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La señora van Beer no necesitó aguardar muchos días. El doctor había almorzado allí el martes; la esperada ocasión se presentó el viernes. Vestía habitualmente a su sobrino con un traje de color amarillento y anchos pantalones ceñidos sobre las rodillas, igual a los que usaban los niños de buena familia cuando ella era joven. Le había costado mucho conseguirlo, porque hasta en la rural comarca de Devon era raro encontrar ese modelo. Ignoraba hasta qué punto le desagradaba al niño esa vestimenta; pero probablemente en nada hubiera influido el hecho de que lo hubiese sabido. El traje llamativo le permitía ver, desde la ventana de su dormitorio, a Felipe en cualquier punto del jardín en que se encontrara. Pasaba la mayor parte del tiempo vigilándolo (o, si se prefiere, espiándolo) desde su dormitorio, situado en la planta alta. Ese viernes por la mañana vio que el chiquillo sacaba sigilosamente de la jaula al animal y corría con él en brazos hasta el extremo del jardín, donde quedaba semioculto por las ramas de un rododendro.

Bajó, salió al jardín y avanzó silenciosamente. Se acercó de puntillas al rododendro y miró entre la planta. Vio que Felipe tenía el conejo estrechamente abrazado contra su pecho y que, mientras refregaba la nariz en el pelo del animal, canturreaba algo con monótona cadencia de sonsonete. Estaba en cuclillas y se balanceaba pausadamente siguiendo el ritmo de su letanía.

Rosalía lo observó durante varios segundos; luego se abalanzó hacia él como un rinoceronte enfurecido.

—¡Felipe! —gritó—. ¿Cómo te atreves a desobedecer las órdenes del médico? Dijo que si volvías a hacer eso habría que matar el conejo. Es una costumbre malsana. Vuelve a ponerlo inmediatamente en la jaula. Más tarde decidiré lo que debo hacer contigo.

—¡No es cierto! —chilló el niño—. ¡No dijo eso! ¡No hago nada malo!

—Llévalo a la jaula —repitió ella.

Con ostensible mal humor el chiquillo llevó consigo al animal y lo metió en la conejera.

A la hora del almuerzo no pudo comer. Quizás el temor y la inquietud hacían que se sintiera indispuesto; sea como fuere, la señora van Beer extrajo del incidente una conveniente moraleja.

—Ya ves, Felipe, cuánta razón tenía el doctor. Dijo que si seguías manoseando a ese desagradable animal podrías caer enfermo.

—¡No dijo eso! ¡No dijo eso! Tía, por favor, no le hagas daño a mi conejo.

La tía no contestó.

Después del almuerzo ordenó a Felipe que subiera y se tendiera un rato «para reponerse», dijo. Aguardó veinte minutos desde la partida del niño; luego, sin hacer ruido, se dirigió a la conejera. Era torpe y tal vez estaba asustada: el animal casi se escapó de la jaula, y se produjo un forcejeo. El conejo volvió a darle un mordisco y de una feroz patada le lastimó la muñeca. Por fin lo atrapó y lo llevó a la cocina, que estaba ya aseada; solamente Ada se encontraba allí, porque el ama de llaves estaba en su cuarto, dormitando después del almuerzo.

—Déjenos solos, Ada —ordenó Rosalía, empleando el plural, presumiblemente a causa del conejo.

—¡Oh! —exclamó Ada, y obedeció.

La señora de van Beer corrió hasta el horno de la cocina de gas, metió dentro el animal, cerró de un golpazo la puerta y abrió las llaves al máximo, sin encender la llama.

Durante un instante permaneció allí inmóvil, trémula de pies a cabeza y presa de una extraña agitación. En ese momento Felipe, cuyas vehementes sospechas se habían despertado, corrió escaleras abajo y abrió la puerta de la cocina.

—Tía, ¿qué haces? Tía, ¿dónde está mi conejo?

—¡Quédate quieto! —repuso ella enfadada—. Es por tu bien.

