A la mañana siguiente, con Gerrard presente, Millicent revisó el guardarropa de Jacqueline. No le sorprendió que el vestido de seda color bronce fuese declarado el más apropiado para la Verbena de la Caza. Su madre se lo había regalado justo antes de que muriera y era el más atrevido y sofisticado que tenía. Todavía no lo había estrenado, pero al parecer había llegado la hora de que lo hiciera.
Estaban en pleno verano, época en la que, en esa parte del país tan alejada de la capital, se acostumbraba organizar eventos cada tres o cuatro días para entretenimiento de las familias de los contornos y de sus miembros más jóvenes. En esa ocasión, la señora Hancock celebraba un almuerzo campestre, o tal y como lo tildaba la dama en cuestión para darle un poco más de pompa: «un almuerzo al fresco».
Partieron de Hellebore Hall al mediodía. Cuando llegaron a la residencia de los Hancock, situada más allá de Saint Just, ya había llegado la mayoría de los invitados.
Jacqueline volvió a sentirse embargada por la tensión en cuanto pisó la terraza de los Hancock y vio que se convertía en el centro de todas las miradas. Algunos de los invitados estuvieron el día anterior en casa de los Fritham, pero había otros que todavía no habían escuchado los últimos rumores. De modo que mantuvo la cabeza bien alta y esbozó una sonrisa despreocupada mientras seguía a Millicent, Gerrard y Barnaby. Les estaba muy agradecida por su apoyo. Sobre todo a Gerrard. Al igual que en casa de los Fritham, no se apartó de su lado.
Para su sorpresa, la señora Elcott, la esposa del vicario, que solía mostrarse siempre tan severa, se dignó a alabar su vestido de muselina verde manzana.
—Me alegra muchísimo ver que no está escondiéndose. No me cabe la menor duda de que el hallazgo del cuerpo del pobre señor Entwhistle la ha inquietado sobremanera, pero no es bueno regodearse en esas emociones. Lo mejor que una joven de su posición puede hacer es mirar hacia delante. —Frunció los labios como si estuviera mordiéndose la lengua para no hacer más comentarios, pero al final no pudo contenerse—. ¿Ha hablado ya con los Entwhistle? —le preguntó.
Jacqueline se las arregló para componer una expresión despreocupada.
—No, todavía no.
Gerrard comentó algo en ese momento para distraer a la dama. Al cabo de un minuto, la tomó del brazo y la alejó de allí.
—Quería ser la primera en enterarse y también la primera en difundir las noticias —le explicó a Gerrard mientras caminaban hacia la mesa donde se habían dispuesto los refrescos.
—Cierto —convino él al tiempo que cogía la jarra de la limonada—, pero parece lo bastante perspicaz como para no dar crédito a los rumores esparcidos por el asesino. O, si los creyó en el pasado, ahora parece dispuesta a no prestarles atención.
Jacqueline aceptó el vaso de limonada que él le había servido.
—La verdad sea dicha, nunca he escuchado un chismorreo malintencionado de labios de la señora Elcott. Eso sí, le encanta estar enterada de las últimas noticias para saber qué sucede a su alrededor.
Y ella entendía ese afán. Observó a Gerrard por encima del vaso, deseando comprender qué estaba pasando exactamente entre ellos. La noche anterior… se quedó dormida como un tronco en cuanto volvió a su cama. Había llegado a la conclusión de que ya habría tiempo para sopesar su proposición, su velado ultimátum, a lo largo del día. Porque tenía muy claro que debía reflexionar antes de dejarse llevar por el impulsivo deseo de que él la estrechara entre sus brazos. Sobre todo después de la advertencia de lo que supondría dicho paso: la rendición incondicional. Al menos, por su parte.
Por desgracia, era imposible pensar en él y en sus tendencias depredadoras mientras lo tenía al lado. O en las proximidades. De modo que de nada le valdría perder el tiempo intentando meditar sobre el tema en esos momentos. Sería mejor disfrutar del día y de su compañía.
Gerrard era el acompañante perfecto. Atento, pero sin resultar agobiante. La apoyaba y la guiaba, pero no le imponía su criterio. Su presencia le otorgaba el marco perfecto en el que proyectar la imagen que querían ofrecer a los demás: la de su verdadero carácter.
Cuando llegó el momento de sentarse en las mantas para disfrutar de los manjares preparados por la cocinera de la señora Hancock, estaba lo bastante relajada como para reírse y además para hacerlo de forma espontánea y alegre. Mientras Barnaby, el consumado cuentacuentos, relataba una historia, ella aceptó la copa de champán que Gerrard le ofreció y tomó un sorbo mientras lo miraba. Él se percató de su escrutinio y sus miradas se entrelazaron un instante antes de que alzara la copa para hacer un brindis con ella.
El gesto la dejó sin aliento y tuvo la impresión de que el champán se le había subido a la cabeza. Apartó la mirada y la clavó en Barnaby al tiempo que tomaba aire no sin cierta dificultad. El movimiento hizo que el escote de su vestido se tensara sobre sus senos, de modo que notó la ardiente mirada de Gerrard sobre su piel desnuda.
Alzó la copa de nuevo para beber otro sorbo y se esforzó por recobrar la calma. Ojalá hubiera llevado un abanico, pensó.
—Es usted un magnífico narrador. —Eleanor, sentada frente a Barnaby, esbozaba una halagadora sonrisa—. ¡Caray! Las aventuras que cuenta suenan tan legendarias…
El aludido, sentado junto a Jacqueline, se tensó.
—¡En absoluto! —exclamó alegremente—. Pero he visto alguna que otra cosa en la capital, algo que allí es inevitable.
—¡Vaya, sí… la capital! —Eleanor no se arredró por la esquiva respuesta—. ¿Pasa usted mucho tiempo en Londres?
Barnaby contestó de forma evasiva y no tardó en formular una pregunta para atraer la atención del resto de los presentes: Clara, Cedric, Hugo y Thomasina Crabbe. Gerrard, sentado al otro lado de Jacqueline, se movió un poco y contestó otra pregunta que Eleanor había dirigido a Barnaby.
A pesar de las tensiones subyacentes en el grupo, todas creadas por el comportamiento de Eleanor, la jovialidad fue la nota imperante. Jacqueline sabía que su amiga sólo buscaba divertirse un rato. Le encantaría manejar a Barnaby como a una marioneta antes de descartarlo. Dejando a un lado el tema de su amante misterioso, el entretenimiento preferido de Eleanor era manejar a los hombres que pululaban a su alrededor.
