Londres, principios de junio de 1831
—SEÑOR Cunningham, como ya he dejado claro en otras ocasiones, no tengo el menor interés en pintar el retrato de la hija de lord Tregonning. —Gerrard Reginald Debbington estaba reclinado con pose indolente en un sillón de la sala para fumadores de su selecto club. Disimuló su creciente frustración y sostuvo la mirada del apoderado de lord Tregonning—. Accedí a mantener esta reunión con la esperanza de que lord Tregonning, una vez al corriente de mi negativa a pintar el retrato, hubiera consentido en darme acceso a los jardines de Hellebore Hall.
Gerrard era, después de todo, el paisajista más reputado de la alta sociedad. Les debía una visita a los famosos jardines de lord Tregonning desde hacía muchísimo tiempo.
El rostro de Cunningham perdió el color. Carraspeó y clavó la vista en los papeles que tenía extendidos en la mesita auxiliar que había entre ambos.
A su alrededor se oía un discreto murmullo. Gerrard vio con el rabillo del ojo que varios caballeros los miraban. Otros miembros del club se habían percatado de su presencia, pero era la de Cunningham la que les extrañaba.
A sabiendas de que estaban hablando de negocios, se mantuvieron alejados para no interferir.
Cunningham tenía veintipocos años, unos cuantos menos que él, que tenía veintinueve. Iba ataviado con un sobrio y deslustrado traje negro, una sencilla camisa de lino blanco y un chaleco beige. Su rostro redondo, el gesto contrariado y la atención que le prestaba a sus papeles delataban que era el apoderado de otra persona.
Cuando el hombre se dignó hablar de nuevo, Gerrard ya había trazado un bosquejo en su mente titulado: «Apoderado en el desempeño de sus funciones».
—Lord Tregonning me ha encomendado la misión de decirle que, si bien comprende sus reservas a la hora de pintar el retrato de una persona a la que ni siquiera conoce, dichas reservas sólo refuerzan su convencimiento de que es el pintor que necesita para esta labor. Su Ilustrísima es consciente de que pintará a su hija tal y como usted la ve, sin dejar que su juicio se vea ofuscado. Eso es justamente lo que él desea… Quiere que el retrato sea una reproducción realista, que represente fielmente a la señorita Tregonning tal y como es de verdad.
El discurso le hizo apretar los labios. Aquello no iba a ninguna parte.
Sin levantar la vista, Cunningham prosiguió:
—Además de la cantidad estipulada, dispondrá de todos los meses que estime oportunos para terminar el retrato (siempre que no superen el año) y, después de ese tiempo, dispondrá de acceso ilimitado para pintar los jardines de Hellebore Hall. En caso de que así lo desee, podrá llevar consigo a una persona de su confianza. Ambos serán recibidos y atendidos en Hellebore Hall mientras dure su estancia.
Una vez más, tuvo que contener su exasperación. No necesitaba que le repitiesen la oferta, por más que se la adornaran. La había rechazado hacía dos semanas, la primera vez que Cunningham se la expuso.
Se movió para llamar la atención de su interlocutor.
—Lord Tregonning tiene una idea equivocada de mis servicios: Nunca, jamás, he pintado por encargo. Pintar es una vocación para mí, y económicamente me la puedo permitir sin problemas. Los retratos, sin embargo, no son más que un pasatiempo, bastante lucrativo, cierto, pero no me llaman demasiado. No alimentan mi alma creativa, como dirían algunos. —No era del todo cierto, pero en esas circunstancias bastaba y sobraba—. Aunque me encantaría tener la oportunidad de pintar los jardines de Hellebore Hall, ni siquiera eso supone el aliciente necesario para que acepte pintar un retrato que no tengo el menor deseo, ni la menor necesidad, de pintar.
Cunningham sostuvo su mirada. Lo vio inspirar hondo, bajar la vista un instante y, acto seguido, clavar de nuevo los ojos en un punto situado por encima de su hombro derecho.
—Su Ilustrísima me ha encargado que le diga que esta es su última oferta… y que, en caso de que la rechace, se verá obligado a buscar a otro pintor que lleve a cabo el retrato. Además, este otro pintor tendrá el mismo acceso a los jardines que se le ha ofrecido a usted. Por consiguiente, lord Tregonning se asegurará de que, mientras él viva y también en las sucesivas generaciones, ningún otro artista tenga acceso a los jardines de Hellebore Hall.
Tuvo que echar mano de todo su autocontrol para reprimir su reacción y continuar sentado. ¿Qué diantres estaba tramando Tregonning para recurrir a algo que se parecía sospechosamente al chantaje?
Apartó la mirada, aunque no la fijó en ningún punto en particular.
Una cosa quedaba clara: lord Tregonning estaba decidido a que pintara el retrato de su hija.
Apoyó el codo en el brazo del sillón, la barbilla en el puño y clavó la mirada en el otro extremo de la sala mientras buscaba una salida a la trampa en la que había caído sin darse cuenta. No se le ocurrió nada. Su rechazo visceral a que cualquier mequetrefe que se hiciera llamar pintor fuera el único artista con acceso a los maravillosos jardines que rodeaban Hellebore Hall le nublaba la razón.
Miró a Cunningham.
—Tengo que meditar la oferta de Su Ilustrísima con más detenimiento.
Dada la tensión de su voz, no le sorprendió ver que Cunningham mantenía una expresión neutral. El apoderado asintió con la cabeza.
—Sí, por supuesto. ¿Cuánto tiempo…?
—Veinticuatro horas. —Si dejaba sin resolver semejante tortura durante mucho más tiempo, se volvería loco. Se puso en pie y le tendió la mano—. Se hospeda en el Cumberland, ¿no es así?
Cunningham, que reunió sus papeles a toda prisa, se puso en pie y le estrechó la mano.
—Sí. Yo… esto… esperaré noticias suyas.
Asintió con la cabeza con gesto brusco. Se quedó junto al sillón hasta que Cunningham salió de la sala y, poco después, él también se marchó.
