Capítulo 11

REGRESARON a Hellebore Hall muy satisfechos con los resultados obtenidos. La tarde pasó tranquilamente. Después de la cena, Gerrard se excusó y dejó que fuera Barnaby quien les explicara su ausencia a las damas y las entretuviera con su cháchara en el salón. Mientras subía la escalinata, se imaginó a Jacqueline riéndose de buena gana a causa de una de las historias de Barnaby y sintió una punzada extraña. Descubrió lo que era cuando llegó al estudio, nada más abrir la puerta.

Celos.

Se quedó parado un instante, antes de guardarse la llave en el bolsillo y entrar. Una vez que cerró la puerta presa de un ligero desasosiego, atravesó la estancia en dirección a la mesa donde había dejado los bocetos elegidos.

Su presencia lo ayudó a desentenderse de esa reacción tan perturbadora y tan poco característica en él.

Le había ordenado a Compton que dejara encendidas las cinco lámparas del estudio. A esas alturas, las llamas ya no vacilaban e iluminaban el caballete y el lienzo sin parpadeo alguno. Se entretuvo unos instantes observando los bocetos, absorbiendo todo lo que representaban: forma y energía. Acto seguido, se despojó de la chaqueta y la arrojó a una silla. Se remangó la camisa mientras decidía qué lápiz utilizar. Al final, se decantó por uno cuya punta estaba desgastada tal y como él quería; una vez elegido el lápiz, cogió el primer boceto y se giró hacia el caballete.

Trabajó sin pausa, deteniéndose sólo para cambiar un boceto por el siguiente. Cada uno representaba un nivel diferente, un aspecto distinto del amenazador misterio en el cual quería envolver el lugar elegido para el retrato: la entrada al Jardín de la Noche. Jamás había trabajado de esa manera, comenzando por el fondo para culminar con la modelo. Pero lo guiaba el instinto, la firme convicción de que ese era el único modo de enfrentarse al retrato.

En cierta forma, tenía sentido, aunque no se detuvo a considerarlo. Jacqueline sería el elemento central y también el último que añadiría. El corazón, el significado y el propósito que el retrato encerraba. Ella le daría vida. Por mucha atención que demandara el entorno, este jamás la eclipsaría. No podría hacerlo.

Era consciente del paso del tiempo, pero no le echó cuentas, tan absorto estaba en el trabajo. La oscuridad se apoderó del horizonte y la noche cayó en el exterior. En la planta baja, las voces se acallaron a medida que los ocupantes de la casa se retiraban a sus respectivas habitaciones.

La mansión quedó sumida en el silencio.

Gerrard siguió a lo suyo, utilizando el carboncillo con movimientos cada vez más rápidos a medida que el entorno del retrato iba tomando forma, aunque se limitó a hacer un mero bosquejo. Los colores y las formas fueron cobrando vida en su mente, logrando que las líneas que el lápiz trazaba se transformaran a sus ojos.

De repente, la escalera de acceso al estudio crujió y el sonido fue lo bastante fuerte como para sacarlo del ensimismamiento. Miró hacia la puerta con el ceño fruncido. A Compton no se le ocurriría molestarlo, y a Barnaby, tampoco. A menos que hubiera algún motivo urgente, algo imperioso que necesitara saber.

Escuchó que alguien caminaba hasta la puerta y después se oyó un discreto golpecito.

No era Compton, ni Barnaby.

Mientras su mente identificaba a su visitante nocturno, vio cómo el picaporte giraba y la puerta se abría.

Jacqueline.

Nada más verlo, alzó las cejas y esbozó una sonrisa torcida.

—¿Puedo pasar?

Gerrard devolvió la vista al lienzo, a las miles de líneas que había trazado durante las últimas horas. No podía concentrarse en un punto concreto. Volvió a mirarla a ella, casi esperando verla borrosa, pero su visión era clara y penetrante. Al igual que el resto de sus sentidos, no tuvo el menor problema para concentrarse en ella.

Soltó el último boceto y le indicó con un gesto que pasara. El interés que tenía por el lienzo desapareció de repente. Incapaz de apartar la mirada de ella, la vio entrar, cerrar la puerta y acercarse a él con una sonrisa.

Llevaba una bata más gruesa que la de la noche anterior. Era de satén marfil y la tenía anudada a la cintura. El camisón, a juzgar por lo poco que se atisbaba de él en el cuello y en las pantorrillas, debía de estar confeccionado con una diáfana gasa.

Su mente insistió en asegurarse. Su cuerpo reaccionó y no sólo al interrogante, sino también a la posible respuesta.