Llevaba años observándola, pero hasta ese momento no lo había tomado en cuenta. En ese instante… le pareció que el comportamiento de su amiga no era muy elegante ni tampoco demasiado benévolo. Por suerte, Barnaby, la víctima que Eleanor había elegido, no mostraba signos de sucumbir a sus encantos.
Una vez que acabaron de comer, las damas de mayor edad se retiraron a la sombra para charlar. El resto decidió explorar el bosque. El bullicioso grupo se puso en marcha de inmediato.
Ya fuese fruto del azar o de la manipulación, Jacqueline se descubrió en la retaguardia con Gerrard. Cosa que no le hizo ni pizca de gracia a Matthew Brisenden. Caminaba con el resto del grupo, pero cada vez que llegaban a un recodo del camino, miraba hacia atrás para ver si seguía tomada del brazo de Gerrard.
Gerrard ya se había percatado de las hoscas miradas del muchacho. Sus celos comenzaban a adquirir un tinte ridículo. Y saltaba a la vista que eran celos, cosa que no le gustaba en lo más mínimo. Jacqueline caminaba a su lado tan contenta como unas pascuas. Le gustaba verla tan relajada y capaz de mostrarle al mundo su verdadera personalidad, pero…
El grupo siguió ganándoles ventaja. Jacqueline parecía estar absorta con las flores y los árboles, cosa que él agradecía sobremanera. No estaba de humor para cháchara. Se entretuvo observando su rostro y sintió que su embrujo lo hechizaba cada vez más.
—¡Vaya! —exclamó ella de repente, mirando al frente.
Gerrard siguió la dirección de su mirada. El grupo había desaparecido por el siguiente recodo del camino.
Jacqueline lo miró con un brillo desafiante en los ojos.
—Hay un atajo, si te atreves a correr el riesgo.
Con tal de estar a solas con ella unos minutos, se atrevía a cualquier cosa. Le hizo un gesto para que lo precediera.
—Adelante.
Ella sonrió y se giró para apartar un tupido arbusto tras el cual discurría un sendero.
—Conduce al arroyo. El camino principal lleva hasta el puente de madera y después gira para regresar a la casa.
—¿Y cuál es el riesgo de este sendero?
Mientras hacia la pregunta se dio cuenta de que la maleza comenzaba a clarear, hasta que vio el arroyo que borboteaba en un lecho pedregoso. El único modo de cruzarlo era pasando por encima de un tronco caído.
—¡Ahí lo tienes! —exclamo Jacqueline—. El desafío.
Acto seguido, comenzó a descender por el empinado bancal. La siguió. El caudal había disminuido hasta un nivel apropiado al verano, de modo que en sus orillas se distinguía perfectamente la hierba verde que quedaría cubierta en cuanto comenzaran las lluvias. A pesar de todo, la distancia era demasiado grande como para atravesarla de un salto y había demasiada profundidad como para cruzarla caminando sin más. El tronco parecía muy delgado…
Jacqueline se giró para mirarlo.
—¿Te atreves?
La miró a la cara.
—¿Ganaré algo si lo consigo?
Jacqueline lo miró a los ojos, en busca de todo lo que dejaban entrever, y se preguntó por qué él y sólo él conseguía que se sintiera como una seductora sirena. Entornó los párpados mientras se giraba en dirección al árbol.
—Es posible…
—En ese caso… —Se inclinó para seguir hablándole al oído—, tú primero, querida.
Para sus agudizados sentidos, sus palabras sonaron como las de un depredador dispuesto a perseguir a su presa.
Tomó aliento, aceptó la mano que él le tendía para subir al estrecho tronco y en cuanto recuperó el equilibrio sobre este, lo cruzó de prisa. Lo había hecho en incontables ocasiones. En cuanto llegó a la otra orilla y pisó tierra firme, se dio la vuelta y descubrió que Gerrard estaba justo detrás de ella, bajando del tronco.
La tomó por la cintura, la hizo girar en el aire y volvió a dejarla en el suelo. El tiempo quedó suspendido un momento mientras se miraban a los ojos. Acto seguido, tiró de ella para pegarla a su cuerpo. La miró a los ojos como si quisiera leer sus pensamientos antes de clavar la vista en su boca.
—Creo que ha llegado la hora de la recompensa.
Inclinó la cabeza, se apoderó de sus labios y le dio un tórrido beso que avivó el deseo en sus cuerpos. Jacqueline sintió que las llamas de la pasión le rozaban la piel, endureciéndole los pezones y convirtiendo su sangre en un torrente de lava que palpitaba a un ritmo desesperado que ya conocía muy bien.
Se aferró a él con todas sus fuerzas. Le clavó los dedos en los brazos mientras sus labios y sus lenguas se enfrentaban, no para ganar la supremacía, sino en busca del sublime placer.
El momento se alargó… y se alargó.
Hasta que, un buen rato después, él se apartó. Ambos jadeaban.
—¿Ya has tomado una decisión? —le preguntó él, mirándola a los ojos.
Le había dicho que no la presionaría, que no le preguntaría… pero saltaba a la vista que estaba en ascuas.
Jacqueline intentó fruncir el ceño, pero no lo logró.
—No. Tengo la… impresión de que merece la pena reflexionar profundamente sobre… sobre las consecuencias —respondió, mirándolo a los labios.
Gerrard luchó contra el impulso de besarla de nuevo.
—Deberías hacerlo —le advirtió con voz ronca. La idea de lo que conllevaría su decisión…
Pasos. Ambos oyeron las pisadas de unas botas sobre el camino, acercándose a ellos.
Se separaron mientras se giraban en dicha dirección. Justo a tiempo de ver aparecer a Eleanor y a Matthew Brisenden.
—¡Aquí estáis! —exclamó Eleanor, encantada.
Gerrard la habría mandado al garete de buena gana. Junto con su acompañante, que lo miraba echando chispas por los ojos.
—Le dije a Matthew que habríais tomado el atajo y estaríais esperándonos aquí. —Satisfecha consigo misma por su sagacidad, Eleanor se adelantó sin dejar de mirarlo.
Entretanto, él tomó a Jacqueline del brazo.
—Exacto. Sabíamos que el grupo no tardaría en aparecer.
—Los demás están en el camino principal —intervino Matthew, ceñudo y obviamente descontento—. Deberíamos reunirnos con ellos.
Gerrard sonrió con afabilidad.
—Claro. Usted primero, por favor.
