No obstante, al ponerse de pie, sir Isambard parecía tranquilo y seguro. A decir verdad, no es exacto afirmar que estaba tranquilo, sino que su actitud era jactanciosa. Pasó las manos sobre la mesa que tenía delante y se apoyó en ellas hasta que se extendieron como garras; se colocó luego el monóculo ajustándolo contra su larga nariz y paseó la mirada lentamente por el jurado. Sin detenerla en el juez, la fijó en la rosada y regordeta fisonomía del doctor Proudie, levantada hacia él. Parecía un águila que hubiera advertido la presencia de un conejo inusitadamente gordo e indefenso y que, segura de su presa, prolongara el placer de precipitarse sobre ella.
—Mientras escuchaba a mi ilustre colega —dijo finalmente—, no pude por menos de admirar, más que nunca, su habilidad. Cuando formuló sus argumentos y presentó sus pruebas, yo mismo creí, momentáneamente, en la invulnerabilidad de su argumentación. Ignoráis quizá, señoras y señores del jurado, lo que sabemos quienes hemos seguido esta profesión poco simpática, y es que mi ilustre amigo tiene la reputación de ser uno de los colegas más peligrosos del foro. Es casi legendaria la habilidad con que presenta sus casos; puede fabricar sus ladrillos, no sólo sin paja, sino también sin barro y sin agua. En realidad, hoy no tiene más qué pajas, y son pocas, deterioradas y apuntan en dirección opuesta.
Holmes lanzó una risita y el jurado empezó a deshelarse.
—No he de recurrir a muchos testigos —siguió diciendo sir Isambard—, y os explicaré el porqué. En pocas palabras, considero que la mayor parte de las declaraciones que habéis escuchado se contestan a sí mismas. Reflexionad y lo comprenderéis. Quizá, porque aún no me habéis oído, abrigáis en vuestras mentes algún resto de sospecha. Pero su señoría os explicará que eso no basta para un fallo condenatorio. Las sospechas surgen inevitablemente ante una muerte tan terrible como la de ese desventurado niño. Tanto se propagaron y tan irresponsables han sido las malas lenguas, que ha sido necesario cambiar la jurisdicción del proceso y traerlo, como sabéis, a Londres, a fin de asegurar un juicio imparcial.
»Tampoco incumbe a la defensa, como confirmará su señoría, probar que el crimen fue cometido por otra persona, ni nombrarla. El fiscal es quien debe probar, primero, la existencia del crimen; segundo, que mi defendida lo cometió. Ha fracasado, y espero que vosotros lo comprenderéis así, en el logro de ambas cosas. Y aunque hubiera razonado con acierto sobre estos puntos, la estructura entera se derrumbaría si probáramos que otras personas pudieron cometer el crimen y que tuvieron ocasión y móviles para ello. Y podemos probarlo.
»Permitidme examinar brevemente el punto principal: ¿hubo en realidad crimen? Mis dudas sobre este punto están lejos de haberse disipado, y supongo que os ocurre lo mismo a vosotros. Habéis advertido, supongo, el comportamiento del doctor Parkes durante su declaración y espero que hayáis extraído de su exposición conclusiones irrefutables. Durante más de veinticuatro horas no advirtió el estado de su enfermo y le recetó medicamentos completamente inapropiados para el caso. No llamó a otro médico hasta que el infortunado niño estuvo literalmente in extremis y cuando toda ayuda era ya inútil. Desde todo punto de vista el niño permaneció, virtualmente, sin atención médica hasta el momento de su muerte. Si el caso hubiera estado en manos de un médico competente, ¿qué hubiera ocurrido? Creo que la mayoría de vosotros siente, como yo, que, de no haber mediado esa circunstancia, Felipe Arkwright seguiría vivo».
Sir Isambard hablaba sencilla y fríamente, sin levantar la voz ni usar el tono bajo y sonoro que algunas veces desconcertaba a los testigos demasiado seguros de sí mismos. Examinó en seguida a Isabel Rodd, y demostró que la mujer tenía un móvil excelente para cometer el crimen. Cuatro mil libras para ella y su marido constituían una fortuna tratándose de personas de su posición; Ella preparó la ensalada; ella la arrojó a la basura. No necesitó entrar en el comedor para echarle el veneno; en cualquier momento pudo hacerlo, puesto que la ensalada salió de sus manos. Sin duda la había lavado, como decía la sirvienta Ada. ¿Y qué? Fuere como fuere, no iba a servir la lechuga sucia. Si mezcló el polen de hiedra en el aderezo, seguramente lo hizo cuando la ensalada estaba lavada y preparada.
