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La sala del tribunal se había vaciado a medias. El elemento oficial estaba representado únicamente por el secretario del tribunal y varios policías. Junto con el jurado, el juez, los abogados y la acusada habían salido del recinto. Pero más de la mitad del público permanecía en su asiento por el temor a perder el momento del veredicto. Reinaba bastante silencio; las posibilidades del fallo habían sido comentadas tantas veces que todos se habían cansado de profetizar. Algunas personas bostezaban sin disimulo y de tiempo en tiempo una que otra se levantaba y se dirigía a la puerta. El aire era denso y la sala estaba fría. Una mujer, en las primeras filas, se quejó de esos inconvenientes.

—En Estados Unidos sería peor —repuso su compañera, una mujer madura que lucía un abrigo verde oscuro—. Allí todos fuman. Además, tienen escupideras en la sala.

—Estoy a punto de quedarme dormida —dijo, sin prestar atención, la primera mujer—. ¿Cuánto cree que tardarán?

—No tengo la menor idea.

Proudie comía apresuradamente dos chuletas asadas a la parrilla y bebía media botella de clarete. Aunque había encargado que le avisaran en cuanto el jurado iniciara el regreso, le molestaba saber que podían interrumpirle. Engullía la comida sin pensar en el sabor. Por su parte, el juez se había retirado a su aposento y estaba sentado en un sillón con los ojos semicerrados. No dormía, pero el hábito de entornar los ojos era ya inveterado en él. Al principio se lo había fomentado para acentuar su aspecto de austeridad y sabiduría. Pensaba en aquel instante en sí mismo; se veía encaramado en el sillón, con el rostro lleno de arrugas, muy viejo y muy sabio, inmóvil y, en apariencia, sin ver lo que ocurría a su alrededor, pero percatándose de todo y levantando los párpados de cuando en cuando para lanzar una rápida mirada penetrante y feroz. Estaba ya bastante cansado de esas vanidades; pero costaba demasiado trabajo cambiar. Siempre parecía adormecido; y bien, pensó, ¿qué importaba? Poco faltaba para que estuviera dormido del todo y para siempre.

Sir Isambard se hallaba en una cantina próxima, bebiendo cerveza y comiendo emparedados de jamón. Había decidido comer bien más tarde y no estropear su digestión almorzando de prisa en aquel momento. Los emparedados habían sido hechos de acuerdo con sus indicaciones precisas; tenían dos centímetros y medio de ancho, ni más ni menos: las dos rebanadas de pan, medio centímetro cada una, y el jamón, uno y medio, cortado grueso, porque así le gustaba. Se había negado a ver a su defendida, diciendo a Henderson que eso le incumbía a él.

Rosalía se hallaba sentada en un cuarto vacío, de paredes encaladas, custodiada por una celadora. No había llorado ni había hecho ninguna escena: la celadora pensó que era una de las procesadas menos molestas que había custodiado en su vida. En realidad, sir Isambard no había sido justo al tildarla, después de unas pocas conversaciones con ella, de persona incapaz de dominarse. Al aproximarse el momento del juicio, Rosalía se había serenado cada vez más; probablemente hubiera podido declarar sin peligro. En los últimos años no había tenido a nadie que la contradijera ni razón alguna para dominarse.

En cambio, en otras épocas su vida no había sido fácil; conocía la pobreza desde la experiencia de van Beer que le gastaba casi toda su mensualidad; además, había sufrido otras veces muchas molestias y humillaciones. Durante una parte de su existencia había conseguido que se cumplieran sus deseos, gracias a su terquedad o a sus ataques de ira; pero no siempre había sido así; por ende, cierta rudeza adquirida perduraba en ella. Cuando comprendió la inutilidad de montar en cólera para salir del grave trance en que se encontraba, y decidió ayudarse a sí misma, demostró poseer cierto frío sentido común. Pensó que si había luchado sola en los días de Pimlico, era perfectamente capaz de volver a hacerlo. En la presente ocasión de nada le servía tener dinero (es decir, sólo le servía para pagar a un abogado caro), y las escenas eran inútiles. Beber un trago le hubiera proporcionado alivio, pero en la cárcel era imposible procurarse ni una gota de alcohol. No tenía otro remedio que mostrarse tranquila y sensata y cooperar con los abogados; esto era lo que trataba de hacer. Se repetía que si llegaba a comprender bien en qué basarían la defensa, podría prestarles mayor ayuda, comunicándoles todos los pormenores útiles en ese sentido. Pero hacerles saber ciertas cosas… eso era otro cantar.

La celadora le había dicho que podía fumar. Rosalía van Beer encendía un Gold Flake tras otro. Le temblaban las manos, pero no mostraba ningún otro indicio de nerviosidad. Cuando Henderson entró en la celda y se sentó, le saludó con voz tranquila.

—¿Cuánto tiempo tardarán? —inquirió luego.

—No lo sé —contestó Henderson—. Me sorprende que tarden tanto. Pero es cierto que no tengo mucha experiencia de casos de esta clase. Mi firma se ocupa casi exclusivamente de asuntos civiles.

—¿Y… y cuál cree usted que será el veredicto?

Henderson estaba preparado para la pregunta.

—Tenemos muchas esperanzas. Tanto sir Isambard como yo pensamos lo mismo. Esperamos un fallo favorable. Es muy posible, por supuesto, que haya alguna persona terca en el jurado. Generalmente la hay; eso explicaría la tardanza. Pero creo que podemos esperar con confianza la decisión que deseamos. A propósito, sir Isambard le pide disculpas por no estar aquí. Ha ido a comer algo. Su alegato ha sido un gran esfuerzo para él… Espléndido en mi opinión; pero le ha dejado exhausto.

—Me ha parecido muy bueno —dijo Rosalía cortésmente.