El muchacho parpadeó, pero no le quedó más remedio que asentir con la cabeza. Se dio la vuelta con los labios apretados. Gerrard le indicó a Jacqueline que comenzara a andar. Pero, para su sorpresa, Eleanor se colgó del brazo libre.
La miró sin dar crédito, aunque la muchacha parecía no haberse percatado de su impertinencia.
—Hemos estado charlando sobre la reunión anual de mañana —dijo, mirando a Jacqueline, para lo cual tuvo que inclinarse hacia delante—. ¿Vas a venir?
Jacqueline la miró.
—Creo que sí.
—Bien. Y el señor Debbington debe venir también. Es casi tan divertida como el baile en sí mismo. A decir verdad —prosiguió con una mirada radiante clavada en Gerrard—, a veces lo supera.
—Es tradicional que los jóvenes se reúnan en Trewarren Hall la mañana del baile para decorar el salón —le explicó Jacqueline.
—Y también la terraza y los jardines —añadió Eleanor.
Jacqueline asintió con la cabeza.
—Así que, dígame, ¿nos acompañará? —insistió Eleanor, que seguía mirándolo embobada.
Gerrard miró a Jacqueline. No tenía pensado perderla de vista ni un solo instante. Mucho menos si Matthew Brisenden la rondaba.
—Creo que sí —contestó, con la mirada aún puesta en Jacqueline. Ella alzó la vista y sus ojos se encontraron—. Si relegara las diversiones por el trabajo, acabaría convirtiéndome en un artista aburrido.
La vio esbozar una sonrisa al tiempo que desviaba la vista al frente.
—¡Estupendo! —exclamó Eleanor.
Esa misma noche, durante la cena, lord Tregonning los dejó a todos pasmados. Miró a su hermana, sentada al otro extremo de la mesa, y le preguntó:
—¿Qué tal ha estado la excursión?
Millicent lo miró de hito en hito antes de apresurarse a contestar:
—Ha sido un paseo maravilloso, Marcus. Muy… gratificante. —Siguió parloteando y ofreciéndole a Su Ilustrísima una lista de las damas que habían estado presentes—. Aunque no podría asegurarte que hayamos convencido a alguien, creo que hemos sembrado dudas en algunos y hemos abonado el terreno para pasar a la siguiente fase del plan.
Lord Tregonning asintió con la cabeza.
—Muy bien. —Miró a Jacqueline, a Gerrard y por último a Barnaby—. De modo que todo ha salido según lo planeado, ¿no?
—Todo ha ido sobre ruedas —contestó Barnaby, que extendió el brazo para coger su copa de vino—. Creo que los jóvenes se reunirán mañana, de modo que tendremos otra oportunidad antes del baile.
—¡Ah, cierto! Hay que decorar el salón de baile. —Lord Tregonning miró a su hija con expresión afectuosa—. ¿Te apetece asistir, querida?
—¡Sí! De momento las cosas no han sido tan difíciles como me temía y… —se interrumpió un instante para mirar a Gerrard y a Barnaby, quien estaba sentado al otro lado de la mesa—, con la ayuda del señor Debbington y del señor Adair, dudo mucho que me vea en un aprieto del que no pueda salir. —Clavó la vista en el tenedor que tenía en la mano, antes de seguir—: Aunque algunos parecían un poco perplejos al principio, de momento no se han cerrado en banda y creo que están dispuestos a reconsiderar su opinión. Pero me temo que no habría sido así si no hubiéramos puesto en tela de juicio sus precipitadas conclusiones.
Lord Tregonning asintió de nuevo.
Gerrard captó la mirada perpleja de Mitchel Cunningham. No tenía la menor idea de lo que estaban hablando. Claro que tampoco tardaría demasiado en tenerla.
—¿Qué tipo de acontecimiento es la Verbena de la Caza? —le preguntó a Jacqueline.
—Es un baile formal con una orquesta y todo. —Le describió el resto de los entretenimientos, como el salón de juego o el de descanso—. Los jardines y la terraza también estarán iluminados.
Llegados a ese punto y con la ayuda de Barnaby, Gerrard tomó las riendas de la primera conversación que sostenían en el comedor de Hellebore Hall y la convirtió en una amena discusión sobre los entretenimientos de la zona.
Esa misma noche, ya en su dormitorio, Jacqueline se preguntaba si Gerrard estaría pintando. Estaba de pie frente a su balcón, situado justo sobre la huerta del jardín de Deméter. Desde allí no podía comprobar si había o no luz en el ventanal de la habitación infantil, aunque estaba segura de que él estaría allí, enfrascado en la creación del fondo donde brillaría su inocencia.
La noche anterior, justo antes de abandonar el estudio, había mirado hacia atrás y lo había visto acercarse al caballete, al lienzo, como si su atracción le resultara irresistible.
El empeño que ponía en el retrato, en su rescate, la conmovía. Le daba fuerzas.
Rememoró con todo lujo de detalles lo que pasó la noche anterior entre ellos. Sabía a ciencia cierta que la deseaba tanto como ella a él. Sus razones para aprovechar la oportunidad de descubrir el significado del deseo mutuo aún eran válidas; sin embargo, la insistencia de Gerrard en que era ella quien debía decidir, su advertencia de que el consentimiento implicaría una entrega total y absoluta… Tenía razón, necesitaba meditarlo bien.
Según dijo, lo quería todo. La quería en cuerpo y alma. Un deseo un poco ambicioso, la verdad. Tanto que no acababa de entender las repercusiones.
Si accedía, se vería obligada a confiar en él. A confiar en que, fueran cuales fueran las repercusiones de ese «todo», Gerrard no le haría daño, no la perjudicaría. Hasta ahí lo tenía claro, pero si confiaba en él hasta ese punto, si reconocía abiertamente que lo hacía tal y como él deseaba que lo hiciese, descubriría las razones que lo habían llevado a exigirle algo así.
¿A qué venía ese interés tan marcado por ella?
La respuesta obvia era que estaba fascinado con ella como objeto de estudio para su trabajo. No obstante, ¿era esa la única respuesta? Rememoró el embelesamiento que sufría mientras la pintaba y lo comparó con el manifiesto interés que demostraba cada vez que la abrazaba… ¿Estaban motivados por la misma fuerza? Ni conocía la respuesta ni sabía cómo podía averiguarla.
¿Tanto le importaba saber si el interés que Gerrard demostraba en ella era puramente artístico?
La pregunta la asaltó de repente y anidó en su cabeza… Otro interrogante de difícil respuesta.
Los minutos fueron pasando mientras su mente se movía en círculos. ¿Qué buscaba en Gerrard, en lo que había cobrado vida entre ellos?
