para dar paso a Jacqueline. Cerró en cuanto lo localizó y corrió hacia él. Aún llevaba el vestido.
Extendió los brazos para recibirla.
En cuanto la abrazó, la alzó y le dio un tórrido beso.
Ella le echó los brazos al cuello, separó los labios, le entregó su boca y se dejó llevar.
De modo impulsivo, Gerrard le colocó una mano en la base de la espalda y la otra en la nuca, inmovilizándole la cabeza para poder conquistar su boca.
Sin restricciones.
Se lo había advertido y, en esos momentos, sus presentimientos resultaron ser ciertos. Ni en sus sueños más salvajes habría imaginado que podría ser así.
Una conflagración instantánea.
Un anhelo primitivo que jamás había experimentado. Era un amante sofisticado, elegante y curtido; sin embargo, Jacqueline no apelaba a esa parte de sí mismo. El simple roce de sus labios, su peso en los brazos, la inocente caricia de sus dedos en la mejilla… y estaba perdido. El sentido común lo abandonaba y olvidaba sus exquisitos modales en cuanto lo asaltaba el imperioso impulso de hacerla suya.
Hacerla suya en cuerpo y alma.
Y se lo había advertido.
Jacqueline se percató de que la pasión lo embargaba y notó que todas las barreras caían a su paso. Saboreó el voraz apremio en sus labios, lo sintió en el afán posesivo con el que sus manos la acariciaban, con el que su cuerpo se pegaba a ella. Retroceder ante ese instinto tan básico era impensable. Al contrario, saberse capaz de provocar semejante reacción en él, saberse capaz de despertar ese deseo (de que su cuerpo despertara ese deseo) la alegró sobremanera.
Porque la deseaba sin medida. No había palabras para describirlo. El lugar al que habían llegado sólo admitía hechos. Sólo las acciones tenían cabida.
Sus lenguas se enzarzaron en un duelo. Entregada al momento, se dejó llevar por el apasionado encuentro. Notó que él le acariciaba la espalda y, un minuto después, sintió cómo se le aflojaba el corpiño. Le había desatado las cintas.
Tomó una entrecortada bocanada de aire cuando sus labios se alejaron para dejar una lluvia de besos en su mentón. Poco después, la instó a echar la cabeza hacia atrás para besarle la sensible zona oculta tras el lóbulo de una oreja y desde allí prosiguió en su húmedo avance hasta localizar el lugar donde le latía el pulso. Lo lamió y lo chupó con delicadeza. Una abrasadora riada de deseo se extendió bajo su piel, amenazando con derretirla.
Enfebrecida y con los nervios a flor de piel, notó que una de sus manos se posaba sobre un pecho. Esos atrevidos dedos la acariciaron un instante, le dieron un erótico pellizco y después se apartaron para recorrer el escote de su vestido. Se sintió inmensamente agradecida cuando se lo bajó. El corpiño quedó arrugado en torno a su cintura. Se sacó las diminutas mangas de seda por los brazos y en cuanto estuvo libre, lo abrazó.
Apenas podía respirar bajo su mirada. Sus senos estaban cubiertos por la diáfana camisola. Un tironcito a la lazada que la sujetaba fue suficiente para desatarla. Notó que sus dedos tiraban de la prenda para bajarla.
El dormitorio estaba sumido en la penumbra porque él no había encendido las lámparas. Sin embargo, la escasa luz que entraba por las ventanas le bastó para ver su expresión mientras contemplaba abiertamente lo que acababa de desnudar.
Tuvo que recordarse que ya le había visto los pechos antes. De todas formas, se percató casi sin aliento de que los marcados rasgos de su rostro sólo mostraban satisfacción. Estaba absorto en lo que estaba observando.
Lo vio alzar una mano con la que le cubrió un pecho. Lo acarició, le dio un tierno apretón y después sus dedos buscaron el pezón para pellizcarlo. Sus caricias la tensaron aún más. Acto seguido, exploró la delicada piel de la zona como si estuviera memorizando sus curvas y no sólo observándolas. Como si la textura de su piel le resultase maravillosa. Como si su endurecido pezón fuera merecedor de toda esa atención.