Desvió la vista hacia su rostro, hacia sus ojos, mientras se alejaba del caballete. Cogió un cuaderno de dibujo y un lápiz, y con la otra mano la cogió del codo y la instó a ir hacia el otro extremo de la estancia.

—Ya que estás aquí, déjame que te haga un boceto.

Ella lo miró sin dejar de sonreír.

—¿Eso quieres?

Asintió con la cabeza. La condujo hasta el alféizar acolchado de la ventana con la mandíbula apretada y se las arregló para soltarla y alejarse.

—Siéntate aquí.

Ella lo hizo y lo miró, mientras el satén de color marfil se extendía a su alrededor. La luz de las lámparas arrancaba intensos destellos castaños a su cabello y le confería una apariencia aún más cálida y sensual. Lo mismo sucedía con sus labios, carnosos, incitantes y un tanto húmedos…

Se obligó a echar un vistazo a su alrededor. Acto seguido, apartó la chaqueta de la silla sobre la que descansaba y la dejó caer al suelo. Cogió la silla y la colocó una distancia prudente. Una vez sentado, cruzó una pierna sobre la otra, apoyó el cuaderno de dibujo en la rodilla y la miró. Se obligó a verla como otro elemento más del cuadro… en vano.

Le hizo un gesto con un dedo, indicándole que moviera el cuerpo.

—Gírate un poco y apoya un codo en el marco.

Ella lo hizo. Varió la posición de las caderas y dobló una pierna para estar más cómoda.

La bata se abrió sobre sus pechos y por debajo de las rodillas. Sí. El camisón era de diáfana gasa. Ese atisbo de piel desnuda, pálida y suave, le secó la boca.

—Quédate así. —Su voz se había tornado muy grave. Cerró la boca y se dedicó al boceto, decidido a que no fuera uno de los habituales bosquejos de líneas y formas, sino un estudio completo y detallado que mostrara sombras y algo más.

La tarea lo cautivó por completo, como nunca nada lo había hecho.

A pesar de estar pendiente de la delicada línea de su cuello, de la subyugante forma de sus labios y de las provocativas curvas de sus pechos, de sus caderas y de los muslos que el satén delineaba, era muy consciente de la fascinación que lo mantenía atrapado y que no provenía de lo que estaba dibujando, sino de la persona a quien estaba dibujando.

Era muy consciente de que el embrujo aumentaba por momentos y de que era incapaz de resistirse.

Debían de haber pasado unos veinte minutos y Jacqueline no había emitido la menor protesta. Se limitaba a mirarlo fijamente con esos ojos verdosos. Reprodujo esa mirada directa y se detuvo a mirar sus progresos. No había desafío en sus ojos, sino simple beneplácito. Un reflejo de esa firmeza de carácter que tanto lo había atraído desde el primer momento.

Alzó la vista para mirarla a los ojos.

—No hace falta que me seduzcas.

Si ella podía hablar sin tapujos, también podía hacerlo él.

La vio abrir los ojos de par en par antes de que su sonrisa se ensanchara.

—¿De verdad?

—No. —Tras una breve pausa, añadió—: No pareces darte cuenta de lo peligroso que puede ser esto… para ti. —Y para él. Ya no reconocía el paisaje en el que se habían internado. En lo referente a Jacqueline, ya no estaba seguro ni de reconocerse a sí mismo.

Jacqueline sostuvo esa mirada oscura, un tanto beligerante y completamente honesta, mientras analizaba sus palabras y la advertencia que estas encerraban. A la postre, replicó:

—He estado reflexionando al respecto, pero he llegado a la conclusión de que la inacción es mucho más peligrosa.

Sus palabras lo hicieron fruncir el ceño, pero no tenía intención de añadir nada más. Había considerado el tema en profundidad y su decisión era firme. No había garantías de que Gerrard se quedara por allí una vez que acabara el retrato. Esa misma noche Barnaby le había dicho que posiblemente estuviera listo en menos de dos meses. Sólo tenía dos meses para disfrutar de su compañía.

Ir despacio ya no era una opción. Quería explorar y descubrir la naturaleza de esa emoción que cobraba vida y estallaba cada vez que estaban juntos. Él había dejado muy claro que no haría promesas. Y lo aceptaba tal cual. Pero tenía que aprovechar la oportunidad que el destino le había brindado. Tenía que explorar ese paisaje, desconocido para ella hasta ese momento.

¿Quién sabía cuándo se le presentaría otra oportunidad? Gerrard era el primer hombre que había despertado esa emoción en ella.