Eso sí podía contestarlo: buscaba experiencia. En el plano físico y sensual. En todos los ámbitos de la vida que, debido a los acontecimientos de los últimos años, seguían siendo desconocidos para ella. Ese era el meollo de la cuestión. Y, de buenas a primeras, llegaba él y le ofrecía la oportunidad de aprender… ¿Debía aprovecharla?
Sus instintos le advertían a voz en grito que aceptara; sin embargo, prefería un acercamiento precavido y sensato. ¿Había algún motivo por el que no debiera aceptar sus términos?
Decidió pensar en los cambios que sufriría su vida si aceptaba una relación con él. Una relación en los términos que Gerrard había descrito. Y descubrió un vacío.
Su futuro.
Frunció el ceño mientras trataba de concentrarse en sus expectativas de futuro. No obstante, su mente siguió en blanco. ¡No tenía proyectos de futuro!
A medida que la certeza cobraba fuerza, la inundó una especie de desesperación. Con la mirada perdida en la oscuridad de la noche, descubrió que su futuro era un lienzo en blanco y que no tenía la menor idea del cuadro que quería ver pintado en él.
El impacto que le supuso encontrar ese vacío donde debería haber algo fue brutal.
Era una mujer de veintitrés años, con una buena dote y bastante atractiva. Sin embargo, se había quedado paralizada a las puertas de su vida. De hecho, seguía paralizada allí mismo. Los sueños que albergara mientras Thomas vivía habían muerto con él. No quedaba la menor reminiscencia. Era de esperar que en cuanto se liberara de la pesadilla ocasionada por la muerte de su madre y la de Thomas, su mente abandonaría esa fijación con el pasado y el presente a favor del futuro. Y pintaría algo en el lienzo. Hasta entonces, no podía guiarse por ninguna expectativa.
De todos modos, Gerrard y su propuesta seguían ahí, frente a ella… ¿Qué debía responder?
Que sí. Él le había dejado muy claro que no estaba hablando del futuro, sino del presente. Había hablado en términos de una relación física, sin vínculos afectivos definidos.
De haber sido más joven, o tal vez de haberse sentido más integrada en la sociedad, la propuesta la habría escandalizado. Habría pensado que era arriesgada y habría titubeado. Pero…
Dado lo que le había negado el destino, lo que podría volver a negarle, el impulso de aceptar sus términos crecía por momentos.
—Quiero vivir. —El susurro brotó de sus labios con increíble resolución. Indicándole el camino a seguir. Si esperaba… ¿hasta cuándo iba a esperar? Cuando fuera una solterona entrada en años, ¿volvería a presentársele otra oportunidad semejante?
La convicción aumentó. ¿Motivada por el instinto? Sí, tal vez, pero eso era lo único que podía guiarla. Porque en ese ámbito apenas tenía experiencia, no tenía mucha práctica a la hora de seguir los dictados de su corazón.
Cruzó los brazos por delante del pecho, hizo un mohín y comenzó a dar golpecitos en el suelo con la punta de un pie. La embargó el deseo de poner fin a las elucubraciones. De abrir la puerta, deslizarse sigilosamente por los pasillos y volver a su guarida… y a sus brazos. Aunque nunca había sido impulsiva, con él la guiaba el instinto.
Si bien la precaución hizo que se contuviera.
Se apartó del balcón y comenzó a pasear de un lado a otro del dormitorio. De repente se detuvo, con la vista clavada en la puerta del pasillo. El debate consigo misma fue largo: ¿Se rendía y aceptaba sus términos o esperaba alguna señal que le indicara el camino a seguir?
¿O seguía haciendo más preguntas?
Le supuso un esfuerzo sobrehumano apartarse de la puerta, pero lo consiguió. Una vez que se quitó la bata, se metió en la cama, se arropó, cerró los ojos y se obligó a conciliar el sueño.
Aunque no tuvo mucho éxito, se sentía algo más descansada cuando bajó a desayunar a la mañana siguiente. Los demás estaban ya en el comedor matinal. Fue muy consciente de la intensidad con la que Gerrard la miraba, pero se limitó a darle un escueto buenos días antes de servirse té y una tostada.
Las miradas intensas no podían interpretarse como señales de peso.
Hacía un día estupendo. Gerrard, Barnaby y ella decidieron ir en el tílburi del primero a Trewarren Hall. Los caballos necesitaban un poco de ejercicio. Dejaron atrás el camino que llevaba a Portscatho y a los acantilados del Canal. Trewarren Hall estaba a unos kilómetros de dichos acantilados. Lo bastante como para que los árboles de la propiedad crecieran derechos y no doblados por la acción del viento.
Lady Trewarren se sorprendió un poco al ver que tanto Gerrard como Barnaby tenían la intención de unirse al grupo, pero no tardó en recobrarse. Envió a Barnaby a ayudar a aquellos que estaban adornando el salón de baile mientras que Gerrard y ella fueron asignados al exterior para que supervisaran la colocación de los farolillos en los árboles.
Dos criados eran los encargados de transportar el baúl donde se guardaban dichos farolillos. La misión que les habían encomendado consistía simplemente en señalar los lugares más idóneos, cosa que para Gerrard y sus dotes artísticas fue coser y cantar.
La primera mitad de la mañana pasó plácidamente hasta que el grupo que estaba decorando el salón completó su tarea y salieron en busca de los demás. Entre alegres carcajadas aparecieron Roger, Mary, Clara y Rosa. Se detuvieron un momento para contar unas cuantas anécdotas y comentarlo ansiosos que estaban por el baile antes de despedirse de ellos y enfilar el camino del lago.
Gerrard los siguió con la mirada y después la miró, enarcando una ceja.
—¿Es tradicional que la mañana acabe con una reunión en el lago?
Jacqueline sonrió.
—Todos nos reunimos allí, en el mirador, hasta que suena el gong del almuerzo, que se sirve en la terraza.
El siguiente grupito en llegar incluía a Cecily Hancock. Se detuvo junto a Jacqueline y le preguntó a Giles Trewarren, otro recién llegado, si los Entwhistle habían confirmado su asistencia al baile. Con fingida ingenuidad, señaló que sir Harvey era el Maestro de Sierra.
Giles le lanzó una mirada de disculpa a Jacqueline antes de contestar que los padres de Thomas habían aceptado la invitación, si bien se marcharían antes de que diera comienzo el baile.