Deambuló por los parques de la capital; primero por Saint James, después por Green Park y a la postre por Hyde Park. Una decisión de lo más desafortunada, ya que no acababa de poner un pie en el parque cuando lady Swaledale lo saludó, ansiosa por presentarle a su hija y a su sobrina. Un enjambre de madres con sus entusiasmadas hijas a la zaga se bajó de los carruajes, con la esperanza de llamar su atención. Otras mujeres se quedaron cerca, paseando por los senderos.
En cuanto atisbó a su tía Minnie, lady Bellamy, que había detenido su carruaje en la Avenida, se despidió de una madre especialmente pesada con la excusa de que iba a presentarle sus respetos. Nada más llegar al carruaje, cogió la mano de Minnie y se la besó con una floritura.
—Estoy a tu merced… Sálvame —le imploró.
Minnie soltó una risilla. Le dio unas palmaditas en la mano y se inclinó para que le diera un beso en la arrugada mejilla, cosa que él hizo al punto.
—Si te hubieras decidido ya, te habrían dejado tranquilo y habrían ido en busca de pastos más verdes, querido.
—Aunque, por supuesto, no queremos que tomes una decisión precipitada. —Timms, la dama de compañía de su tía, se inclinó para tenderle la mano—. Pero mientras sigas soltero, tienes que acostumbrarte a que te persigan.
Gerrard compuso una expresión compungida.
—Et tu, Timms?
La aludida resopló. Su físico se había ido ajando con el paso de los años, pero su mente seguía funcionando a la perfección.
Al igual que la de Minnie, que lo contempló con los ojos entrecerrados, aunque también con mucho afecto.
—Con la excelente propiedad que posees, los réditos de las inversiones que te han aconsejado los Cynster y el hecho de que eres mi único heredero, no hay manera de escapar, cariño… Si fueras más feo que Picio, tal vez se lo pensarían dos veces, pero como eres como eres, es decir, un caballero, además de un pintor aclamado, estás a un paso de convertirte en el príncipe azul de todas las madres con hijas en edad casadera.
—No tengo muy claro que el matrimonio, al menos a corto plazo, sea lo que más me convenga —dijo y su rostro expresó el disgusto que sentía.
Esa era la postura que mantenía en ese momento, aunque hasta ese preciso instante no la había compartido con nadie.
—Mmmm. —Minnie lo miró con los ojos como platos. Se puso seria al punto, observó su rostro con atención, pero su sonrisa regresó casi al instante—. Yo no me calentaría demasiado la cabeza con este asunto, cariño. —Le dio una palmadita en la mano—. Cuando aparezca la mujer adecuada, verás la luz.
Timms convino con un gesto de cabeza.
—Y tanto. No creas ni por un momento que tendrás la oportunidad de decidir.
En vez de tranquilizarlo, sus palabras le provocaron un escalofrío. Lo disimuló con una sonrisa. Al ver a un grupo de amigos, aprovechó la oportunidad para retirarse. Se despidió de las dos ancianas y atravesó el jardín.
Los cuatro caballeros lo saludaron. Los conocía a todos. Todos, al igual que él, estaban en edad casadera y pertenecían a la misma clase social. Estaban algo apartados del resto de los paseantes, contemplando la escena.
—La señorita Curtis es bastante atractiva, ¿no os parece? —comentó Philip Montgomery al tiempo que se llevaba el monóculo al ojo para contemplar mejor a la beldad, que paseaba junto a sus hermanas.
—Si eres capaz de soportar las risillas tontas… —replicó Elmore Standish—. Para mi gusto, es más guapa la chica de Etherington.
Los escuchó a medias. Formaba parte de su círculo social, pero su afición tan poco convencional lo apartaba de ellos. Dicha afición le había abierto los ojos a una verdad desconocida aún para sus pares.
Intercambió varios comentarios, bastante cínicos, antes de dejar el grupo y poner rumbo hacia la relativa seguridad de los jardines de Kensington. A esa hora, los senderos de gravilla estaban repletos de niñeras y niños que correteaban de un lado para otro. Pocos caballeros se atrevían a deambular por la zona; y las damas de alcurnia, muchísimo menos.
Tenía la intención de meditar sobre la escandalosa oferta de lord Tregonning. Sin embargo, los alegres gritos de los niños lo distrajeron e hicieron que su mente tomara unos derroteros totalmente distintos.
Familia. Hijos. Futuras generaciones. Una esposa. Un matrimonio satisfactorio.
Eran cosas que siempre había supuesto que tendría. Aún seguían conmoviéndolo, seguían siendo muy importantes para él. Seguía deseándolas. Sin embargo, por irónico que pareciera, si bien sus pinturas (en especial los retratos) lo habían encumbrado a una posición en la que podía escoger a la mujer que quisiera, el mismo talento que le permitía crear obras de arte tan conmovedoras le había abierto los ojos… y le había provocado cierta renuencia.
A tomar una esposa. A casarse. Sobre todo, a enamorarse.
No era un asunto que le gustase discutir. El mero hecho de pensar en el amor lo ponía nervioso, como si al hacerlo estuviera tentando a la suerte. Porque después de haber visto y percibido ese algo que unía a su hermana Patience y a su marido, Vane Cynster, y también a las demás parejas que habían posado para él más adelante, ese algo que lo había obligado a representarlo en un lienzo, tendría que estar ciego para no ver el impacto que supondría en su vida. La distracción. Tal vez incluso llegara a mermar la energía creativa necesaria para dar vida a sus cuadros.
Si se rendía a ese algo.
Si alguna vez se enamoraba, ¿podría seguir pintando? ¿Sería enamorarse, casarse por amor como lo habían hecho su hermana y muchos otros miembros de su numerosa familia, una fuente de alegría o un desastre para su arte?
Mientras pintaba, derramaba en el cuadro todo lo que llevaba dentro, toda su energía y toda su pasión; si sucumbía al amor, ¿sangraría su creatividad hasta el punto de impedirle pintar? ¿Había alguna conexión? ¿La pasión que inspiraba el amor era la misma que alimentaba su talento creativo o eran totalmente distintas?
