Sir Isambard, suponiendo que ninguno de los jurados había leído a Saki, decidió postergar la explicación del nombre del conejo mientras solicitaba la opinión del doctor Ricardo Taylor, de la calle Harley, quien, después de ganar una fortuna como médico honrado y sin complicaciones, se había especializado en psiquiatría. Combinaba el entusiasmo de un devoto (porque creía sinceramente que Freud era el hombre más grande del siglo) con el modo suave y autoritario que lo había elevado en un principio al pináculo de su profesión. Un libro suyo intitulado Masoquismo y política internacional había alcanzado éxito suficiente como para convencerlo de que podía dirigir cualquier grupo político o ideológico. El joven Allen, el poeta socialista del jurado, había leído esa obra y creía en su autor. Cualquier cosa que dijese el doctor Taylor sería aceptada de antemano por Allen, siempre que no llegara a lo absurdo.
Sir Isambard se dirigió al médico con tono de íntima satisfacción. Le preguntó, y recibió una respuesta afirmativa, si había escuchado todas las declaraciones hechas en el juicio referentes al estado de ánimo de Felipe y si había leído lo declarado en la indagatoria previa que había establecido las causas de la muerte. El doctor Taylor dijo que había tenido el placer de sostener una prolongada conversación con el doctor Parkes. A otra pregunta de sir Isambard, de si se había formado opinión sobre el estado mental del niño fallecido, contestó que sí; y lo mismo cuando el abogado inquirió si dicha opinión era compatible con la posibilidad de que el niño hubiera concebido un plan para envenenar a su tía en la forma ya expuesta. Sir Isambard preguntó también al doctor Taylor si aceptaría la tarea de explicar al jurado, con mayor detalle, la probable condición mental del niño. El médico contestó que la aceptaría.
El doctor Taylor tenía facciones corrientes y cabellos muy negros que peinaba aplastados hacia atrás con la ayuda de un abundante cosmético. Su modo de hablar era el de una persona que explica sencillamente a oyentes de su mismo nivel intelectual un asunto cuyos pormenores ignoraban por casualidad; pero que comprenderán de lo que se trata en cuanto él les comunique los datos primordiales, cuya importancia en el fondo sólo es relativa. Repetía vocablos que los asistentes entendían a medias, como «complejo», o que no entendían en absoluto, como «trauma»; los usaba en frases de simplísima construcción, compuestas, descontando las mencionadas excepciones, de vocablos anglosajones comunes. Cada cual se sentía a punto de comprender lo que el orador decía y tenía la impresión de que hubiera bastado prestarle mayor atención para comprenderlo totalmente.
Les describió las causas y síntomas del fetichismo y sus posibles conexiones con el caso. Dedujo que, en total, no existía entre ellas relación directa; pero que cabía tener en cuenta ciertas analogías y ejemplos de comportamiento, como casos ilustrativos, pero no probatorios. Levantando las cejas con gesto de disculpa, como quien emplea comparaciones gastadas y en desuso ante un público avezado, mencionó el complejo de Edipo; les recordó que, debido a la muerte prematura de los padres, no era aventurado presumir una transferencia de afectos del niño hacia la tía. No hallaba pruebas inmediatas visibles de esquizofrenia, pero no descartaba por completo esa hipótesis. El comportamiento del niño hacia el conejo constituía, en cambio, una prueba incontrovertible de su masoquismo.
Esta última declaración parecía relacionarse con la semideificación que Felipe hacía del animal; pero, en su totalidad, el jurado estaba ya demasiado confundido para analizar sus conclusiones. El chico estaba chiflado, según anotó Victoria Atkins; esto era lo principal. No le pareció así al fiscal: pensó que acababa de descubrir en la defensa una fisura, susceptible de convertirse en ancha grieta. En cuanto le tocó el turno en el interrogatorio, aprovechó la ocasión.
—¿Dijo usted, doctor Taylor, que, según sus deducciones existen pruebas de masoquismo en Felipe Arkwright?
—Sí.
—Observó usted, ¿verdad?, que esta idiosincrasia era la pauta de su comportamiento: Lamento no emplear los términos correctos; espero, al menos, hacerme entender.
—Sí, creo que, poco más o menos, es lo que quise decir.
—El masoquismo, como yo lo entiendo, ¿no es un deseo enfermizo de someterse al sufrimiento?
—La palabra «enfermizo» nos lleva a un círculo vicioso. ¿Es usted capaz de discernir dónde empieza y dónde termina la salud mental? Yo no, y creo que mi experiencia sobre el particular es grande. Pero si emplea usted en su lugar la palabra «patológico» no objetaré su observación.
—Muy bien: patológico. Esto no afecta mi argumento. El niño, dice usted, deseaba ser dominado, verse disminuido al punto de adorar un conejo. (El tono de voz de Proudie traslucía el desdén del hombre vulgar por ese tipo de pomposa charlatanería; el gesto despectivo de sus cejas invitaba al jurado a unirse a él en las filas de las personas de simple buen sentido). Es posible, es posible. Pero me pregunto cómo concilia usted con su hipótesis los acontecimientos ulteriores del caso. Sir Isambard ha sugerido (digo sugerido, porque hasta ahora no ha aparecido ningún indicio de prueba) que el niño se había propuesto envenenar a su tía y que por error se envenenó a sí mismo. Jamás un masoquista hubiera procedido así; ese acto no condice con una persona que desea ser víctima del sufrimiento. Es un acto que yo atribuiría al tipo opuesto. Según los términos que ustedes emplean, porque no somos del todo ignorantes en este tribunal, doctor Taylor —(el tono socarrón del fiscal hizo sonrojar al médico)—, según los términos empleados por cualquier ensayo psicológico común, es el acto de un sádico. Precisamente lo contrario del masoquista, ¿no es así, doctor?