Estaba embelesado. Fue testigo del embrujo en el que su cuerpo lo sumía.
Se limitó a observarlo sin moverse mientras él la examinaba con la mirada y sintió que la embargaba un poder de naturaleza femenina, desconocido para ella hasta ese momento.
Saltaba a la vista que esa era una señal. Había tomado la decisión correcta. Ese era el camino que tenía que recorrer.
El júbilo que crecía en su interior le confirmó que estaba en lo cierto.
Gerrard inclinó la cabeza para dejar un ardiente beso en la curva de un pecho, desterrando de ese modo cualquier idea de huida, cualquier posibilidad que no fuera seguir adelante con abandono. Esos labios se movieron sobre su excitada piel hasta atrapar un enhiesto pezón que procedieron a chupar.
Antes de darse un placentero festín con él.
Jacqueline gimió y echó la cabeza hacia atrás. Se aferró a los hombros de Gerrard con los ojos cerrados. Desde allí sus manos se trasladaron hasta su nuca, deseosas de sentir el sedoso roce de su cabello. Le clavó los dedos con fuerza mientras él la complacía, y agradeció en su fuero interno la presencia de esa mano en la base de su espalda, que la ayudaba a seguir en pie.
Sus sentidos se desbocaron. Una miríada de sensaciones la asaltó de repente. Porque acababa de descubrir que, bajo las caricias que Gerrard le prodigaba, había una emoción más intensa que la mera atracción de lo desconocido, más implacable que el simple deseo. Era una pasión irrefrenable que a pesar de su inocencia en esas lides reconoció por lo que era: un afán posesivo.
Gerrard había traspasado los límites del pensamiento. Era incapaz de disimular sus sentimientos y sus intenciones. Jacqueline había acudido a él. Ese gesto fue el aliciente que necesitaba, el estímulo necesario para que sus demonios se liberaran de las ataduras y se lanzaran a por ella.
Estaba a un paso de arrancarle la ropa, echarla en la cama y hundirse en la suavidad de su cuerpo para reclamarla y dejar en ella su impronta del modo más primitivo. Pero lo refrenaba el hecho de que las dos facetas de su personalidad acababan de unirse de un modo extraño. Los endemoniados deseos que su virilidad instigaba, esos que emergían con la pasión y el afán de conquista, en el caso de Jacqueline se movían dirigidos por las exigencias estéticas de su faceta artística.
Ella y sólo ella era la única capaz de fundir esas dos realidades.
Mientras sus demonios la devoraban con sus exigentes caricias, convirtiendo sus acciones en una orden, en una conquista sin paliativos, era consciente de que lo embargaba una fascinante necesidad de ir más despacio, de saborear a placer la experiencia y de exprimir hasta la última gota la pasión y el deseo que su rendición suscitaba en él.
Ansiaba regodearse en el plano físico del momento, empacharse de la parte sensual.
Y su conocimiento superaba el de la media en ese aspecto.
Cuando por fin apartó los labios de sus pechos, la descubrió excitada y dispuesta a exigirle que satisficiera sus demandas pese a su inocencia. Se rindió a los intentos de sus manos por quitarle la chaqueta y la ayudó sacando primero un brazo y luego el otro, de modo que la prenda cayó al suelo. Seguida de inmediato por el chaleco.
Jacqueline le plantó una mano en el pecho y el gesto le robó el aliento no por la caricia en sí misma, sino por el apremio que delataba. Por el deseo tan femenino que vislumbró en sus ojos mientras comenzaba a despojarlo de la corbata. Por la concentración que asomaba a su rostro mientras le deshacía el complicado nudo y después se la quitaba del cuello. La arrojó al suelo y se acercó a él para sacarle la camisa de los pantalones. En cuanto liberó los faldones, introdujo las manos por debajo para acariciarle la piel desnuda. Mientras exploraba su pecho, alzó la cabeza y él respondió inclinándose hasta que sus labios se fundieron.
Durante unos minutos, se limitó a saborear la creciente pasión que la embargaba. Una pasión tierna, ardiente y maravillosamente femenina. Una poderosa mezcla de erotismo e inocencia. Una ingenua promesa.
Y era suya. Toda suya.
Para introducirla en el placer, en la pasión.
