Permítame que la lleve al hotel —propuso sir Isambard a Rosalía, saludándola con su habitual exageración—. ¿Quiere usted que le deje en su casa, Henderson?
Éste dijo que sí, pero la contestación de Rosalía no fue tan breve.
—Es demasiada amabilidad de su parte, sir Isambard —dijo con sonrisa tonta y fingida timidez—. Después de haberse mostrado tan bondadoso conmigo y de haberme salvado la vida, a pesar del trabajo que le di con mi mal humor, es realmente demasiado que ahora se incomode en llevarme; no sé cómo agradecérselo. —(Pronunciaba las palabras con su pésimo acento populachero)—. ¿Comprende usted? La verdad es que me detuvieron tan de repente, y después estuve allí constantemente encerrada. No tengo adonde ir. Aunque quisiera volver a casa (no lo deseo después de lo ocurrido), no podría ir allá a estas horas de la noche.
—Tenemos que buscarle un hotel, querida señora. ¡Qué tonto he sido! —Sir Isambard se hizo el reproche con entonación de voz solemne y sonora—. Supongo que preferirá uno tranquilo.
—Sí —dijo Rosalía, complacida de que interpretaran su estado de ánimo—. El Regent Palace, por ejemplo.
—Muy bien —repuso sir Isambard. Pero Henderson intervino.
—El Regent Palace es demasiado alegre y está lleno de gente; opino que debe ir a un sitio menos bullicioso —afirmó.
Rosalía no había perdido aún la costumbre creciente de aceptar indicaciones: no había comprendido todavía que estaba en libertad.
—Sí, doctor Henderson —asintió obedientemente, y reflexionó. Al cabo de un instante dijo—: Hay uno en King’s Cross llamado Gran Hotel del Norte. ¿Le parece que vayamos allí? Es muy tranquilo y está junto a la estación. Me gustan mucho los trenes: siempre me han gustado, desde niña.
—Me parece muy bien —dijo sir Isambard. Dio la orden al chofer y su gran automóvil inició suavemente la marcha.
Durante varios minutos Rosalía no dijo palabra. Luego, repentinamente, como una chiquilla que se cae al agua, habló.
—Debo decirles una cosa. Dos, en realidad. Me ha preocupado varias veces la idea de que debería comunicárselas a ustedes; pero decidí no hacerlo. Y por suerte todo ha salido bien. No ignoro que uno no debe dejar nada sin contar a sus abogados; pero (y le ruego que no se ofenda) usted, doctor Henderson, cohíbe un poco, y como lo que voy a contarles hubiera podido parecerles mal a muchas personas, pensé: «En boca cerrada no entran moscas», y callé. No soy muy hábil en expresarme, ¿verdad? Decir lo que hay que decir y acabar de una vez, es lo mejor; lo sé. Pero…
Presa de evidente desconcierto hizo una pausa. El monóculo de sir Isambard brillaba al paso de las luces de las tiendas; su rostro estaba en la oscuridad; parecía divertirse. Henderson comprendió lo que los novelistas querían significar cuando escribían: «El corazón se le volvió de piedra dentro del pecho». Temía oír la confesión que menos deseaba oír en el mundo. Sentía en el pecho una opresión muy desagradable.
Por fin Rosalía siguió hablando.
—Bien; primero está ese diario de Essex… el recorte. Yo conocía su existencia, puesto que lo encargué; pero como el dueño de la agencia no recordaba este detalle, no tenía objeto mencionarlo, ¿verdad? Sucedió exactamente como explicó el doctor Proudie: leí la noticia en el Daily Mail, muy abreviada, y me dije: «Se trata de un caso raro; me gustaría saber más detalles». Siempre me han encantado las noticias de crímenes; todos los meses iba a Exeter a comprar el Illustrated Pólice News, cuatro números juntos y una cantidad de revistas norteamericanas: me reservaban el Peppy Detective, que es la mejor, y el Peek, que también me gusta mucho. No las encargaba por medio de Rodd, en Wrackhampton, porque no todo lo que contienen es buen ejemplo para los sirvientes; además, esos dos se creían gran cosa y se consideraban iguales a mí. No ha sido fácil, debido a las cláusulas ridiculas del testamento de sir Enrique, hacerles guardar su lugar, y no me agradaba que conocieran mi afición a esa clase de literatura, no porque contuviera algo malo, sino porque siempre estaban prontos a suponer cosas. Al principio me costó deshacerme de ellos (los diarios y revistas quiero decir); pero pasado algún tiempo cortaba los trozos más emocionantes que deseaba conservar y quemaba el resto en el incinerador del jardín. Bueno, les estaba explicando lo del diario de Essex. Me dije: «desearía saber más detalles», y en seguida se me ocurrió: «ya sé dónde encontraré un relato completo; por supuesto que en el diario local».
