Si callaba, era probable que la justicia diera un fallo erróneo. Probable, pero no seguro.
Por otra parte, si hablaba, estaba seguro de que pasaría un mal rato. En primer lugar, se expondría a que le tildaran de entremetido. En segundo, la acusación que presentaría contra un tercero era muy grave: lo que tenía que declarar significaba una inculpación de asesinato, o no significaba nada. Al fin y al cabo era muy posible que, después de humillarse a fin de efectuar su sensacional acusación, le dijeran que lo descubierto por él no tenía la menor importancia.
Y quizá no tenía la menor importancia.
Sin embargo, cuando procuró convencerse de la exactitud de sus argumentos, no pudo dejar de pensar en lo que había descubierto casualmente. No cabía la menor duda; era curioso haber hallado aquello. Y cuanto más trataba de rechazar esa idea, más le preocupaba la rareza de su hallazgo. Finalmente, decidió hacer lo que todos los hombres hacen cuando se enfrentan con un problema: pedir consejo a una mujer.
Elena le escuchó atentamente, fijando en él sus ojos azules y con solicitud maternal pintada en su rostro agradable y un poco grande. Antes de terminar su relato, Eduardo sabía ya lo que haría y lo que ella iba a decirle. Pero siguió hablando:
—… en esa forma, mientras esperaba que el doctor Parkes bajara (porque el anciano no creyó que Felipe estuviese muy enfermo y supuso que tal vez podría dar su lección) saqué de la biblioteca algunos libros no muy leídos, al parecer, y me puse a hojearlos. En uno de ellos hallé un largo recorte periodístico.
Hizo una pausa.
—¿Hacía mucho que el recorte estaba allí? —preguntó Elena, con el fin de impulsarlo a proseguir su relato.
—¿Cómo puedo saberlo? Sin embargo, sí, lo sé. ¡Qué curiosa pregunta! Hacía tiempo que el recorte debía estar allí porque sus pliegues habían marcado las páginas que lo guardaban. Pero no comprendo qué importancia puede tener ese detalle. ¿Por qué me lo preguntas?
—¡Oh, no lo sé! ¿Qué decía?
—Ya te explicaré. Quiero que leas la información aparecida en el periódico de esta semana. Dime lo que más te llama la atención en esta crónica. Es decir, de lo que se refiere a la muerte de Felipe.
—No te comprendo bien—observó Elena, arrugando el entrecejo en un esfuerzo por ayudarle—. Déjame reflexionar. Dicen que murió envenenado por una substancia vegetal fácil de recoger en el jardín. Nadie, sin embargo, tiene la menor idea de cómo la ingirió; parece raro que fuese de modo accidental. Pero no puede ser sino un accidente, porque…
—¿Por qué?
—Porque, como es natural, nadie sabía que esa substancia era venenosa; lógicamente, entonces, nadie pudo dársela intencionalmente. Los mismos médicos no reconocieron los síntomas, y el célebre especialista aseguró que no existían, prácticamente, antecedentes de casos similares.
—He ahí lo malo. Alguien lo sabía; alguien se había tomado el trabajo de recortar el artículo periodístico que se refería a las cantidades, la época del año y todo lo demás. Creo que el caso explicado en el recorte debe ser uno de los pocos a que aludió el doctor. Dicha crónica fue extraída de un periódico local de East Essex, y data del año pasado… Es obvio que no fue comprada o guardada por casualidad. Es el relato de una encuesta efectuada con motivo de la muerte de una niña de once años, envenenada con polen de hiedra. El recorte refiere la historia entera y es, exactamente, lo que le ha sucedido al pobre Felipe. Idénticos todos los síntomas. Sólo que en aquel caso se logró averiguar cómo tomó el veneno la chiquilla: por accidente.
—¡Ah! —fue el único comentario que hizo Elena, palideciendo.
—Así que, como habrás adivinado —prosiguió Eduardo—, alguien estaba al tanto de lo que sucedía, y ese alguien calló. Permitió que el viejo Parkes procediera a ciegas. Nadie, por otra parte, ha conseguido construir una hipótesis sobre la forma en que Felipe pudo ingerir accidentalmente el veneno. No parece fácil. La mesa del comedor está demasiado lejos de la enredadera para que el polvo hubiese volado hasta allí. Pero es posible que alguien se lo haya dado. Y alguien, con algún propósito, tenía guardado ese recorte desde hacía muchos meses.
—¿Por qué crees que alguien deseaba matar al pobre Felipe?
—No lo sé —repuso Eduardo, extendiendo ambos brazos—. Creo que hay dinero de por medio.
Elena no disimulaba su preocupación.
—¡Qué desagradable para ti! —observó—. Pero, sin lugar a dudas, debes hablar. —Vaciló un instante; y al advertir la actitud desconsolada de su novio, añadió—: ¿Quieres que te acompañe?
Era lo que Eduardo deseaba con toda su alma; pero su dignidad no le permitía aceptar esa propuesta.
—No, no —contestó—. ¡Por Dios, no soy un niño! ¿Qué me aconsejas? No puedo acercarme a un agente de policía cualquiera y decirle: «¡Oiga!…». ¿Crees que debo ir a Exeter para hablar con el gobernador o alguien así?
—Con el gobernador, no, tonto; con el jefe de policía. Yo iría al pueblo más cercano, que es Wrackhampton, y hablaría con el comisario. O, si prefieres, puedes ver al sargento Knowles… Estaba en la indagatoria. ¿Por qué no recurrir a él?
Así lo decidieron. Pero en cuanto oyó las primeras frases, el sargento Knowles declaró que había que poner el asunto en conocimiento de sus superiores. Llevó a Eduardo Gillingham a Wrackhampton, a entrevistarse con el jefe de policía. Este se llamaba Cooper Wills, no era militar retirado, no tenía rostro rubicundo ni modales rudos y no era tonto. Había elegido su profesión hacía treinta años, época en que había entrado a formar parte de la policía; desde entonces había ascendido paso a paso; por último, había sido designado jefe de policía por una junta sometida a la influencia de dos ideas anticuadas, aunque sus miembros ignoraban que lo fueran: primero, que un policía de profesión debía dirigir las fuerzas policíacas; segundo, que convenía alentar con merecidos ascensos a los funcionarios públicos competentes.
Cooper Wills se hallaba en aquel momento hablando con el inspector Holly, su probable sucesor; ambos recibieron amablemente a Gillingham. No mostraron sorpresa ante su manía de curiosear y le felicitaron por su espíritu de colaboración ciudadana. Treinta segundos después Eduardo se encontraba completamente a sus anchas.
Entre las preguntas que le hicieron una sola merece ser anotada.
—¿Cree usted, señor Gillingham, que podría reconocer el libro dentro del cual halló el recorte?
—Creo que sí; pero no podría asegurarlo. Era un libro grande, azul, con un título semejante a Paseos por el condado de Devon de antaño, o algo así. Recuerdo en qué parte de la biblioteca estaba. Si fuera allí de nuevo, probablemente lo encontraría.
—Gracias. Es usted muy servicial, señor Gillingham. Tendré que reflexionar sobre lo que me ha dicho. Es probable que vuelva a necesitar de usted, pero ya sé dónde puedo llamarle.
Y el jefe de policía le tendió la mano.