A Archibaldo Henderson le disgustaba sobremanera tener que actuar en calidad de abogado de la señora van Beer; pero había decidido que, en recuerdo de la familia, haría lo que pudiera para salvarla. Después de reflexionar sobre la posibilidad de encargar el asunto a otra firma más acostumbrada a ocuparse de casos criminales, optó por no hacerlo y solicitar, en cambio, la colaboración de sir Isambard Burns. Días después se dirigió por la mañana y con el corazón apesadumbrado a entrevistarlo al apartamento que ocupaba en King’s Bench Walk. Aunque procuraba rechazar la idea, no le parecía nada segura la inocencia de la señora van Beer. Sir Isambard era demasiado cínico y no tenía en cuenta la discreción que a un abogado de familia le agrada observar. Además, aunque le conocía desde antes y le llamaba amigo, Henderson no ignoraba su avidez por escalar posiciones y le desagradaban las evidentes pruebas de ambición que jalonaban la conversación de Burns. Pero esa mañana sir Isambard había decidido ir a Devon con su colega, a fin de conversar con la señora van Beer en la prisión de Exeter; eso desbarataba todos los proyectos que Henderson había hecho para ese día y le aseguraba un malestar gástrico. Hubiera preferido trasladarse por tren en menos tiempo y sin las molestias del olor a gasolina. Pero sir Isambard le había advertido que necesitaba consultarlo detenidamente sobre ciertos detalles, antes de la entrevista con la acusada, y que el largo trayecto que recorrerían juntos en su espacioso Packard ofrecería las mejores condiciones para conversar. No había razón alguna para oponerse a acompañarlo. Por otra parte, sir Isambard estaba en el pináculo de su profesión y Rosalía van Beer necesitaba la ayuda máxima que fuera posible prestarle.
Sir Isambard era delgado, alto, de rostro muy moreno, agudo como el de un buitre; usaba monóculo únicamente por presumir. Representaba continuamente un papel, y algunas de sus defensas le habían procurado pingües ganancias. Nadie conocía su verdadera opinión de las cosas, porque era soltero. Un abogado terco y convencional como Archibaldo Henderson despertaba su malevolencia.
Henderson se había visto obligado a presentarse en casa de su colega a las diez de la mañana —hora poco razonable por cierto— creyendo que saldrían en seguida; pero cuando llegó, el otro no hizo el menor ademán de iniciar la marcha, pese a que Henderson se mostraba nervioso y dijo varias veces que le parecía conveniente disponerse a partir.
Burns insistía en hablar de política, sabiendo que el tema desagradaba a su colega. Eligió a su distinguido rival, sir Stafford Cripps, para hacerle objeto de sus críticas y analizó su carrera desde que le habían separado del partido laborista. (Sir Isambard, con bien manejada publicidad, se había afiliado al partido un mes antes). Comentó la propaganda que se realizaba para formar un frente popular y declaró que estaba destinada al fracaso. (Esto ocurría antes de que el congreso del partido laborista convenciera de lo mismo a sir Stafford). Con todo, aseguró que se alegraba de la acción desplegada por éste.
—¿Se alegra usted? —dijo Henderson—. Hubiera creído que aprobaría la política oficial de su partido, por lo menos durante el primer año de su afiliación.
Sir Isambard rió, o mejor dicho, hizo un ruido como de cacareo.
—No he dicho que la apruebo, querido amigo. Sólo he dicho que me conviene. ¿Comprende? El próximo gobierno laborista tendrá que darme un cargo importante. Antes estaban ya destinados: fiscal de la corona y teniente fiscal de la corona, sir Stafford Cripps y Pritt. Ahora tendrá que ser Pritt y sir I. Burns.
Con bastante frialdad Henderson mencionó los nombres de otros dos abogados miembros del partido. Sir Isambard hizo un ademán negativo y desdeñoso. De paso rechazó también el Ministerio de Justicia.
—Ni siquiera es usted todavía miembro del parlamento —observó disgustado Henderson.