—Luego tenemos el detalle del descubrimiento de ese recorte que, al parecer, pesa desfavorablemente sobre mi defendida. ¡Señoras y señores, qué curioso cuento éste! ¿Habéis oído alguna vez algo más extraño? Permitidme preguntaros, en primer lugar, de dónde salió ese papel. La contestación es: nadie lo sabe. Habéis oído al vendedor de periódicos. Primeramente él y su mujer creían que el marido de Isabel Rodd era quien lo había encargado. Pero ahora, después de transcurridas varias semanas, durante las cuales todo el vecindario, dominado por los prejuicios, se ha unido en forma irreflexiva y agitada contra la acusada, este hombre decide que quien lo encargó fue ella. No obstante, se niega a jurarlo. Simplemente piensa que tal vez fue así. Esto constituye una declaración carente de todo valor, una mera opinión; en suma, nada. La realidad pura y simple es que ignoramos quién adquirió ese periódico. Pudo haber sido cualquiera: Rodd, Isabel Rodd, y hasta Gillingham, el profesor entremetido.
»¿Y cómo fue descubierto? Desearía haberlo presenciado. He escuchado el relato del señor Gillingham, como todos vosotros, y me he maravillado. He aquí una biblioteca grande, libros de todas clases, en cantidad. Niega haber andado husmeando. No; se dirige directamente a los anaqueles y, entre centenares de libros, elige uno, uno poco leído, que por casualidad contiene ese papel particularmente interesante. ¿Cómo llegó a ver el libro? No lo sabe. ¿Estaba fuera de línea en el estante, como para llamar su atención? ¿Sobresalía una punta del papel, para tentarle? ¿Había sido colocado allí con astucia para que el primer llegado lo hallara fatalmente? “No lo sé, no lo sé, no lo sé…”, es todo lo que contesta, y todo cuanto podemos contestar nosotros.
»No sabemos más que lo siguiente: alguna persona, cuya identidad se desconoce, compró un ejemplar de East Essex Monitor, parte del cual fue encontrado, por razones que no han sido explicadas, dentro de un libro; pero ignoramos cuánto tiempo estuvo el recorte dentro de ese libro. ¿Qué significa esto, señores? Significa que cualquier visitante de esa casa pudo haber conocido las fatales consecuencias de ingerir una buena dosis de polen de hiedra. No tenemos pruebas de que otras personas no estuviesen al tanto del peligro que encerraba ese veneno. Por ejemplo, Rodd el jardinero, quien presumiblemente conoce toda la ciencia local relacionada con hierbas y plantas. O su mujer, que preparó la ensalada. Cualquiera de los dos pudo estar enterado de ello.
»¿Qué sabemos de todo esto? La contestación parece ser: absolutamente nada.
»Podría muy bien dejar las cosas en este punto y pediros que absolvierais a mi defendida sin más trámite. Pero, pese a que no me incumbe encontrar al culpable, la solución más probable de este misterio es, a mi juicio, tan evidente que me siento en el deber de mencionarla. Tal vez no se ha cometido ningún crimen. A pesar de la declaración del sargento de policía, no tengo la certeza de que el polen de hiedra, que se presume contagió la ensalada, no haya caído accidentalmente en la ensaladera. Pero si partimos de la base de que hubo intención criminal es casi seguro que la persona responsable no se encuentra ya a nuestro alcance.
»Analicemos la situación reinante en esa casa en el momento de la tragedia y veamos si conseguimos deducir quién experimentó ira u odio en cantidad suficiente como para poner en práctica tan tremenda resolución. Tenemos al matrimonio Rodd, cuyo comportamiento puede haber sido equívoco, pero que por el momento descartaremos. Tenemos a la tía, que no ha cesado de velar por la salud del sobrino. El doctor Parkes no recuerda muchos detalles, pero de una cosa está seguro. Está seguro de que ella lo llamaba a menudo y vigilaba continuamente el estado de salud del niño. La acusación, si permitís que os lo señale, no ha explicado por qué esta señora, que se preocupaba, como todos lo reconocen (más aún, que se desvivía por cuidar la salud de Felipe Arkwright), habría repentinamente de suprimir una vida que tan ansiosamente trataba de preservar. Luego tenemos al niño mismo: enfermizo, anormal y víctima de súbitos ataques de ira. Está ahora en un sitio donde no podemos interrogarle; sólo el doctor Parkes, cuya competencia habéis podido estimar personalmente, le atendió y puede informarnos en detalle sobre el caso. Pero extraeré una interpretación experta del estado de ánimo del niño, hasta donde es posible deducirla, de los propios informes médicos presentados por la acusación. No recurriré a ninguna otra presentación de pruebas: me propongo, para ser escrupulosamente justo, no utilizar más pruebas que las de mis adversarios.