Si ahondaba aún más, se le presentaba otro interrogante. Si decidían quedarse de brazos cruzados y tomar el camino más fácil, ¿se perderían algo vital? ¿Correrían el riesgo de perderse una experiencia que con tiempo y paciencia pudiera florecer y aportarles un mutuo desarrollo personal?

La inacción era muchísimo más peligrosa, desde luego que sí.

Apartó el codo de la ventana y se giró para enfrentarlo. Lo vio bajar la vista hasta sus senos, claramente delineados bajo la bata, y fruncir el ceño. A todas luces, algo lo había sorprendido.

—¿Qué te pasa? —quiso saber.

Él apretó los labios al tiempo que la miraba a los ojos.

—Me estaba preguntando si este es el resultado natural de mantener recluidas a las jovencitas como tú hasta la avanzada edad de veintitrés años.

El comentario le arrancó una carcajada.

Aunque seguía distraído, Gerrard siguió:

—Si es así… te garantizo que va a causar furor.

Esos ojos oscuros la recorrieron a placer antes de regresar a su rostro. Sus miradas se encontraron. El deseo iluminaba esas profundidades ambarinas, pero no hizo ademán de moverse. Ni tampoco parecía que tuviera intención de hacerlo.

Jacqueline se puso en pie muy despacio. La bata y el camisón se deslizaron por sus piernas, cubriéndolas nuevamente. Se acercó a Gerrard y le quitó el cuaderno de dibujo. Sus dedos lo agarraron con fuerza un instante, pero al final lo soltó.

Lo giró con la intención de echarle un vistazo al boceto.

Y se sintió gratamente sorprendida. ¿Esa era ella de verdad? Su rostro delataba una delicada sensualidad y su mirada irradiaba magnetismo. Su postura era incitante y sensual, y aunque reconocía su propio cuerpo, jamás se había visto en una pose tan erótica.

Después de contemplarse a través de los ojos de Gerrard, entendía sus palabras, y se sintió complacida.

Lo miró y se percató de que él estaba pendiente de sus expresiones para adivinar de ese modo sus pensamientos y sus emociones.

—Es muy bueno —le dijo, devolviéndole el cuaderno.

Él lo cogió sin apartar la mirada de su rostro.

—¿Dirías que es fiel?

Sus ojos le dijeron que estaba acercándose a una especie de precipicio. Inspiró hondo y descubrió que tenía un nudo en la garganta, pero no a causa del miedo, sino de la expectación.

—Sí —respondió.

Lo vio soltar el cuaderno y de repente el lápiz rodó por el suelo. Gerrard la agarró sin previo aviso y tiró de ella, de modo que acabó sentada en su regazo. En un abrir y cerrar de ojos estaban besándose, y el fuego de la pasión los envolvió.

Le ladeó la cabeza poniéndole una mano en la mejilla y la instó a separar los labios. En cuanto lo hizo, le hundió la lengua en la boca, decidido a tomar todo lo que ella estuviera dispuesta a entregarle. Y se entregó de buena gana. Sin ser consciente de lo que hacía, se aferró con fuerza a su camisa y cuando se percató del gesto, se obligó a relajar las manos y a dejarlas sobre su torso.

Bajo sus muslos lo sentía duro como una roca. Sus brazos la rodeaban como si fueran dos bandas de acero, sin hacerle daño, pero inmovilizándola. No obstante, su torso la acogía con su tibieza y resultaba muy cómodo a pesar de la rigidez de sus músculos. Clavó los dedos en esos músculos y se acercó aún más, atraída por su calor. Por el impulso de amoldarse a él. Alzó los brazos y dejó que sus senos, ansiosos por recibir sus caricias, se aplastaran contra él. El repentino movimiento lo tomó por sorpresa, a juzgar por los desbocados latidos de su corazón. Y también por el jadeo que se le escapó antes de que la tomara con firmeza por la mandíbula para besarla con renovado ardor. Una riada de lava ardiente surgió de esos labios, invadió su boca y se apoderó de sus venas.

Gerrard estaba a punto de perder el control. De nuevo. El simple hecho de estar cerca de ella cuando la asaltaban pensamientos eróticos era suficiente para excitarlo. De un modo muy doloroso.

Y besarla era una tortura en toda regla.

Era incapaz de detenerse.

Sin embargo, en alguna parte recóndita de su mente sabía lo que debía hacer. Sabía exactamente qué papel debía interpretar. Y la certeza resultó todo un descubrimiento. Semejante muestra de dominancia masculina (el afán posesivo, la pasión implacable, el deseo atávico de protegerla) era algo que siempre había asociado con Diablo, con Vane y con los Cynster en general. Pero no consigo mismo.

