Al volver a la sala de audiencia escucharon la declaración del agente vendedor de periódicos de Wrackhampton. Este había vuelto a cambiar de opinión y, en ese momento, creía que la señora van Beer en persona había encargado el East Essex Monitor. No; no estaba seguro. Le parecía probable, pero no podía jurar que fuese así. Efectivamente era verdad que su mujer había sostenido una cosa distinta; pero al revisar otros recibos de la misma fecha se les había refrescado la memoria.
—Pésimo testigo —masculló Holmes—. No sabe lo que piensa y no hace más que hablar.
Sir Isambard terminó con él bastante pronto. Tampoco perdió mucho tiempo en escuchar el relato del sargento Knowles sobre el descubrimiento del recorte. Interrogó detenidamente a Eduardo Gillingham cuando éste declaró su participación en el asunto. Por pura malicia le formuló preguntas como las siguientes:
—Dígame, señor Gillingham, ¿cuál es su comportamiento acostumbrado cuando entra en un cuarto ajeno? ¿Revisa habitualmente los libros que allí encuentra para ver si hay algún documento entre las páginas? ¿Qué más hace?… ¿Abre cajones? ¿Saca, por ejemplo, de los sobres las cartas destinadas a otros?
Gillingham protestó y el juez intervino a su favor. Sir Isambard volvió a saludar rígidamente moviendo las bisagras de sus caderas y recibió el reproche sin inmutarse.
—Bueno; aceptamos entonces, señor Gillingham, que no anduvo usted husmeando (creo que ésta es la palabra habitual en tales casos)… husmeando exageradamente. Casi en seguida se dirigió usted al libro en cuestión y halló entre sus páginas el recorte, ¿verdad?
—Sí.
—¿Había estado usted frecuentemente en ese cuarto?
—Con bastante frecuencia.
—¿Le era familiar el aposento?
—Es decir… sí.
—¿Había estado allí a solas otras veces?
—Naturalmente.
—Había estado a solas allí. Y fue directamente, en una biblioteca bastante grande, en busca de un libro determinado, dentro del cual halló un determinado recorte. ¡Muy curioso, señor Gillingham! —La voz de sir Isambard resonó clara y fuertemente—. ¿Había usted visto ya ese recorte?
—¡No; claro que no! ¿Qué pretende usted insinuar? —replicó Gillingham rojo de vergüenza y sorpresa y con la actitud de un culpable.
—No se ocupe de lo que pretendo insinuar —expresó sir Isambard, que, en realidad, no había querido decir nada en particular, sino que esperaba despertar una duda cualquiera en la mente de algún jurado estúpido—. Está usted aquí para contestar preguntas, no para hacerlas.
Proudie interrogó a su vez al testigo y sacó en conclusión que el profesor no podía tener el menor interés en hacer condenar a la señora van Beer, como tampoco en la muerte de Felipe Arkwright. Pero el daño estaba hecho. En el jurado se había insinuado la duda de si no habría algo raro en el hallazgo del recorte por parte de Gillingham. Hasta Holmes se dijo que al juzgar un documento es menester considerar no sólo su texto, sino también su procedencia. Stannard empezó a levantar la voz para decir que el hallazgo del documento era bastante inverosímil; pero recordó que los jurados no deben charlar durante el desarrollo del juicio. Victoria Atkins pensó que quien esconde sabe encontrar. Ninguno tenía una opinión definida, pero en la mente de cada uno de ellos quedó una sensación de vaga inquietud. Dicho de otro modo, sir Isambard había logrado el efecto deseado.
El testamento de sir Enrique fue puesto sobre el tapete. Sus términos y su significado no fueron discutidos, porque designaba claramente a Rosalía heredera de una fortuna. Pero también señalaba a los Rodd, que recibirían cuatro mil libras en total. Una fortuna también para ellos.
Popesgrove, olvidando sus preceptos sobre la conveniencia de no formar juicio basándose sólo en una parte de las pruebas, escribió en su anotador: «Accidente descartado, al parecer. En consecuencia: asesinato. Testamento indica tres posibles asesinos: dos sirvientes y señora v. Beer. Señora v. Beer tiene mayores motivos. Necesidad ahora de pruebas fehacientes: ocasión, medios. Recorte de periódico sólo prueba premeditación de alguna persona, no de quién». Trazó una raya sobre la palabra «quién» y escribió «cuál».
Un instante después, la declaración de Ada Corney le proporcionó la prueba que necesitaba. La señora van Beer había entrado en el comedor durante el intervalo transcurrido entre el momento de poner la mesa y el almuerzo. La cocinera había lavado perfectamente la ensalada, y cuando ella, Ada, la llevó a la cocina después del almuerzo notó que estaba áspera. La muchacha hacía su declaración en forma lenta y hosca, exhibiendo su mala dentadura, porque cada vez que le hacían una pregunta dejaba la boca entreabierta. Su aspecto era enfermizo y pálido (en un lado de la barbilla tenía un grano abierto que supuraba); parecía tonta, pero estaba segura de lo que decía, y sir Isambard no pudo desviarla ni un ápice de sus aseveraciones.
Era la última persona llamada a declarar por la acusación y, en más de un sentido, su testimonio daba la impresión de ser terminante. Medios, móvil, ocasión, premeditación: las cuatro cosas parecían probadas. Popesgrove hizo un resumen mental. Una mujer endurecida y cruel que odiaba al niño enfermizo. Recibía una fortuna si el chico moría. El medio al alcance de la mano, diseminado por el jardín. Y no sólo se probaba que se había documentado sobre la forma de usarlo, sino que había sido vista en el comedor en el único momento en que el veneno había podido ser mezclado con la ensalada. Salvo que no existía un testigo que la hubiese visto en el acto mismo de envenenar al niño, las pruebas no podían ser mayores.
Popesgrove miró sus apuntes y los revisó casi en la misma forma en que acostumbraba a revisar las cuentas de su restaurante. El resultado era siempre el mismo.