Otro de los testigos que produjo sensación fue Isabel Rodd. Vestida de riguroso luto, rechoncha y de agradable rostro, impresionó favorablemente a los miembros del jurado, aun antes de iniciar su declaración. Todos creyeron estar frente a una cocinera formal y respetable; a una mujer honrada y bondadosa en quien podían confiar. Hasta su verruga velluda parecía infundir mayor confianza. Hablaba con voz firme y respetuosa; la voz de una sirvienta que sabía mantenerse en su lugar, dando al mismo tiempo la impresión de que ocupaba un puesto de privilegio. El doctor Proudie (que no siempre sabía sacar ventaja de ciertas posibilidades teatrales) construyó en esta ocasión, con maestría comparable a la de sir Isambard, el personaje de la «vieja servidora».
—¿Era usted cocinera del difundo sir Enrique Arkwright? —preguntó con voz contenida, como si le molestara recordar a la mujer la pérdida dolorosa de quien había significado tanto en su vida.
—¡Sí, señor!, así es.
Isabel Rodd había contestado suavemente asintiendo con la cabeza… Más aún: había hecho una reverencia.
—¿Y durante cuántos años ocupó ese puesto?
Era un buen comienzo e Isabel Rodd poseía suficiente inteligencia como para seguir el juego. Cuando se refirió a la forma en que Rosalía trataba a Felipe y contó el episodio del conejo, poco tuvo que hacer el doctor Proudie para ayudarla. El relato en sí conmovió al jurado. Únicamente el doctor Holmes lo calificó de sentimental. Asombrada, Alicia Morris, la viuda judía, sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas. No había llorado desde la muerte de Leslie. Sabía que no podía llorar. Sin embargo, tenía lagrimas en los ojos; una de ellas le hacía cosquillas al resbalar por el costado de su nariz. ¡Pobre, pobre chiquillo, en cuclillas, canturreándole a su conejo porque no tenía ningún otro amigo! ¡Y aquella ropa ridícula! Isabel Rodd había descrito, no sin malicia, el traje amarillento; pero la descripción sólo había impresionado a Alicia Morris. ¡Convertir al pobre chico, intencionalmente, en mamarracho! Alicia lanzó a Rosalía una mirada de cólera; pero la acusada había inclinado la cabeza y no se le veía el rostro.
Isabel Rodd narró detalladamente la muerte del conejo dentro del horno de gas. Relatado, el episodio no perdía ni un ápice de su brutalidad. Cuando describió el histerismo de Felipe al comprobar la muerte del animal, la aflicción de Alicia subió de grado.
«¡Pobre criatura solitaria! —pensó—. No tengo hijos. Yo podía haberlo cuidado. Le habría comprendido. Esa mujer le arrancó lo único que quería en el mundo, y se lo mató. Sé lo que significa. No es un absurdo; mi comparación es verdadera. Un niño es capaz de querer con desesperación, capaz de sentir hondamente. Sólo que el sufrimiento se disipa al cabo de algún tiempo. Ese chiquillo pudo haber querido a su conejo (teniendo en cuenta la diferencia de edades y todo lo demás) como yo quería… ¡Basta! Escucha lo que dice el defensor».
Era curioso que sir Isambard no pareciera estar echando por tierra el trabajo de Proudie. Antes bien, subrayaba el cariño de Felipe por el conejo. Pero puso en claro un determinado punto; el único que hasta ese momento ayudaba a su cliente. ¿Qué motivo había impulsado a la señora van Beer a matar al conejo? De mala gana, Isabel Rodd reconoció que, a su entender, había sido por orden del médico. No; ella personalmente no le había oído dar esa orden.
—¿Podemos llamar nuevamente al doctor Parkes para verificar este punto? —inquirió sir Isambard dirigiéndose simultáneamente al juez y al doctor Proudie.
El juez miró a este último.
—Por supuesto —contestó Proudie—. Complaceremos con mucho gusto a mi ilustre amigo.
—Tengo sólo algo más que preguntar a la testigo —dijo sir Isambard—. ¿Puedo terminar primero con ella?
El juez asintió con la cabeza.
—¿Recuerda el nombre del conejo?
—Sí, señor. Le llamaba Rey Zog, pero acababa de cambiarle el nombre. Un nombre raro.
—Trate de recordarlo.
—Era algo así como Shredny Vashti… Vashti, como la reina de la Biblia, ¿sabe?; por eso lo recuerdo.
—Dice usted que algo así como Shredny Vashti. Bien; no deseo ponerle las palabras en la boca, señora de Rodd; pero dígame; ¿no era Sredni Vashtar?
—Sí, señor. Eso mismo, exactamente.
—Gracias. Puede retirarse.
Cuando se enfrentó de nuevo con sir Isambard, el doctor Parkes no pudo ocultar su inquietud. Pero esta vez el buitre no se precipitó sobre su presa. Sir Isambard habló con suavidad.
—¿Recuerda ese asunto del conejo, doctor Parkes?
—Sí, sí.
—¿Es verdad que ordenó usted la eliminación del animal?
—No…, a decir verdad, no puedo decir eso. Convendría que me explicara detalladamente si ustedes me lo permitiesen.