Para poseerla.
La rodeó con los brazos al tiempo que le bajaba el vestido por la espalda, tirando de él hasta que transpuso sus caderas, y lo dejó caer. Con él también cayó la camisola; ambas prendas quedaron arrugadas en torno a sus pies. La agarró por el trasero y la pegó a él, dispuesto a explorar. A excitarla aún más. Le acarició las nalgas, despertando una nueva oleada de deseo y arrancándole un jadeo sorprendido.
El apremio se intensificó.
La obligó a rendirse a sus labios, conquistó su boca a placer y saturó sus sentidos al tiempo que él se emborrachaba con su entrega. Una entrega que rubricó amoldándose a él e invitándolo a que explorara su cuerpo.
Desnuda entre sus brazos, apoyada contra un cuerpo musculoso que encerraba una poderosa promesa, Jacqueline decidió poner fin a sus intentos por serenarse y se dejó embriagar por las sensaciones que despertaban sus caricias, cada vez más atrevidas, su flagrante exploración y el voraz anhelo que lo impulsaba.
Un anhelo que mantenía bajo control. Una amenaza, aunque no para su vida. La amenazaba con poseerla, pero a esas alturas estaba desesperada porque lo hiciera.
Una desesperación que crecía por momentos y que la llevó a clavarle las uñas en su afán por apremiarlo.
El roce de la fresca brisa nocturna sobre la piel le recordó su estado de desnudez. Aunque debería sentirse cohibida, insegura, la verdad era que no le importaba en lo más mínimo. La escandalosa situación le encantaba. Todas las reservas, la timidez y el pudor se desvanecieron ante el asalto de un ansia mucho más física y poderosa de lo que había anticipado. Lo quería todo. Quería verlo desnudo, quería sentir el roce de su piel contra su cuerpo. Necesitaba esa proximidad física. Lo necesitaba pegado a ella.
En ese mismo momento.
Se entregó a él sin reservas y se rindió a sus exigencias mientras lo acariciaba. Sus manos descendieron por ese torso hasta llegar al musculoso abdomen. Desde allí se trasladaron hasta la pretina de los pantalones. Y un poco más abajo. En un alarde de atrevimiento, lo acarició por encima de la tela.
Y se percató de que contenía el aliento, distraído por un instante. De modo que decidió ir más allá. Presionó la palma de la mano contra su erección y comenzó a acariciarlo. Un momento después decidió que había llegado la hora de desabrocharle los pantalones.
Gerrard respiró hondo al tiempo que le inmovilizaba las manos y se las colocaba a los costados. En cuanto la soltó, puso fin al beso y la alzó en brazos. Habría preferido ir más despacio, pero ella se empeñaba en acelerar las cosas.
Recorrió la corta distancia que los separaba de la cama y, tras apoyar una rodilla en el colchón, la dejó sobre él. Se detuvo unos instantes para observarla. Con la mente en blanco, recorrió ese cuerpo desnudo y sonrojado que lo deseaba de un modo tan manifiesto. Acto seguido se quitó la camisa pasándosela por la cabeza y la arrojó al suelo antes de desabrocharse los pantalones.
Se quitó los zapatos sin pérdida de tiempo, los pantalones y los calcetines. Y se acostó junto a Jacqueline no bien estuvo desnudo. A fin de no perderse detalle, se apoyó en un codo. Decidida a salirse con la suya, vio que ella hacía ademán de acariciarlo y la detuvo de nuevo. Volvió a apresarle las manos, aunque en esa ocasión utilizando sólo una de las suyas. La obligó a alzar los brazos por encima de la cabeza.
Tenía la respiración alterada y fruncía el ceño. La vio abrir la boca…
—No hables. —La miró a los ojos un instante y comprobó que estaban abiertos de par en par—. Sé lo que necesitas.
«Y lo que yo necesito», añadió para sus adentros.
Bajó la vista y dejó que sus ojos vagaran sobre ese cuerpo tendido a su lado, sobre ese delicioso manjar. La verdad cayó sobre él con la fuerza de una ola gigantesca. Tomarla sin más no los satisfaría. A ninguno de los dos. Porque se merecían mucho más.
