6

Stannard había esperado que Rosalía declarara; creía que observándola podría formarse una opinión definitiva de ella; pero sufrió una desilusión. A última hora, sir Isambard decidió que su cliente no declararía, y se mantuvo firme en su designio. Sin embargo, mucho trabajo le había costado prepararla para la prueba. Le había dado órdenes precisas de cómo debía vestir para la ocasión y hasta indicaciones sobre la cantidad de pintura que debía ponerse en los labios; había repasado con ella, una y mil veces, la declaración. Por otra parte, conocía muy bien la prevención que tienen los jurados contra los acusados que se niegan a declarar. Aunque el juez les explique claramente que esa negativa es un derecho absoluto del acusado y que no deben sacar conclusiones de ella; aunque el fiscal ponga sumo cuidado en no mencionarlo como argumento en contra del inculpado, los jurados piensan: «¡Ah! El procesado tiene algo que ocultar. Si no, ¿por qué no se pone de pie y dice la verdad?».

No obstante, contrariado, sir Isambard había comprendido la imprudencia de hacer pasar ese trance a Rosalía. Dejarla sola significaba que haría todo lo posible para ir a la horca. Si hasta en la celda, cuando se entrevistaba con ella, mostraba su falta de dominio, era seguro que ante el tribunal, acosada por un abogado listo, perdería la serenidad. La veía gritando su despecho contra los Rodd y, alternativamente, haciendo alarde de un falso sentimentalismo por el sobrino muerto que sólo serviría para mostrar cuánto le detestaba en realidad. Sir Isambard dijo sin ambages a Henderson que esa mujer «tenía muy poca sensatez y era incapaz de ser sincera». Henderson tradujo estas palabras a Rosalía en la siguiente forma:

Sir Isambard ha pensado que la prueba será demasiado dura para sus nervios.

Sin embargo, sir Isambard pensó que era más cuerdo hacer un esfuerzo para presentar al jurado un retrato favorable de su defendida. Era mejor obtener otras declaraciones que no fueran solamente las de la acusación. Los testigos presentados por Proudie dejarían una impresión demasiado desagradable. No le fue fácil poner en práctica su propósito: Rosalía no gozaba de simpatías en el vecindario, y tanto los enemigos como los amigos admitieron que conocían muy poco su manera de vivir. Finalmente, sólo consiguió al vicario. Al principio, cuando Rosalía llegó a Devon, éste había sido asiduo visitante de la casa: su mujer había ido a verla, y Rosalía recibió una invitación para tomar el té en la vicaría. Pero como su vulgaridad y su modo quejumbroso le irritaban, el vicario se alejó gradualmente; le molestaba admitir que el hecho de no verla contribuir a los fondos de la parroquia tenía algo que ver con su actitud. Se culpaba de ello, y se culpaba aún más de que la tragedia hubiese ocurrido. Fuera quien fuese el principal culpable, parte de la culpa recaía sobre él, porque en aquella casa había almas enfermas y, en su calidad de consejero y jefe espiritual de su grey, no había prestado la necesaria atención para descubrir esa realidad. Como era natural, aunque ilógico, trató de reparar su indiferencia y su mala voluntad hacia la señora van Beer alabándola exageradamente en su declaración. Al asegurar que se trataba de una mujer cristiana y tutora abnegada se basaba en muy escasas pruebas concretas.

El doctor Proudie, suficientemente informado al respecto, no se dejó engañar. Interrogó al vicario con minuciosidad sobre su trato con la señora van Beer y demostró que en los últimos meses ésta le había visitado cada vez menos, y hasta había dejado de acudir al templo. Había desbaratado ya en su mayor parte el efecto que el testimonio del vicario había causado en la concurrencia, cuando se produjo una súbita interrupción en la sala del tribunal.

Eduardo Bryan, el fanático, había estado orando silenciosamente, aguardando que le guiaran desde lo alto. Una tras otra, las horas transcurrían añadiendo oscuridad a su ánimo; por fin comprendió que la luz no le llegaría como una revelación si él no hacía algo de su parte. La Providencia quería que descubriese por sí solo la señal; tenía, pues, que concentrarse para dilucidar cuál debía ser su conducta. La aparición del vicario y la entonación anglicana de su voz fueron los primeros signos que le pusieron en comunicación con el mundo exterior. Aunque el tono de esa voz no le agradaba y el vicario sufría probablemente la influencia del papismo, era, por su profesión, hombre de Dios. Los ojos opacos de Bryan brillaron: allí, tal vez, encontraría lo que deseaba saber.

