En cuanto se despidió del profesor, la señora van Beer salió al jardín. Permaneció de pie sobre el piso de ladrillos rojos que corría a lo largo del edificio y miró a su alrededor. El descuido del jardín era evidente. Frente a ella había un arriate lleno de flores marchitas que no habían sido cortadas. Era feo el aspecto de las hojas amarillentas y los tallos desmirriados. Un sector entero de la hiedra se había desprendido y se balanceaba suavemente movido por la brisa matinal. Sobre los ladrillos del piso, el polvillo de la hiedra trazaba finos regueros, y más allá, desparramadas, se veían algunas hojas de difícil clasificación y un ramo marchito de flores arrojado allí y abandonado. Moscas negras pululaban en un macizo de capuchinas. Lo único cuidado era el césped.
Si la señora van Beer advirtió estos detalles, no lo dijo. En ese momento, su sobrino salió de la casa y la tía le miró con extraña expresión. Cauteloso como un gato, el niño le devolvió la mirada. Luego, ambos avanzaron separadamente por el jardín.
Una hora más tarde, tía y sobrino se sentaron a la mesa. Sobre una fuente, aguardándoles, había una pierna de cordero fría y una ensalada de lechuga, pepinos y remolacha, aderezada por Isabel. La carne estaba insulsa y la ensalada, áspera; pero ninguno de los dos hizo la menor observación; permanecieron callados. Una sola vez la señora van Beer habló.
—Termina tu comida, Felipe —dijo.
Sin contestar, el niño obedeció.
Después del almuerzo salió a jugar al jardín. Rosalía permaneció en el comedor bebiendo su acostumbrada copa de oporto. Quedaba un tercio de botella; y aunque nadie la oía, la mujer dijo en voz alta: «No vale la pena guardarla», y llenó varias veces su copa hasta darle fin. Era un día muy caluroso de septiembre, y pese a que el sol no penetraba en el comedor, reinaba allí dentro una temperatura sofocante. Congestionada y con mejillas amoratadas, Rosalía se dejó invadir por la somnolencia.
Alrededor de las tres y media de la tarde entró en el cuarto del ama de llaves. Aunque su actitud era digna, su semblante había adquirido una tonalidad entre amarillo y verdosa.
—Isabel —dijo—, arroje a la basura esa carne y esa ensalada. No están buenas. Me he sentido muy mal hace un momento y he ido en busca de un poco de bicarbonato. No he llegado a tomarlo porque he sentido náuseas y he devuelto todo lo que he comido. Todo —repitió con sombría satisfacción.
—Tal vez le haya sentado mal el oporto, señora; hace mucho calor —observó ingenuamente Isabel.
—¡De ningún modo! —exclamó enfadada Rosalía—. Tire esa comida inmediatamente.
—Bien, señora —asintió Isabel, y se dirigió a la cocina para cumplir la orden.
Algo más tarde, Felipe bajó a la cocina y se sentó frente a Isabel. No pronunció palabra, y un continuo temblor le sacudía. El ama de llaves le miró.
—¿Te ocurre algo, Felipe? —Como el niño no contestara, volvió a mirar su semblante pálido y añadió—: Estás temblando.
—No sé lo que tengo —dijo Felipe con inflexión de extremo cansancio—. No hago más que temblar. Me duele la cabeza. Creo que voy a caer enfermo —añadió animándose un poco, como hacen los niños ante la perspectiva de algún acontecimiento inusitado. Subió a su cuarto. La mirada preocupada de Isabel le siguió.
—Quizás sea verdad que esa carne no estuviera buena —dijo, dirigiéndose a Ada—. Me alegro de que mañana venga el barrendero; no quisiera que apestase la casa.
A la hora del té, Felipe no tomó nada y se acostó a las siete. Por rara excepción, aceptó sin vacilar la sugestión que su tía le hizo en ese sentido. Por su parte, la señora van Beer parecía completamente repuesta: comió huevos fritos con tomate, tocino, salchichas y una gruesa rebanada de pan frito, salsa «O.K.», una lata de guisantes, postre de crema de limón y pifia tropical en conserva, rociado todo ello con oporto. Lo bebía con fruición y era evidente que le sentaba muy bien.
A la mañana siguiente, Felipe daba la impresión de estar peor. Se levantó de mala gana para el almuerzo; tomó un poco de sopa e inmediatamente la devolvió. Se acostó de nuevo, y su tía (sin dejar de endilgar su moraleja a Isabel) le tomó la temperatura; el termómetro marcaba treinta y ocho grados y medio. Optó por hacerle beber su panacea universal: jarabe de higos.