—¡Bah! Puedo serlo cuando lo desee. Se trata de algo muy sencillo: no hay más que elegir un distrito electoral, gastar sabiamente el dinero y organizar mítines periódicamente. Ahora hablo en cualquier ocasión que se me presenta. Y le aseguro a usted que gozo de bastante popularidad. No se preocupe, todo se deslizará como sobre rieles.
Henderson era conservador resuelto, y esa conversación agotaba rápidamente su paciencia. Tan exasperado estaba que, olvidando su cortesía profesional, empleó un viejo sobrenombre que había acudido a su memoria.
—Me pregunto, Ikey, si es usted en verdad tan sinvergüenza como pretende hacer creer. Una sola cosa me consuela: su charla impedirá que le ofrezcan tales cargos. Sea como fuere, el país no permitirá jamás que sus correligionarios vuelvan otra vez al poder. —Dio un resoplido y añadió—: Propongo que nos pongamos en marcha.
Lanzando una risotada, sir Isambard le palmoteo la espalda.
—Sabía que conseguiría exasperarlo —dijo—. Vamos andando entonces y cuénteme por qué desconfía tanto de su defendida.
«Payaso», murmuró Henderson para sí. Luego cuando subieron al automóvil explicó:
—No podría afirmar que desconfío de ella. Más exacto sería decir que no le tengo simpatía, y mis razones en este sentido tal vez no me hagan mucho favor. Es decir… la encuentro muy vulgar. Era tendera, o algo así, cuando se casó durante la guerra con el menor de los Arkwright. El muchacho murió; y aunque sir Enrique asignó a la viuda una pensión, nunca quiso tratarla. Fue un casamiento desigual; no cabe duda. Era una mujer ordinaria y tonta, y durante años bebió mucho. Volvió a casarse con un director de orquesta de baile que murió al poco tiempo; por esto se llama van Beer. Me ha parecido siempre que es ávida y envidiosa. Si los padres de Felipe no hubieran muerto inesperadamente, nunca habría vivido ella en esa casa. Pero alegó que era tutora natural del niño, y en verdad no existía razón plausible para rechazar su ofrecimiento. Me lo he reprochado después, pero no veo qué otra cosa hubiera podido hacer. La señora van Beer ya no bebía con exceso y nada en su modo de vivir llamaba la atención. No es posible ante un tribunal declarar, a guisa de argumento, que a uno le disgustan la voz y los modales de una persona.
Henderson movió la cabeza y siguió refiriendo el caso en líneas generales.
Sir Isambard le escuchaba atentamente.
—Tengo entendido que protesta y se declara inocente —observó cuando el otro hubo terminado de hablar.
—Por supuesto. Continuamente hace escenas y asegura que se trama algo contra ella. A mi juicio, es neurótica y la tensión que sufre actualmente la empeora. Se niega a enfrentarse con la realidad y es muy difícil obtener ayuda de su parte.
—Yo me encargaré de eso. —La mueca risueña de sir Isambard hizo que se pareciera más que nunca a un ave de rapiña—. No se negará a hablar conmigo.
Reflexionó un instante.
—Supongo que la policía considera sólidos los siguientes hechos: primero, que Ada, la sirvienta, vio a su ama en el comedor antes del almuerzo, momento en que pudo haber mezclado el polen de hiedra con la ensalada. Pero Ada no la vio hacer nada sospechoso y no hay razón para que la señora van Beer no entrara en el comedor de su casa. Puede ser un acto perfectamente inocente e inofensivo. Es una suerte que nadie la viera recoger con anterioridad el polen de hiedra.
Al oír esto, Henderson arrugó el entrecejo, pero nada dijo.
—El primer hecho es débil —continuó sir Isambard—. El segundo se refiere al artículo de periódico hallado por el profesor. Esto ya es más molesto. Ningún jurado creerá que ese papel estaba allí por casualidad. Alguien leyó la noticia en los diarios londinenses y mandó buscar el periódico local, pensando que hallaría alguna información útil en el relato detallado del caso. Y después de conseguir la información útil la puso en práctica. Sin embargo, por lo que me dice usted, el vendedor no está en condiciones de probar que fuera esa mujer en persona quien encargó el periódico. Tal vez consigamos hacerle admitir que cualquiera de los habitantes de la casa pudo haber dado la orden. Esto debilitaría considerablemente la acusación.