Aún tenía los pezones endurecidos, clamando por su atención. Su piel, blanca como el alabastro y suave como la seda, estaba teñida por el rubor del deseo y despertaba en él un instinto básico. La curva de su cintura y ese ombligo con forma de lágrima le suplicaban que los lamiera. Más allá de su vientre, los rizos castaños del pubis ocultaban la delicada carne de su entrepierna.
El escrutinio lo llevó hasta sus muslos, sus rodillas y sus torneadas piernas. Tenía los tobillos delgados y unos pies elegantes.
Ante él se encontraba la esencia de la feminidad. Extendió un brazo y trazó todas esas curvas con la palma de la mano.
Notó que la recorría un estremecimiento.
Devolvió la mirada a su rostro y observó cómo respondía al avance de su mano que acababa de pasar por encima de su rodilla, dispuesta a proseguir por el muslo. Tras dejar atrás la curva de una cadera, de la cintura y de un pecho llegó a un hombro, pero no se detuvo. Siguió acariciando la cara interna de un brazo hasta sus dedos, atrapados bajo los suyos. Una vez allí, emprendió el camino inverso. Pero no siguió el mismo recorrido. Le pasó los dedos por la cara y se detuvo al llegar a la garganta. Sin separar la palma de su piel, fue bajando, movido por un afán cada vez más posesivo hasta llegar a su abdomen.
Allí hizo una pausa al ver que el deseo oscurecía su mirada. La vio lamerse el labio inferior, ya hinchado por sus besos. Se inclinó con la intención de saborearlo de nuevo al tiempo que su mano retomaba el descenso. Sus dedos se internaron en esos rizos castaños en busca de los húmedos e hinchados pliegues que ocultaban.
Ella arqueó la espalda y separó los muslos a modo de invitación, que aceptó introduciendo una rodilla entre ellos al tiempo que comenzaba a acariciarla plenamente.
La penetró con dos dedos, arrancándole un gemido que quedó atrapado entre sus labios. Le hundió la lengua en la boca, imitando el movimiento de sus dedos.
Y así siguió hasta que Jacqueline comenzó a retorcerse. Hasta que, enfebrecida y desesperada, intentó zafarse de sus manos en vano. Su reacción le provocó un estremecimiento. Consciente de que no podía utilizar las manos, había decidido usar su cuerpo, esa mezcla de curvas voluptuosas y piel sonrojada, para acariciarlo y seducirlo.
Gerrard aceptó el desafío unos instantes antes de ceder, soltarle las manos y ponerse sobre ella. Jacqueline le colocó las manos en los hombros, aunque fue incapaz de dejarlas quietas y las bajó hasta su pecho. Estaba a punto de perder el control por culpa de sus caricias.
Pero resistió. Le separó más los muslos y se acomodó entre ellos, aunque ansiaba mucho más. Y sabía que podría conseguirlo.
Jacqueline puso fin al beso y echó la cabeza hacia atrás entre jadeos. Ni siquiera había recobrado el aliento cuando él inclinó la cabeza y atrapó un pezón entre sus labios.
Lo inesperado del gesto la sobresaltó. El voraz contacto provocó una poderosa y dulce oleada de pasión. Cerró los ojos y estuvo a punto de sollozar. El húmedo roce de esa lengua sobre sus excitados pezones era placentero y doloroso al mismo tiempo. Quería más, muchísimo más. Y sabía exactamente lo que era.
Sentía el roce de su erección en la cara interna de un muslo, cuando en realidad lo que quería era sentirlo en su interior. Quería que la poseyera.
Y quería estar consciente cuando lo hiciera.
Gerrard siguió chupándole un pezón al tiempo que comenzaba a acariciarle el otro pecho y la penetraba aún más con los dedos.
—¡Gerrard! —exclamó, arqueándose de nuevo y clavándole los dedos en los hombros. El áspero roce del vello de su pecho la abrasó.
De repente, fue consciente de la vulnerabilidad de su situación y de su posición: estaba debajo de un hombre desnudo y fuerte que la acariciaba de una forma muy íntima con los dedos y con la boca. Tomó una entrecortada bocanada de aire y abrió los ojos. En ese instante, él alzó la cabeza y la miró sin ocultar el deseo que lo embargaba.