El niño volvió a vomitar.
Ese mismo día, algo más tarde (nadie pudo recordar después la hora exacta), la señora van Beer telefoneó al doctor Parkes.
—Creo que Felipe ha comido algo que le ha sentado mal. Ha vomitado y tiene fiebre. ¿Podría pasar por aquí esta tarde?
Con la perspectiva de nuevos honorarios, el doctor Parkes llegó a las cuatro y cuarto. En la puerta de la verja se encontró con Eduardo Gillingham, que los martes y jueves daba lección por la tarde a Felipe, a fin de atender por la mañana a otro alumno. Juntos, el doctor y Eduardo avanzaron por el jardín hacia la casa.
—No creo que puedan recibirlo hoy, muchacho —anunció el anciano—. Me han avisado que nuestro amiguito anda mal del estómago.
—¡Oh, cuánto lo lamento! Pero entraré igualmente a preguntar cómo sigue.
Les condujeron al desordenado salón, y Eduardo aguardó allí mientras el médico se dirigía arriba.
Existen personas que, pese a su excelente educación, conservan algún defecto infantil. Eduardo era de éstas. Era sincero, cortés, valiente, afectuoso e inteligente; pero también curioso. Siempre andaba indagando; no podía evitarlo. Varias veces había estado a punto de que le descubrieran y humillaran; hasta su novia se había visto en alguna ocasión en la necesidad de indicarle que no se entremetiera en los asuntos ajenos. En cuanto se quedó solo en el salón, se puso a andar de un lado al otro, a contemplar los adornos, a hojear el calendario con el objeto de leer las frases y proverbios correspondientes a los ocho siguientes días y a sacar algunos libros de la biblioteca. Le sorprendió encontrar en uno de estos un recorte del East Essex Monitor que databa de un año atrás. Lo desplegó y leyó con concentrada atención. Su madre le había dicho cierta vez —tenía entonces él nueve años de edad— que se haría rico si ponía en su trabajo el mismo apasionado interés que sentía por cosas que ninguna importancia tenían para él. El recorte se refería al resultado de una encuesta judicial. Cuando terminó de leerlo, volvió a plegarlo, lo dejó en su sitio y se dedicó a buscar un nuevo alimento para su curiosidad. Encontró un libro de tapas amarillas que había pertenecido a sir Enrique y cuyo título estaba borrado. Lo abrió, y las siguientes palabras atrajeron sus ojos:
«Oscar, ¡has vuelto a las andadas!».
Interesado, se instaló en un sillón, se puso a leer y trabó conocimiento con la correspondencia de Whistler. No se movió hasta el regreso del doctor Parkes.
—Hoy no podrá dar lección a su discípulo —dijo el anciano—. El calor y algo que ha comido le han sentado mal.
—¿Es grave? —inquirió Eduardo mientras ambos se dirigían hacia la puerta de la verja.
—¡Oh, no lo creo! No, no. Un poco de bicarbonato disuelto en agua tibia y un buen descanso obrarán maravillas en este caso.
El doctor subió a su automóvil y sonrió amablemente al joven cuyo nombre había olvidado… ¿Por qué se marchaba ese muchacho, en lugar de entrar otra vez en la casa? ¡Ah! ¡Claro! Era el profesor, no un pariente. El anciano movió la palanca de velocidad y arrancó con un chirrido y una violenta sacudida. A los pocos segundos el motor se detuvo: el freno de mano estaba retenido.
«Me olvido de todo», dijo para sus adentros; luego rechazó ese pensamiento porque no se atrevía a afrontarlo.
A la mañana siguiente recibió una urgente llamada telefónica del ama de llaves; la voz era muy distinta, por cierto, del tono arrullador de la señora van Beer.
—¡Por favor, venga inmediatamente! ¡Felipe está mucho peor!
Acudió en seguida.
Isabel le condujo al piso de arriba, y en la puerta, fuera del cuarto, la señora van Beer habló con él. Isabel escuchaba desde la escalera.
—Felipe ha vomitado sin cesar, doctor. Ni siquiera ha retenido en el estómago el bicarbonato que usted le recetó; dice que la otra medicina le causa dolor; por eso no se la he dado. De todos modos, la hubiera vomitado. Tiene muy mala cara y está exhausto. Y en su último vómito me ha parecido ver sangre.