Sir Isambard se guardó bien de decir que esto distaba mucho de ser una concesión de su parte, puesto que los médicos de la acusación que habían prestado testimonio, no solamente eran los únicos posibles testigos, sino que, además, sus declaraciones servían sus propósitos a la perfección.
—Los pocos habitantes de esa casa fueron protagonistas de una pequeña tragedia anterior. Fue necesario dar muerte al animal mimado del niño. Espero que ninguno de vosotros juzgará severamente a la señora van Beer por ese episodio. Decid, si queréis, que extremó su solicitud. Si cada padre o tutor que extrema su solicitud llegara a ser considerado criminal, nuestros tribunales trabajarían sin tregua. El doctor Parkes ha declarado que ella pudo haber interpretado sus palabras como una orden mucho más terminante de lo que era en realidad. Quizá procedió en forma desconsiderada; pero una cosa es segura: creía, al tomar esa medida, que protegía la salud de su sobrino. Tal vez fue dura; yo no lo creo. Tal vez fue imprudente; en vista de los terribles aunque imprevisibles resultados de su acción, seguro estoy de que ella misma lo admitiría. Lo indudablemente cierto es lo siguiente: sólo la movía una preocupación exagerada por el bienestar de su sobrino.
»Ahora bien: acertada o erróneamente, el animal perece. Para el desgraciado niño, nervioso hasta el exceso, la muerte del animal que adora es un rudo golpe. Habéis oído al doctor Parkes, a Isabel Rodd y al profesor confirmar la adoración malsana, apasionada que sentía por un conejo. ¿Qué ocurre entonces? Halla en la sala, como pudo haberlo hallado cualquiera, un recorte que le indica la forma de vengarse. Castigará a la tía demasiado severa que le ha quitado el objeto de su cariño. Impulsado por su mente infantil, desequilibrada por la cólera, recoge polen de hiedra y lo echa furtivamente en la comida, es probable que en la ensalada. Come poco, pero advierte con júbilo que su tía, la víctima elegida, come con su buen apetito de siempre. De este modo, él sufrirá una pequeña indisposición y ella morirá.
»Pero ¡ay de los planes tramados por conspiradores de once años! Felipe no había contado con las reacciones de la naturaleza humana. El organismo de su tía rechazó el veneno: había comido demasiado, y su estómago sano devolvió la dosis fatal. En cambio, él había comido mucho menos y su organismo pobre no reaccionó debidamente. El veneno quedó dentro de su cuerpo. La memoria de los niños es insegura e irregular. Es muy probable, y aquellos de vosotros que tenéis hijos me apoyaréis sin duda, que por la tarde hubiera olvidado ya la venganza tan cuidadosamente planteada contra su tía. Cuando sintió los efectos, es presumible que los atribuyera a su habitual malestar gástrico. Y si pensó en el veneno ingerido, no pudo contarle a nadie lo que le pasaba, porque, pese a su corta edad comprendía que había cometido una pésima acción. En todo caso, creyó que el médico le curaría. No es absurdo suponer que tuviera una fe tácita, total, infantil, en el médico de la familia. Y esa fe no era injustificada, porque estoy convencido de que si lo hubieran atendido en debida forma no habría muerto.
»Me diréis que todo esto es probable… y hasta posible; pero que se basa en presunciones y no en hechos concretos. ¿Existe alguna prueba concreta? Señoras y señores, existe. El mismo Felipe Arkwright dejó una prueba concreta de sus deseos e intenciones, tan clara y definitiva para los que quieran leerla como lo sería una confesión escrita.
»Quizá os sorprenda saber que dicha prueba depende del nombre del conejo. Es posible que os haya extrañado mi insistencia en establecer la exactitud de ese curioso nombre por boca de testigos hostiles a mi defendida. Sabréis ahora la razón. Y para explicárosla traigo como prueba este libro.
Mostró a los miembros del jurado un librito azul cuyo título no alcanzaban a leer.
—No se trata de un libro poco leído, que misteriosamente haya caído en manos de un visitante entremetido. Es un libro muy usado, perteneciente a la biblioteca del difunto sir Enrique Arkwright, y que ocupaba un lugar muy visible en uno de los anaqueles bajos. Fue hallado en presencia de los testigos que oiréis a continuación, por el abogado que colabora conmigo en la defensa, el respetable caballero Archibaldo Henderson. Y lo encontró porque lo estaba buscando. Pero no he de seguir ampliando mis observaciones. Oiréis ahora a los testigos que inmediatamente llamaré a declarar.