Lo había pensado largo y tendido, pero no había llegado a ninguna conclusión. Pintar era una parte intrínseca de su ser. Su instinto rechazaba de plano cualquier acto que pudiera afectar su capacidad para pintar.
De modo que había rechazado de plano el matrimonio. Había renunciado a él. A pesar de lo que pensara Timms, ya había tomado una decisión al respecto, al menos para los próximos años. El amor era una emoción a evitar. El matrimonio, por tanto, no aparecía en su futuro más inmediato.
Esa decisión tendría que haber aplacado su nerviosismo. Sin embargo, seguía inquieto, insatisfecho. Aún no se sentía a gusto con el rumbo que había escogido.
El problema era que no veía otra alternativa viable.
Cuando salió de su ensimismamiento, se dio cuenta de que se había detenido. Tenía la vista clavada en un grupo de niños que jugaban junto al estanque. Le temblaron los dedos, una reacción habitual que señalaba la necesidad de tener un cuaderno de dibujo y un lápiz a mano. Se quedó allí varios minutos, dejando que varios bocetos de los niños jugando se grabaran en su mente antes de continuar camino.
En esa ocasión, sí consiguió concentrarse en la oferta de lord Tregonning. Sí logró analizar los pros y los contras. Sus deseos, sus instintos y los consecuentes impulsos lo dejaron indeciso, cual bandera que ondeara al antojo del viento. Regresó al puente que cruzaba la Serpentina, donde se detuvo para recapitular.
Después de tres horas no había conseguido absolutamente nada, salvo confirmar lo bien que lord Tregonning lo había calado. No podía discutir la oferta con otro artista. Sus amigos que no se dedicaban a las artes no entenderían lo tentado e indeciso que se sentía.
Necesitaba hablar con alguien que comprendiese la tesitura en la que se encontraba.
Eran casi las cinco de la tarde cuando subió los escalones de entrada a la mansión que Vane y Patience tenían en Curzon Street. Patience era su hermana mayor. Sus padres habían muerto cuando él era muy joven, de modo que Patience había ocupado su lugar durante años. Cuando se casó con Vane, Gerrard se vio de pronto acogido en el seno de la familia Cynster como protegido de Vane, una familia que lo trataba como a uno más de sus miembros. El papel de los Cynster había sido primordial para que se convirtiera en el hombre que había llegado a ser, detalle por el que se sentía profundamente agradecido.
Su padre, Reggie, no había sido un buen modelo. Gerrard les debía a los Cynster no sólo su éxito financiero, sino también su elegancia, su confianza y ese toque de indolente arrogancia que los separaba del resto de los aristócratas.
Nada más llamar a la puerta, Bradshaw, el mayordomo de Vane, le abrió. Con una enorme sonrisa, le aseguró que los señores se encontraban en casa y que podría encontrarlos en el saloncito familiar.
Gerrard sabía lo que eso quería decir. Le tendió el bastón al mayordomo y le sonrió.
—Me anunciaré yo mismo —le dijo con un gesto para que lo dejara solo.
—Por supuesto, señor. —Reprimiendo una sonrisa, Bradshaw se alejó tras efectuar una reverencia.
Escuchó los gritos antes de abrir la puerta de la estancia. En cuanto lo hizo, se produjo un repentino silencio. Tres cabezas se alzaron de golpe, y tres pares de ojos airados lo miraron… Hasta que sus dos sobrinos y su sobrina vieron quién se había atrevido a interrumpir sus juegos.
Se pusieron de pie al punto y con el grito ensordecedor de «¡Tío Gerrard!», se abalanzaron sobre él.
Con una carcajada, atrapó al mayor, Christopher, lo cogió por los tobillos y lo colgó bocabajo. El niño se echó a reír. Gregory comenzó a dar botes entre carcajadas, con la vista clavada en el rostro de su hermano. Therese se unió al grupo. Tras darle una buena sacudida a Christopher, Gerrard lo dejó en el suelo y, gruñendo como lo haría un ogro, abrió los brazos y cogió a los dos más pequeños.
Estrechándolos con fuerza, se acercó al diván emplazado delante de la chimenea.
Patience, que estaba sentada en un sillón junto a la chimenea con su hijo menor, Martin, en el regazo, le sonrió con gesto maternal.
Vane, que tenía sus anchos hombros apoyados en uno de los brazos del sillón de su esposa, también esbozó una sonrisa. Estaba jugando en el suelo con sus tres hijos cuando él hizo acto de presencia.
—¿Qué te trae por aquí? Seguro que no ha sido la posibilidad de que nuestros monstruitos te arranquen la cabellera.
Tras obligar a Gregory ya Therese a soltarle los mechones que hasta entonces habían estado peinados a la perfección, le devolvió la sonrisa a su cuñado.
—Mmmm, no estoy seguro. —Dejó a los niños en el diván y se dejó caer entre ellos. Los miró—. Tienen un no sé qué… ¿No crees?
Los niños vitorearon sus palabras y aprovecharon la oportunidad para bombardearlo con historias de sus aventuras más recientes. Los escuchó, embelesado como siempre por su inocencia y su cándida visión de la vida cotidiana. Hasta que se cansaron y se apoyaron en él; Therese bostezó y se bajó del diván para acurrucarse en el regazo de su padre.
Vane la besó en la coronilla y la acunó antes de mirarlo.
—¿Qué te pasa? Porque salta a la vista que algo te preocupa.
Se reclinó contra el respaldo del diván y le relató la oferta de lord Tregonning.
—Como ves, estoy entre la espada y la pared. Te juro que no quiero pintar ese retrato. No me cabe la menor duda de que su hija será la típica niña mimada sin dos dedos de frente; o peor, que esté acostumbrada a reinar en su rústico reino. No tendré nada que pintar salvo su egoísmo insustancial.
—Tal vez no sea tan mala —comentó Patience.