Todos la miraron para comprobar su reacción. Se las apañó como pudo para no componer su expresión impasible. La presencia de Gerrard la ayudó. Sostuvo la mirada de Cecily y dejó que la compasión que sentía por los Entwhistle asomara a su rostro.
—Tengo muchas ganas de hablar con ellos. Han pasado por un calvario. El luto no me ha permitido hablar con ellos antes y, ahora que ha aparecido el cuerpo de Thomas, debo ofrecerles mis condolencias. —Miró a Gerrard de reojo y su resolución se afianzó. Con los ojos puestos nuevamente en Cecily, dijo—: Además, tengo que presentarles al señor Debbington y al señor Adair, que fue quien encontró el cadáver y quien ha estado investigando las causas de su muerte.
Cecily estudió su expresión con evidente sorpresa.
Los demás también la estaban observando, aunque quedaba claro que creían en la sinceridad de sus palabras. Giles intervino en ese momento para decirle a Gerrard que se aseguraría de que su padre hiciera las presentaciones con sir Harvey y después todos se despidieron antes de seguir hacia el lago. Cecily se alejó con expresión pensativa, claramente derrotada.
Y ella se sintió la mar de satisfecha. Volvió a mirar a Gerrard y descubrió que estaba esperando que le prestara atención para mostrarle su beneplácito.
—Lo has solventado muy bien. Cuantas más personas cambien de idea, menos posibilidades tendrá el asesino de influir en la opinión generalizada. Preveo que después de esta noche, va a subirse por las paredes.
Jacqueline sonrió pero no tardó en ponerse seria.
—Ojalá.
Otros tres grupitos procedentes de la mansión pasaron junto a ellos. Después de haber salido victoriosa del encuentro con Cecily, Jacqueline se enfrentó con aplomo a los velados comentarios sobre su aparición esa mañana después de la ausencia de los últimos años, sobre la posibilidad de que bailara a pesar de la muerte de su madre, sobre el espantoso hallazgo del cuerpo de Thomas y las especulaciones que rodeaban su muerte, o sobre el mal trago que estarían pasando los padres de este.
Sin embargo, cada alusión a Thomas, cada alusión a las sospechas albergadas en la mente colectiva, era un recordatorio de lo extendido que estaba el veneno.
Gerrard se percató del momento exacto en el que Jacqueline caía en la cuenta de ese detalle. Su comportamiento a partir de ese momento fue más serio. Una vez que el último farolillo estuvo colgado, sacó su reloj y le echó un vistazo.
—Nos queda media hora para el almuerzo.
Los demás estaban en el lago, según se atisbaba entre los árboles.
—Me vendría muy bien relajarme un poco, lejos de la multitud. —Volvió a guardar el reloj al tiempo que echaba un vistazo a su alrededor—. Digo yo que en una propiedad tan grande como esta habrá un lugar donde disfrutar de unos momentos de paz y tranquilidad, ¿no?
Jacqueline sonrió.
—Hay una charca arroyo arriba. Nadie habrá ido hasta allí; siempre vamos al lago.
—Tengo debilidad por las charcas. —Le hizo un gesto para que le indicara el camino.
Jacqueline lo condujo por una alameda. Al cabo de unos minutos habían perdido de vista el lago. Tampoco se oían las alegres voces de los demás.
—Lo estás haciendo muy bien.
Ella lo miró de reojo, pero guardó silencio. Era evidente que cada vez le resultaba más fácil bajar el escudo protector. Su confianza en sí misma se acrecentaba.
En parte, esa era una de las razones por las que la había acompañado. Para estar ahí si lo necesitaba. Aunque había cortado de raíz el ponzoñoso ataque de Cecily Hancock y no había necesitado de su intervención, sí había hecho uso de su presencia.
La miró de soslayo, consciente de otra de las razones por las que estaba ahí. La más importante de todas.
Todavía no le había contestado.
Y en un primer momento creyó que a esas alturas ya lo habría hecho. O, al menos, que le habría mostrado alguna señal positiva, algún indicio de lo que pensaba hacer. Si era fiel a su estrategia, no podía presionarla. Ya había flaqueado en una ocasión y estaba decidido a no volver a hacerlo.
Aun así…
La miró de reojo mientras caminaban. ¿Se había pasado de listo en el estudio? Clavó la vista al frente y aminoró el paso para mantenerse a su lado, dado que ella caminaba más despacio. Estaba segurísimo de que ella le diría que sí. La noche anterior había mirado un sinfín de veces hacia la puerta, y eso que estaba pintando, hacia el picaporte para ser más exactos.
El ruido más insignificante le había hecho girar la cabeza para mirar el picaporte en espera de ver cómo se movía. Pero no lo hizo.
¿Había interpretado mal las señales que ella le había lanzado?
Sólo tuvo que recordar brevemente cómo se había retorcido bajo sus manos, bajo su boca, para descartar esa posibilidad. Lo que significaba que algo, alguna idea, alguna reflexión, la estaba frenando.
Algo la estaba haciendo dudar, meditar y examinar las cosas con sumo detenimiento.
Inspiró hondo y notó algo muy parecido a la desesperación. Tonterías… Seguro que era una incertidumbre pasajera. Si Jacqueline necesitaba más pruebas para convencerse, estaba dispuesto a dárselas. Si de resultas descubría que debía variar su enfoque, modificar su postura, su posición establecida, también estaba dispuesto a hacerlo.
Era posible que sólo necesitase un empujoncito, ¿verdad?
Jacqueline mantuvo la vista fija en los árboles y en el camino mientras caminaba, aunque era muy consciente de las miradas que Gerrard le lanzaba, del modo en el que sus ojos se demoraban en su rostro.
Como si le resultara tan enigmática como ella lo encontraba a él. La atracción era mutua e igual de constante. Igual de intensa.
El camino acababa en un claro en cuyo centro se encontraba la charca alimentada por el arroyo que desembocaba en el lago. Sus aguas eran mansas y en ellas se reflejaban las copas de los árboles y el cielo. Los juncos crecían a la orilla y los nenúfares salpicaban la superficie con sus flores blancas y rosas y sus hojas de intenso color verde.
—Hemos dado un rodeo. La mansión no está tan lejos. —Señaló el camino que partía desde el lado opuesto de la charca y después echó a andar hacia una roca plana sobre la que se asentaba un banco de piedra. El lugar perfecto para sentarse, mirar a la charca y meditar.
Lo vio detenerse junto a la roca para mirar el camino que tendrían que tomar y después desvió la vista hacia el que acababan de dejar.
