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Para completar el cuadro es menester describir a otros cuatro personajes. Eduardo Gillingham, profesor de Felipe, no estaba la tarde de la huida del conejo. Ya no acudía a dar lecciones diarias al niño, y ese mes de septiembre no había entrado en la casa ni una sola vez: la señora van Beer había decretado que Felipe necesitaba vacaciones porque sus estudios «le agotaban». Es probable que los celos fueran la causa de su determinación, porque Felipe no escondía su admiración que su profesor le inspiraba; en cuanto a éste, que era paciente y dotado de inteligencia, aunque su pálido y enfermizo discípulo no le interesaba mucho, era el único que lo trataba como a un ser razonable. Pero un motivo inmediato, que Gillingham ignoraba, era el causante de su alejamiento. Durante varios meses había dado lecciones a Felipe con resultados halagüeños; no obstante, en el mes de marzo la señora van Beer le telefoneó en repetidas ocasiones para avisarle que ese día el niño no podría tomar su lección. Al principio eso ocurría sólo de cuando en cuando, pero llegó un momento en que su alumno dejó de estudiar hasta una semana seguida. Como el joven recibía igualmente su sueldo, no se ocupó de averiguar la causa de tal estado de cosas. De haber sabido que Rosalía pensaba despedirlo en cuanto encontrara a un profesor más acorde con sus deseos, tal vez se habría despertado su curiosidad.

La señora van Beer tenía fe en la astrología; compraba cierto periódico dominical porque contenía una página titulada: «Consejo de las estrellas». Felipe preguntó un día a su profesor la opinión que le merecían semejantes predicciones, y Gillingham, sin sospechar las consecuencias de sus palabras, dijo al niño la verdad. El domingo siguiente, cuando Rosalía comentó alarmada una funesta profecía que se cumpliría dos días después por influencia del planeta Saturno, Felipe observó:

—Gillingham dice que sólo las viejas tontas creen en semejantes estupideces.

—¡Insolente! ¡Cómo te atreves a hablar así! —exclamó roja de ira la señora van Beer.

—Gillingham dice que habría que demandar al Sunday… por estafa. Los planetas no…

—No sabes lo que dices.

—Los planetas giran alrededor del Sol —informó Felipe imperturbable—, y la Tierra no es más que un planeta. Nada tienen que ver con nosotros y para nada les interesamos. Gillingham dice que sólo los tontos lo ignoran.

—¡Te daré un tirón de oreja si sigues así! —gritó su tía. Pero no lo hizo. Temía que si castigaba a Felipe, los Rodd la denunciaran al doctor Henderson. Su posición legal no era muy segura.

Los Rodd, aunque sirvientes y siempre corteses en sus modales, estaban tan bien establecidos como ella en la casa. De acuerdo con el testamento de sir Enrique, no podía despedirlos, y no había razón alguna para creer que sintieran amistad por ella.

Rodd tenía sesenta y dos años; era taciturno, ágil de movimientos, moreno. Cuidaba el jardín, limpiaba el calzado, se ocupaba del carbón y de otras cosas como en vida de sir Enrique. Su mujer, de cincuenta y siete años, era canosa, gruesa, de rostro agradable; una verruga grande y velluda se destacaba en su barbilla. Ambos constituían el prototipo de los «viejos servidores», fieles a la memoria del viejo amo, cariñosos con el joven y agraviados por la presencia de la vulgar intrusa. Con el correr del tiempo un abogado describiría este cuadro en forma absolutamente convincente ante un jurado.

Pero ¿existe realmente el «viejo servidor»? La mayoría de las personas que lo mencionan nunca han oído hablar a los criados entre ellos, ni tienen la menor idea de lo que ocurre cuando se cierra la puerta de bayeta verde y la conversación se desarrolla libremente en el vestíbulo de la servidumbre. Rara vez la palabra «fidelidad», tan frecuente en las novelas románticas, podría aplicarse a los sentimientos que allí se expresan; «la familia» se sorprendería mucho si supiera con cuánta frialdad mira esa gente sus intereses. Por lo menos, los Rodd se consideraban bastante bien remunerados; habían cumplido a la perfección una tarea que requería, entre otras condiciones, conducta llena de respeto y lealtad. El cariño tenía muy poca parte en ello. Con los años se habían acostumbrado a sir Enrique. Para Rodd había sido un viejo tonto y algo quisquilloso; en cuanto a su mujer, no le había dado más importancia que al gato blanco y negro, cuya muerte, ocurrida una semana antes que la del anciano, la había afectado mucho más. Al igual que el gato, el amo había rondado siempre por la casa; y la mujer lo echaba de menos, pese a que su modo había sido ciertamente menos cariñoso que el del animal.

A Felipe le tenían simpatía, puesto que no había razón para profesarle antipatía; por lo general, las personas de buen corazón quieren a un niño cuando éste no los molesta ni les da demasiado trabajo. La señora van Beer les desagradaba porque, siendo de la misma clase social de ellos, se daba tono.

Pero en realidad esos sentimientos no tenían mucha importancia. Ni siquiera merecen que se los haya tratado tan extensamente. El interés que predominaba en el corazón de los Rodd era la acumulación de suficiente dinero para retirarse a una casita propia. Tenían ahorrada una suma, y más de una vez habían discutido la posibilidad de marcharse y cobrar las quinientas libras legadas por sir Enrique a cada uno. Pero el trabajo era fácil y seguían ahorrando mucho; cada vez que hablaban del asunto decidían conservar sus puestos.