Sir Isambard volvió a reflexionar.
—¿Hay algo en contra de Ada o del profesor entremetido? —inquirió.
—No. Que yo sepa, no. La señora van Beer tilda a ambos de odiosos y perversos y dice que sus procederes no son muy claros; pero no creo que esta declaración sirva de mucho. Habla así de todo el mundo. Además ninguno de los dos tenía interés material en la muerte del niño.
—Bien; entonces sólo quedan los Rodd y el niño mismo. Aunque los cargos que tiene la policía contra la señora van Beer no son concluyentes, lo son, y abrumadores, sumados al móvil. Si no demostramos que otros pudieron cometer el crimen y que tuvieron motivos para ello, nuestra situación será difícil. Los Rodd reciben cuatro mil libras como consecuencia de la muerte del niño. La mujer pudo muy bien envenenar la ensalada… con mayor facilidad que nadie. ¿No se sospecha acaso que Rodd robó el vino de su ama? Esto proyecta una sombra sobre la pareja. Rodd pudo haber encargado el periódico de Essex a nombre de su ama.
—Me parece que ahí ha dado usted con algo interesante.
—Y no descartemos al niño; las informaciones de usted me inducen a creer que por ese lado las esperanzas son mayores. Se habla bien de los Rodd. Usted mismo afirma que no puede creer que hicieran daño al niño. En cambio, éste, según su relato, era una criatura muy desventurada que odiaba a su tía. Creo posible convencer al jurado que intentó envenenarse él y envenenar a su tía y que murió a causa de la debilidad de su organismo. Ya veremos que datos podremos obtener de la mujer, basándonos en esa hipótesis.
Sir Isambard calló; pocos segundos después dormía.
Cuando entraron en la celda de la cárcel donde se encontraba Rosalía, sir Isambard fijó en ella una mirada escrutadora. Vio a una mujer cincuentona, desgreñada, de rostro arrugado y fláccido y ojos enrojecidos. Tenía los cabellos teñidos de rubio y un gesto de mal humor. Sus manos temblaban y era evidente la agitación de sus nervios.
No bien Henderson la presentó a sir Isambard, estalló como un fuego de artificio.
—¡Al fin! ¡Ya era hora de que vinieran! ¡Les agradezco que hayan descendido a prestarme un poco de atención! Me cuestan bastante dinero; he pagado y obtenido mejores servicios en otras ocasiones. Se ve que no les importa el tiempo que pase en la cárcel. Sólo piensan en sus honorarios. Le conozco, señor Henderson: le conozco desde siempre. Usted considera que soy una deshonra para la familia y hace mucho que desea despojarme de mis derechos. Está hoy aquí sólo porque no pudo lograr sus propósitos. ¡Los Arkwright! ¡Es lo único que le importa!
Aunque profundamente disgustado, Henderson, que se había visto ya en situaciones similares, se limitó a decir:
—Querida señora, le ruego que no pierda la calma. Como es natural, está usted muy nerviosa; por esto la disculpamos. Créame que hacemos todo lo posible para ayudarla. Sir Isambard Burns ha tenido la bondad de trasladarse a Londres para analizar el caso con usted. Necesitamos hacerle varias preguntas.
—¡Qué ha tenido la bondad de venir desde Londres! —remedó Rosalía desdeñosamente y con voz chillona—. ¡Muchas gracias! —añadió con afectación—. Le pago, ¿no es verdad? Ya están enterados de todo. He contestado sus preguntas hasta el hartazgo. No he de permitir que sigan incomodándome. Conocen todos los hechos y me dejan aquí encerrada por culpa de una acusación fraguada y estúpida. No hacen nada. Sólo quieren dar largas al asunto para cobrarse más honorarios. ¡Deberían tener un poco de vergüenza!
Había elevado la voz; hablaba ya a gritos y los sollozos entrecortaban sus frases.
