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—Y bien —dijo Cooper Wills, mirando al inspector—; ¿debemos creer a este joven?

El inspector, cincuentón y de pelo gris acerado, cruzó sus piernas delgadas e hizo el gesto de silbar; pero no emitió sonido alguno.

—Yo diría que sí, señor. No hay razón para inventar un episodio tan fuera de lo común. Y son muy pocas las personas que conocen el caso anterior. No he querido revelar al joven que el doctor Lammas me había contado la existencia de ese caso. Creo que el muchacho ha visto el recorte. No parecía tener inconveniente en mostrarnos el sitio donde lo halló. Supongo que el papel está todavía allí. O estaba.

—Si es así, ¿qué significa entonces ese papel? ¿Una coincidencia?

—No pertenece a la clase de coincidencias que más me agradan, señor.

—No. Pero tenemos una ardua tarea por delante. Primeramente, es necesario corroborar la veracidad de ese informe. Al sargento le es fácil ir hasta la casa con el pretexto de averiguar algo y encontrar una ocasión de buscarlo. La muerte del chiquillo sigue siendo, por donde se la mire, un misterio; no puede parecerle raro a la señora van Beer que nos consideremos en el deber de seguir ocupándonos del caso. Pero podría extrañarle que el sargento se presentase en compañía de Gillingham. Sea como fuere, es menester actuar. Ahora bien: suponiendo que el sargento Knowles lograra encontrar el recorte, ¿qué habríamos adelantado?

—Muy poco —repuso el inspector, moviendo la cabeza.

Cooper Wills siguió analizando el asunto:

—Nos encontramos ante la misma dificultad inicial: no tenemos idea de cómo pudo haber sido administrado el veneno de marras. El niño, según parece, no comió más que el almuerzo. La carne en mal estado no se transforma en hederina; y de acuerdo con las declaraciones de los testigos, la ensalada no contenía nada anormal. Por consiguiente, no sé de qué nos servirá probar que alguien conocía la posibilidad de envenenar al niño con polen de hiedra, y que ese alguien guardó, y tenía a mano, la crónica que explicaba la forma de hacerlo.

El sargento Knowles sugirió con una tosecita que deseaba decir algo.

—Hable, Knowles; no nos vendrá mal su ayuda.

—Y bien, señor. Pienso que las cosas pueden no ser como usted dice. Hubo tiempo y ocasión para envenenar la ensalada. El almuerzo que comieron ese día era frío; cuando interrogué en cumplimiento de mi deber a Isabel Rodd (es decir, el ama de llaves), me informó que la carne y la ensalada fueron servidas a la mesa media hora antes de que tía y sobrino se sentaran a almorzar. En ese lapso cualquiera pudo haber realizado la maniobra. Ahora bien: después del juicio, Ada, la muchacha que ayuda en la cocina, le dijo a una amiga mía —(la expresión del sargento era austeramente impersonal)— que Isabel Rodd había hablado en forma descomedida en su declaración y que a ella (esto es, Ada) le había parecido, al tirar la ensalada, que el aderezo estaba sucio. Pero, siguió diciendo la muchacha, era inútil contradecir al ama de llaves cuando estaba de mal humor; para terminar de una vez con el asunto lo mejor era decir lo que ella deseaba. Añadió luego que ciertamente la había visto lavar la ensalada y que tal vez sólo por error le había parecido que sus sobras estaban sucias.

—No parece muy segura como testigo. Sin embargo, tal vez nos ayude a descubrir algo. ¿Explicó en qué consistía la suciedad del aderezo?

—Dijo que parecía arenoso. Como si contuviera polvo.

—Polvo. Es indudable que se trataba del polen de hiedra.

—Si contenía polen de hiedra, alguien lo echó en la ensaladera —observó el inspector Holly—. Isabel Rodd afirmó rotundamente que no pudo haberse adherido por accidente a las lechugas. Crecen en el otro extremo del jardín. Además, la vieron cuando las lavaba…

—Así es… —asintió dubitativamente el jefe de policía—. Esa parece ser la verdad. Entonces, si alguien lo hizo, ¿quién fue? ¿Quién tuvo un móvil? Is fecit cui prodest.

—¿Cómo dice? —inquirió el sargento.

—No creo que en este caso sea necesario buscar a la mujer —dijo el inspector, igualmente desconcertado.

—Disculpe. Quise decir: ¿quién sacó provecho de ello?

—¡Ah! No es difícil adivinarlo, señor. Todos conocen el testamento de sir Enrique. Existen varios legados a hospitales: ésos quedan descartados. La señora van Beer hereda la mayor parte de los bienes si Felipe muere antes que ella. Rodd y su mujer reciben dos mil libras cada uno.

—¡Dos mil! Es una fortuna para ellos.

—Isabel Rodd tiró los restos de la ensalada —observó el inspector Holly—. Estaba ansiosa de convencer al tribunal de la absoluta limpieza de esas lechugas. Virtualmente obligó a Ada a que apoyase sus palabras, y hay razones para creer que mentía.

