Rosalía van Beer no se confesaba a sí misma que su sobrino le inspiraba aversión. Felipe tenía detestables hábitos que necesitaban ser corregidos; y era menester, a causa de su precaria salud, mantener una estricta vigilancia sobre sus diversiones. En esto empleaba ella con devoción —así lo creía— sus energías y su tiempo. Nunca comprendió que el hecho de contrariar al niño le proporcionaba placer. A lo sumo, habría convenido en que la idea de que ese chiquillo era sumamente desagradable cruzaba con demasiada frecuencia por su cabeza. El único análisis que hacía de sí misma consistía en reflexionar continuamente sobre la monotonía de su existencia, su falta de amistades y la injusticia con que todos la trataban.
Hasta cierto punto merecía disculpa. Ella y su sobrino Felipe eran los últimos miembros de la familia Arkwright. No reconocía a ningún otro pariente; y en aquel rincón de Devon, donde prácticamente se veía condenada a vivir, casi no tenía amigos.
El abuelo de Felipe, sir Enrique Arkwright (cuyo título nobiliario no se transmitía a sus descendientes), tuvo tres hijos que hubieran heredado su cuantiosa fortuna. Los tres sirvieron en el ejército durante la guerra. Miguel, el mayor, murió en Passchendaele junto con millares de otros. Arnoldo, el militar de profesión, fue el único que volvió ileso de la contienda. Le tocó luchar en Oriente; y una vez terminada la guerra, se marchó en compañía de su joven esposa a ocupar un puesto importante en el Africa Oriental. No había sido el preferido de su padre; pero, después de la muerte de Miguel, las cartas de sir Enrique adquirieron un tono más bondadoso. Roberto, el menor, fue llamado a filas en febrero de 1918. Antes de partir para el frente se casó con Rosalía Brentt, hija de un cigarrero del camino de Wilton, en Pimlico. A semejanza de centenares de otros, fue un casamiento de guerra. Sir Enrique se enfadó mucho, pero la ira de los padres contaba muy poco en 1918. Sea como fuere, Roberto ni siquiera tuvo tiempo de arrepentirse ni de afrontar el enojo de su progenitor. Se le consideró perdido en julio de 1918: nunca más se supo de él.
Sir Enrique asignó a la viuda de guerra una paga anual de quinientas libras, con la condición de que no intentara comunicarse con él. En la época de su casamiento, Rosalía se había sentido ofendida por la grosería de sir Enrique; este ulterior y deliberado insulto provocó su creciente amargura. Recibió regularmente la anualidad, aun después de su nuevo casamiento con un impresentable director de orquesta llamado Enrique van Beer. Sir Enrique era demasiado indiferente para prestarle atención. Pensaba que Roberto había muerto y que, como buen muchacho joven, se había comportado como un tonto, dejando tras de sí complicaciones que otros tenían que arreglar. Para el anciano, Rosalía constituía una complicación. Cuando Archibaldo Henderson, abogado de la firma Simms, Simms, Henderson y Simms, se entrevistó con Rosalía, se abstuvo de emplear tales palabras; pero no le dejó dudas sobre la actitud de su cliente. Rosalía comprendió que la familia la consideraba poco menos que nada.
En la época en que para ella y Roberto no existía en el mundo otra cosa que el mutuo amor que se profesaban, Rosalía estaba dotada de cierta belleza que, aunque vulgar, se acentuaba con el brillo de la frescura juvenil. Después de su casamiento con van Beer, la perdió. Sus pequeños y firmes pechos se deformaron, y se vio obligada a ceñirlos con un ajustado sostén cuya línea hacía que se asemejara a una duquesa o a una paloma buchona. Sus caderas engrosaron, y la papada desfiguró su cuello. El tinte reemplazó el reluciente colorido de sus cabellos, las arrugas surcaron su rostro y su nariz se tornó aguileña. Lo peor de todo fue el cambio que se operó en su expresión. En 1918, época de su idilio con Roberto, la alegría y la ingenuidad se traslucían en su rostro; eran conmovedores los torpes esfuerzos que hacía su dueña para mejorarlo con polvos y colorete. La principal expresión de ese rostro era el simple anhelo de disfrutar de la vida. En cambio, la cara cubierta de afeites de la desconfiada mujer del director de orquesta van Beer sólo reflejaba mal humor. Mirando su boca amarga y las dos profundas arrugas que bajaban, desde cada lado de la nariz hasta la comisura de sus labios, cabía suponer que, a juicio de ella, su marido se había casado por interés; que le creía infiel; que se consideraba poco atrayente, antipática y sin esperanzas de divertirse ya en la vida… y no se equivocaba.
