Casi todas las ventanas de la sala del tribunal estaban cerradas (sin duda por inveterada costumbre) a pesar del día caluroso y de la gente que se agolpaba en el recinto. El forense, doctor Saunders, se enjugaba continuamente la frente; pero no se le ocurría ordenar que ventilasen la sala. No tardó en notarse el aire viciado; los presentes empezaron a sentir dolor de cabeza y nadie prestó atención al desarrollo del juicio.
El primer testigo era el doctor Parkes. Estaba envejecido y más encorvado que nunca; en su rostro parecían haberse multiplicado las arrugas y se veía que un gran cansancio le dominaba. Contestaba las preguntas del forense con actitud vacilante y poco convincente. Se hubiera dicho que tenía miedo.
No obstante, el doctor Saunders mostró mucha consideración por su colega. Ninguno de los médicos de la localidad ignoraba que Parkes debía haberse retirado hacía tiempo; pero ¿de qué servía humillar al pobre hombre? Lo hecho no tenía remedio, y era menester cuidar el prestigio de la profesión. De todos modos, Parkes era ya demasiado viejo para seguir haciendo daño.
El anciano expuso su actuación en el caso.
—Cuando le llamaron por primera vez, ¿notó usted síntomas que salieran de lo común?
—No, no; ninguno.
—¿El niño sufría con frecuencia esos trastornos intestinales de tipo nervioso?
—Sí, con frecuencia, con mucha frecuencia; por este motivo, más que por ningún otro, su tía solicitaba a menudo mi atención médica. En realidad, más que enfermizo, era nervioso.
El doctor Parkes recobró un poco su aplomo. Declaró que en el primer momento sólo había indicado bicarbonato y una medicina corriente para casos de indigestión, porque el niño siempre había reaccionado bien con esos medicamentos. Al preguntar él cuáles eran las posibles causas de la indisposición de Felipe, le habían contestado que, durante el almuerzo, la tía y el niño habían comido carne de cordero en mal estado. La tía también se había sentido mal. El niño no presentaba ningún síntoma susceptible de sugerirle un diagnóstico distinto del que había hecho.
El forense se abstuvo de hacer comentario alguno. Eso hizo que Parkes perdiera de pronto su momentáneo aplomo. Pensó que quizás hubiese sido más cuerdo no haberse mostrado tan ufano: lo cierto era que el niño había muerto y que no estaba muy seguro de no tener la culpa. Pero ¿quién hubiera podido prever algo tan extraordinario?
Con tono más sumiso prosiguió su relato, subrayando el hallazgo de la sangre en los vómitos del segundo día y el debilitamiento simultáneo del pulso. Explicó en términos poco científicos que el pecho del niño era débil (al advertir esa falta de tecnicismo, el forense levantó las cejas), y, sin duda, tal particularidad había contribuido a disminuir su resistencia. Dijo que en su opinión (que al parecer ninguno de los presentes compartía) era imposible hacer más de lo que se había hecho para salvarlo.
El doctor Herrington no tenía mucho que agregar. Le habían llamado a última hora. Consideraba que el caso era sumamente desconcertante. La carne de cordero en mal estado había sido arrojada a la basura; pero él había visto el vómito. Repitió algunas de las observaciones hechas por Parkes, pero en términos más técnicos.
El presidente del jurado empezó a cabecear; el tiempo pasaba; de pronto no pudo evitar un enorme bostezo. Cuando quiso dominarlo, era tarde: el forense le había clavado los ojos, y el hombre se puso rojo de vergüenza. Trató de fijar la atención en lo que decía el doctor Lammas, facultativo que actuaba en representación del condado. El cansancio del presidente del jurado era, en cierto modo, disculpable porque el doctor Lammas prolongaba sin necesidad el mal efecto producido por la declaración del doctor Parkes, repitiendo las expresiones del anciano con el pretexto de dejar establecida ante el tribunal cuál era la información que poseía antes de iniciar las investigaciones.
—Bien; ¿realizó usted después la autopsia y el análisis de algunos órganos? —inquirió el forense.
—Así es.
—Tenga la bondad de explicar al jurado, sin emplear palabras técnicas, lo que descubrió usted.
—Sin emplear tecnicismos —afirmó suavemente el doctor Lammas— les diré que no hallé absolutamente nada. —Parecía que con esas palabras ponía término a su declaración; pero al oír un murmullo desaprobatorio del forense, prosiguió—: Es decir, no encontré nada que no tuviese la seguridad de encontrar después de los síntomas que me detalló el doctor Parkes. Existía inflamación, como era de suponer. Existían señales evidentes de hemorragia interna generalizada. Pero no existían rastros de la causa de ese estado. Hallé pruebas de un comienzo de congestión bronquial. Pero esa congestión no pudo ser el origen de los síntomas que me describieron. Por consiguiente, con la ayuda del señor Heriberto Wilkins, químico oficial del condado, aquí presente, procedí a analizar el vómito que había sido conservado. En él descubrí, como había supuesto, rastros clarísimos de veneno.
Al resonar la palabra, se produjo un revuelo en la sala, y hasta el presidente del jurado se enderezó en su asiento.
—¿De qué veneno, doctor Lammas? —preguntó el forense.
—De hederina.
—¿Qué? —inquirió intempestivamente el presidente del jurado.