—Entiendo. —Subió a la roca y esperó a que ella estuviera sentada para hacer lo propio. Señaló hacia la orilla opuesta de la charca donde se vislumbraba el reflejo de una masa de agua entre los árboles—. El lago, ¿verdad?
—Sí.
Estuvo a punto de dar un respingo cuando él la tomó de la mano.
Tenía los nervios a flor de piel. Cuando se llevó la mano a los labios, se giró para mirarlo y observó cómo depositaba un ardiente beso en la palma sin apartar los ojos de los suyos.
La caricia la afectó de tal modo que tuvo que esforzarse para contener un escalofrío.
Sin embargo, sus efectos aún persistían cuando él se acercó, le colocó una mano en la nuca y, acariciándole la mejilla con el pulgar, tiró de ella y la besó.
De forma abrasadora.
No ocultó el deseo que sentía por ella ni lo que ansiaba conseguir. La besó con labios y lengua, tentándola hasta que respondió. Exigiéndole que respondiera, que participara del apasionado intercambio. Que aceptara profundizar su exploración mutua para alcanzar otro nivel que saciara el deseo.
El beso fue ardiente, apasionado, exigente, pero también contenido.
No reservado, pero sí restringido a unos límites. Jacqueline no tuvo la impresión de verse arrastrada, sino acompañada. No era una batalla de voluntades, sino una entrega mutua.
El beso tomó un cariz diferente. Sin saber muy bien cómo lo logró, alzó la cabeza lo justo para tragar una entrecortada bocanada de aire y descubrió que estaba apoyada sobre el pecho de Gerrard, quien, a su vez, se había reclinado en el respaldo del banco. Todavía tenía sus manos en la cara.
—¿Por qué? —quiso saber, mirándolo a los ojos, cuyos iris ambarinos parecían brillar bajo las espesas pestañas—. Me pides mucho, pero ¿por qué quieres que sea yo quien tome la decisión?
Notó que él dejaba de respirar un instante. Detalle que le indicó lo mucho que le afectaba la pregunta, y también que lo había pillado por sorpresa. Estaba buscando la respuesta adecuada.
Resistió la tentación de presionarlo, de preguntárselo de otro modo. Él la había entendido tal cual.
Lo vio humedecerse los labios. Le apartó las manos de la cara y la sostuvo por la cintura mientras la miraba a los labios.
—Ya te lo he dicho —contestó, mirándola de nuevo a los ojos y sin hacer ademán de apartarla—. Lo quiero todo. Todo lo que puedas darme.
—¿A qué te refieres con eso? ¿Por qué?
—Porque… porque en eso consiste el deseo entre un hombre y una mujer. Es una exigencia.
—Pero según tú mismo dijiste, lo que quieres de mí es algo más. No sólo lo habitual. —Fuera lo que fuese. Aguardó en silencio. Y por primera vez sintió cierta inseguridad en él. No exactamente confusión, pero sí cautela.
¿Por qué iba a mostrarse cauteloso con ella?
Al ver que no decía nada y que, en cambio, se limitaba a acariciarle la espalda con ambas manos, arqueó las cejas.
—Tu actitud es muy misteriosa.
—No hay ningún misterio en esto —replicó él con un extraño brillo en la mirada.
En algún momento dado había debido de alzarla, porque de repente se encontró sentada en su regazo. Sentía su erección rozándole la cadera. El deje un tanto malhumorado de su voz y la fuerza que irradiaban sus manos incrementaron el aura de peligro. Y con ella, la sensación de estar a merced de un depredador sexual.
Sin embargo, no estaba asustada. Ni siquiera sintió una punzada de aprensión. Lo miró a los ojos y supo que por mucho que la deseara, por más ardorosas que fueran sus demostraciones, jamás le haría daño ni física ni emocionalmente.
Semejante convicción le resultaba inexplicable, pero ahí estaba. No sabía por qué se sentía tan segura estando en sus brazos.
—No me has contestado —insistió, mirándolo a los ojos. Al ver que no soltaba prenda, volvió a preguntarle—: ¿Por qué quieres algo más de mí? ¿Por qué es tan importante que yo acepte?
Lo vio soltar el aire y desviar la mirada hacia sus labios. Los suyos seguían apretados en un gesto obstinado. Se inclinó hacia delante y, en un alarde de atrevimiento, lo besó fugazmente en la boca.
—Estoy pensando en que tal vez no tome una decisión hasta que me contestes.
Pronunció las palabras sin apartarse de su boca. Al notar cómo su torso se hinchaba, supo que había logrado volver las tornas. Ella también sabía cómo hacer un chantaje. Se acercó aún más y lo besó. Le cogió la cara con ambas manos y movió los labios sobre los suyos, retándolo a que tomara…
Escuchó el suave crujido de las hojas. Pero no reaccionó, ya que estaba demasiado pendiente de Gerrard, demasiado pendiente de lo que podían hacer esos voraces labios.
Un melodramático jadeo le hizo alzar la cabeza. Cuando se giró, se encontró a Eleanor, que contemplaba la escena desde el borde del claro con los ojos desorbitados y la mano sobre la boca.
A su lado se encontraba Matthew Brisenden, con cara de pocos amigos.
En ese momento, los habría estrangulado a los dos de buena gana.
Contuvo el obsceno juramento que tenía en la punta de la lengua y forcejeó para apartarse de los brazos de Gerrard, para apartarse de su regazo. Sin embargo, cuando sus manos la inmovilizaron, ella siguió sus directrices.
Él la alzó tranquilamente, sin prisa alguna, y la dejó de pie. La tomó de la mano mientras hacía lo propio. Con un envidiable savoir faire, saludó a los recién llegados con una inclinación de cabeza.
—Señorita Fritham. Señor Brisenden. ¿Vienen del lago? —les preguntó con voz educada y un ligero deje indolente, como si estuviera hablando del tiempo. Un beso no era nada del otro mundo, y se negaba a que lo juzgaran como si hubieran cometido un desliz imperdonable.
El muchacho le lanzó una mirada furibunda y tuvo que esforzarse para no sonreír en respuesta. Ni se le había pasado por la cabeza que pudiera estarle agradecido al hosco semblante de Matthew Brisenden, pero así era. A saber lo que habría podido decir si Jacqueline hubiera seguido insistiendo…
En ese preciso instante, el sonido del gong reverberó entre los árboles.
—¡Caray! El almuerzo. —Se llevó la mano de Jacqueline al brazo y alzó las cejas con un gesto interrogante sin dejar de mirar a los recién llegados al tiempo que les preguntaba—: ¿Vamos?