Una noche de septiembre de 1927 Enrique van Beer, conduciendo un pequeño automóvil, chocó contra un farol de la carretera de Brighton y se desnucó. Estaba ebrio y la muchacha que le acompañaba no era Rosalía. Su viuda no llevó luto.
Con sus diez libras semanales y su descontento Rosalía volvió a Pimlico. La expendeduría ya no existía, porque su padre había muerto. Su madre vivía en Dulwich, en el hogar de la hija mayor, casada. Cuando Rosalía se casó habían cambiado duras palabras que ella nunca les había perdonado. Su madre y su hermana eran vulgares; en cambio ella, aunque no le reconocieran sus derechos, estaba emparentada con una excelente familia. No obstante, hasta cierto punto, Pimlico le proporcionaba una sensación hogareña; y, pensándolo bien, casi podía considerarse instalada en Belgravia. Claro está que el aspecto de la calle Lupus, donde vivía en cuartos alquilados, no era, hablando con propiedad, elegante. Pero había allí tiendas alegres y baratas y, además, una taberna bastante buena. El oporto es una bebida muy femenina, y Rosalía empezó a frecuentar el lugar. Pasaba en la taberna largas horas, y trabó relación con varias parroquianas de apariencia tan llamativa como la suya, pero más viejas y más aficionadas a la bebida.
La llegada poco después de 1930 de Arnoldo Arkwright, su mujer y su hijo, impidió que continuara por la pendiente cuando se encontraba a punto de convertirse en bebedora consuetudinaria. A semejanza de los oficiales coloniales que proceden con cordura, Arnoldo había dejado acumular los días de vacaciones que le correspondían y tenía por delante seis meses de licencia que pensaba pasar en Inglaterra, durante los cuales elegiría un colegio para enviar a su hijo.
La curiosidad, o su buen corazón, impulsó a la mujer de Arnoldo Arkwright a escribir a la viuda de Roberto. Rosalía dejó de concurrir a las cantinas, aseó sus cuartos, compró ropas nuevas y durante la temporada que pasaron los Arkwright en Londres se comportó con toda la delicadeza de que era capaz. Se mostró efusiva con el niño y charlatana con sus cuñados; éstos la hallaron aburrida y tonta, pero de ningún modo les pareció, como lo suponía sir Enrique, una arpía desenfrenada. Fueron quizás más simpáticos de lo necesario en su afán de compensar la rudeza del anciano. Cuando se marcharon, Rosalía no volvió por completo a su vida anterior: se apartó de sus relaciones ocasionales y se encerró en sí misma.
Muchos habrían opinado que quizás su nueva conducta le trazaba un camino de salvación; pero es probable que se equivocaran. Mejor hubiese sido tal vez que Rosalía siguiera bebiendo, porque ya había empezado, al perder gradualmente su orgullo y desconfianza, a adquirir un poco de cordialidad.
—¡Hola, Rosita querida!
Varias damas de incierta, o mejor dicho, de demasiado cierta ocupación habían adoptado la costumbre de saludarla así todas las mañanas y proponerle a las once una copita. Estaba más contenta y hasta comenzaba a distinguir el oporto azucarado y barato del más seco y antiguo. Había iniciado un cambio de confidencias con sus nuevas amigas y escuchaba, sin hacer reproches, a una o dos muchachas cuya decencia estaba muy por debajo de la que corresponde a una joven. Claro está que el oporto no es bueno para la salud si se bebe diariamente en grandes cantidades; pero el físico de Rosalía era muy sano y resistente. Hubiera soportado muchos años tales desarreglos.