—Hederina —repitió con frialdad el doctor Lammas—. He aquí la fórmula: C64 H104 019. Es un glucósido, no un alcaloide, como tal vez cree usted. Quizás comprenda mejor si le aclaro que estamos frente a un caso de envenenamiento por medio de hiedra.
El presidente del jurado no pudo ocultar su visible desconcierto. En la sala se oyeron susurros y secretos. Uno de los jurados exclamó claramente:
—¡Bah!
El forense frunció el ceño.
—¿Es corriente esa clase de envenenamiento, doctor Lammas? —inquirió.
—Es muy rara. Puede decirse que casi no existen casos graves; pero se conocen algunos de envenenamiento benigno. La substancia tiene un destacado efecto purgativo y emético y produce salpullido y picazón; de esto último sabemos que sufrió la joven víctima, pero de lo primero no se ha tomado nota. Produce también hemorragia generalizada.
—¿Halló pruebas suficientes de que ese glucósido de hederina fue la causa de la muerte del niño?
—Sí.
El presidente del jurado que ya se había repuesto, deseaba mostrarse ingenioso.
—Si fue esa la causa de la muerte del niño —repitió—, ¿puede explicar el doctor por qué no se hallaron rastros del veneno en el cadáver?
—Los vómitos lo explican sin lugar a dudas —replicó fríamente el interpelado.
—¡Ah!… ¿Y cómo pudo haberlo ingerido?
—Esa parte no me concierne.
—Creo que la policía tiene algo que decir sobre el particular —informó apresuradamente el forense; poniendo fin al interrogatorio del doctor Laminas antes de que el presidente del jurado volviera a intervenir.
El sargento Guillermo Arturo Knowles declaró que había registrado la casa donde vivía el difunto. Las instrucciones recibidas le encargaban que se fijara si había allí plantas de hiedra. Encontró la enredadera, en la parte trasera de la casa, muy crecida y desprendida en algunos sectores. Había, por decirlo así, polen de hiedra en todas partes; sobre todo, gran cantidad de este polvillo diseminado en el ladrillo existente junto al comedor.
—¿Ha ideado usted alguna hipótesis sobre la forma en que el niño pudo haber ingerido ese polen?
—Es difícil adivinar cómo lo hizo, doctor. No es presumible que el polen volara dentro de la casa; y aún así, no habría tragado el niño la cantidad suficiente como para morir envenenado. Tengo entendido que se necesita una dosis grande. Pero sin llegar a formular una declaración definitiva puedo adelantar lo siguiente: el chico y la señora van Beer, su tía, se sintieron indispuestos después del almuerzo; afortunadamente, la señora se repuso. Ahora bien; averigüé que ambos comieron una ensalada cruda de la huerta. Se me ha ocurrido la posibilidad de que dicha ensalada tuviera polen de hiedra y…
Una voz alta y encolerizada que surgía del medio de la sala lo interrumpió.
—¡Mentira! ¡Cómo se atreve a decir semejante cosa de mí!
—¿Quién es esa mujer? —inquirió iracundo el forense, poniéndose de pie.
Una mujer indignada se levantó entre el público.
—¡Me llamo Isabel Rodd y exijo que se me oiga!
—Se la oirá, señora. Guarde silencio hasta que llegue su turno o será expulsada de la sala. Prosiga, sargento.
El sargento contestó que su exposición había terminado. Sin tomar en cuenta una exclamación de Isabel Rodd, muy parecida a la palabra «¡Insolente!», el forense ordenó a la mujer que se aproximara.
Isabel Rodd dominaba a duras penas su indignación.
—Nunca he oído una calumnia de ese calibre —replicó cuando el forense le pidió que declarase—. Mi cocina es un campo de nieve. Nunca en mi vida he servido una ensalada sucia. Sin contar con que la lechuga está plantada en el otro extremo del jardín, donde no hay ni rastros de hiedra. Lavé cuidadosamente la ensalada, hoja por hoja; la corté y aderecé con el cuidado de siempre. Hay testigos que pueden corroborar mis palabras. ¡Ada! ¡Ada! ¡Vamos, habla!
Señaló con el índice a la muchacha sentada junto a la silla vacía que ella ocupaba un momento antes.
—¿Debo interpretar que desea usted que solicitemos la declaración de esa joven? —inquirió el forense, tratando de ponerse a la par de sus argumentos.
—¿Me viste o no me viste lavar esa ensalada? —preguntó Isabel a la muchacha, que se había puesto de pie en medio del público.
—Claro que la vi; la lavó con mucho cuidado y me enseñó cómo se hacía y cómo se aderezaba. Esa es la pura verdad.
Isabel dio un resoplido y clavó en el sargento una mirada de altanera indignación; en el semblante de éste se pintaba una expresión desaprobatoria.
Para terminar, el forense dijo que existía incertidumbre en cuanto a la forma en que el niño había ingerido el veneno; pero que ese detalle no debía afectar el veredicto. Manifestó que estaban en presencia de un interrogante que tal vez nunca hallaría respuesta. Expresó que los niños tienen ocurrencias muy raras, y después de unas cuantas generalidades más, terminó su disertación.
El jurado dictó un veredicto de «muerte accidental».
Dos días más tarde Eduardo Gillingham leyó la noticia en el diario. Dobló desconsoladamente el periódico. Se enfrentaba con un gravísimo problema.