—Pero ¿habría ella guardado ese recorte? De ser así, ¿cree usted que lo habría escondido en la sala? Reconozco que la biblioteca es buen lugar para ocultar un recorte, sobre todo si el libro elegido no es de los que se leen. Sin embargo, considero difícil que el ama de llaves eligiera ese sitio. Dentro de un libro en la cocina, o en su cuarto… lo admito; pero no allí.

—Puede ser que no estuviera necesariamente escondido, señor. Quiero decir, que cualquiera pudo haberlo puesto allí temporalmente, por cualquier razón, y luego lo olvidó. Imaginemos que la persona, sea quien fuere, se hallaba leyéndolo y alguien entró de pronto en el cuarto. Es lógico suponer que introdujera rápidamente el recorte entre las páginas de un libro y colocara éste nuevamente en su anaquel, y quedara allí. Es un buen escondite, ciertamente; pero en esa forma es fácil que ni uno mismo recuerde dónde se encuentra lo que ocultó.

—Aún así, no veo al ama de llaves en trance de utilizar esa habitación. ¿Qué opina usted, sargento?

—Pues bien —contestó sorprendido Knowles—, a mí me parece que convendría averiguar algo más sobre la señora van Beer, señor.

—Continúe.

—Yo diría lo siguiente: la señora van Beer no quería al chiquillo. El señor Gillingham podría darnos más detalles sobre el particular, pero todo el mundo lo sabe. Tuvieron un terrible altercado porque ella mató al conejo del chico; y si es verdad la mitad de lo que cuenta Ada Corney, esa mujer es perversa. El ama de llaves tiró los restos de la ensalada, es cierto pero ¿quién le dio la orden de hacerlo? La señora van Beer. Dos veces, dice Ada.

—Ada parece tener mucho que decir, sargento; será mejor que nos lo diga a nosotros. Recuerde, sin embargo, que la señora van Beer también se intoxicó.

—Apenas, señor. Seguramente, se enteró por el artículo de que corría poco riesgo, puesto que ese veneno sólo mata a un niño. A decir verdad, no corrió ningún peligro. Devolvió el almuerzo en seguida. Mientras comía, se bebió casi media botella de oporto; eso la habrá echo vomitar. Pudo haber sido ésa la causa; o tal vez subió al piso alto y, sencillamente, se introdujo los dedos en la garganta.

—Comprendo. Entonces usted cree que durante la media hora que estuvo la comida sobre la mesa recogió un puñado de polen de hiedra y lo mezcló con la ensalada. Quizá. Es posible. Pero necesitamos pruebas.

—Sí, señor.

—Tal vez alguien la vio mientras hacía eso. Concentre su atención en Ada, inspector; esa muchacha parece saberlo todo. Envíe allí al sargento. Averigüe si Ada u otra persona cualquiera recuerda haber visto a alguien en el comedor entre la hora que Isabel Rodd puso la mesa y la hora en que tía y sobrino se sentaron a almorzar. Eche un vistazo para ver si encuentra el libro que guarda el recorte; si no lo encuentra, tendremos que llevar allí a Gillingham con algún pretexto. Otra cosa. Pregunte a la agencia Wyman, de Wrackhampton, y a todos los demás agentes de periódicos, si vendieron un ejemplar del East Essex Monitor, hace un año, a alguna persona de aquí. Seguramente han tomado nota del pedido: no es corriente que un habitante de Devon desee un periódico local de East Essex. Si ninguno de ellos ha registrado esa venta es porque el ejemplar fue directamente pedido al diario. En tal caso hay que averiguar en las oficinas del periódico mismo; es posible que conserven ese pedido en sus archivos.

—Bien, señor —dijo el Inspector, poniéndose de pie. Luego añadió—: Además de esas dos mujeres, hay otra persona que pudo cometer el crimen.

—Sí; Rodd. No lo he olvidado. Él también gana con la muerte del niño. Me infunde tantas sospechas como su mujer. Pero no entró en el comedor. Por otra parte, existe la posibilidad de que como jardinero conociese los efectos fatales de la hiedra. En general, los hombres de ciencia londinenses ignoran que muchas nociones que consideran poco divulgadas en los libros de texto son conocidas entre los campesinos. No debemos olvidar, por cierto, a Rodd.

—No pensaba en Rodd, señor. Me refiero a Felipe Arkwright.

—¿Al chiquillo muerto? ¿En qué sentido?

—Quizá decidió matar a su tía. Ella había dado muerte al conejo que el niño adoraba, ¿recuerda? La detestaba, y era una criatura neurótica y apasionada. Tal vez halló el recorte y procedió de acuerdo con la información que daba sobre el veneno; tal vez echó polen de hiedra dentro de la ensaladera. La mala suerte, siempre desde el punto de vista del niño, quiso que su tía devolviera la comida, debido a lo mucho que bebió, mientras que la cantidad ingerida por él para evitar sospechas resultó mortal. Es posible que ignorara cuán precaria era su salud.

—Pero si leyó el recorte tiene que haber comprendido que se suicidaba.

—Quizá lo comprendió. Quizá no le importase morir, siempre que su querida tía muriera también.