No había tenido conocimiento de esa faceta de su carácter hasta que se cruzó con Jacqueline. Pero en esos momentos no le cabía la menor duda de su existencia.

Porque le parecía una reacción adecuada y la aceptó sin rechistar. No había alternativa.

Le desató el cinturón de la bata e introdujo la mano libre bajo la prenda. La deslizó sobre la liviana gasa del camisón, entibiada por su cuerpo, y se apoderó de un pecho que procedió a acariciar con afán posesivo.

El instinto le dijo lo que ella ansiaba sentir. Lo que debía transpirar el momento. La colocó mejor entre sus brazos sin apartarse de sus labios y comenzó a instruirla, a enseñarle cómo manejar la pasión que percibía en su interior.

Jacqueline se dejó arrastrar por la abrasadora riada provocada por los besos de Gerrard. No tenía miedo ni dudas, y se entregó en cuerpo y alma al ferviente arrebato. La avidez, la expectación y una extraña emoción se apoderaron de ella y corrieron por sus venas, creando una mezcla embriagadora. A medida que esa emoción crecía, el deseo se intensificaba hasta convertirse en un impulso irresistible.

Estaba atrapada por el embrujo que conjuraban esos labios y esa lengua, pero las caricias de su mano en el pecho eran una fuente de distracción. La atormentaban, excitaban y relajaban a la vez. Jadeó sin apartarse de sus labios, le aferró la cabeza con ambas manos y lo instó a continuar.

Quería saberlo todo y así se lo comunicó con sus tórridos besos.

Estaba segura de que él la había entendido, porque le quitó la mano de la mejilla y comenzó a acariciarle el hombro. Le apartó la bata y procedió a satisfacer sus sentidos al tiempo que hacía lo propio con los suyos. Sus caricias eran ávidas y muy eróticas. Bajo ellas subyacía una emoción totalmente nueva. Una emoción que la enardecía sin que supiera por qué.

Y ansiaba averiguarlo. Ansiaba averiguar eso y muchas otras cosas. Ansiaba averiguarlo todo. Quería experimentarlo todo. Suspiró cuando él puso fin al beso y siguió flotando en la cálida sensación que ambos habían creado. Era incapaz de pensar con coherencia, pero sus sentidos no perdían detalle de lo que él le hacía. La instó a echar la cabeza hacia atrás para besarle el cuello. Se demoró en un punto sensible muy cercano al lóbulo de la oreja antes de descender hacia el hombro, cuya curva trazó dejando un húmedo reguero de besos. Desde allí recorrió la curva de un pecho, cubierta por el camisón, y se detuvo al llegar al enhiesto pezón, que atrapó entre los labios.

El recuerdo de la poderosa sensación que sintiera el día anterior hizo que se tensara, pero en esa ocasión sus caricias fueron muy relajantes. La besó, la lamió y le humedeció el camisón, que acabó pegado a su piel. El roce de su lengua le provocó un millar de escalofríos.

El deseo le endureció los pezones, pero él no pareció tener prisa alguna. Se trasladó al otro pecho y repitió la dulce tortura antes de regresar al primero, excitándola hasta que creyó estar a punto de gritar.

Estaba al borde de la locura cuando él alzó la cabeza, se apoderó de nuevo de sus labios y se dispuso a conquistar su boca con la lengua, cual pirata invasor. Pero no dejó de acariciarla. La mano que antes estuviera en su pecho se trasladó hasta la cintura, distrayéndola en el proceso, y desde allí siguió hasta recorrer la curva de una cadera. En un primer momento, la exploración le pareció fruto de su curiosidad de artista y se preguntó si… Pero no le dio tiempo a concluir la idea, porque antes de que se diera cuenta, la mano se trasladó a su entrepierna y comenzó a acariciarla. Esos indagadores dedos continuaron con la exploración hasta detenerse en un punto que palpitaba de deseo. La primera caricia hizo que perdiera el hilo de sus pensamientos.

Para su sorpresa, descubrió que lo único que podía hacer era sentir. Y también descubrió que llegado a un punto, el cúmulo de sensaciones resultaba abrumador. Porque sus sentidos, agudizados hasta un extremo casi doloroso, se hicieron con el control de su cuerpo, exigiendo toda su atención y manteniéndola pendiente de las devoradoras caricias que él le prodigaba. Pero ella era la culpable. Se había ofrecido y Gerrard estaba tomando. Pese al vertiginoso torbellino que le impedía razonar, ese hecho estaba muy presente en su mente.

Porque su entrega era total.

Consciente de que él había seguido el camino que ella deseaba, tomó una entrecortada bocanada de aire y decidió concentrarse en Gerrard. En otros aspectos de su persona que ansiaba explorar.