—Ahora… ¡Por favor! Hazme tuya —le rogó con un hilo de voz. Con el rostro demudado por el deseo, Gerrard la miró un instante más a los ojos antes de desviar la vista. Inclinó la cabeza de nuevo, pero en esa ocasión para depositar un húmedo y ardiente beso en su ombligo.
Jadeó de nuevo y se aferró con más fuerza a sus hombros, creyendo que iba a acariciarla como ya lo hiciera en otra ocasión.
En cambio, se alzó sobre ella, ajustó la posición de sus caderas y tras apoyarse en los antebrazos, la penetró.
Jacqueline se quedó sin aliento y abrió los ojos de par en par al sentir que la gruesa punta de su miembro se hundía en ella… con dificultad.
Parpadeó, asombrada y se preguntó fugazmente si…
De repente, Gerrard se movió y embistió hacia delante. De forma implacable, poderosa y certera.
El dolor la atravesó. Cerró los ojos y contuvo la respiración. En realidad, le costaba trabajo respirar.
Se percató de que él se quedaba muy quieto. Su miembro le parecía demasiado grande. Su cuerpo, demasiado pesado. Todo era nuevo para ella.
Demasiado masculino.
Pero lo recibió gustosa.
La dolorosa punzada comenzaba a remitir. Su cuerpo parecía adaptarse a la invasión. Relajó los dedos, ya que le había clavado las uñas en los brazos de forma instintiva.
Él inclinó la cabeza y murmuró sobre sus labios:
—No hay prisa.
Tras lo cual, la besó.
Pero Gerrard se equivocaba. Ella le devolvió el beso con toda la pasión de la que fue capaz. Lo abrazó con todas sus fuerzas y, en cuanto notó que comenzaba a moverse en su interior, supo lo que quería. Lo que necesitaba. Y supo que lo necesitaba sin pérdida de tiempo.
Él embistió con fuerza y ella alzó las caderas para recibirlo, instándolo a seguir. Ansiaba más. Lo quería todo. Si Gerrard lo quería todo, ella no iba a ser menos.
Y se salió con la suya.
Porque él se rindió con un gruñido y perdió el control. Dejaron de besarse, pero no separaron sus labios, derramando sus entrecortados alientos el uno sobre el otro. La danza de la pasión los poseyó, los atrapó. El deseo corrió por sus venas.
Gerrard siguió moviéndose con un ritmo enloquecedor que ella parecía conocer. De modo que lo siguió de forma inconsciente y se adaptó a él.
Un ritmo que se incrementó hasta convertirse en un desenfrenado crescendo que amenazó con consumirlos. En una búsqueda feroz de ese poderoso clímax que por un desesperado momento les pareció imposible.
Pero que no tardaron en alcanzar.
La vorágine de placer los acogió, la pasión los envolvió en un rugiente torbellino y las llamas los dejaron sin aliento mientras las sensaciones se multiplicaban.
Sus miradas se encontraron, se entrelazaron. Jacqueline notó que todo su cuerpo cobraba vida con cada poderoso envite y que respondía con un frenético abandono.
Alzó las caderas para recibir todas y cada una de sus embestidas, para aceptar sus poderosos movimientos. Se aferró a él como si le fuera la vida en ello.
Hasta que el mundo estalló en mil pedazos.
Gritó mientras su cuerpo se derretía. La tensión alcanzó su punto álgido y sus sentidos se fragmentaron. Sin embargo, alcanzó a vislumbrar el momento en el que la pasión también lo consumía a él. Y lo reclamó con su cuerpo, de igual manera que él la estaba reclamando.
El clímax la arrastró hasta un mar dorado. Ahíta de placer, notó que él se derramaba en su interior con un gruñido antes de desplomarse, exhausto, sobre ella. Flotó sobre las olas, encantada de recibir su peso porque se sentía segura entre sus brazos.
Justo antes de que la reclamara el olvido, giró la cabeza y susurró, rozándole la sien con los labios:
—Gracias.
Dejó que esa única palabra transmitiera todos sus sentimientos antes de rendirse y permitir que el olvido la reclamara.
«Gracias».
