Proudie había terminado su apresurado almuerzo y sufría las primeras consecuencias de haber engullido la comida. Estaba además furioso con el jurado porque no se había puesto de acuerdo a tiempo para coincidir con el final del queso que había pedido de postre. Lo que más le enfadaba era haberse apresurado inútilmente.
El juez se había dormido de veras.
Sir Isambard, nervioso y bostezando, iba y venía por los pasillos.
El público de la sala había quedado reducido a veinte personas.
Después de agotar el tema, la señora van Beer y Henderson permanecían sentados frente a frente. Rosalía mostraba señales de la tensión nerviosa que sufría y murmuraba entre dientes cosas ininteligibles. En cierto momento dijo en alta voz:
—Malditas sean las estúpidas miradas de todos.
No se disculpó; Henderson, que se sentía cada vez más nervioso, como le ocurría siempre ante la irritación femenina, se levantó un minuto más tarde.
—Con su permiso —dijo— iré a ver qué noticias hay. Tal vez sir Isambard haya terminado su merienda. Si es así, le pediré que venga a conversar con nosotros.
—Me parece que bien podría venir —observó Rosalía.
Henderson encontró a sir Isambard que paseaba de un lado al otro como león enjaulado.
—¿Hay noticias? —le preguntó.
—No. ¿Qué va a haberlas? —replicó el otro con brusquedad.
—¿No quiere usted ir a hablar con la señora van Beer? —¿Para qué? Nada que valga la pena puedo decirle. No; no iré.