—O quizá sea peor. —Soltó un suspiro que le salió del alma—. Me arrepiento de haber permitido que se expusieran los retratos de las gemelas.
Desde sus comienzos, se había decantado por los paisajes. Y seguía haciéndolo, ya que eran su vocación primordial, pero hacía unos diez años, llevado por la curiosidad, había probado suerte con los retratos de parejas. Vane y Patience habían sido los primeros a quienes les pidió que posaran para él. Ese cuadro estaba colgado sobre la chimenea del salón de su casa solariega en Kent, un lugar que, por suerte, era privado. Después había pintado a más parejas, todas de la familia o allegados, pero esos cuadros siempre se habían colgado en estancias privadas. Sin embargo, se había visto acicateado por su ansia a enfrentarse a un reto. Tras pintar los cuadros de las parejas por separado, había decidido pintar dos cuadros iguales de las gemelas Cynster, Amanda, convertida en condesa de Dexter, y Amelia, la vizcondesa de Calverton, con sus respectivos primogénitos en brazos.
Se suponía que los retratos se colgarían en sus casas solariegas, pero los miembros de la alta sociedad que habían visto los cuadros en Londres habían creado tal alboroto que los conservadores de la Royal Academy le habían rogado, literalmente, que los expusiera en la exposición anual de retratos que organizaban. Tanta insistencia lo había halagado sobremanera y, a la postre, se dejó convencer.
Y no había día que no se arrepintiera desde entonces.
Vane lo miró con afecto y algo de sorna.
—El éxito es una carga tan pesada…
Gerrard resopló.
—Tendría que nombrarte mi representante y obligarte a lidiar con las hordas de madres casamenteras que están convencidas de que sus hijas son el modelo perfecto para mi siguiente genialidad.
Patience comenzó a hacer el caballito con Martin sobre su rodilla.
—Sólo es un retrato.
Gerrard negó con la cabeza.
—Las cosas no funcionan así. Elegir al modelo es uno de los mayores riesgos a los que me enfrento. En este momento, mi reputación es fuerte. Un retrato atroz podría dañarla sin remedio. Además, me niego a ceder a las condiciones de mis modelos, o de sus padres. Pinto lo que veo, lo que quiere decir que lord Tregonning y su querida hija tienen muchas posibilidades de llevarse una decepción.
Los niños estaban empezando a impacientarse. Patience se levantó cuando la niñera se asomó por la puerta. La hizo pasar mientras miraba a los niños.
—Es hora de la merienda. Hoy toca pudin de pan, así que ya sabéis…
Tuvo que contener una sonrisa irónica al ver que la perspectiva del pudin vencía a la idea de seguir en compañía de su tío. Los niños se levantaron del diván y se despidieron con suma educación. Therese saltó del regazo de su padre, le lanzó un beso y corrió para salir antes que sus hermanos.
Patience le pasó el bebé a la niñera y cerró la puerta en cuanto su prole abandonó la estancia. Regresó a su asiento.
—¿Por qué le das tantas vueltas? Sólo tienes que rechazar la oferta.
—No puedo hacer eso así sin más. —Se pasó los dedos por el cabello—. Si la rechazo, no sólo pierdo la oportunidad de pintar el famoso Jardín de la Noche, sino que además firmaré la sentencia de que el único artista con permiso para hacerlo en los próximos cincuenta años sea un diletante que ni siquiera sabrá lo que tiene delante de las narices.
—¿Y qué tendrá delante de las narices? —Vane se puso en pie, se estiró y procedió a sentarse en un sillón—. ¿Qué tienen esos jardines que los hace tan especiales?
—Los jardines de Hellebore Hall, en Cornualles, se diseñaron en 1710. —Gerrard había buscado la información después de que Cunningham se pusiera en contacto con él la primera vez—. La zona es única: un estrecho valle muy resguardado y orientado al sudoeste, con un clima tan especial que crece la flora más increíble, unas plantas y unos árboles que no prosperan en ninguna otra parte de Inglaterra. La mansión preside el valle, y este a su vez se extiende hasta llegar al mar. Los diseños se mostraron al público y crearon mucha expectación en su tiempo, y los jardines se fueron creando a lo largo de treinta años, pero la familia se tomó muy recluida en ese tiempo. Muy pocas personas han visto los jardines en toda su extensión. —Miró a su hermana—. Y los pocos privilegiados se han quedado maravillados.
»Los paisajistas llevan años deseando poder pintar los jardines de Hellebore Hall. Nadie ha conseguido el permiso necesario. —Esbozó una media sonrisa. Miró a Vane—. El valle y los jardines están en una propiedad muy extensa y la cala es rocosa y de muy difícil acceso, de modo que colarse furtivamente para pintar nunca ha sido una opción viable.
—Así que todos los paisajistas ingleses…
—Y del resto de Europa, incluso de América…
—… se lanzarían sin pensar ante la oportunidad de pintar los jardines. —Vane ladeó la cabeza—. ¿Estás seguro de que quieres desaprovechar esta oportunidad?
Gerrard dejó escapar el aliento que había retenido.
—No. Ahí está el problema. Sobre todo por el Jardín de la Noche.
—Explícame eso —le pidió Patience.
—Los jardines están compuestos por diferentes secciones, cada una nombrada en honor a un dios antiguo o a un ser mitológico. Está el jardín de Hércules, que se encuentra en una loma y está flanqueado por enormes árboles; y también el jardín de Artemisa, que cuenta con arte topiario. Y otras muchas zonas. —Hizo una pausa antes de continuar—: Otra de las zonas es el jardín de Venus. En él hay un buen número de plantas afrodisíacas muy olorosas, muchas de las cuales florecen de noche, y también cuenta con una gruta y un estanque que se nutre del arroyo que fluye por el valle. Está situada en la parte más alta del valle, justo debajo de la mansión. Debido a un capricho de la naturaleza, esa zona en concreto es la más exuberante. Un afortunado que la vio unos diez años después de que la plantaran la describió como un paraíso gótico, como un paisaje oscuro que eclipsa a todos los demás. Se conoce como el «Jardín de la Noche».