Las emociones implícitas en esa palabra resonaron en la mente de Gerrard, que regresó lentamente al mundo de los vivos mientras saboreaba dichas emociones y dejaba que le empaparan el alma. Fue el bálsamo más embriagador y satisfactorio que jamás había experimentado.
Su estrategia había funcionado. La espera había valido la pena. Jacqueline se había entregado por voluntad propia y en esos momentos ya era suya.
Salió de su cuerpo y se dejó caer a su lado. Observó la expresión de su rostro. La penumbra no le permitió ver los detalles, pero parecía estar sumida en un placentero sueño. No tardó en recostarse sobre la almohada y en acercarla a él con mucho cuidado para poder abrazarla. Ella se dejó hacer, se colocó de costado, le pasó un brazo por la cintura y apoyó la cabeza en su torso.
Estaba acostumbrado a ese momento en concreto. Al momento en el que una mujer exhausta y satisfecha se apoyaba en él. Sin embargo, en esa ocasión era distinto. Muy distinto. Con ella era mucho más consciente de su proximidad, de su piel, de sus extremidades, del suave roce de su pelo, del delicado cosquilleo de su aliento. Y también de su peso, del calor que irradiaba su cuerpo y de la ternura que despertaba en él. Como si hubieran forjado un vínculo mucho más fuerte y poderoso de lo normal gracias al acto físico que acababan de compartir.
Cerró los ojos para meditar al respecto. Se preguntó si tal vez era eso lo que sucedía cuando un hombre encontraba a la compañera de su vida.
Esbozó una sonrisa indolente y arrogante. Volvió a recordar ese gracias…
Y se quedó petrificado. ¿Gracias?
Mantuvo los ojos cerrados mientras se devanaba los sesos a toda prisa. ¿Por qué le había dado las gracias? Era ella la que se había entregado, no al contrario. Era ella la que lo había aceptado como amante y futuro marido… ¿No debería haber sido él quien le diera las gracias?
De repente, recordó los errores que había cometido al dar por supuestas sus opiniones y sus reacciones. Si Jacqueline había tenido la temeridad y la audacia de juzgar sus habilidades como pintor, no había forma de predecir los derroteros que podían tomar sus pensamientos.
Rememoró el «gracias». Y cayó en la cuenta de algo. Jacqueline sabía que iba a casarse con ella, ¿verdad? Sabía que el hecho de acudir a su cama era para él sinónimo de matrimonio, ¿no?
Sin embargo, mientras su mente se formulaba esos interrogantes, tenía clara la respuesta. Era muy posible que no lo supiera.
Por su parte lo tenía muy claro. No sabía en qué momento lo había decidido, pero había enfilado el camino del matrimonio con absoluta determinación a pesar de la profunda aversión que había sentido hacia la mera idea hasta hacía bien poco.
En su interior no había cambiado nada, pero sí había visto la luz. Sus reservas acerca del amor aún estaban ahí, pero ya no pesaban tanto como para desviarlo del camino ni para atenuar la compulsión que lo impulsaba.
Sin embargo, su conversión a los adeptos al matrimonio no tenía nada que ver con las acciones de Jacqueline. Tenía suficiente experiencia como para detectar la presencia de las jovencitas decididas a pescar marido. Y no había detectado el menor indicio en ella. La atracción que sentía por él y por el vínculo que los unía era inocente y sincera, no había premeditación ninguna.
Ese era uno de los motivos por los que lo había atrapado.
Sí, le había puesto bien el lazo y, sin embargo, a pesar de sus veintitrés años, desde el punto de vista social era muy inexperta incluso para los cánones rurales. Las muertes de Thomas y de su madre le habían imposibilitado la asistencia a muchos eventos sociales y, sobre todo, la habían alejado de los círculos en los que él se movía. Por tanto, Jacqueline desconocía cómo se hacían las cosas en dichos círculos, cómo se arreglaban ciertos asuntos.
No conocía el modo de actuar de los aristócratas.
Y teniendo en cuenta que la única amiga de su edad con la que contaba era Eleanor Fritham…
Apretó los labios. No era de extrañar que todavía no hubiera adivinado cuáles eran sus intenciones.