Pero todo esto cambió. Cuando la llamaban por su nombre desde la acera de enfrente, hacía oídos sordos; se negaba a aceptar cualquier invitación para ir a beber, y más aún a pagar un trago a una amiga. La tildaron de presuntuosa, y lo era; y no tenía otra cosa que compensara la pérdida de sus relaciones. Un infierno muy peculiar es el del snob que no encuentra compañeros atacados del mismo mal para poner en práctica su común snobismo: Rosalía permanecía sentada horas enteras en sus renovadas habitaciones y trataba de ser elegante, desdeñando la vulgaridad de sus vecinos y odiando la superioridad de sus parientes políticos, pero con el corazón desolado.
Escribía con regularidad a los padres de Felipe que habían regresado a Africa; pero éstos, que lamentaban la relación que se habían creado, sólo de cuando en cuanto le contestaban. Una vez Rosalía fue a visitar a Felipe al colegio donde estaba internado. Pero como el niño le había tomado mucha antipatía, las autoridades escolares le rogaron cortésmente que no volviera si los padres del alumno no se lo pedían: durante su permanencia en Inglaterra el niño estaba a cargo de su abuelo, Sir Enrique Arkwright.
Lo que puso punto final a esta situación sobrevino con suma rapidez.
Arnoldo Arkwright decidió regresar a Inglaterra en uso de licencia, acompañado de su mujer. Ambos deseaban pasar el mayor tiempo posible junto a su hijo y sir Enrique. Por consiguiente, telegrafiaron a éste que viajarían en avión.
Sir Enrique se trasladó a la casa lujosa, aunque pequeña, que había mandado construir en Devon. Rodd y su mujer, que estaban a su servicio desde el año 1919, se ocupaban de los quehaceres domésticos. Abrieron la casa, ventilaron las camas y llevaron cuidadosamente de la ciudad el clarete preferido de Arnoldo: Château Pontet Canet, 1920. Sir Enrique envió una carta apremiante al colegio y consiguió que dieran vacaciones a Felipe.
La noche anterior a la llegada de su hijo, sir Enrique se hallaba sentado en un gran sillón de mimbre instalado sobre el mismo césped donde con el correr del tiempo el conejo haría su escapada. El anciano era bastante grueso, tenía setenta y cinco años y se movía con dificultad.
Una vez que se sentaba, le costaba mucho volver a levantarse.
Rodd le entregó un telegrama. El sol se ponía, pero había aún suficiente luz para poder leer. Después de buscar nerviosamente sus lentes, sir Enrique consiguió al fin colocárselos y leyó el mensaje. Su rostro se demudó tan de repente que Rodd se atrevió a hablar sin que le hablaran.
—¿Malas noticias, señor?
Sin poder pronunciar palabra, el anciano le entregó el telegrama. El avión había sufrido un accidente espantoso: la empresa lamentaba comunicar que no había sobrevivientes.
Se produjo un silencio absoluto.
Después de un momento que pareció un siglo, Rodd, titubeante, insinuó:
—¿Y el niño, señor? ¿Le diré…?
—No —repuso sir Enrique con voz enronquecida—. Debo decírselo yo. —Trató de incorporarse, pero no pudo abandonar el sillón—. Déjeme un rato solo. Me recogeré más tarde.
El cielo claro se tornó azul oscuro, las escasas nubes fueron perdiendo su colorido rosado de tarjeta postal. En la larga hilera de árboles, más allá del extremo del jardín, las cornejas, entre graznidos y crujidos de ramas, se llamaron por fin a silencio. Los troncos se destacaban negros contra las últimas rayas horizontales de cielo anaranjado. Sir Enrique seguía inmóvil con los ojos fijos en el poniente.
El jardín se oscureció, las flores más claras empezaron a destacarse como manchas blancas y desapareció todo color. El hombre sentado, convertido ya en figura sombría y encorvada, seguía sin moverse. Finalmente, el ama de llaves dijo a su marido:
—Le hará daño si continúa sentado ahí en el aire frío de la noche y cavilando. Si no vas a hablarle, iré yo.
Sir Enrique no contestó cuando Isabel Rodd le dirigió la palabra. Nunca más hablaría ni se movería. Su corazón había dejado de latir, sin dolor y sin sobresalto. Cuando llegó el médico, afirmó que desde hacía mucho el corazón del anciano flaqueaba y que no era necesario efectuar una encuesta judicial.