Tras otra pausa, añadió:
—Para los paisajistas, pintar el Jardín de la Noche es como el Santo Grial. Está ahí, pero durante generaciones ha permanecido fuera del alcance de todos.
Vane torció el gesto.
—Difícil decisión.
Asintió con la cabeza.
—Muy difícil. Decida lo que decida, acabaré perdiendo.
Patience los miró a ambos.
—La verdad es que se trata de una decisión muy sencilla. —Lo miró directamente a los ojos—. Sólo tienes que responder una pregunta. ¿Qué pesa más: la incertidumbre de si serás capaz de pintar un retrato pasable de la joven en cuestión o la certeza de que serás capaz de hacerle justicia a tu Santo Grial? —Ladeó la cabeza—. O míralo desde este punto de vista: ¿hasta qué punto deseas pintar el Jardín de la Noche? ¿Lo bastante como para aceptar el desafío de pintar un retrato decente de una jovencita?
Clavó la mirada en los ojos grises de Patience sin titubear. Al cabo de un momento, desvió la vista hacia su cuñado.
—Hermanas…
Vane se echó a reír.
Incluso después de escuchar la sucinta explicación que Patience había expuesto de su problema, se habría negado… de no ser por el sueño que tuvo. Había pasado la velada con su hermana y su cuñado, charlando de un sinfín de temas.
—Ya sabes lo que debes hacer, así que hazlo. Arriésgate —le dijo su hermana tras darle un beso en la mejilla cuando se despidieron en el vestíbulo.
Le sonrió, le dio unas palmaditas en el hombro y se fue a casa mientras le daba vueltas al asunto, mientras contemplaba posibilidades, aunque todas sus dudas giraban en torno a la posibilidad de pintar el retrato de una muchachita tonta sin que resultase demasiado ofensivo.
Llegó a sus aposentos de Duke Street y subió las escaleras. Compton, su ayuda de cámara, se acercó a toda prisa para despojarlo de la chaqueta y llevársela para cepillarla y colgarla como era debido. Sonrió, se desnudó y se metió en la cama.
Y soñó con el Jardín de la Noche.
Jamás lo había visto, y aun así, parecía tan vívido, tan intrigante, tan extraordinariamente atractivo… Tan rebosante de esa energía artística a la que estaba tan unido como pintor… Había peligro y aventura, una leve amenaza y algo mucho más profundo, muchísimo más siniestro, escondido entre las sombras.
Lo llamaba. Le susurraba con voz seductora.
Se despertó al día siguiente con la llamada grabada a fuego en su mente.
No creía en las señales.
Se levantó, se puso la bata de terciopelo sobre la camisa y los pantalones y bajó las escaleras. Tomar decisiones de vital importancia con el estómago vacío no era buena idea.
Apenas había probado el jamón y los huevos cuando escuchó un repiqueteo muy familiar en la puerta de entrada. Al reconocer la forma de llamar, cogió la cafetera y se llenó la taza… antes de que el honorable Barnaby Adair apurara todo el contenido.
La puerta del comedor se abrió de golpe.
—¡Válgame Dios! —Barnaby, una figura alta, elegante y de cabello rubio apareció por la puerta con expresión desolada—. ¡Que el Señor me proteja de las devotas madres! —Miró la cafetera—. ¿Queda algo?
Con una sonrisa, Gerrard señaló la cafetera y las bandejas al tiempo que Compton se apresuraba a llevar otro servicio.
—Sírvete tú mismo.
—Gracias… Me has salvado la vida.
Barnaby se dejó caer en la silla que tenía al lado.
Lo observó con afectuosa sorna.
—Buenos días para ti también. ¿Qué te ha pasado esta vez? ¿Es que el baile de lady Harrington resultó demasiado extenuante?
—No fue lady Harrington. —Barnaby cerró los ojos mientras saboreaba el café—. Es una anfitriona bastante decente. —Abrió los ojos y observó las bandejas repletas de comida—. Lo digo por lady Oglethorpe y su hija, Melissa.
—¡Ah! —Hizo memoria—. La antigua amiga de tu querida madre que esperaba que le hicieras el favor de acompañar a su hija por toda la ciudad, ¿no?
—Esa misma. —Barnaby le dio un mordisco a una tostada—. ¿Te acuerdas del cuento del patito feo? Pues es la historia de Melissa, pero al revés.
Eso le arrancó una carcajada.
Barnaby y él eran de la misma edad, de un carácter parecido y procedían de un entorno muy similar; además, compartían gustos y tenían pasatiempos considerados bastante excéntricos. Ni siquiera recordaba cuándo comenzaron a relacionarse con asiduidad, pero en los últimos cinco años habían corrido juntos varias aventuras hasta ir acostumbrándose por completo a su mutua presencia. En esos momentos, acudían sin dudar al otro en caso de necesidad.
—Es un caso perdido —declaró Barnaby—. Tendré que huir de la ciudad.
Gerrard sonrió.
—No puede ser tan malo.
—Sí que lo es. De verdad te digo que lady Oglethorpe no piensa en mí como en un cicerone. Tiene un brillo en los ojos que no me gusta ni un pelo, y por si eso no fuera bastante, la espantosa Melissa se llevó las manos al pecho (un pecho que no está nada mal, aunque el resto de su persona no haya por dónde cogerlo) y declaró que era mi más ferviente admiradora y que ningún caballero de la alta sociedad se podía comparar con mi excelsa persona. —Barnaby compuso una mueca horrorizada—. Demasiado ferviente para mi gusto, qué quieres que te diga. Me revolvió el estómago. Y encima estamos en junio… ¿Es que no saben que ya se ha cerrado la veda?
Contempló a su amigo con detenimiento. Barnaby era el tercer hijo de un conde y había heredado una propiedad considerable de una tía materna; al igual que él, se había convertido en el objetivo de las madres con hijas en edad casadera. Mientras que él podía utilizar su arte como excusa para evitar la mayoría de las invitaciones, el pasatiempo de Barnaby, que no era otro que la investigación de crímenes, era una excusa mucho más endeble.
