En el cuarto donde deliberaba el jurado las líneas divisorias se habían tornado muy claras. Solamente cinco personas tenían opiniones definidas y era probable que la lucha entre ellas decidiera finalmente el asunto. Holmes, Stannard y Bryan eran vehementes partidarios de absolver a la acusada; Victoria Atkins y la señora de Morris igualmente violentas en declararla culpable. Los jurados restantes no tenían convicciones tan concretas: si un sector ganaba al otro, probablemente darían sin mucha resistencia su aprobación. Es decir, excepto Popesgrove, que durante bastante rato, según creía él, había tratado de impedir cualquier partidismo y que por fin se había formado su propia opinión. Sin emplear la vehemencia de lenguaje de los demás expresó su completa seguridad de que no existían suficientes pruebas para condenar. Creía haber formulado ya al iniciar las deliberaciones esa indicación, pero evidentemente no había hablado con bastante claridad. Comprendió que tenía que intervenir de nuevo.
—Parece existir una aguda divergencia de opiniones —dijo—. ¿Creen ustedes que les ayudaría si repasara las pruebas desde el principio? He hecho apuntes detallados de las declaraciones y aquí los tengo.
Nadie se opuso. Popesgrove empezó la lectura de su resumen. No les quedaría lugar a dudas; esta vez no habría errores. Se dirigió en especial a la señora Morris. Pensó que parecía un poco menos inflexible que la severa mujer sentada a la izquierda.