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Dos días después la señora van Beer había madurado su plan. Telefoneó por la mañana al doctor Parkes preguntándole si le sería posible pasar a verla a las doce e instándole a que se quedara a almorzar con ella. El doctor aceptó la invitación, y le fue preparado un almuerzo excelente.

Al sentarse a la mesa, el anciano facultativo se sentía algo perplejo. El ama de casa le había pedido que examinara a Felipe antes de almorzar, pero el niño no presentaba ningún síntoma anormal. Cuando trató, con la mayor diplomacia posible, de decírselo, la señora van Beer mostró claramente que el diagnóstico no le satisfacía. El médico, suspirando, se limitó a agregar:

—Está muy nervioso, no cabe duda. Será conveniente seguir administrándole el tónico. Cambiaré un poco sus componentes. ¿Podría ir Rodd esta tarde a buscar otro frasco?

Al anciano le costaba creer que le hubieran llamado sólo para eso; pero cuando se interesó por la salud de Rosalía, ésta, contra su costumbre, le aseguró que se sentía perfectamente.

Durante el almuerzo la conversación versó sobre temas triviales; luego, en el momento del café, Rosalía dijo:

—Puedes salir a jugar al jardín, Felipe.

Y volviéndose hacia el médico añadió con sonrisa felina:

—Creo que merecemos otra copa de oporto, ¿verdad, doctor?

—Bien, bien, no diré que no.

El doctor Parkes consiguió poner en su voz un tono de astucia.

Rosalía sirvió dos copas llenas hasta el borde. Se inclinó, arrimó los labios a la suya y sorbió ruidosamente. Solía decir que no era partidaria de desperdiciar lo bueno.

—Felipe me preocupa —observó en seguida.

El doctor Parkes adoptó una expresión atenta.

—Me parece muy raro —prosiguió ella— que pese a todo lo que usted receta (y tengo la mayor fe en su criterio, doctor) no se fortalezca. Me pregunto si no existirá alguna otra razón. —Vaciló, y luego, inclinándose sobre la mesa, dijo en voz baja y penetrante—: ¿Ha pensado usted alguna vez en los animales?

—¿En los animales, estimada amiga?

—Sí. En los animales. Los animales domésticos contagian las enfermedades más horribles. Recuerde los loros, esos desagradables bichos. La gente se muere de la enfermedad rara que transmiten.

—¿Felipe tiene algún animal? ¿Ratones o ratas? No lo sabía.

—Hasta hace poco tenía ratones, y me vi obligada a hacerlos matar. Olían mal; estaba segura de que no podía ser bueno para él. Y ahora juega con un conejo huraño; lo coge en brazos y lo acaricia sin cesar. Lo besa, y quién sabe qué no aspirará del pelo de ese animal. Por supuesto, la conejera es asquerosa. Ya sabe usted lo que son los animales. Me parece sumamente insalubre. ¿No cree usted, doctor, que esto puede ser una explicación?

El doctor Parkes dobló su servilleta, y puso cara de juez.

—Me parece que convendría echar un vistazo a ese señor conejo —dijo, e inició un movimiento para ponerse de pie, lanzando al mismo tiempo una mirada de soslayo a la botella. Rosalía la vio.

—Creo que merecemos un traguito más —dijo, llenando tres cuartas partes de cada copa. Durante varios segundos guardaron silencio; sólo se oyó un ruido involuntario emitido por Rosalía—. Disculpe —dijo—. Es el calor.

Luego, pesados y con el rostro congestionado, se levantaron y salieron; afuera brillaba el sol del mediodía.

De rodillas junto a la jaula, Felipe contemplaba el conejo. Era tan grande la adoración reflejada en su rostro, que parecía estar rezando.

—Felipe querido —dijo Rosalía, dirigiéndole una sonrisa de anuncio de dentífrico—, muéstrale al doctor tu conejo.

Felipe la miró con desconfianza. Cada vez que su tía le hablaba, el niño reflexionaba dos veces, tratando de descubrir la trampa encerrada en sus palabras. Pero estaba orgulloso de su conejo y dispuesto siempre a mostrarlo. Lo cogió en brazos y lo llevó junto al médico.

El doctor Parkes lo acarició: no vio otra cosa que un animal sano, de pelo brillante, de ojos mansos, que parecía disfrutar de la vida. Súbitamente el conejo dejó de mover la nariz y echó hacía atrás las orejas. También había visto algo, pero nunca se sabrá qué impresión le produjo el doctor. Probablemente sólo estaba, como dicen los abogados cuando se oponen a la libertad bajo fianza, in meditatione fugae, es decir, meditando su fuga.

Sin embargo, con gran desilusión por parte de Rosalía, el doctor Parkes no intentó tomar al animal en brazos.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—Sredni Vashtar —replicó Felipe en voz alta y clara.

—¿Cómo? Bueno, bueno —comentó el doctor, bastante sorprendido—. ¿Y allí es dónde vive su señoría? Voy a echar un vistazo.

Se inclinó y miró la conejera. No estaba muy limpia, pero era una evidente exageración calificarla de insalubre. Y sin discusión, el animal gozaba de excelente salud.

—A mi juicio —dijo a la señora van Beer después que se alejaron del niño—, no debe de preocuparle a usted ese animal. Es evidente que está muy sano. Convendría por precaución limpiar la jaula a fondo; pero dudo que pueda propagar enfermedades.

La expresión de la señora van Beer traslucía claramente que no deseaba abandonar su preocupación.

—Naturalmente, sabe usted más que yo, doctor —dijo con voz lastimera—; pero me sorprende mucho lo que acaba de decir. Felipe abraza al animal… esconde la cara y la boca en la piel de ese conejo que huele a lo que usted sabe. Es seguro que debe ser malsano.

—¡Por Dios, por Dios, qué mala costumbre! —exclamó el doctor Parkes, tratando de enmendar su error—. ¡Felipe!

El niño se acercó.

—Ten mucho cuidado con ese conejo. Los animales no son limpios, ¿lo sabes? Podrías sufrir un contagio. No lo abraces. Nunca acerques la cara a su piel; no lo beses, ni nada por el estilo. No lo sostengas en brazos más de lo necesario. Recuérdalo; es importante. Si haces caso omiso de lo que te digo, nos veremos obligados a hacer desaparecer ese animal.

Felipe se demudó y lanzó un gruñido de ira y odio. Mostró, como un perro, sus dientes amarillentos; luego, sin decir palabra, se alejó a la carrera. Comprendía demasiado claramente lo que se tramaba.

En cambio, Rosalía se sentía radiante. Las palabras necesarias habían sido pronunciadas. Estaba segura de que Felipe no dejaría de manosear al animal. Y entonces, deshacerse de él significaría cumplir las «órdenes del médico».