El doctor Parkes no contestó, pero la frase final le había sobresaltado. Cuando vio a Felipe, se acentuó la expresión preocupada de su fisonomía; en ese momento el niño estaba quieto y con los ojos muy hundidos. Sudaba un poco y con ademanes casi inconscientes se rascaba el cuerpo. El doctor le auscultó el corazón y sintió que su inquietud se acrecentaba.
—¿Qué ocurre, doctor? ¿Está peor? —preguntó la señora van Beer.
—Déjeme un momento a solas con él, por favor —repuso gravemente el anciano.
Cuando estuvo solo se sentó junto a la cama; pero no hizo otra cosa que mirar al chiquillo. Estaba en un punto al cual había deseado no llegar jamás. Le sucedía lo peor que puede sucederle a un médico. Fácil era advertir que el enfermo corría grave peligro y comprobaba que no tenía la menor idea de cuál podría ser la causa del mal. Tal vez un médico joven lo sabría. Pero él, para el caso, era tan útil como un hechicero africano; y quizás su intervención sólo había servido para causarle daño al niño. El vómito contenía sangre; lo vio en seguida. Era una advertencia inequívoca, pero ¿de qué?
Miró a Felipe (que parecía en estado casi comatoso) y tomó una decisión. Salió del dormitorio y cerró silenciosamente la puerta tras sí.
—Señora —dijo—, creo que debemos pedir opinión a uno de mis colegas. El caso presenta síntomas muy desconcertantes. Si no tiene inconveniente, desearía celebrar una consulta con el doctor Herrington, de Wrackhampton,
—¡Oh, doctor! ¿Tan grave está Felipe?
—Estoy preocupado —admitió el médico—. Es necesario concertar esta consulta cuanto antes. Desearía telefonear ahora mismo, si es posible.
—Como a usted le parezca, doctor.
El anciano telefoneó y regresó diciendo que él y el doctor Herrington se habían citado para las doce y media, pero que tratarían de estar allí más temprano.
Los dos médicos se presentaron a las doce y cuarto. El doctor Herrington era alto, moreno, cuarentón y muy vivaz; el doctor Parkes parecía en extremo deprimido. Isabel corrió a recibirles.
—¡Gracias a Dios que han llegado ustedes! —exclamó—. Ha sido espantoso, terrible. Ahora sólo devuelve sangre. —Los acompañó hasta arriba—. No quiere que su tía esté junto a él.
En efecto, poco después de la partida del doctor Parkes, Felipe, que había abierto los ojos, vio que Rosalía le estaba mirando. Isabel se hallaba de pie al lado de la puerta. Con voz débil, pero clara, y haciendo largas pausas, el chiquillo había dicho:
—Vete. No te acerques a mí… Isabel, no permita que mi tía se acerque.
Isabel, que se había aproximado a la cama, procedió con diplomacia.
—No te preocupes —contestó—. Yo estaré aquí.
—Quiero… ver a Gillingham.
—No ha venido hoy, querido; no estás bien todavía para dar lección.
—Quiero… hablar… con él.
—Se lo diré mañana cuando venga, y si el doctor lo permite, subirá a verte.
Felipe había cerrado los ojos.
Los médicos entraron en el cuarto y ambos —el hombre alto, moreno y vivaz; y el de cabellos blancos, agobiado y tembloroso— se detuvieron bruscamente ante el espectáculo que sus ojos veían. Luego, el primero se apresuró a acercarse a la cama. El doctor Parkes cerró la puerta en las narices del ama de llaves.
Alrededor de diez minutos más tarde salió y llamó a la señora van Beer.
—Es un golpe tremendo —dijo balbuceante—. Lo lamento. Felipe ha…
—¡Ha muerto! —gritó la mujer.
El médico inclinó la cabeza.
—Creo que el doctor Herrington quiere hablar con usted. —El joven facultativo se había acercado y se hallaba detrás de su colega.
—Lo lamento mucho, mucho —dijo interviniendo—. Hicimos por su sobrino todo cuanto estuvo en nuestras manos. Pero fue demasiado tarde. Y —añadió suspirando levemente— me veo en la obligación de comunicar a usted, señora, que no estamos seguros de las causas de esta muerte. Me disgusta tener que agravar su pena, pero el doctor Parkes y yo hemos decidido pedir la autopsia.
La señora van Beer les miró con ojos desmesuradamente abiertos y, sin pronunciar palabra, corrió al dormitorio de su sobrino muerto.