Y fue así cómo, días más tarde, Rosalía van Beer recibió una notificación del abogado, doctor Archibaldo Henderson, en la que la citaba para escuchar la lectura del testamento de sir Enrique. Felipe se hallaba presente, vestido de negro, pálido y enfermizo, marcado por su nacimiento en Africa; lo escoltaban Rodd y su mujer. El anciano dejaba toda su fortuna, calculada en setenta y ocho mil libras esterlinas, a Arnoldo y Margarita Arkwright; y, en el caso de que éstos murieran antes que él, a su nieto Felipe. El que heredara tenía la obligación de conservar a su servicio a Jaime e Isabel Rodd; ahora bien, si el matrimonio Rodd prefería marcharse, debía pagársele la suma de quinientas libras a cada uno. El testamento no mencionaba tutor para Felipe, pero nombraba albaceas a los señores Simms, Simms, Henderson y Simms. A la señora van Beer se le seguiría pagando su anualidad.
Para el caso de que Felipe muriera antes de cumplir veintiún años, el anciano establecía un legado de dos mil libras a cada uno de los Rodd, varias sumas para obras de beneficencia y dejaba el remanente a la señora van Beer. Al parecer, sir Enrique no había considerado muy seriamente esta última eventualidad.
Después de oír la lectura del testamento, Rosalía se acercó al doctor Henderson.
—Soy la única parienta de esta pobre criatura —le dijo—. Soy su tutora natural. Espero que así lo comprendan ustedes.
El doctor Henderson la miró con inquietud. Pero efectivamente, ninguna otra persona tenía ni un asomo de derecho sobre el niño.
—Muy bien —contestó—. Muy bien. Así lo haremos.
Rosalía fue a Devon, ocupó la casa de sir Enrique y sacó a Felipe del colegio. Alegó que la precaria salud del niño requería un maestro particular y contrató a un joven, elegido a la ventura en una agencia escolar; el preceptor concurría diariamente en bicicleta a dar lecciones a Felipe.
La señora van Beer visitó a varios amigos de sir Enrique, pero ninguno, excepto el vicario, le devolvió la atención. Después de algún tiempo, éste también espació sus visitas y se olvidó de invitarla a sus reuniones. Rosalía no tenía mucho dinero sobrante para gastarlo en el templo; por tanto, el vicario no disimuló la aversión que le inspiraba esa mujer: al fin de cuentas, ni siquiera concurría a la iglesia con regularidad.
El único que frecuentaba la casa era el anciano doctor Parkes. Las enfermedades completamente imaginarias de Rosalía y la debilidad, en parte imaginaria, de Felipe eran para él una fuente considerable de entradas. Escuchaba durante horas enteras las reminiscencias que la dueña de la casa se complacía en referir; casi nunca rechazaba las invitaciones de que se quedara a almorzar, y siempre estaba pronto, cada vez que le llamaban, a acudir a cualquier hora del día o de la noche. Se mostraba enteramente de acuerdo con la opinión de Rosalía sobre la debilidad de Felipe y aprobaba casi todas las prohibiciones que imponía al chiquillo. La dieta que le prescribió coincidía por completo con la idea de la señora van Beer sobre la alimentación más adecuada para la niñez; se basaba en un régimen de arroz con ciruelas y abundancia de sopas. En cuanto a ella, el doctor insistía en que bebiera un vaso de buen oporto después de las comidas y siempre que se sintiera débil.
Anciano, delgado, de pelo blanco y cabeza inclinada hacia adelante, el doctor Parkes poseía una voz profesional y acariciadora. Su clientela había disminuido y los altos honorarios que cobraba a la señora van Beer se le pagaban sin discusión. No era, en el fondo, pícaro, ni inmoral; pero sucesos ulteriores proyectaron sobre él una luz despiadada. Era un clínico bastante competente, dueño de un equipo profesional considerado bueno en 1889; este año fue el último de los estudios que efectuaba para mantenerse al día, porque su vista y su memoria disminuían y hallaba creciente dificultad en concentrar la atención. La carencia de otros recursos le obligó a seguir ejerciendo su profesión cuando hubiera debido retirarse. Tenía que vivir, y por esa razón era necesario que otra persona muriera.