—Se lo ruego.
—La salud del niño distaba mucho de ser buena y me inquietaba que no se fortaleciera. Medité sobre las posibles causas. Su tía me llamó la atención particularmente sobre la costumbre del pequeño de tener animales sucios y de acariciarlos. Pensé que esto era antihigiénico…
—Lamento interrumpirlo; pero en este punto deseo hacerle la siguiente pregunta: ¿era habitual esa solicitud de la tía por la salud del sobrino o se trataba de una intervención excepcional?
—De ningún modo. La salud de Felipe la preocupaba mucho. Siempre fue así. Es la pura verdad. Le prestaba en este sentido la mayor atención posible.
—Gracias. —El agradecimiento de sir Isambard parecía auténticamente sincero. Se volvió hacia el jurado, dejó caer su monóculo y, levantando las cejas, los invitó a tomar nota de las palabras del médico—. Prosiga, por favor. Pido disculpas por mi interrupción.
—Advertí a Felipe que si seguía manoseando el conejo y corriendo el riesgo de pescar algún contagio infeccioso del animal, sería necesario ordenar que desapareciera de allí. Mi intención no era que lo mataran. El animal no estaba enfermo y no pensé en tan extrema medida. Sin embargo, mirando retrospectivamente, comprendo que mis palabras hayan podido ser mal interpretadas. Creo muy posible que la señora van Beer haya entendido que yo…, que yo daba una orden más terminante de lo que era en realidad.
—Comprendo. Una última pregunta: ¿sabe usted por casualidad qué nombre tenía el conejo?
—¿El nombre?
—Sí, tengo razones para hacerle esta pregunta.
—Estoy casi seguro de que Felipe le había puesto el nombre que mencionaron en esta sala hace un rato.
—¿Sredni Vashtar?
—Sí.
Sir Isambard se colocó el monóculo e indicó a Proudie que el testigo estaba a su disposición. Este hizo un gesto negativo con la cabeza; por el momento convenía dejar las cosas así. El anciano se retiró, y sir Isambard tuvo una sonrisa semejante a la de un entusiasta de un juego de azar que acaba de ganar un paquete de cigarrillos.
La expresión de Alicia Morris era desdeñosa.
«¡Bah! —pensó—. ¡Quieren hacernos creer que esa mujer se preocupaba por la salud del niño! No es menester mucha perspicacia para comprender que el médico es tonto. Se necesitaría una persona más lista que ese viejo para disimular la maldad de la acusada. Mató un animal inofensivo para torturar a una pobre criatura. Aparentar que lo hizo por su bien no hace más que empeorar la cosa, ¡Hipócrita!».
Holmes, en cambio, pensó que Rosalía había demostrado buen sentido. No le agradaban los niños, menos aún los animales mimados. Deshacerse de un animal mimado, que quizás olía mal, le parecía una medida muy sensata.
Desde el punto de vista de Holmes, el episodio del conejo estaba enteramente a favor de la acusada.
En los semblantes de los demás jurados no se vislumbraba la opinión, si alguna tenían, que les merecía el asunto.
Pese a las descripciones de las novelas policíacas, los juicios casi nunca son muy dramáticos. Por una escena emocionante que dura cinco minutos, transcurren horas de formalidades y procedimientos tediosos. Esto ocurre aunque se trate de juicios por asesinato, y el caso van Beer no constituía una excepción. A medida que el día avanzaba, el jurado daba visibles muestras de fatiga. La noticia de que el tribunal interrumpía la sesión para el almuerzo fue recibida con evidente gratitud.
Almorzaron acompañados por un alguacil y a expensas de las autoridades municipales. Eduardo Oliveiro Georges, funcionario sindical, protestó con vehemencia. Probablemente los obreros de Trollope y Colls se habían declarado en huelga esa mañana; en tal caso, era seguro que el presidente del sindicato había comprometido la adhesión total de la entidad. Georges se había propuesto ir de cualquier modo a su oficina a la hora del almuerzo, para enderezar el entuerto. Por último, tuvo que conformarse con una extensa llamada telefónica, de la cual regresó malhumorado.
Stannard, preocupado, pensó que Gwen y Federico no podrían atender solos la afluencia de público de esa hora, pero no le permitían volver a la taberna.
Durante el almuerzo, la conversación fue limitada y convencional, porque Popesgrove interrumpía cualquier tema, por prometedor que fuera, en cuanto se iniciaba. Allen, el joven socialista, preguntó en voz alta a su vecino qué opinaba del caso.
—Escuche —observó Popesgrove cortésmente, pero con firmeza—. Créame que no desearía intervenir; pero ¿considera usted cuerdo hablar de esto? ¿No es preferible abtenerse de discutir el caso hasta haber oído la exposición de la otra parte? Si comentamos ahora el asunto es probable que durante la conversación empecemos a inclinarnos hacia uno u otro lado, y nos formaremos una opinión basada en un solo aspecto de las pruebas. Sinceramente, creo que sería mejor hablar de otra cosa.
Allen se mostró sorprendido y confuso.
—Disculpe —dijo.