III
JUICIO Y VEREDICTO

EL TRIBUNAL

El juez: Doctor Stringfellow (Sir Alan Heriberto Lemesurier Stringfellow)
La acusada: Rosalía van Beer, viuda
Fiscal de la corona: Doctor Haroldo Juan Proudie
Abogado de la defensa: Sir Isambard Alejandro Burns
Presidente del jurado: A. J. Popesgrove
Jurados restantes:
señorita V. M. Atkins
señora de Morris
doctor Percival Holmes
señor J. A. Stannard
señor E. Bryan
señor E. O. George
señor F. A. H. Allen
señor D. Elliston Smith
señor I. G. Drake
señor G. Parham Groves
señor E. Wilson
Secretario del tribunal: P. S. Noble

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Como es de suponer, el doctor Proudie no informó al jurado de todos los detalles que acabamos de leer sobre la vida de Rosalía. Algunos porque los ignoraba; otros porque consideraba superfluo mencionarlos. Esbozó apenas el ambiente de los primeros años de la acusada, y lo hizo bondadosamente; habló muy poco del infortunado matrimonio con van Beer. En el jurado cundió la impresión de que había sido una mujer resuelta a escalar posiciones en la vida. Victoria Atkins, exsirvienta, y Popesgrove, otrora pilluelo vagabundo de una aldea de Tesalia, que habían ascendido de muy bajo hasta lograr holgadas posiciones, se inclinaron más a favor que en contra de la acusada. Bryan, tendero y fanático, confirmó sus sospechas de que Rosalía era una mujer mundana; pero advertía, con cierto malestar, que todos los que le rodeaban eran también mundanos, y que ninguna de esas personas, tanto las comprendidas en el caso como las pertenecientes al tribunal, era mejor que otra. Estaba solo; era un cristiano solitario, y las huestes de los medos se movían sin cesar a su alrededor. Sin embargo, en esta ocasión su deber no consistía en defenderse de ellas (sabía muy bien cómo hacerlo), sino en emprender la grotesca tarea de separar un lobo de otro y declarar cuál era el lobo peor. Si no se redime, el corazón del hombre es abominable y perverso, y distinguir los grados de oscuridad de esas almas era una tarea casi imposible. La expresión de sus ojos opacos y grises se llenaba de perplejidad mientras escuchaba a Proudie: ¿le enviarían pronto alguna señal? Pero no hubo señal. Imitando a Popesgrove, que hacía minuciosas anotaciones, trató de tomar apuntes; pero no supo qué apuntar y advirtió que estaba dibujando caras: ocupación ociosa y frívola. Fastidiado, dejó el lápiz.

El doctor Proudie no concedió mucha importancia a la forma en que había sido descubierto el recorte del East Essex Monitor. Ni siquiera nombró al profesor. Más tarde sería relatado ese episodio en las declaraciones de los testigos; mientras tanto, se limitó a adjudicar el descubrimiento a la policía, efectuado «por informaciones recibidas».

No obstante, la mención del hallazgo fue lo primero de su disertación que despertó la plena atención del jurado. En el rostro de cada uno de los miembros se pintó una expresión de gravedad. Popesgrove dejó de tomar apuntes y fijó en Proudie una mirada llena de mesurada concentración. El doctor Holmes sintió un evidente alivio. Por fin se presentaba algo que mereciera enfrentarse con él. Hasta ese momento el desarrollo del proceso le había desagradado. En su calidad de rector de universidad había esperado que lo eligieran presidente; puesto que no era así, deseaba por lo menos dominar al jurado.

Ninguna de las personas maduras que lo rodeaban parecía poseer su educación. Algunos de sus circunstanciales colegas ni siquiera eran caballeros distinguidos. Las dos mujeres, de acuerdo con la experiencia que Holmes había adquirido en su trato con las alumnas de los colegios Somerville y San Hugo, carecían probablemente de inteligencia para comprender lo esencial del caso. Era natural que necesitaran instrucciones y una dirección, y nadie más que él podía dárselas. Porque, al fin de cuentas, él, y sólo él, era capaz de analizar sin pasión las pruebas presentadas. Se consideraba hombre adiestrado en la tarea de formarse un juicio. Había publicado varios textos latinos; y, en su opinión, para establecer la frase correcta de un autor, desnaturalizada por las transcripciones, era menester seguir un proceso de índole esencialmente judicial. Al sentarse a trabajar tenía por delante varias ediciones de anteriores expertos que comentaban las dificultades inherentes a las obras en cuestión y ofrecían sus propias soluciones. Sólo necesitaba reclinarse en su silla y pensar. Reflexionaba sobre la autoridad que correspondía atribuir a cada versión: su larga experiencia le permitía seguir el rastro de un manuscrito hasta un remoto y determinado arquetipo. Si un grupo de estas obras presentaba continuamente los mismos errores, significaba, sin lugar a dudas, que había sido copiado de un solo original. En consecuencia, la prueba de varias versiones no era más convincente que la de una de ellas. Por otra parte, las conjeturas de los otros autores debían juzgarse únicamente por su fundamento. Gracias a ello creía que durante años se había ejercitado en la estimación del valor de los testigos; el presente caso sería para él un juego de niños; poco le costaría sacar rápidamente sus conclusiones y dar directivas al resto del jurado.