—Supongo que podría ir a casa de mi hermana —siguió su amigo—, pero no estoy seguro de estar a salvo allí. —Entrecerró los ojos—. Si ha invitado a los Oglethorpe a pasar el verano… —Se estremeció.
Gerrard se reclinó en la silla y cogió la taza de café.
—Si estás decidido a escapar de la terrible Melissa, puedes venirte conmigo a Cornualles.
—¿¡A Cornualles!? —Barnaby abrió de par en par sus ojos azules—. ¿Qué hay en Cornualles?
Se lo contó.
Barnaby se animó.
—Recuerda que al menos habrá una joven soltera presente —le advirtió Gerrard—, y donde hay una…
—Suelen ir en manada. —Barnaby asintió con la cabeza—. Hasta el momento las he manejado a todas. Pero Melissa, su madre y el lazo con mi familia me han abatido.
Dicho abatimiento había sido, a todas luces, transitorio. Barnaby devoró la última salchicha y lo miró fijamente.
—Bueno, ¿cuándo nos vamos?
Gerrard enfrentó su mirada. Patience había estado en lo cierto, aunque no pensaba decírselo.
—Le mandaré una nota al apoderado de lord Tregonning hoy mismo. Tengo que comprar material extra y asegurarme de que todo se queda en orden. ¿Te parece bien a finales de la semana que viene?
—¡Excelente! —Barnaby levantó su taza para brindar, la apuró y echó mano de la cafetera—. Estoy seguro de que puedo pasar desapercibido hasta entonces.
Doce días más tarde, Gerrard transponía con su tílburi los dos pilares de piedra que señalaban con sendas placas la entrada de Hellebore Hall.
—Desde luego que está muy lejos de Londres. —Relajado a su lado, Barnaby miraba a su alrededor con cierta curiosidad y bastante intriga.
Cuatro días antes habían partido de la capital por la mañana en el tílburi de Gerrard, tirado por un par de tordos, y se habían ido deteniendo para almorzar y cenar en las posadas que les llamaban la atención.
La avenida de entrada, una continuación del sendero por el que se habían desviado del camino a Saint Just y Saint Mawes, estaba flanqueada por unos árboles altos y frondosos cuyas copas formaban una cúpula sobre sus cabezas. Los campos que se extendían al otro lado quedaban ocultos tras un muro de setos. La sensación imperante era la de estar enclaustrado en un pasillo con vida propia, en un paisaje cambiante de castaños y verdes. Por el espacio que quedaba entre el borde de los altos setos y las ramas bajas de los árboles se vislumbraban intrigantes retazos del mar, que refulgía con un brillo plateado bajo el cielo turquesa. Más adelante y hacia la derecha, una franja de mar quedaba recortada por una lengua de tierra en la distancia, ofreciendo una estampa de verde oliva, púrpura y gris humo contra el sol de la tarde.
Gerrard entrecerró los ojos para protegerse del resplandor.
—Si no me equivoco, ese brazo de mar debe de ser Carrick Roads. Falmouth tiene que estar justo detrás.
Barnaby miró hacia el lugar del que hablaba.
—Está demasiado lejos para ver el pueblo, pero desde luego que se ven muchas velas en el mar.
Comenzaron a descender. La avenida proseguía, serpenteando hacia el sur y luego hacia el Oeste. Perdieron de vista Carrick Roads cuando llegaron a la intersección que partía hacia Saint Mawes, punto en el que los árboles que montaban guardia a ambos lados desaparecieron de golpe. El tílburi siguió su marcha y salió a la luz del sol.
Los dos se quedaron sin aliento.
Ante ellos se extendía una de las rías irregulares donde en otros tiempos se alzó un valle que quedó sumergido bajo el mar. A la derecha se podía ver la parte de la península de Roseland donde se alzaba Saint Mawes, una defensa impenetrable contra los gélidos vientos del norte. A la izquierda se alzaba la parte más escarpada del brezal de la zona meridional, que protegía el valle del viento procedente del sur. Los caballos siguieron con su avance, de modo que la vista fue cambiando a medida que se internaron en él.
La avenida los condujo por hondonadas hasta que, a lo lejos, aparecieron tejados de pendientes imposibles entre los cuales se podía ver el agua azulada. Después de trazar un amplio arco, siguiendo con la pendiente, la avenida rodeó la magnífica mansión que apareció ante ellos y acabó en un amplio patio de gravilla delante de la puerta principal.
Tras dar la vuelta a la mansión, Gerrard aminoró el paso de los caballos. Ni Barnaby ni él pronunciaron palabra alguna mientras recorrían ese último tramo. La mansión era… excéntrica, fastuosa… maravillosa. Había tantas torrecillas que perdía la cuenta, numerosos balcones adornados con hierro forjado, un montón de arbotantes con formas indescriptibles, ventanas de todo tipo y aleros que formaban ángulos imposibles en los muros de piedra de la mansión.
—No me habías dicho nada de la mansión —le dijo Barnaby cuando los caballos salieron al patio y ya no pudieron seguir mirando la casa.
—No sabía nada de la mansión —replicó él—. Sólo me habían hablado de los jardines.
Dichos jardines, los famosos jardines de Hellebore Hall, partían del valle sobre el cual se emplazaba la mansión y abrazaban esa fantástica creación, si bien estaban ocultos en su mayor parte, porque se encontraban al otro lado. Como si montara guardia sobre la parte superior del valle que descendía hasta la rocosa orilla, la mansión bloqueaba la vista del valle y los jardines que este guardaba.
Gerrard dejó escapar el aliento que había contenido sin darse cuenta.
—No es de extrañar que nadie haya conseguido colarse para pintarlos sin que se dieran cuenta.
Barnaby lo miró con sorna, pero se enderezó cuando lo vio tirar de las riendas para entrar en el patio de Hellebore Hall.
Sentada en el salón de Hellebore Hall, Jacqueline Tregonning oyó el sonido que había estado esperando: los cascos de los caballos y el suave crujido de la gravilla bajo las ruedas de un carruaje.