Como su pecho, cubierto todavía por la camisa de lino. Bajo la tela, sentía el movimiento de sus músculos y decidió acariciarlos, clavarle los dedos como si de las uñas de una gata se trataran. Pero eso no la satisfizo. Quería sentir su piel desnuda. Intentó desentenderse de lo que él estaba haciendo entre sus muslos y alzó las manos hacia su corbata.

Gerrard, atrapado en el sensual deleite que le reportaba la húmeda y ardiente carne que sus dedos acariciaban, no se dio cuenta de lo que Jacqueline hacía hasta que le abrió la camisa, dejándole el torso desnudo.

Acto seguido, puso fin al beso y se echó hacia atrás para mirarlo. Una simple mirada a esos radiantes ojos verdosos y estuvo perdido. El deseo se apoderó de él en cuerpo y alma, y se adueñó de su propia esencia.

En ese instante se entregó a Jacqueline, aunque ella no lo supiera. Observó su rostro con los párpados entornados y la miríada de emociones que pasó por él lo sumió en una especie de trance. La resolución que había visto en ella desde el primer momento estaba presente en toda su magnificencia.

Porque no había nada más excitante en un encuentro sexual que la respuesta de la pareja. Y con ella, con Jacqueline, jamás tendría que dudar, jamás tendría que plantearse nada. Su sincera apreciación lo hechizó para siempre.

La dejó jugar a su antojo, aunque sin cruzar cierto límite que aún no se atrevía a traspasar. Él sabía el papel que se le había asignado; ella, no. El control era vital. Y él debía mantenerlo. Aunque Jacqueline no estaba poniéndole las cosas muy fáciles.

Le dejó explorar su pecho a placer y descubrió en su rostro lo fascinantes que encontraba los músculos de su abdomen. Mientras los acariciaba, ella le lanzó una pícara mirada con los párpados entornados. Su cerebro de pintor no tardó en plasmar la imagen en su mente y ponerle título: «El solaz de la sirena».

Y eso era: una irresistible sirena en cuyo hechizo se encontraba atrapado.

Sin embargo, cuando esas manos prosiguieron su camino descendente, su recién descubierta dominancia se hizo con el control. Le aferró las manos y las alzó hasta dejarlas sobre sus hombros. Hizo caso omiso de la expresión interrogante con la que lo miraba y la pegó de nuevo a su cuerpo antes de besarla y subyugarla una vez más.

Volvió a sumergirla en el mar de deseo y de vertiginosa pasión que los rodeaba.

Y Jacqueline se dejó llevar. Le cogió la cabeza con ambas manos y lo besó con abandono. Un abandono que avivó su deseo y aumentó la dificultad de lo que estaba obligado a hacer.

Tenía que romper el embrujo que ella había conjurado para atrapar sus sentidos.

Antes de pensárselo mejor antes de que ella minara su resolución, se puso en pie sin soltarla y la llevó hasta el alféizar de la ventana. Jacqueline se apartó de sus labios para mirarlo, pero no protestó. Vio cómo lo observaba con los ojos entrecerrados y no le fue difícil adivinar sus pensamientos. Se percató de la emoción que iluminaba su mirada, una mezcla de tonos dorados y verdes, avivados por el fuego de la pasión.

El alféizar de la ventana era mullido, al igual que sucedía en todas las mansiones antiguas con ese tipo de asientos. La dejó sobre los cojines y se reunió con ella, atrapándola bajo su cuerpo. De sus labios escapó una carcajada, un sonido de puro abandono que le llegó hasta el alma e incitó su deseo. Volvió a cogerle la cabeza para besarlo y separó los labios a modo de bienvenida.

Una bienvenida que Gerrard aprovechó al punto. Durante unos minutos se limitó a disfrutar del momento, a deleitarse con su generosa entrega, con esa pasión tan natural e inherente a su carácter. Ansiaba hacerla suya, pero la experiencia le aconsejaba que la precaución y la mesura eran esenciales con Jacqueline. De modo que reunió fuerzas y se obligó a seguir la estrategia que el instinto le urgía que tomara.

Jacqueline percibió que la atención de Gerrard se apartaba del beso. Aunque sus labios siguieron fundiéndose, comenzó a acariciarla por encima del camisón, una barrera tan delgada que parecía que estuviera tocando su piel desnuda.

Y en ese instante deseó estarlo. Deseó sentir el roce de esas manos sobre la piel con una intensidad rayana en el dolor. Anheló entregarse a él por completo, atravesar esa barrera que la separaba de su objetivo final. De repente, sus caricias le parecieron más agresivas, más exigentes. Como si la estuviera haciendo suya con cada una de ellas.