Henderson se dispuso a pronunciar nuevas palabras tranquilizadoras, pero sir Isambard le hizo un ademán para que se callara.
—Señora van Beer —dijo con la voz profunda y sonora que había causado impresión en tantos tribunales—. Necesito hacerle ciertas preguntas. ¿Quiere o no contestarlas?
—Sáqueme de aquí —repuso con voz llorosa la mujer—. Ésa es su tarea. Ya sabe todo lo que hay que saber. Basta ya de tratarme como una basura. No les permitiré a ustedes dos, caballeros —pareció arrojarles las palabras a la cara—, que sigan tratándome de ese modo.
—Perfectamente —dijo sir Isambard—, este asunto ha terminado, Henderson. Nada tenemos que hacer aquí. Señora, Henderson y yo nos desentendemos de su caso. Ya encontrará usted a otros abogados que le agraden más. En tales condiciones no nos encargamos de ningún caso. Buenos días. Vamos, Henderson.
Sir Isambard recogió su abrigo y su sombrero y se dirigió con dignidad hacia la puerta. Henderson, después de una momentánea vacilación y evidentemente afligido, hizo lo mismo.
Rosalía los miraba en silencio. Cuando llegaron a la puerta, dijo con entonación menos truculenta:
—No me dejarán así. Lamento haber hablado de ese modo.
Prescindiendo de Rosalía y en un alarde de desusada etiqueta, sir Isambard dio paso a Henderson para que saliera primero de la celda. Este, de mala gana, cruzó el umbral de la puerta.
Rosalía extendió el brazo y se incorporó.
—¡Oh! —exclamó con voz muy distinta—, no se vayan, por favor.
Sus exasperados nervios cedieron y se echó a llorar desconsoladamente. Escondió la cabeza en las manos, sobre la mesa, conteniendo sus sollozos. Sir Isambard dejó que llorara: era la mejor manera de serenar su histerismo. Después de varios segundos, Rosalía levantó la cabeza; su demudado semblante había adquirido cierta dignidad y un poco de calma.
—Haré lo posible por contestar —dijo en voz baja—. No tengo amigos; hace mucho tiempo que estoy sola. Sentada aquí a solas me muero de miedo y no tengo a quién recurrir. Me dominan los nervios e ignoro lo que digo y lo que hago. Ahora me comportaré como es debido, lo prometo.
Sir Isambard habló en tono bondadoso; pero sin abandonar su formalidad. Deseaba que la entrevista tuviera un carácter muy formal; de ese modo sufrirían menos los nervios desequilibrados de la procesada. (¿Cómo se conduciría ante el tribunal? Desechó ese pensamiento; reflexionaría más tarde sobre él).
—Son momentos muy penosos para usted, señora. Ninguna mujer pasa por lo que usted está pasando sin sentirse oprimida por la tensión nerviosa. Créame que comprendemos su situación, pero no debemos perder la sangre fría. Es lo único que puede ayudarnos. ¿Se siente capaz de hablar tranquilamente conmigo? ¿Desea que el doctor Hender son le traiga un vaso de agua?
—No. Gracias. Estoy a su disposición.
—¡Espléndido! En primer lugar desearía hablarle de los Rodd.
La elección fue desafortunada. Rosalía se sonrojó.
—¡Son un par de ladrones! —exclamó—. Hipócritas y…
—¡Señora! —La voz de sir Isambard seguía siendo amable, pero su mirada había adquirido severidad.
—Disculpe —dijo ella, moviendo la cabeza en señal de que desaprobaba su arrebato—. ¿Qué desea saber?
—Me han dicho que existen sospechas de que Rodd robaba vino de la bodega de usted. ¿Es así? ¿Lo sospechaba usted ya?
—No. Siempre les tuve confianza. Rodd me aseguró que todo el vino estaba agrio, y el que probé era realmente malo. Por ese motivo ordené a Rodd que lo tirara y vendiera las botellas vacías. No me enteré de la verdad hasta que el inspector lo descubrió mientras bebía y el doctor Henderson puso en claro lo ocurrido.