Ninguna otra persona de las diseminadas por la estancia lo oyó. Estaban demasiado ocupados especulando sobre los visitantes que estaban esperando y que acababan de llegar.
Jacqueline prefería no especular, sobre todo cuando podía ver a los interfectos con sus propios ojos y formarse su propia opinión.
Se levantó con elegancia del sillón emplazado al lado del diván, donde estaba sentada su mejor amiga, Eleanor Fritham, y la madre de esta, lady Fritham. Los Fritham residían en Tresdale Manor, una propiedad colindante con la suya. Ambas estaban inmersas en una animada conversación con la señora Elcott, la esposa del vicario, acerca de las descripciones de los dos caballeros cuya llegada se esperaba y que lady Fritham había recibido a través de cartas de sus amistades de la capital.
—Una pareja de arrogantes insufribles, eso me ha dicho mi prima —declaró la señora Elcott con una mueca disgustada—. Seguro que se creen superiores.
—No sé por qué deberían hacerlo —replicó Eleanor—. Lady Humphries nos ha dicho por carta que ambos provienen de excelentes familias, de la flor y nata de la alta sociedad, que eran muy agradables y que les gustaba acudir a fiestas y cenas. —Se dirigió a su madre—. ¿Por qué tendrían que mirarnos por encima del hombro? Obviando cualquier otra razón, somos las únicas personas de su mismo círculo de la zona… Se van a quedar muy solos si nos dan la espalda.
—Cierto —convino lady Fritham—. Además, si son la mitad de educados de lo que dice Su Ilustrísima, no tendrán ínfulas de grandeza. Dejad que os diga una cosa… —La dama asintió con la cabeza para darle más énfasis a sus palabras, lo que hizo que tanto su papada como las cintas de su bonete se agitaran—. La autenticidad de un caballero se comprueba por la forma en la que se comporta en cualquier ambiente y en cualquier circunstancia.
Jacqueline se alejó del grupo sin que nadie se diera cuenta y se encaminó en silencio al ventanal con vistas al pórtico de entrada mientras estudiaba con ojo crítico al resto de los presentes. Además de su tía paterna, Millicent, que se había ido a vivir con ellos después de la muerte de su madre, nadie tenía un motivo para estar presente.
A menos que la curiosidad insaciable fuera motivo suficiente.
Jordan Fritham, el hermano de Eleanor estaba charlando con la señora Myles y sus hijas, Clara y Rosa, ambas solteras. Millicent también estaba con ellas, junto a Mitchel Cunningham. El grupo estaba enfrascado en una discusión sobre retratos y en la hazaña de que su padre y Mitchel hubieran convencido al artista más reputado de todo Londres de que se trasladara a Hellebore Hall para regalarle a ella su talento.
Con suma tranquilidad, Jacqueline se acercó al ventanal. Con indiferencia de lo que creyeran su padre, Mitchel o el mismísimo artista, era ella quien les estaba haciendo un favor. Aún no había decidido si posaría para él, y no tomaría esa decisión hasta haber estudiado al hombre, su talento y, sobre todo, su integridad.
Sabía por qué su padre había insistido tanto en que fuera ese hombre y ningún otro quien pintara el retrato que él quería. Millicent había hecho un trabajo magnífico al plantar las semillas en la mente de su padre y al cuidarlas hasta que dieron fruto. Como la persona más involucrada en aquel asunto, era muy consciente de que ese hombre sería crucial; sin él, sin su talento y sin su inmaculada integridad con respecto a su trabajo, sus planes se quedarían en agua de borrajas.
Y no tendrían alternativa alguna.
Se detuvo a dos pasos del ventanal y clavó la vista en los dos ocupantes del tílburi que acababa de detenerse delante del pórtico. A tenor de las circunstancias, no tenía el menor reparo en espiar a Gerrard Debbington.
Antes de nada, tenía que identificar cuál de los dos caballeros era. ¿El que no conducía? El caballero de cabello rubio se bajó con elegancia del carruaje y se detuvo para lanzarle un comentario, seguido de una carcajada, al otro hombre, que seguía en el alto asiento con las riendas entre sus largos dedos.
Los tordos que tiraban del tílburi eran purasangres y estaban bien adiestrados. Se dio cuenta de todo eso con un simple vistazo. El conductor tenía el cabello oscuro y las facciones muy marcadas. El rubio era más guapo, pero su acompañante era mucho más atractivo.
En un abrir y cerrar de ojos, se dio cuenta de que era muy extraño que se hubiera percatado de algo así. Rara vez se paraba a pensar en la belleza masculina. Claro que, cuando clavó de nuevo la vista en la pareja que estaba en el patio, tuvo que admitir que era muy difícil pasar por alto sus atributos físicos.
El hombre que seguía en el asiento se movió. Cuando apareció un mozo de cuadra, bajó del pescante y le tendió las riendas.
Y así obtuvo ella su respuesta: ese era el pintor. Ese era Gerrard Debbington.
Una miríada de detalles lo confirmaba, desde la fuerza de esos largos dedos cuando soltó las riendas, pasando por la austera perfección de sus ropas hasta llegar a la contenida intensidad que lo rodeaba, tan real como si de una capa se tratase.
Dicha intensidad fue toda una sorpresa. Se había preparado para enfrentarse a un diletante o a un caballerete con ínfulas, pero ese hombre era muy distinto.
Lo contempló mientras respondía a su amigo en voz baja, con los labios tan apretados que apenas se movieron… salvo para esbozar una media sonrisa. Poder refrenado, intensidad contenida, determinación implacable. Todas esas cosas acudieron a su mente cuando lo vio girarse hacia el ventanal.
Y la miró directamente a la cara.
Se quedó sin aliento, tan hechizada que no fue capaz de moverse. Estaba demasiado lejos del cristal como para que pudiera verla. En ese momento, escuchó el frufrú de las faldas y los pasos al otro lado del salón; miró de reojo y vio que Eleanor; las hermanas Myles y sus respectivas madres se pegaban a la ventana más alejada de la estancia, también orientada al patio. Jordan miraba por encima de sus cabezas.