De hecho, sus manos le decían que lo era, que era suya, mientras exploraba cada centímetro de su cuerpo a su antojo. Cada caricia avivaba el fuego que amenazaba con consumirla, hasta que comenzó a retorcerse bajo sus manos, segurísima de que necesitaba algo más. Aunque no supiese exactamente qué era. Gerrard respondió a su súplica al instante. Una de sus manos descendió por su hombro de camino a un pecho que pellizcó con suavidad hasta que el pezón estuvo dolorosamente enhiesto, y siguió por la curva de la cintura, desde donde se trasladó hasta el abdomen. Sin embargo, no se detuvo allí, sino que siguió descendiendo hasta el vello de su entrepierna, cubierto por la fina gasa del camisón. Tras una breve pausa, prosiguió por el muslo hasta la rodilla… donde descansaba el bajo del camisón. Sin pérdida de tiempo, se lo subió hasta la cintura. El fresco aire de la noche le rozó la piel desnuda mientras él le separaba los muslos con una rodilla. Jadeó sin separarse de sus labios, cosa que habría hecho para paliar la embriagadora marea de sensaciones si Gerrard se lo hubiera permitido. Sin embargo, la mantuvo atrapada bajo sus labios mientras el beso se tornaba abrasador. La mano que le había subido el camisón se posó en su rodilla, ascendió por el muslo y se detuvo sobre su sexo.

De donde no se movió. Sus dedos la exploraron, la acariciaron, separaron sus pliegues y se deslizaron en su interior. No uno, sino dos.

Jacqueline creyó morir. Arqueó el cuerpo a modo de bienvenida, no de rechazo. Las caricias de Gerrard eran posesivas, seguras, y atraparon todos sus sentidos. Su cuerpo reaccionó por instinto, bajo la guía de esas manos. Se vio obligada a anclarse en el beso y dejó que el mundo girara a su alrededor. Porque la tórrida sucesión de besos que siguió le dejó muy claro que él la deseaba en la misma medida que ella lo deseaba a él. El anhelo que lo impulsaba la alentó y reconfortó.

Se deseaban. Mutuamente. Todo iba bien.

Gerrard puso fin al beso muy despacio. Alzó la cabeza para mirarla y la observó un instante con los ojos entrecerrados. Acto seguido, esbozó una sonrisa satisfecha y muy masculina. Su mano seguía acariciándola entre los muslos, enardeciendo un anhelo que ya de por sí le parecía arrollador. Le clavó los dedos en los hombros en un intento por apartarlo, pero él se limitó a moverse un poco, de modo que le alzó el camisón con la mano libre e inclinó la cabeza a continuación.

Y atrapó un pezón. La cálida humedad de su boca lo rodeó, dejándola a punto de chillar, aunque logró contenerse en el último momento. La sensación ya no era nueva a esas alturas, pero le resultó mucho más intensa. Una intensidad que se fue acrecentando a medida que la devoraba, a medida que tomaba todo lo que ella le ofrecía. De modo que sin darse cuenta la arrastró, en cuerpo y alma, hasta unas aguas mucho más profundas; hasta el insondable abismo de la pasión desmedida.

Y se dejó llevar, consciente de que sus horizontes se expandían y de que había perdido el contacto con el mundo que hasta ese momento conocía. Así que no le quedó más remedio que confiar en él para que la devolviera a la realidad.

Porque su cuerpo ya no la obedecía. Su mundo se había reducido al asiento sobre el que descansaba. Sabía que estaba desnuda y que se retorcía bajo esas expertas caricias. Sabía que se arqueaba bajo esas manos en respuesta a cada febril roce. Sabía que la luz de las lámparas iluminaba su desnudez… y que él la observaba, complacido.

Extrañamente complacido. Y lo adivinó cuando lo vio alzar la cabeza para examinar sus pechos, con los pezones endurecidos y la piel sonrosada por el deseo. Su mirada descendió hasta su cintura y prosiguió hasta detenerse allí donde su mano la acariciaba. Unas caricias que no cesaban, aunque no resultaban tan turbadoras como la noche anterior.

Esa mirada ambarina recorrió el camino a la inversa hasta posarse en su rostro, en sus ojos. Y en ese instante, justo antes de que inclinara la cabeza para besarla, Jacqueline se percató del brillo posesivo que la iluminaba.

Gerrard le besó el ombligo y se lo lamió. Dejó escapar un grito, aunque en realidad sólo fue una especie de gemido entrecortado. Escuchó que él reía entre dientes mientras se apartaba de ella. Acto seguido, sopló con suavidad sobre la piel que acababa de humedecer y volvió a besarla, en esa ocasión dejando un húmedo rastro en dirección a…

Los rizos de su entrepierna.