Le dio un fuerte empujón con el pecho y le envió tambaleante hasta el pasillo. Cerró la puerta y se apoyó contra ella del lado de la cocina.

El conejo pateaba y luchaba dentro del horno. Comprendía, tal vez, lo que le estaba sucediendo, porque lanzó el agudo grito de terror que estos animales sólo emiten en trance de muerte. Sollozando, Felipe golpeaba la puerta de la cocina. Rosalía seguía apoyada contra ella, respirando violentamente y cerrando y abriendo los puños. Su agitación aumentaba y la sangre le congestionaba el rostro.

Empezaba a cesar la lucha del conejo.

Los gritos de Felipe despertaron al ama de llaves. Asustada, corrió hacia él.

—¡Por Dios, niño! ¿Qué ocurre?

—Mi conejo —sollozó Felipe, con la presencia de espíritu, pese a su desesperación, de no mencionar a su tía—. ¡Está ahí dentro y se está muriendo!

—¡Dios mío! —exclamó Isabel, haciendo girar el picaporte de la puerta y abriéndola de un firme empellón. La señora de van Beer, que no estaba preparada para resistir la fuerza de una persona adulta, cedió y abrió paso.

—Disculpe, señora —dijo el ama de llaves entrando en la cocina—. ¡Cielos! —añadió—. ¡Volaremos todos!

El recinto apestaba a gas. Isabel corrió hacia el horno y cerró las llaves. Felipe abrió el horno: el conejo yacía sin fuerzas y con los ojos vidriosos.

—He tenido que hacerlo —se limitó a decir la señora van Beer, dominada por vaga inquietud.

Durante varios segundos Felipe sostuvo en sus brazos al animal. En el rostro demudado del niño se dibujó una mueca, como si fuera a estallar en llanto. Pero dejó el conejo en el suelo y se enderezó. Sobre la mesa de la cocina había un cuchillo de hoja ancha y corta. De un salto se apoderó de él, lo lanzó con fuerza a la cara de su tía y le infirió un pequeño tajo en la mejilla izquierda.

—¡Vieja perversa! —gritó—. ¡Asquerosa! ¡Asquerosa! ¡Asquerosa!

Se abalanzó sobre ella y le dio puntapiés y manotadas, como si sus extremidades fueran remolineantes mayales, movidos por el impulso de su feroz ira infantil. Dentro de su ridículo traje amarillento, sus piernas y sus brazos flacos golpeaban impotentes a la gruesa y pesada mujer.

Una cólera casi tan grande como la de su sobrino desfiguraba el rostro de Rosalía. Apartó al niño de un empujón y, deliberadamente, con todas sus fuerzas le asestó un violento golpe en la cabeza, y le envió al otro extremo del cuarto. Estupefacta, el ama de llaves se interpuso entre los dos. Felipe cayó al suelo y Rosalía, con toda la dignidad que permitían las circunstancias, salió de la cocina.

La desesperación y la atmósfera saturada de gas produjeron su natural efecto: Felipe vomitó. Permaneció en el suelo, con la cabeza apoyada en su conejo muerto, alternativamente sollozando y dando arcadas, hasta que Isabel, con semblante inexpresivo, lo levantó en brazos y lo llevó arriba, a su dormitorio.

Algo después Felipe volvió a bajar. Buscó a Rodd.

—¿Dónde está mi conejo? —le preguntó.

Rodd miró el rostro tenso del niño y decidió decirle la verdad.

—En la pila de leña —contestó—. Lo iba a enterrar.

—Présteme su pala —dijo Felipe.

Rodd le indicó con la cabeza el sitio donde estaba, Felipe llevó la pala y el cadáver del animal a su rincón preferido, detrás del rododendro. Cavó una fosa y depositó en ella al conejo. No colocó encima ni lápida, ni marca alguna. Siempre recordaría dónde estaba situada, y no quería que su tía lo supiese. Mientras enterraba al animal, abundantes lágrimas corrían por sus mejillas; pero no sollozaba. Mascullaba entre dientes, hablando para sí, palabras y más palabras, continuamente, sin cesar.