No les quedó más remedio que seguirlos. Eleanor lo hizo de buena gana, pero Matthew habría preferido retarlo a duelo, de eso estaba seguro. No obstante, se puso en marcha con expresión malhumorada y ademanes bruscos.
Eleanor se colocó a su lado, cosa que tampoco lo sorprendió. Le hizo un gesto distante con la cabeza y siguió atento a Jacqueline, con la que inició una conversación acerca de las diversas variedades de árboles que se fueron encontrando a lo largo del camino. En ocasiones, su pasatiempo resultaba de lo más conveniente.
Jacqueline respondió a sus preguntas como si nada. No estaba avergonzada ni nerviosa por haber sido descubierta mientras lo besaba, pero sí molesta. Más que irritada con sus inoportunos amigos.
La conclusión le infundió valor. Tal vez hubiera conseguido algo, al fin y al cabo.
Algo aparte de haber llamado la atención de Eleanor de un modo que hasta ese momento había logrado evitar.
Conocía a un sinfín de mujeres ligeras de cascos. Y Eleanor era una de ellas. Después de haber visto la evidencia de su interés por Jacqueline, y sobre todo después de haber comprobado la naturaleza de dicho interés, estaba dispuesta a lanzarse a la caza. Seguro que lo creía interesado en una simple aventura y estaba más que dispuesta a ofrecerle sus encantos.
Mientras caminaban en dirección a la terraza, intentó no echar cuentas de las miradas especulativas que la muchacha le lanzaba. No intentó meter baza en la conversación que Jacqueline y él mantenían, pero lo miró como si estuviera midiéndolo de arriba abajo para decidir el modo exacto de enjaezarlo.
Iba a llevarse una desilusión. No obstante, el interés de Eleanor era evidente para Jacqueline y, personalmente, eso le resultaba muy interesante. Se percató del momento en el que Jacqueline notaba las miradas calculadoras de su amiga y llegaba a la conclusión de lo que estaba pasando.
Sin embargo, no lo miró. No alzó la vista para comprobar si él se había dado cuenta de lo que pasaba o si estaba respondiendo al flirteo. No había celos ni un afán posesivo en su comportamiento, aunque se mantuvo atenta, a la expectativa.
¿Tan segura estaba de él, de su capacidad para mantenerlo embrujado?
¿O acaso le daba igual?
La última opción lo molestaba más de lo que le habría gustado. Incluso más que la pregunta que le hizo poco antes y la amenaza de esperar una respuesta antes de claudicar. Eso no formaba parte de su plan.
Fueron los primeros en llegar a la terraza; pero, para su alivio, los demás aparecieron charlando y riendo alegremente antes de que hubieran acabado de servirse la comida, consistente en una selección de platos fríos y pastas.
Barnaby se encontraba entre los recién llegados. Llamó su atención con una mirada y tras animar a Jacqueline a que atrajera a las muchachas más jóvenes a su mesa, ambos se dedicaron a intentar pararle los pies a Eleanor.
La susodicha admitió una derrota temporal y se unió al grupo de Jordan, aunque no pareció muy interesada en la conversación. Sus ojos siguieron clavados en él y, de cuando en cuando, se desviaban hacia Barnaby. Jordan también los miraba con frecuencia.
Gerrard masculló un improperio para sus adentros y decidió no bajar la guardia.
Y menos mal que lo hizo. Mientras bajaban la escalinata de entrada en grupo, charlando animadamente y haciendo promesas y retos para esa noche, Eleanor se las apañó para acabar a su lado. Gerrard acompañó a Jacqueline hasta el tílburi. El tiro de tordos se agitó un poco a causa del jaleo. Un mozo de cuadra los tranquilizó mientras los agarraba del freno.
Barnaby ya estaba al otro lado del tílburi, cuyo asiento apenas daba cabida a tres personas.
Junto a ellos aguardaba el tílburi de Jordan, tirado por una vistosa pareja de bayos.
—Señor Debbington, me estaba preguntando… —comenzó Eleanor al tiempo que lo agarraba del brazo en un alarde de atrevimiento, obligándolo de ese modo a detenerse y mirarla. Estaba sonriendo—. Me pregunto si podría decirle a Jacqueline que intercambiáramos asientos al menos hasta llegar a mi casa. —Paseó la mirada por sus caballos antes de volver a clavar la vista en él—. Me encantan los animales briosos. Los encuentro fascinantes.
Gerrard contuvo el impulso de poner los ojos en blanco. Con el mismo atrevimiento que había empleado ella, o tal vez con un poco más, replicó:
—Me temo que será imposible. Hemos planeado una ruta alternativa.
—¡Caramba! —exclamó la muchacha con la voz y la mirada un poco desabridas—. ¿Adónde?
En dirección contraria a la que ella tomara. Eso era lo único que Gerrard tenía claro. No se le había ocurrido que fuera tan impertinente como para seguir preguntando.
Antes de que tuviera oportunidad de soltar el demoledor comentario que tenía en la punta de la lengua, notó que Jacqueline le apretaba con fuerza el brazo. Acto seguido, la vio inclinarse hacia delante para mirar a Eleanor.
—El señor Debbington quería echarle un vistazo a la iglesia de Trewithian. Hemos tenido suerte, porque nos dará tiempo a verla antes de regresar a Hellebore Hall.
Eleanor se dio por vencida.
—Vaya, entiendo.
Jacqueline esbozó una sonrisa distendida. Extendió la mano para coger la de su amiga, que aún reposaba en el brazo de Gerrard, y tras darle un apretón de despedida, la soltó y le dijo:
—Hasta esta noche.
Eleanor asintió con la cabeza, decepcionada aunque no demasiado molesta.
—Sí, claro.
Gerrard parpadeó y se apresuró a murmurar una despedida. Barnaby, que ya estaba sentado en el tílburi, se despidió con un gesto de la mano. Eleanor inclinó la cabeza y se dio la vuelta, al parecer ajena por completo al hecho de que acababan de ponerla en su sitio.
La observó un instante, aún perplejo, y después se dio la vuelta y ayudó a Jacqueline a subir. Él la siguió y, una vez que estuvo sentado, cogió las riendas y azuzó a los caballos al trote.
—¡Uf! —exclamó Barnaby, acomodándose en el asiento—. Nos hemos librado por los pelos. —Miró a Jacqueline—. Eres rápida. Y te agradezco de todo corazón que nos hayas salvado, querida.
—Desde luego —añadió Gerrard, mirándola de reojo. Ella lo estaba mirando con una expresión risueña—. ¿En serio quieres que nos desviemos hacia el este?