En dirección a…

Gritó, pero en esa ocasión ni siquiera salió un jadeo de su garganta. Se había quedado sin aliento. Se retorció, pero él le inmovilizó las caderas y la atrapó mientras se daba un festín la mar de placentero.

—¡Gerrard! —consiguió susurrar por fin con una voz escandalizada.

—¿Mmmm? —Él ni siquiera levantó la cabeza. Se limitó a hacer una brevísima pausa.

Jacqueline era incapaz de pensar. La mente se le quedó en blanco.

—Eso… no puedes… —Tenía la impresión de estar al borde de la muerte. No podía respirar y la tensión se había apoderado de todo su cuerpo.

—Sí que puedo. —Y procedió a demostrárselo mientras su mundo se resquebrajaba.

Se aferró con los puños a los cojines, como si fueran un salvavidas. Hasta ese momento había creído que los acontecimientos seguirían la pauta habitual. La pauta que Eleanor le había descrito más de una vez. Pero su amiga jamás le había hablado de «eso».

Gerrard la cogió por las caderas y la alzó.

Y ella se rindió, incapaz de hacer otra cosa.

Un placer enloquecedor le corrió por las venas.

Susurró su nombre con un gemido y cerró los ojos con fuerza, dispuesta a dejarlo hacer lo que quisiera.

Y Gerrard la entendió.

Le prodigó un sinfín de caricias que ni en sus sueños más atrevidos había imaginado, hasta que de repente le resultó insoportable. El placer aumentó hasta que estalló y se convirtió en una cascada de deleite carnal; en un éxtasis resplandeciente.

Su cuerpo siguió estremeciéndose, presa del palpitante placer mientras él la lamía. Poco después, la soltó con delicadeza y se apartó levemente.

Jacqueline extendió los brazos para que no lo hiciera y, tras un breve momento de indecisión, él la complació, pero no como ella quería. Se recostó a su lado y la acarició de forma relajante mientras se recuperaba de la experiencia.

Algo no iba bien. Su cuerpo flotaba en la lánguida placidez del deseo satisfecho, pero Gerrard se limitó a bajarle el camisón hasta las rodillas y a colocarle la bata para que no se enfriara. Haciendo un gran esfuerzo, abrió los ojos y estudió su rostro, aún demudado por el deseo insatisfecho. Un deseo que se esforzaba por controlar.

Esperó a que la mirara a los ojos y le preguntó:

—¿Por qué?

No podía fingir que no entendía la pregunta. Tal vez fuera una novata en esas lides, cierto, pero que la hubiera llevado a esas cumbres de placer sin acompañarla… Bueno, las cosas no se hacían así.

Gerrard la miró a los ojos un buen rato antes de contestar. Después y para su sorpresa, la cogió de las manos, las alzó hasta colocárselas a ambos lados de la cabeza y se inclinó sobre ella. Su rostro y su boca estaban apenas a unos centímetros. Esos ojos ambarinos se clavaron en sus labios unos instantes antes de que sus miradas se encontraran.

—Te deseo. Y tú lo sabes —contestó por fin.

Lo sabía. El deseo que sentía por ella saltaba a la vista. No sólo se adivinaba en su mirada y en su voz ronca, sino también en la tensión que se había apoderado de cada músculo de su cuerpo. Por si eso no fuera suficiente, notaba la presión de su miembro, en plena erección, contra la cadera.

Sin apartar la mirada de sus ojos, se humedeció los labios e insistió:

—Entonces ¿por qué?

—Porque… —Sus ojos la atravesaron—. Porque ya es la segunda vez que me haces esta invitación. En ambas ocasiones te he dado la oportunidad de que recapacites, de que retrocedas a un terreno más seguro. —La miró a los labios un instante antes de volver a mirarla a los ojos—. De que huyas de mí y de las exigencias que te impondré si te hago mía.

Su cuerpo aún palpitaba de placer. Y el suyo no era el único corazón que latía más rápido de lo normal, porque pegados como estaban, notaba el frenético ritmo del de Gerrard.

—¿Quieres que me aleje de ti?

Lo vio esbozar una sonrisa, pero no fue alegre.

—No. Quiero hacerte mía. —Bajó la cabeza y sus labios se rozaron—. Pero lo que quiero, lo que voy a exigirte si te entregas a mí, tal vez exceda lo que estás preparada para dar.

Su aliento le acarició los labios mientras hablaba. Una promesa y una advertencia.