No obstante, mientras el doctor Proudie exponía los hechos y, él observaba a la mujer vulgar y sin interés, sentada en el banquillo, comprendió el doctor Holmes que su desorientación era tan grande como la de cualquiera de los otros jurados. Es posible interrogar manuscritos clásicos, interrogarlos en el sentido exacto de la palabra. Es posible preguntarles la misma cosa una y mil veces y pasar meses enteros meditando la respuesta. Nunca cambiarán; la respuesta será siempre la misma. Es posible tener el tiempo que el editor otorgue para reflexionar sobre el veredicto (es decir, toda una vida, actualmente, tratándose de textos clásicos). Pero comprendió que no podría proceder de igual manera con las pruebas orales. No era posible hacerlas repetir a su albedrío, ni siquiera pedirle al doctor Proudie que recapitulara los hechos si él necesitaba que se los recordaran. Además, la respuesta que en este asunto le exigían era muy distinta de las que estaba acostumbrado a dar. No se trataba de preguntarse qué hubiera escrito un poeta satírico durante el imperio de Domiciano, sino de establecer cómo se conducen los seres humanos en los momentos difíciles y qué le había hecho aquella mujer de aspecto desagradable a un niño a quien él nunca había visto. Y Holmes se preguntó si realmente estaba enterado de la forma en que se comporta el común de los mortales. Su confianza empezaba a abandonarle.

Pero, por fin, iban a presentarle un documento, un papel que podría interrogar. Casi un manuscrito. Era, con toda seguridad, como una balsa en un mar agitado. Miró con alivio y renovada indulgencia a su vecino, el lamentable hombrecillo indigestado, cuyos ojos pedían disculpas a todos los que tenían la condescendencia de mirarle.

El jurado escuchó con ecuanimidad los informes de los médicos Lammas y Herrington sobre la causa y forma del deceso. Era evidente que ninguno se proponía discutir si la muerte del niño se había producido por envenenamiento de polen de hiedra. Popesgrove era el único que se molestaba en tomar notas; su sentido del deber le obligaba a hacerlo. No era improbable que, algo más tarde, cuando se retiraran a deliberar los jurados le preguntaran algún detalle; su deber consistía, no sólo en ser absolutamente justo, sino también en estar preparado para proporcionar cualquier dato que le pidieran. Sir Isambard Burns no hizo ninguna pregunta a los médicos, pese a que la acusada le dirigió varias miradas suplicantes.

Luego llegó el turno del doctor Parkes. Estaba muy fatigado, envejecido y nervioso. Desde el banco del jurado, el hombrecillo de pelo blanco, Stannard, el tabernero, miró con simpatía a aquel hombrecillo de pelo blanco, que parecía tan atemorizado.

«Si pudiera, escaparía a toda carrera como un caballo asustado», pensó Stannard.

Cuando sir Isambard enderezó su largo cuerpo y empezó a levantarse para interrogarlo, el temblor del doctor Parkes se hizo visible; en la cara de Stannard se pintó una expresión de simpatía. Si el anciano doctor hubiera sido el acusado, Stannard habría votado sin vacilar a su favor; no era justo atormentar a un pobre viejo. Además el abogado defensor le desagradaba: esas imprecisiones constituían el primer esbozo de opinión que se formaba en su mente.

Sir Isambard tardó en enderezarse del todo y en colocarse el monóculo. Finalmente preguntó:

—¿Hace mucho que ejerce su profesión en esta comarca, doctor Parkes?

—Cuarenta y cinco años.

—¿Y tiene usted muchos pacientes?

—No entiendo…, es decir, depende de lo que llame usted «muchos».

—Aclararé mi pregunta: su clientela ¿aumenta o disminuye?

—No lo sé. No podría decirlo —contestó el doctor Parkes con cierta indignación—. Creo que, más o menos, es la misma.

—Me parece una ignorancia curiosa tratándose de un profesional cuya subsistencia depende de su clientela. Sin embargo, está seguro de haber atendido a Felipe Arkwright desde que el niño llegó aquí.

—Claro que lo estoy.

—¿Y conocía usted perfectamente su estado de salud?

—Ya he dicho que sí.

—No obstante, dejó pasar treinta y seis horas sin suministrar un remedio eficaz al niño cuando éste sufría los efectos del veneno. ¿Cómo no advirtió usted que el estado del enfermo era anormal?

—Ha oído usted decir a los otros médicos que se trataba de un estado raro y difícil de diagnosticar.

—Otros médicos que no conocían al chiquillo y que, por consiguiente, no habrían advertido nada anormal en su aspecto. Por eso le pregunto a usted que tan bien le conocía: ¿cómo no vio la anormalidad de los síntomas?