A diferencia de ella, estaban pegados al cristal.
Devolvió la mirada a Gerrard Debbington y vio cómo este estudiaba a su público. Reprimió una sonrisa. Si el pintor había presentido que alguien lo estaba observando, asumiría que era ese grupo.
Gerrard contempló los numerosos rostros pegados descaradamente a uno de los ventanales que daban al patio. Enarcó la ceja con un gesto altivo y se dio la vuelta para mirar a Barnaby, evitando así la mirada de la solitaria mujer que se encontraba un poco separada del ventanal más cercano al pórtico.
—Parece que nos estaban esperando.
Barnaby también había visto a la multitud que se apiñaba tras el ventanal, pero el ángulo le impedía ver a la solitaria mujer. Su amigo señaló la puerta.
—¿Entramos?
Asintió con la cabeza.
—Llama tú.
Barnaby se acercó a la cadena de hierro que colgaba junto a la puerta y tiró de ella, haciendo sonar la campanilla al otro lado.
Gerrard giró la cabeza para mirar de nuevo a la solitaria dama. Su inmovilidad le indicaba que creía estar oculta. La luz que entraba en la estancia a través de las ventanas situadas a su espalda la iluminaba en diagonal; ese era el motivo de que su persona fuera apenas una silueta recortada contra la luz. Si se había percatado del detalle, era inteligente.
Sin embargo, se había olvidado, o ignoraba, el efecto de la madera lacada. Se apostaría una fortuna a que el marco del ventanal tenía veinte centímetros como mínimo y estaba lacado en blanco. Reflejaba suficiente luz, por más difusa que esta fuera, como para permitirle ver su rostro.
Sólo su rostro.
Ya había atisbado los rostros de tres jóvenes, a cada cual más insípido que el anterior tal y como había esperado, en el otro grupo. Sin duda alguna, su modelo sería una de esas jóvenes. Que Dios lo ayudase.
Esa dama, en cambio… Le encantaría pintarla. Lo supo nada más verla. Le bastó un vistazo. A pesar de que no discernía sus facciones, tenían cierta cualidad, una especie de calma, de sosiego… Escondía cierta complejidad tras ese rostro ovalado que llamaba su atención irremediablemente.
Al igual que el sueño que había tenido del Jardín de la Noche, la visión de su rostro lo llamaba, afectaba al artista que llevaba dentro.
La puerta principal se abrió y tuvo que volverse hacia ella. Adoptó la expresión adecuada para saludar y soportar las presentaciones. Cunningham estaba allí para hacer los honores. Le estrechó la mano con expresión ausente y la mente en otras cosas.
Una institutriz o una dama de compañía. Estaba en el salón, cuyas puertas podía ver en ese momento, de modo que a menos que se escabullese de inmediato, la conocería. Después, tendría que encontrar el modo de asegurarse de que se incluyera su nombre en la lista de lo que le estaba permitido pintar junto con los jardines.
—Este es Treadle —le presentó Cunningham al mayordomo, que hizo una reverencia—. Y la señora Carpenter, nuestra ama de llaves.
Una mujer de aspecto competente y rostro serio los saludó con una reverencia.
—Si necesitan algo, caballeros, sólo tienen que pedirlo —les dijo al tiempo que se enderezaba—. Aún no les he asignado las habitaciones, ya que no sabía qué iban a necesitar. Tal vez les apetezca dar una vuelta y decidir cuál se ajusta más a sus necesidades; en cuanto lo sepan, díganselo a Treadle y este me lo comunicará. Lo tendremos todo listo en un santiamén.
Gerrard sonrió.
—Gracias, así lo haremos. —Su encantadora sonrisa funcionó como era habitual. La expresión de la señora Carpenter se suavizó y Treadle se relajó un tanto.
—Este es el señor Adair —les presentó a Barnaby, que, con su habitual afabilidad, saludó con un gesto de cabeza a los dos criados y a Cunningham.
Tras las presentaciones, Gerrard miró al apoderado, que parecía repentinamente nervioso.
—Esto… Si me acompañan, les presentaré a las damas e informaré a lord Tregonning de su llegada.
Gerrard ensanchó un poco su sonrisa.
—Gracias.
Cunningham dio media vuelta y los precedió a través de las puertas que daban a lo que había supuesto que sería el salón.
No se había equivocado. Entraron en una estancia bastante amplia que albergaba tres ambientes diferenciados donde charlar cómodamente. En uno de los extremos, no junto al ventanal, sino alrededor de los asientos dispuestos delante de una enorme chimenea, estaban las damas y el joven que lo habían estado observando, y también había una mujer de mediana edad a quien no había visto antes.
Seguidamente, en el diván emplazado frente a la puerta, había dos mujeres algo mayores, una de las cuales los observaba con evidente desaprobación.
Si bien no la miró, Gerrard fue consciente al punto de la mujer solitaria, que estaba de pie y los miraba desde el otro extremo del salón.
Contuvo su impaciencia y se detuvo junto a Cunningham, que se había parado nada más entrar en la estancia. Barnaby se paró detrás de él. Gerrard contempló a las jovencitas y esperó para ver quién se adelantaba… quién tendría la culpa de que odiase pintar su retrato. Para su sorpresa, ninguna dio ese paso.
La mujer de mediana edad se acercó a ellos con una expresión afable.
Tal y como hizo la mujer solitaria, que estaba a su izquierda.
La de mediana edad era demasiado mayor, de modo que no podía ser su modelo.
La más joven se fue acercando. Y ya no pudo resistirse, de modo que sucumbió y la miró a la cara.
Y la vio, vio su rostro, por primera vez y con absoluta claridad.
Cuando la miró a los ojos, comprendió su error.
No era una institutriz. Ni una dama de compañía.
La dama que hacía que sus dedos ardieran en deseos de pintarla no era otra que la hija de lord Tregonning.