He aquí un fragmento de una carta de Eduardo Gillingham a Elena Cartnell, enviada días más tarde, después, de que la policía sometió a los sirvientes a nuevos y minuciosos interrogatorios, de los cuales él nada sabía:
«… Este asunto del pobre Felipe Arkwright se está poniendo feo. Hoy por la mañana el sargento Knowles me llamó y me pidió que le acompañara oficialmente a casa de la señora van Beer. Con él venía el inspector Holly, hombre de alta estatura que me presentaron cuando fui a verlos a Wrackhampton. Me dijeron que yo debía hallar el recorte, pero no me contenté con estas escuetas palabras. Sé que me consideras demasiado curioso, pero piensa que soy un testigo importantísimo y estaba ayudándoles en algo esencial, de modo que me pareció justo querer enterarme de lo que se trataba. Les hice cuantas preguntas se me ocurrieron; no fueron muy explícitos, pero no pudieron guardar absoluto silencio.
»No quisieron admitir que sospechaban de alguien, pero me dijeron que habían conseguido saber quién había comprado el periódico de Essex el año pasado. La orden fue recibida por una pequeña agencia situada cerca de El León Rojo, algo más allá de la estación de Wrackhampton. Vende, en general, los diarios a la señora van Beer. Al principio, el dueño de la agencia no recordaba nada, pero buscando en sus libros halló la anotación del pedido; como no recibía ese periódico, tuvo que encargar especialmente el número deseado. En el primer momento el hombre no recordaba en qué forma se lo habían pedido. Luego, dijo que la señora van Beer le había enviado una carta; después, su mujer dijo que Rodd había ido allí a pedirles de viva voz el ejemplar, tras consultar un papel de apuntes. En seguida la mujer rectificó diciendo que era como decía su marido. Según el inspector Holly ninguno de los dos recordaba los detalles del caso y sólo deseaban ser amables con la policía.
»Por mi parte no pude sonsacarles nada. Me pregunté una y otra vez cómo explicarían mi presencia en esa casa. Sencillamente, no la explicaron. Me sentía incomodísimo.
»Isabel Rodd nos abrió la puerta. El inspector preguntó dónde estaba la señora; le contestaron que en el jardín; el inspector explicó que deseaba hablar con ella, pero que de paso haría una pregunta a Ada. Se dio por invitado a pasar adelante, entró en la sala, me dejó allí en compañía del sargento, y se dirigió a la cocina.
»Te diré que reconocí el libro en seguida. Me acerqué, lo abrí y dentro hallé el recorte. El sargento, después de examinarlo, me preguntó si estaba dispuesto a jurar que era el mismo papel que había hallado, en el mismo sitio, la vez anterior; es decir, la víspera del día de la muerte de Felipe. Le aseguré que haría esa declaración bajo juramento cuando me lo pidieran.
»Esperamos largo rato. El sargento se puso nervioso. Supe después que la tardanza no había sido por culpa de Ada. Ignoro lo que le preguntaron y lo que contestó: no quisieron decírmelo. Pero Isabel Rodd no se había mostrado muy contenía al vernos llegar, y cuando el inspector entró en la cocina comprendió la razón. Rodd estaba ebrio, sentado frente a una botella de Borgoña vacía ya, sacada al parecer de la bodega de sir Enrique. El inspector cree que ha estado robando continuamente las reservas. Le habló con brusquedad y Rodd le mandó al diablo. Cambiaron algunas palabras, y el incidente duró buen rato.
»Finalmente el inspector regresó a la sala con la señora van Beer. El sargento hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, el otro pidió a la mujer que se adelantara, y ésta, de pronto, se vio frente al libro abierto.
»—Me gustaría —dijo el inspector— saber qué dice usted de este recorte hallado en este libro y en esta sala.
»Ella se inclinó para mirarlo. Yo no le veía la cara. Mientras la mujer vacilaba, el inspector pronunció la acostumbrada frase… ya sabes, la advertencia de que cualquier cosa que dijera sería anotada y utilizada como prueba.
»Súbitamente lanzó una especie de grito, algo así como «¡ang!», (es lo más parecido que encuentro para describirlo) y sus manos, con gesto frenético, intentaron apoderarse del papel que tenía delante. Creo que lo habría destrozado si el sargento no le hubiese asido las muñecas.
»Entonces se puso a gritar desaforadamente: «¡No pueden hacerme esto! ¡Quieren tenderme una celada! No sé de qué se trata. Ustedes lo pusieron ahí». Golpeó al sargento en la cara. Le llamó «maldito puerco mentiroso». El hombre no había abierto la boca.
»Es una mujer perversa y, si mató a Felipe, no merece piedad. Pero no es un bonito espectáculo ver detener por asesinato a un ser humano, aunque sea de los peores. Sollozaba y gritaba, y les rogaba: «¡Déjenme tranquila! ¿No ven que estoy enferma?». Tenía un color amarillento y los cabellos despeinados y en parte caídos. Se hizo evidente que se los tiñe. De pronto su rostro pareció llenarse de arrugas. El inspector repetía con voz tranquila: «Estoy en la obligación de rogarle que venga con nosotros, señora». Finalmente, casi tuvieron que cargarla para conducirla hasta el automóvil. No les oí formular la correspondiente acusación contra ella; seguramente esperaron hasta llegar a la comisaría. Yo volví andando hasta mi casa.
»Desde entonces analizo sin cesar su comportamiento. ¿Parecía culpable o solamente asustada? En realidad no lo sé. La pregunta más acertada, a mi juicio, es la siguiente: ¿Tuvo tiempo suficiente para leer el contenido del recorte? Porque si así fuera, si tuvo bastante rapidez para entenderlo, la tuvo también para comprender lo que podía significar, aunque fuera inocente. En tal caso, no es de extrañar que le diera un ataque de desesperación. Ahora bien: si no fue así; si sabía lo que decía ese papel, las cosas toman un aspecto bastante sombrío. Porque significaba que en cuanto advirtió que lo había hallado, comprendió que le habían descubierto el juego.
»Por más que cavilo alrededor de esta pregunta, no le encuentro respuesta. Me inclino a suponer que tuvo tiempo de percatarse del recorte. En realidad, nadie puede saberlo.
»De todos modos, querida, hoy he hecho algo que puede significar la horca para una persona. No me siento feliz. Expresarlo así es una tontería; me siento mucho peor que eso. Mañana iré en bicicleta a esperarte a la salida del trabajo, y aunque tenga que seguir después hasta la calle Princes, te acompañaré. No quiero estar solo conmigo mismo, y después de hablar contigo nunca estoy solo durante el resto del día».