El doctor Parkes se encogió de hombros y no contestó:

—Bien; dejemos esto. Trate de recordar el primer día de la enfermedad de Felipe. ¿Reflexionó sobre el caso al volver a su consultorio?

—Naturalmente. Lo hago todas las noches cuando regreso a casa, sean quienes sean los enfermos. Siempre puede haber algo…

—Así es. Ahora bien: ¿consideró la posibilidad de un envenenamiento? ¿Se le ocurrió a usted tal idea: sí o no?

El anciano le miró con la expresión de quien ve una víbora. En realidad, al hacerle esa pregunta, sir Isambard no tenía un propósito determinado; sólo tanteaba el terreno. Pero de pronto el doctor Parkes recordó que había revisado algunos libros en su consultorio y había bajado de su biblioteca uno que trataba de venenos; lo había hojeado: en la letra «A» habían aparecido ante sus ojos los primeros títulos: Aconitina — Antimonio — Arsénico. ¿Habría seguido leyendo? ¿Le habían interrumpido? ¿Lo había olvidado? Sea como fuere, ¿en qué día había leído ese volumen?

—Estamos esperando, doctor.

—Yo…, yo… —tartamudeo—; no estoy seguro.

—¡No está seguro! ¡No está seguro! —exclamó sir Isambard, horrorizado—. ¿No ha hecho un esfuerzo de memoria? ¿No considera importante este punto?

—Por supuesto que he tratado de acordarme. Pero no estoy seguro.

—Al día siguiente su enfermo murió envenenado. ¿No se apresuró a analizar mentalmente el caso, doctor? ¿No se le ocurrió preguntarse en qué había consistido su error? ¿Ni siquiera entonces examinó los antecedentes para saber en qué momento pensó usted que podría tratarse de un envenenamiento?

—Sí. Debo de haberlo hecho.

—Comprendo. Debe de haberlo hecho. Y ahora lo ha olvidado. Espero que no sea siempre tan olvidadizo; es mala cosa para un médico. —Sir Isambard pronunció estas palabras con sonrisa despectiva y burlona; la ironía era una de sus mejores armas—. Sin embargo, en algún momento pensó usted en la posibilidad del veneno, algo es algo. Veamos qué ocurrió al día siguiente: vio usted a Felipe por la mañana. ¿A las nueve y cuarto dijo usted?

—Sí.

—¿Está seguro?

—Naturalmente que lo estoy.

—¡Ah, sí! Lo había apuntado en su libreta. ¿Y regresó usted con el doctor Herrington a las doce y cuarto?

—Así lo creo.

—¡Tres horas! Tres horas, y el niño vomitaba sangre y su corazón se debilitaba. ¿Qué diablos hacía usted? ¿Por qué no estaba usted junto al enfermo?

—Tuve mucha dificultad en hallar al doctor Herrington, que estaba visitando a sus pacientes.

—¿No se le ocurrió enviarle un mensaje telefónico requiriendo urgentemente su presencia? ¿Cómo pudo dejar al pobre niño en manos de dos mujeres absolutamente inexpertas? ¿Qué hizo usted en realidad?

El doctor Parkes enmudeció. ¿Qué había hecho? En su memoria los recuerdos comenzaban a confundirse. Pensó que había andado en busca de Herrington. De lo único que estaba seguro era de su convicción, por entonces, de que el caso superaba sus posibilidades; de que nada podía hacer mientras no llegara otro médico más preparado. Y esto no quería confesarlo.

Sir Isambard clavó en él una mirada iracunda.

—Hablando sin ambages, doctor, si hubiera atendido este caso en debida forma, el niño estaría vivo hoy. ¿No es así?

—Lo que acaba usted de decir es absolutamente inexacto.

—¡Ah! ¿Por qué?

—Su mal era incurable.

—¡Incurable! ¿Cómo puede afirmar semejante cosa? Tengo entendido que reconoció usted ante el tribunal sus muy escasos conocimientos sobre los efectos de la hederina.

—Es decir…, yo…

—Quiere decir, creo, que usted no conoce ningún remedio. ¿Cuánto tiempo hace que le dieron el título de médico, doctor?

—¡Francamente…! —exclamó sonrojándose el anciano.

—Me parece, sir Isambard… —intervino el juez. Pero no terminó la frase.

Sir Isambard se inclinó y le dirigió un saludo tan rígido como si tuviera bisagras en las caderas.

—Como quiera su señoría —dijo, y añadió—: He terminado mi interrogatorio.

Proudie volvió a explicar y a poner de manifiesto que el envenenamiento causado por la hederina era raro y difícil de diagnosticar. Pero sir Isambard había obtenido el efecto que deseaba.

«El médico es un imbécil», escribió el doctor Holmes en su cuaderno de notas, opinión que compartía la mayoría de los jurados. Hasta el mismo Stannard no pudo retener un suspiro y movió negativamente la cabeza.