Volvió a mirarlo a los ojos y sintió que se ahogaba en sus profundidades.

—¿Qué vas a exigirme exactamente?

—Todo. —Se movió un poco para recorrer su cuerpo con la mirada mientras una de sus manos le rozaba la parte exterior de un pecho, despertando de nuevo el deseo—. Hasta ahora no he tomado nada de lo que quiero. Quiero emborracharme de ti, ahogarme en tu deseo. —Hizo una pausa mientras su mirada regresaba a sus ojos—. Quiero poseerte en cuerpo y alma, y eso es lo que pienso hacer.

El silencio de la noche los envolvía. Sin embargo, la pasión y el deseo crepitaban a su alrededor. Las ansias depredadoras que motivaban a Gerrard se reflejaban en la crispación de su rostro y en la intensidad de su mirada.

Jacqueline tenía muy claro lo que ella quería. Abrió la boca…

Y él la besó. Sin contenerse. Devoró sus labios y asoló sus sentidos mientras tomaba a manos llenas y se entregaba a cambio, cosa que le permitió a Jacqueline atisbar apenas un asomo del anhelo que lo consumía antes de que se apartara.

—Tenlo bien presente —le dijo con voz ronca, excitándola aún más—. Si te ofreces por tercera vez, aceptaré y ya no habrá vuelta de hoja. No interpretaré el papel de galante caballero y te dejaré marchar. Te deseo… Si vuelves a tentarme, te haré mía. Cada centímetro de tu cuerpo será mío. Cada jadeo, cada gemido, cada latido de tu corazón serán míos. —Se apoyó en las manos para alzarse sobre ella, sin apartar la mirada de sus ojos—. Piénsatelo. —Sus ojos la abrasaron—. Si decides que me deseas de verdad, estaré aquí. Esperándote.

Y con los nervios de punta. La energía que lo embargaba le resultaba desconocida. Era una experiencia nueva, del mismo modo que él lo era para ella.

Gerrard se paseaba frente a la cristalera de su habitación, todavía dolorido por el deseo insatisfecho.

La parte más salvaje de sí mismo, esa parte atávica que no le daba respiro, se había opuesto a que le advirtiera de sus intenciones… porque lo que ansiaba de verdad era mandar al cuerno las consecuencias y hacerla suya.

Aunque sabía que debía actuar de forma razonable. La parte más sensata de su persona, la que contaba con la sofisticación que otorgaba la experiencia, sabía el precio que iba a pagar por esa advertencia y por dejarla marchar. Por dejar que fuese ella quien tomara la decisión. Sabía que era una apuesta muy arriesgada.

Porque era ella lo que estaba en juego. Y sería ella la que se entregara por su propia voluntad, en lugar de hacerlo arrastrada por el poderoso envite del deseo que se había adueñado de él.

Tenía clarísimo lo que sentía por ella. Jamás podría habérselo imaginado. En esos momentos, comprendía algo que nunca había comprendido: el irremisible impulso que se ocultaba tras el afán posesivo de todos los Cynster, pero sobre todo de Diablo y de Vane, cuyos matrimonios había observado de cerca. Diablo, como su apodo indicaba, no intentaba disimular su naturaleza, mientras que Vane se mostraba más solapado, testarudo e inamovible. No obstante, la fuerza que los impulsaba era la misma. El hecho de que a él lo empujara esa misma fuerza lo había tomado por sorpresa, aunque ya que estaba al tanto… se mostraría mucho más sutil en los pasos que daría a continuación.

Conocía a las mujeres, se había relacionado con ellas en términos más familiares que la mayoría de los hombres. Las conocía lo bastante bien como para disimular esa fuerza que lo impulsaba; como para enmascarar su propia vulnerabilidad tras la insistencia de que fuese ella quien tomara la decisión de entregarse a él, de que fuese ella quien se entregara por propia iniciativa.

Ya que había elegido el camino a seguir, seguiría por él contra viento y marea.

Cuando llegara el momento, Jacqueline interpretaría las consecuencias de entregarse a él como algo que ella misma se había buscado y las aceptaría sin rechistar… o eso esperaba.

Su plan era sensato y estaba bien cimentado. Funcionaría.

Contuvo un gruñido y giró sobre los talones para continuar caminando en dirección contraria. La sangre aún le hervía en las venas. Sin embargo, había refrenado el deseo y la pasión… de momento.

Aunque no por mucho tiempo.

Era tan arrogante como Diablo y Vane. Lo bastante como para estar seguro de la decisión que Jacqueline iba a tomar. De su elección. Elegiría entregarse a él.

Sin saber siquiera que no tenía escapatoria.

Y así la haría suya.