Miró con agradecimiento a Henderson, tratando de que apreciaran su enmienda.
—¿Le dijo que lo tirara y, en cambio, él se lo bebió? ¡Hum! ¿Cuánto tiempo hace que ocurría esto?
—Desde hace años, supongo. Poco después de la muerte de sir Enrique. Naturalmente, no sé en qué cantidades lo bebía, ni cuándo.
Sir Isambard tamborileaba con dos de sus dedos sobre su barbilla, como lo hacía siempre que se sentía desconcertado. Decidió cambiar de tema.
—Deseo saber ahora si se entendía usted con Felipe. El niño no la quería, ¿verdad?
—No ignoro que no se debe hablar mal de los muertos; pero era un niño muy difícil. Siempre estaba…
Sir Isambard volvió la mirada con severidad. Rosalía se detuvo bruscamente.
—¿Qué desea usted saber en especial? —preguntó.
—Quisiera conocer cualquier circunstancia concreta (algo ocurrido realmente; no generalidades) que muestre algún comportamiento extraño del niño, o denote la particular mala disposición que tenía contra usted.
Rosalía estaba perpleja, y con razón: Era difícil recordar, en el comportamiento de Felipe, algún detalle que en aquel momento le pareciese muy grave. El chiquillo había sido fastidioso; pero la mujer comprendía que sir Isambard exigía algo más convincente que un mal genio infantil. El abogado trató de ayudarla.
—¿Recuerda algún incidente presenciado por testigos? Algo que los Rodd, o el profesor, o Ada, o el doctor, hayan visto. Algo que demuestre que era un poco desequilibrado. Me pregunto, ¿comprende?, si el pobre niño no se habrá sentido atormentado por el odio que usted le inspiraba, hasta el punto de querer envenenarla y envenenarse. Si abrigaba ese deseo, es posible que alguna persona haya advertido en él detalles que sugieran su desequilibrio. Reflexione.
Rosalía hizo el esfuerzo que le pedían. Finalmente un recuerdo acudió a su memoria.
—Sí, poco antes del accidente ocurrió algo. Los sirvientes lo vieron; pero, como son mentirosos, no se lo habrán dicho.
—No importa; cuéntemelo.
—Me atacó en la cocina con un cuchillo y me lastimó la cara. Fue porque me vi obligada a eliminar, por orden del médico, un conejo enfermo y malsano que tenía Felipe.
Rosalía relató, a su modo, la muerte del animal mimado del niño. Sir Isambard sonrió; parecía muy satisfecho. Tenía, sin lugar a dudas, pruebas de una intención criminal, fácilmente corroborable.
—Cuénteme todo lo que recuerde del conejo —insistió.
—Era un animal grande y feroz. En cuanto a su pregunta de si el comportamiento de Felipe era raro, le diré otra cosa. Es curioso que no me viniera antes a la memoria. Esto demuestra lo que significa un cerebro adiestrado: usted advertía cuánta importancia podían tener ciertos pormenores, y yo, que los conocía, no lo entreví. —Rosalía se había animado, casi había recobrado su antiguo aplomo, y prosiguió—: A veces parecía que Felipe le rezaba a ese conejo. Le recitaba cosas; un día lo encontré arrodillado frente al animal y cantándole letanías como en una iglesia. Fue la vez que le puso aquel extraño nombre.
—Cuando se es niño no es raro encariñarse con un conejo —observó desilusionado sir Isambard—. A propósito, ¿qué nombre era ese?
—¡Oh, no sé! —repuso, desalentada, Rosalía—. Algo así como Sredni Vashtar.
—¿Cómo? —inquirió sir Isambard.
—Lo recordaré dentro de un instante. Me llamó la atención por su rareza. —Rosalía vaciló—. Sredni Vashtar. Eso era.
Sumido en sus pensamientos, sir Isambard no dijo palabra; al cabo de un momento se puso de pie.
—Gracias, estimada señora —expresó—. Nos ha prestado usted una ayuda grande y valiosa. Pronto volveremos a verla.
Y así diciendo, le tendió la mano.