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El lunes siguiente, por la mañana, Eduardo Gillingham bajó de un ágil salto de su bicicleta y entró en la casa por la puerta de enfrente. Su llegada sorprendió a la señora van Beer. Había olvidado que el profesor reanudaría sus clases ese día. No había tenido la previsión de enviarle una contraorden. Trató de acudir rápidamente para comunicarle que Felipe estaba enfermo; pero ya era tarde. El niño le había oído llegar y, precipitándose a su encuentro, le asió fuertemente de la muñeca y casi lo arrastró hasta el cuarto de estudio. Sobresaltado por esta vehemencia, Eduardo miró, por primera vez quizás, más detenidamente a su discípulo.

Vio sus ojos hundidos y enrojecidos, su cara cetrina y enfermiza, más cetrina y enfermiza que nunca, y su expresión de profunda desventura. Sintió remordimientos. Nunca había prestado bastante atención a ese niño. Pensándolo bien, Felipe era un chico inteligente que se interesaba en sus estudios y cuya mentalidad merecía ser desarrollada. El chiquillo no era culpable de su insolencia, ni de sus ataques de mal humor. En cualquier mortal hubiera dejado señales la desgracia de vivir junto a mujer tan espantosa. Eduardo decidió que, en adelante, sería más cariñoso con su alumno. Cuando se sentaron ante la mesa le habló con tono más cordial que de costumbre.

—¡Qué agradable volver a verte, Felipe! —le dijo, poniendo en su sonrisa la mayor amistad que pudo.

El resultado le asombró. Felipe escondió la cabeza entre los brazos y estalló en llanto. Sollozaba silenciosamente, pero con violencia; su cuerpo temblaba. Alarmado, Eduardo se puso en pie y le rodeó el cuello con el brazo.

—¿Qué ocurre, Felipe? —instó—. Cuéntame. Tal vez pueda ayudarte.

Esta prueba de afecto, cosa desconocida para Felipe, tuvo como primera reacción agravar la crisis, pero en seguida el niño empezó a dominarse.

—Ella lo ha asesinado —fue la primera frase coherente que salió de sus labios; luego, gradualmente, fue contando todo lo sucedido.

Aquella noche Eduardo escribió una carta relatando el episodio a una joven amada Elena Cartnell. (Tenía veintitrés años, uno menos que él; era bastante bonita, de nariz respingona, boca grande, cutis lozano y tobillos algo gruesos; pero a los ojos de Eduardo Gillingham su belleza era incomparable, y su sola presencia bastaba para llenar de luz cualquier recinto. En otras palabras: estaba enamorada de ella).

«Esta mañana —escribió— me ha ocurrido algo extraño y penoso. ¿Recuerdas que te hablé de Felipe Arkwright, el chiquillo a quien doy lecciones y que vive con una tía muy antipática llamada Rosalía van Beer? Pues bien, antes de que yo pudiera empezar la clase, el chico estalló súbitamente en sollozos; cuando pudo hablar me dijo que su tía era una asesina. Lo tiene en un puño; no le permite jugar con otros niños y le trata como si fuera un inválido.

»Parece que por pura perversidad ha matado al conejo, único compañero de juegos de su sobrino. Nada justificaba semejante crueldad.

»Nunca he visto a nadie tan apenado como a ese pobre chico. Se siente muy desgraciado y solo, y adivino que había puesto en el conejo el cariño que no puede poner en nadie. No he comprendido bien lo que me ha dicho; pero algo le impulsaba a creer que el animal era excepcionalmente maravilloso, extraordinario y hasta poderoso: una especie de fetiche. Le dedicaba, si así puede decirse, una especie de culto. Sea como fuere, su muerte dentro de un horno de gas es bastante sórdida, y para el niño ha sido como si el mundo entero se desplomara. En su cara asomaba una expresión de horror unida a la del sufrimiento.

»Hablaba confusa y atropelladamente, y me preguntó una y otra vez si el asesinato tendría su castigo. Hice lo que pude para consolarlo, pero temo no ser muy hábil para estas cosas. Apenas si hemos trabajado; Felipe se tranquilizó un poco. Creo que soy la única persona con quien habla libremente.

»Cuando estábamos terminando la lección, su tía entró en el cuarto. Es una mujer de edad madura, vulgar, que desea aparentar modales finos y corteses; a mi juicio, debe de ser muy egoísta. Cuando me puse de pie, sonrió mostrando los dientes y dijo: “Y bien, Felipe, querido, ¿cómo marchan tus estudios?”. El niño no le contestó, y ruego a Dios con toda el alma que nunca, en la vida, ningún niño, ni nadie, me mire como él miró a su tía. Jamás vi odio semejante en rostro humano. Te diré que la expresión de ella no le iba en zaga.

»Dijo entonces: “Me parece que, por hoy, es bastante; no debes trabajar demasiado, querido”. Pero esta vez no le miró; volvió la cabeza hacia otro lado. Su interrupción no tuvo mucha importancia porque ya me marchaba; pero el ambiente no me gusta. Trataré de ocuparme más de ese niño.

»Algún día, querida mía, tendremos un montón de hijos. Nos rodearán, y los querremos igualmente a todos, y la casa estará colmada de felicidad. Permitiremos que tengan conejos y ratones, y que canten y bailen y griten. Y tú estarás entre ellos. Después de esa espantosa casa, te necesito más que nunca; no hay persona en el mundo a quien desee ver más que a ti. Tú eres la belleza, la pureza, la bondad, lo contrario exactamente de todo lo que constituye esa casa. Siempre que pienso en ti y recuerdo lo que eres…».

El resto de la carta no concierne a nadie más que a ellos dos.