—Deseo preguntar algo a este testigo —dijo con voz chillona y arrogante. No había querido mostrarse chillón ni arrogante; el tono áspero de su voz era el resultado de su nerviosidad. Le había costado mucho reunir el suficiente ánimo para intervenir.

—Puede hacerlo —accedió, no muy complacido, el juez.

—¿Cómo se llama su iglesia? —inquirió Bryan.

—San Miguel y Todos los Ángeles.

Bryan arrugó el ceño: era un nombre demasiado fantasioso.

—¿Qué ceremonias celebra usted en ella?

—¿Cómo dice usted?

—Quiero decir: ¿es ortodoxa episcopal? ¿Es o no ritualista? ¿Qué es?

—No comprendo… En fin; creo que podríamos calificarla de ortodoxa episcopal.

El rostro de Bryan se ensombreció. Parecía estar frente a un lobo disfrazado con piel de cordero. ¡Pensar que aquel pobre hombre se permitía llamarse sacerdote! Un propagador de religión falseada era peor que un ateo. Tenía que continuar indagando.

—¿Por qué dejó de frecuentar su iglesia la señora van Beer?

—Lo ignoro. No comprendo la importancia que puede tener este detalle —replicó secamente el vicario, ofendido por la expresión y el tono de Bryan.

—¿Quiere contestar mi pregunta, por favor? —dijo Bryan.

El juez se impacientaba ante este interrogatorio que, a su criterio, era sin ton ni son.

—Creo —expresó interviniendo— que este punto ha sido ya suficientemente aclarado…

Un pálido reflejo de las iras que en una época habían alarmado a su familia pasó como relámpago por la mente de Bryan. ¿Acaso los hombres pecadores y ciegos iban a impedir que terminara de efectuar las averiguaciones que estaba obligado a hacer? Se volvió hacia el juez.

—Debo insistir en mis preguntas —dijo sin bajar la voz—. Es mi deber averiguar, hasta hallarme plenamente satisfecho, cuáles eran las condiciones espirituales de los habitantes de esa casa. Tengo que participar en un fallo que decidirá si esta infortunada mujer será enviada a enfrentarse con su Creador; ¿y cree usted, pobre ser humano, que me apartará de mi deber?

El tribunal quedó boquiabierto. Al juez Stringfellow nunca lo habían llamado en sus narices «pobre ser humano».

—Puede usted, si así lo desea, hacer preguntas que se refieran a las condiciones espirituales de los habitantes de la casa, según sus palabras —repuso, conteniéndose, el juez después de guardar varios segundos de silencio—. Pero no podrá repetir preguntas que el testigo se ha negado ya a contestar.

—Muy bien —dijo Bryan, y vaciló. Luego se volvió hacia el vicario—: Cuando la señora van Beer dejó de ir a su iglesia, ¿reemplazó su inasistencia con oraciones en su propia casa?

—Sí —dijo el vicario deseando enmendar su pasado incumplimiento del deber—. ¡Oh, sí! Estoy convencido de que así lo hizo.

Sólo por la noche se preguntó qué pruebas tenía para haber asegurado semejante cosa y comprendió con fastidio que no tenía ninguna.

Bryan se sentó y se sumió en sus pensamientos, meditando sobre lo que había averiguado. ¿Era, al fin, un destello de la Providencia? ¿No sería aquella mujer una de las pocas personas que buscan la luz? ¿No habría ido regularmente a la iglesia y se habría luego alejado poco a poco de ella, al rebelarse contra las prácticas papistas? ¿Se había retirado por eso a su casa para entregarse piadosamente a la lectura de la Biblia y a la oración espontánea? Si era así, no significaba un descrédito para ella estar en el banquillo de los acusados. Porque su destino, como el de todos los elegidos, era ser vejada en este mundo. ¿Sería esa la explicación? Las declaraciones que había oído y que sinceramente, aunque en vano, había tratado de retener salieron para siempre de su memoria: sus pensamientos se concentraron en ese único punto.

El abogado defensor hizo su alegato final. Luego tocó el turno a la acusación. El juez expuso en un largo y claro resumen todo lo declarado. Bryan no oía nada: esperaba con paciencia y confianza que llegara la contestación a su única pregunta. Después que fueron pronunciadas las palabras: «Os retiraréis a considerar vuestro veredicto», permaneció sentado sin moverse hasta que su vecino, de un codazo, lo sacó de su ensimismamiento.