—Ese estado de ánimo particular —replicó el doctor Taylor visiblemente irritado— es lo que se llama «ambivalente». —Las manos rosadas y regordetas del fiscal hicieron un ademán que significaba su absoluta negativa a aceptar ningún conocimiento de semejante vocablo—. Los fenómenos masoquistas se convierten en sadismo en cuanto se enfrentan con la menor dificultad. Lejos de ser un argumento contrario, ese cambio constituye la esencia misma de mi tesis. Lamento mucho haberme explicado mal.
—En efecto, no se ha explicado usted. ¿Me permite rogarle que nos comunique lo más claramente posible su opinión sobre el estado mental de Felipe Arkwright?
—Ciertamente. Era un sadomasoquista disimulado —dijo el doctor Taylor, con la actitud de quien dispara un cañonazo con el «Gran Berta».
A continuación declaró Henderson, austero y sin preocuparse por el interrogatorio de Proudie. Identificó el libro azul. Era un volumen de cuentos cortos escritos por H. H. Munro, que usaba el seudónimo de Saki. Lo había hallado en la casa, en un estante bajo, al alcance de la mano de un niño de once años. Tenía evidentes muestras de haber sido leído muchas veces. Contenía un cuento intitulado Sredni Vashtar.
Sir Isambard cogió el libro. No tenía la intención de dejar la lectura del cuento al secretario del tribunal. Por primera vez en ese proceso se disponía a emplear su voz de órgano. Ramsay Macdonald había llegado a primer ministro por poco más que poseer una voz apenas mejor que la suya. ¿No iba a poder él, acaso, con los mismos medios asegurar la absolución de una mujer sin importancia?
—Pondremos este libro en vuestras manos —dijo al jurado—, pero antes deseo, con el permiso del tribunal, leer en alta voz el breve cuento del cual extrajo Felipe Arkwright el nombre de su conejo.
Tosió para aclararse la garganta y leyó:
—Sredni Vashtar: «Conradin tenía diez años de edad y el médico había dicho que no viviría cinco años más…».
El cuento de H. H. Munro es uno de los más crueles que ha escrito este autor cortésmente cruel. Se refiere a un niño endeble que vivía con una tía a quien odiaba y que continuamente le molestaba «por su bien». A medida que sir Isambard leía, el relato se transformaba en una reproducción exacta (sobre todo desde el punto de vista de un chiquillo amargado) de las relaciones de Felipe con la señora van Beer. La analogía se tornaba más aguda por el hecho de que la señora de Ropp, la tía del relato, tenía un apellido extranjero y breve como el de la acusada: la voz de sir Isambard lo pronunciaba con pausa, acentuando esta particularidad. El relato de Munro se adaptaba admirablemente a sus propósitos. Había sido escrito en recuerdo de un odio infantil parecido al de Felipe: en su infancia el autor había estado a cargo de una tía que le había amedrentado y oprimido; y años más tarde el escritor se había vengado describiéndola en el cuento y condenándola en sus páginas a sufrir el destino que a menudo hubiera deseado para ella.
En la narración, Conradin tenía dos animales: una gallina del Houdan, si tal cosa existe, y un hurón.
«Cierto día —escribe Saki—, sabe Dios dónde, encontró un nombre maravilloso para el animal y desde ese momento el hurón se transformó en un dios y en un rito». El nombre era Sredni Vashtar. Su tía hizo matar a la gallina del Houdan, y desde ese día Conradin oraba ante Sredni Vashtar. No mencionaba sus deseos en sus plegarias, puesto que un dios todo lo sabe y no es menester decírselo. Pero cierto día la tía sospechó que el niño escondía cosas en el invernáculo y dijo que las arrojaría de allí. Desde una ventana, Conradin miraba la puerta del invernáculo, esperando un milagro, convencido, sin embargo, en su fuero interno, de que su tía aparecería al cabo de un instante y ordenaría al jardinero que sacara de allí al hurón y se deshiciera de él. Pero el tiempo pasaba y ella seguía dentro del invernáculo. Finalmente, «por aquella puerta salió un animal largo, bajo, de pelo amarillo y castaño, con ojos fulgurantes a la luz del poniente y cubierto de oscuras manchas, húmedas aún, en las quijadas y el pescuezo».
El final del cuento describía a Conradin, agradablemente ocupado en prepararse una tostada con manteca mientras las criadas secreteaban junto a la puerta del cuarto de juguetes, preguntándose quién tendría suficiente ánimo para comunicarle que su querida tía había muerto.
—Sredni Vashtar —dijo sir Isambard, fijando los ojos en el doctor Holmes (éste parecía, y lo estaba en aquel momento, completamente convencido por la lectura)—. Sredni Vashtar. Un nombre que no se inventa dos veces por casualidad. Sabemos que el libro donde figura esta extraña denominación estaba al alcance de la mano del niño; por consiguiente, no necesitamos más explicaciones. Acabamos de oír exactamente lo que el chico pensaba de su tía, exactamente el destino que le deseaba Felipe Arkwright. Veía en su conejo una especie de dios. Ella lo había matado; por tanto, debía sufrir el mismo destino de la mujer del relato. Ese extraño nombre no tiene otra explicación. Ninguna otra explicación: sin temor, desafío a la acusación a que nos ofrezca otra.