La mujer cumplía bien sus quehaceres, como en vida de sir Enrique. En cambio, Rodd aprovechaba la ignorancia de Rosalía sobre horticultura para trabajar cada día menos. No podaba jamás la hiedra que llenaba la pared del jardín y la fachada sur de la casa. La huerta producía cada vez menos. Aunque cortaba el césped y le pasaba el rodillo, plantaba en los arriates y macizos capuchinas, margaritas sanmigueleñas y otras flores que no requieren mucho cuidado.

En cierto sentido, y gracias también a la ignorancia de la señora van Beer, su vida era más agradable que en la época de sir Enrique. Este había dejado una excelente bodega; y Rosalía, la noche siguiente de su instalación en la casa, había ordenado a Rodd que le llevara una botella de vino tinto. Rodd le sirvió un excelente Mouton d’Armailhacq, 1929.

—¡Uf! —exclamó Rosalía después de probarlo—. Está agrio. ¿Sir Enrique bebía esto?

—Sí, señora.

Rosalía dejó la botella casi llena. A la noche siguiente probó un vino distinto, con igual resultado. Su paladar prefería el oporto; nunca había tenido ocasión de acostumbrarse al vino francés. Bebiendo un Sauternes o un Graves dulce se hubiera habituado lentamente, pero no los había en la bodega de sir Enrique. Finalmente consultó a Rodd, sin sospechar que en la cabeza de éste empezaba a formarse un plan.

—¿Todo el vino de sir Enrique es tan malo como el que he probado? —preguntó Rosalía.

—Creo que sí, señora —repuso el hombre—. Sir Enrique era muy conservador y no quería convencerse de que las cosas se estropean si se guardan demasiado tiempo. —Miró las filas de botellas (había más de cincuenta docenas) y movió tristemente la cabeza—. Ya no sirve, creo yo, señora. No sirve más que para cocinar. Se ha convertido en vinagre.

—¡Oh, no! ¡Qué lástima! —exclamó Rosalía, cuidando de disimular su acento populachero.

—Es decir, señora, hay oporto y jerez. Yo diría que esos han de estar buenos todavía.

Extrajo una botella de cada uno. Sir Enrique las tenía para ofrecer a sus invitados, y eran de regular calidad. Pero al probarlas, Rosalía desarrugó el ceño.

—¡Esto es lo que yo llamo agradable! —dijo—. Guardaremos éstas. Y será mejor que arroje todo el resto a la basura.

—Sí, señora. ¿Me permite usted una sugerencia?

—¿Cuál, Rodd? —Rosalía estaba amable: el primer efecto del oporto es la amabilidad; el segundo, el mal humor.

—Tal vez consigamos que el tendero nos dé un penique por botella. Llevaría una docena cada quince días, o cosa así, cuando el carro no vaya muy cargado. Se lo propondré, si usted está de acuerdo.

—Muy bien —contestó Rosalía, y no pensó más en ello; pero cada quincena notaba con placer que en la libreta de la tienda figuraba acreditado un chelín en concepto de envases vacíos.

Mientras tanto, Rodd ampliaba y completaba su educación sobre vinos. Todas las noches, cualquier transeúnte que hubiese tenido la insolencia de espiar por las ventanas habría visto a la dueña de casa sentada en el comedor, engullendo su comida y bebiendo, con cierta timidez, grandes tragos de oporto mediocre. En la cocina el jardinero y su mujer, después de beber un amontillado seco de excelencia poco común, saboreaban lentamente una comida también excelente, acompañándola con una botella, por ejemplo, de Steinberger, 1929, por la que cualquier comerciante en vinos hubiese ofrecido diez chelines con sólo mirar la etiqueta. Rodd bebía todas las noches dos tercios de botella y su mujer el resto. Las digestiones de ambos eran notablemente, y hasta audiblemente, mejores que las de su ama. Rodd pensó que era más prudente no emplear las copas adecuadas, y usaba nada más que las de vino tinto; enseñó a su mujer a aspirar el aroma del vino y a servirlo a la temperatura debida.

La cuarta persona de la casa, Ada, no tomaba parte en esta ceremonia, porque se marchaba siempre a las seis de la tarde. Su nombre completo era Edith Ada Corney, y llegaba por las mañanas en bicicleta desde el vecino pueblo de Wrackhampton, a las siete y media en punto. Era una muchacha de dieciocho años, fea, hija de un granjero. A las órdenes de Isabel Rodd hacía todo el trabajo pesado, hablaba únicamente cuando le dirigían la palabra y comía muchísimo a la hora del almuerzo; tanto que hasta el ama de llaves, campesina también, se asombraba de su voraz apetito. Su único defecto notable era su tendencia a comerse cualquier pedazo de carne asada, patatas frías, o frutas incautamente dejadas a mano en la cocina. Como ocurre con la mayoría de las trabajadoras campesinas mal alimentadas y peor alojadas, su rostro era pálido y su dentadura pésima. Sudaba profusamente durante el verano. De tener alguna opinión sobre sus patronos, no la expresaba en voz alta. Recibía quince chelines semanales reforzados por su descomunal almuerzo; para el distrito, era un buen sueldo.