»Cuando vivía en Londres, en Belgravia Sur, todos (mis amigos y yo) leíamos el diario (se llamaba el Pimlico y algo más que no recuerdo) porque publicaba noticias de policía; nosotros le habíamos puesto el nombre de “dos peniques de desgracia ajena”. Pero no fue fácil; no sabía cuál era el diario local de Essex e ignoraba dónde podría averiguarlo. Entonces recordé la «gratis», es decir, la biblioteca popular; tiene también una sección dedicada a las referencias. Entré en el salón y le pedí a la muchacha que atiende allí que me indicara el modo de averiguar algo concerniente a los diarios locales. Me contestó: «¿Diarios locales, señora?», y yo dije: «Sí, para saber cuál es el diario de cada localidad, ¿comprende?», y me dijo que mirara la guía Willing’s Press; allí venía todo explicado. El periódico era semanal, así que no me costó mucho saber la fecha del número. Vi en seguida que no podría conseguirlo en Exeter ese día y pensé: «¿Por qué no pedirlo al agente de Wrackhampton?». Al fin de cuentas, nada malo hay en pedir un diario local. Así lo hice; recorté la parte interesante y quemé el resto.
»En cuanto a cómo estaba dentro de ese libro, no lo sé. No es posible, después de un año, recordar lo que uno ha hecho, ¿verdad? Creo que la suposición suya era la exacta, pero usted no sabía que estaba hablando de mí. Debo de haber estado leyéndolo algún día en el momento en que alguien entró y lo habré metido rápidamente entre las páginas de ese libro… Quizá era Felipe y no querría yo que me viese leyendo un texto morboso; o tal vez el que entró fue uno de los Rodd, movido por su costumbre de espiar. De todos modos, me olvidé por completo del recorte hasta el día en que la policía lo encontró y me dio un buen susto.
Henderson suspiró aliviado. La explicación no era nada, comparada con lo que había temido. En realidad, las palabras que acababa de oír no tenían importancia alguna. Pero sir Isambard no iba a dejar así las cosas.
—Tengo la impresión de que deseaba usted contarnos algo más, señora —dijo; y de nuevo Henderson se puso sombrío.
—Sí, así es. Y resulta realmente difícil encontrar el modo de decirlo. A menudo me he sentido muy molesta, créanme, al verlos a ustedes trabajar con tanto empeño, mientras yo sabía al dedillo todo lo ocurrido. Estoy perfectamente enterada de lo que sucedió, y con frecuencia me he preguntado si no hubiera debido contarles antes a ustedes lo que sabía. No creerán, ¿verdad?, que ha sido por falta de cortesía.
—Es absolutamente inútil… —empezó a decir Henderson; pero fue interrumpido con violencia.
—¿Falta de cortesía? ¡A quién se le ocurre tal cosa! —Un cuervo que supiera sonreír tendría una sonrisa idéntica a la que sir Isambard esbozó en aquel momento—. Pero creo que tanto Henderson como yo deseamos saber exactamente lo que sucedió.
—Pues bien, yo creía que cualquiera lo hubiese adivinado. Aquel día salí al jardín antes del almuerzo y Felipe hizo otro tanto; pero no salimos juntos. Y cuando me volví para mirarlo, vi que, usando las manos en forma de cuchara, recogía algo del piso de ladrillos que está cubierto de polvo de hiedra. Me dije: «¿Qué hará este chico?», y en ese preciso instante Felipe entró en el comedor llevando algo en las manos. Me detuve un momento a pensar y me pregunté: «¿Habrá andado leyendo datos sobre el polen de hiedra y sabrá que es venenoso?», y decidí regresar a la casa sin apresurarme ni hacer nada que saliera de lo corriente, ¿comprenden ustedes?, para no alarmarlo en el caso de que me estuviera observando.
»Y entré en el comedor y comprendí; no me había equivocado. El aderezo de la ensalada estaba lleno de polvo arenoso. Seguramente alguien lo había revuelto con sus dedos sucios. “Conque éste es tu juego, ¿eh?, joven Felipe —me dije—: envenenar a tu tía”. Pensé que probar su propio invento no le haría daño, de modo que mezclé mejor la preparación (¡me alegro de que Ada no me viera hacerlo!), y nada dije. Durante el almuerzo, los dos comimos ensalada. Pero inmediatamente después pensé que era tonto arriesgarme y subí al piso alto: puse en práctica el remedio de introducirse los dedos en la garganta y el veneno no me hizo mal alguno.
El silencio total que siguió a ese relato impresionó un poco a Rosalía. Comprendió que convenía ampliar sus explicaciones.
—Pensé que era mejor no decir nada hasta ahora, porque… porque hay personas muy raras e injustas. Es innegable que, tal como ocurrieron las cosas, Felipe se suicidó, y no hay más que decir. Algunas personas de criterio muy estrecho serían capaces de afirmar que permitirle ingerir el veneno ha sido lo mismo que matarlo. Para mí es seguro que serían capaces de decirlo.
—Tiene razón, señora —observó sir Isambard—. Algunas personas tienen tal estrechez de criterio que, con toda seguridad, serían capaces de decirlo. Creo que hemos llegado a su hotel.
— FIN —