Ella echó un vistazo hacia la verja de entrada, que ya estaba muy próxima.
—Creo que sería lo mejor. Además, es un trayecto muy agradable y no está demasiado lejos. Sobre todo no con estos… —dijo y se interrumpió para señalar los caballos—, «animales tan briosos».
Gerrard se echó a reír, al igual que Barnaby.
La sonrisa de Jacqueline se ensanchó mientras clavaba la vista al frente.
A pesar del rodeo, regresaron a Hellebore Hall con tiempo de sobra. Gerrard condujo directo a los establos y desde allí los tres caminaron hacia la mansión bajo la mirada de Pegaso. Jacqueline sonrió al pasar bajo la estatua.
Gerrard miró a Barnaby de reojo, por encima de la cabeza de Jacqueline, que caminaba entre ambos.
—¿Has descubierto algo?
Barnaby había estado indagando entre la generación más joven de la vecindad para averiguar quién había sido el instigador de los rumores sobre las sospechas que implicaban a Jacqueline. Cuando interrogó a lord Tregonning, lo único que Su Ilustrísima pudo decirle fue que había descubierto nada más dejar el luto por su esposa que sir Godfrey y lord Fritham se comportaban como si todo el mundo diera por sentado que la responsable de la muerte había sido Jacqueline. Todos lo habían dado por hecho, aunque evitaban hablar del tema. En caso de que fuese inevitable hacerlo, lo tildaban de accidente. Lord Tregonning, incapaz de reaccionar a causa de la pena, había aceptado el veredicto sin más, ya que tampoco tenía posibilidad de rebatir los rumores al ignorar la identidad de quien los había puesto en circulación.
Fue mucho después, ya más recuperado, cuando descubrió que la conclusión generalizada era difícil de pasar por alto.
Barnaby se había pasado el día buscando pistas que lo ayudaran a localizar el origen de los rumores. Gerrard no sabía si lo lograría, pero le agradecía muchísimo la ardua tarea de investigación que estaba llevando a cabo.
Barnaby, que caminaba con las manos en los bolsillos, torció el gesto en ese momento.
—Lo único que he averiguado es que los rumores llevan mucho tiempo circulando. Nadie recuerda quién fue el primero en insinuar que Jacqueline fue la culpable de la muerte de su madre. Y por extensión, ahora la culpan de la muerte de Thomas. —Hizo una pausa antes de continuar—: Jordan y Eleanor no dudan en ponerse de tu parte. —Miró a Jacqueline—. Supongo que siempre ha sido así.
Ella se encogió de hombros.
—Somos como hermanos. Son mis mejores amigos.
Barnaby hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Así que ese frente concreto, el de los jóvenes, no nos ofrece mucho. Sin embargo, los mayores tal vez recuerden algo más. De momento, los jóvenes no parecen demasiado interesados en los asesinatos. No son de su interés.
Puesto que conocía muy bien a su amigo y conocía sus sutiles insinuaciones, Gerrard le preguntó:
—¿De qué te has enterado?
Barnaby esbozó una sonrisa deslumbrante.
—No me he enterado de nada directamente, más bien he llegado a una conclusión personal. He estado meditando acerca del motivo para asesinar a lady Tregonning. —Miró a Jacqueline a los ojos—. De momento, no tenemos ninguno, lo cual es en parte el motivo por el que la gente no ha dudado en convertirte en sospechosa. Tú eras la única que podía tener un motivo, por más absurdo que sea. —Desvió la mirada al frente y continuó—: Si aceptamos la teoría de que fue la misma persona quien asesinó a Thomas y que además Thomas murió porque estaba a punto de convertirse en el prometido de Jacqueline, ¿no es lógico pensar que Miribelle muriera por algo similar?
—¿A qué te refieres? —quiso saber Gerrard.
—¿No es posible que algún caballero con la mira puesta en Jacqueline hablara con Miribelle para que esta aprobara su cortejo?
Gerrard analizó la posibilidad.
—Tiene sentido, pero no acabo de entender por qué dejó pasar el tiempo entre uno y otro.
Barnaby asintió con la cabeza.
—Cuando Thomas desapareció, tú —dijo, señalando a Jacqueline— guardaste un semiluto. Eso apaciguó al asesino durante una temporada, pero después, al ver que volvías a aceptar visitas, lo más lógico era buscar el apoyo de tu madre.
Jacqueline miró a Gerrard de reojo antes de clavar la vista en Barnaby.
—¿Estás diciendo que mi madre le negó su respaldo y por eso la mató?
Barnaby frunció los labios e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Creo que hubo algo más. Creo que tu madre rechazó de plano su propuesta. Se negó a permitir un cortejo por su parte y se lo dijo sin ambages. En mi opinión, añadió que jamás lo consentiría. Eso sí que habría instigado al asesino a matar de nuevo para asegurarse un futuro matrimonio contigo.
Mientras enfilaban el camino hacia el jardín de Hércules, debatieron antiguos interrogantes desde esa nueva perspectiva.
—La muerte de tu madre conllevaba un luto de un año en tu caso —dijo Gerrard—, pero el paso del tiempo no parece preocupar a nuestro malhechor.
Jacqueline asintió con la cabeza.
—Pero hace un par de meses que dejé el luto. —Aunque estaban a pleno sol, se estremeció.
Él la tomó de la mano y le dio un apretón.
—Nadie te ha hecho una propuesta matrimonial recientemente, ¿verdad?
Respondió meneando la cabeza, pero sin mirarlo.
—Estoy segura de que mi padre me lo habría dicho si ese fuera el caso. Aparte de Thomas, nadie le ha pedido mi mano, aunque él no llegó a hacerlo formalmente.
Las coníferas del jardín de Hércules los rodearon con su sombra mientras descendían la loma de camino a la terraza. Al llegar a los escalones, Gerrard se aparto para que Jacqueline pasara, pero en cuanto puso un pie en el primer peldaño, la detuvo dándole un tirón en la mano para que lo mirara.
—Si algún caballero pidiera tu mano, lo dirías, ¿verdad?
Ella sostuvo su mirada un instante antes de desviarla hacia Barnaby.
—Si alguien lo hiciera, tú serías el primero en saberlo —contestó con los ojos clavados de nuevo en él. Acto seguido, dio media vuelta y comenzó a subir los escalones.
Gerrard le soltó la mano y la siguió, sin saber muy bien cómo interpretar su respuesta. ¿De forma literal? ¿O le estaba lanzando una indirecta?