El placer que aún le corría por las venas comenzaba a desvanecerse. El sueño lo reclamaba, pero su mente insistía en seguir funcionando… para decidir cuál debía ser su siguiente paso.
Si Jacqueline no pensaba en el matrimonio, estaba claro que era su misión convencerla sutilmente de que ese era el camino antes de hacerle una proposición en toda regla. Conocía a las mujeres, al menos los rasgos generales que todas compartían. Preferían pensar que eran ellas las que tomaban sus propias decisiones en esos asuntos. Estaba seguro de que Jacqueline tendría los mismos prejuicios, de modo que dejaría caer el tema para que ella decidiera… en apariencia, evidentemente. Y después haría la petición formal de su mano.
Lo único que quedaba por decidir era cómo hacerlo. Su mente se negaba a llegar a una solución, de modo que el sueño lo venció.
Pero antes de sucumbir, llegó a una conclusión: tenía amplia experiencia a la hora de desalentar a las jovencitas casaderas, pero muy poca a la hora de persuadirlas de que lo acompañaran al altar…
Los sentidos de Jacqueline estaban sumidos en una placentera neblina que se fue disipando lentamente al tiempo que se anclaba en la realidad física de su cuerpo. De lo que su cuerpo sentía.
Se ancló en las manos que la acariciaban con ternura, en los labios que le besaban un hombro antes de alejarse.
En el amante fantasma que insufló vida a su cuerpo, sumido en la oscuridad de la noche. Que la sedujo.
Estaba tendida de costado, prácticamente boca abajo. Alzó los párpados haciendo un gran esfuerzo, pero no vio nada. Sólo la oscuridad.
La luna se había ocultado y no había luz que la guiara.
Sólo las sensaciones. Sólo la abrasadora realidad del hombre que tenía al lado.
Y del deseo que ardía entre ellos.
Se giró hacia él, se arrojó a sus brazos.
Extendió las manos y descubrió un cuerpo musculoso. Deslizó las manos por sus contornos, como si fuera ciega. Utilizó las yemas de los dedos, las palmas de sus manos, para ver. Y así recorrió sus brazos mientras él se alzaba sobre ella. Recorrió sus hombros mientras la rodeaba con su fuerza.
No importaba la identidad de ese hombre. Ni la suya propia. La impenetrable oscuridad las había robado, y también había liberado sus pasiones. De modo que se entregaron a ellas. Se entregaron y recibieron a cambio más de lo que daban.
Su unión fue a través del tacto. Y de los sonidos incoherentes que la pasión les arrancaba. Ninguno habló. Jacqueline no necesitaba palabras. Privada del sentido de la vista, el resto de sus sentidos se agudizó de modo que cada caricia, cada roce de los dedos, se convirtió en la única realidad.
Él la elevó a unas cumbres de deseo y anhelo sensual mucho más altas que antes. Escuchó sus propios gemidos resonar en la oscuridad. Escuchó sus jadeos.
Era muy consciente del modo en el que su cuerpo respondía a cada descarada caricia en un ritual íntimo que ya le resultaba conocido. Era muy consciente de que se estaba entregando por completo a ese hombre, a su pasión.
Y él conocía muy bien los límites. La llevó hasta ellos una y otra vez, pero no la dejó flotar. Aunque sí dejó que lo explorara, dejó que descubriera su cuerpo. Le permitió darle placer al tiempo que le enseñaba cómo hacerlo.
A la postre, embriagada de deseo, cubiertos ambos de sudor, él la instó a acomodarse de espaldas en el colchón mientras le separaba los muslos y se colocaba entre ellos. Justo antes de penetrarla.
Y esa ocasión fue distinta a la anterior. No hubo dolor que empañara el placer. El fuego rugió, avivado por los niveles de excitación que sus cuerpos habían alcanzado. Las llamas los rodearon, amenazando con consumirlos, pero resistieron su ataque, jadeando mientras se esforzaban por alcanzar la cumbre… donde los aguardaba el éxtasis.
Un éxtasis glorioso que los impulsó hacia las estrellas, donde flotaron hasta regresar a la Tierra, a las sábanas desordenadas, al santuario de su mutuo abrazo. Al sueño.