Desde el banco que ocupaban, los jurados dirigieron los ojos hacia el mismo punto. Hasta Popesgrove —el más extremado en materia de buena educación— no hallaba motivo que le impidiera mirar detenidamente a la persona que ocupaba el banquillo de los acusados. Vieron a una mujer de edad madura, vestida de negro, con cuello blanco. Las mujeres advirtieron que sus uñas no estaban pintadas, sino lustradas. Sus manos regordetas no habían sido estropeadas por los quehaceres domésticos y las movía sin cesar. La barandilla que tenía delante impedía distinguir por completo su vestimenta: sin ser elegante, parecía decente. Un toque de pintura en los labios y una ligera capa de polvos no lograban disimular la madurez de su rostro. Sus cabellos eran largos y rubios. Distraídamente Alicia Morris se preguntó si ese sería su color natural. «Es probable que no», pensó. Ninguno de los otros se detuvo a considerar ese detalle.
¿Y el rostro? Nariz demasiado aguda y dos profundos surcos que prolongaban hacia abajo las comisuras de los labios; ojos cansados y enrojecidos que eludían el sector del jurado y erraban de un lado a otro del tribunal. A decir verdad, lo único que cabía deducir de su expresión era que estaba asustada. Stannard había abrigado la esperanza de poder juzgar al acusado, hombre o mujer, según su aspecto y su modales, del mismo modo que juzgaba a los clientes de su taberna y, en otros tiempos, a un caballo; y por cierto que todavía estaba en condiciones de conocer las cualidades y defectos de un caballo. Esto le hubiese ayudado mucho, porque no se sentía capaz de sacar conclusiones cuando fueran presentadas las pruebas. El rostro y el porte de aquella mujer nada le decían.
Y las demás figuras del tribunal no eran, a los ojos de los jurados, mucho más reveladoras. A primera vista cualquier hombre con peluca y toga se asemeja a un monigote. Se hubiera dicho que el recinto estaba lleno de títeres. El juez parecía un muñeco de cuero, ajado y maligno. Sir Isambard Burns, abogado principal de la defensa, era delgado, alto, y de rostro aguileño. Se ponía y se quitaba sin cesar su monóculo, como un juguete de Navidad que ejecuta un movimiento mecánico y aburrido. El fiscal, que en aquel momento se ponía de pie para hablar en nombre de la corona, daba la impresión de una figura de cera: dentro del marco de la peluca blanca, su semblante rosado y lustroso parecía pintado.
Stannard había engullido su desayuno; en aquel momento, sus nervios le hacían sufrir atrozmente. Antes de que el fiscal pronunciara una sola palabra, el destino jugó a Stannard la mala pasada de humillarle públicamente; sabía de antemano que algo así habría de ocurrirle. Un estruendoso hipo, que le cogió desprevenido, resonó de pronto como un trueno en la sala del tribunal. Stannard se sonrojó violentamente y trató de dominar su diafragma.
El fiscal, doctor Bertram Proudie, que se preparaba a iniciar su exposición, miró con evidente desagrado al jurado de pelo blanco y cara roja de vergüenza. Tras un segundo de vacilación, comenzó su inflexible alegato. Explicó a los jurados la naturaleza gravísima del caso que iban a juzgar. No existía cargo más serio que la acusación cuyos detalles expondría en seguida. Se trataba de un asesinato.
El tribunal había vuelto a sumirse en un estado de resignado aburrimiento: era el comienzo de una de las acostumbradas e interminables piezas oratorias de Proudie. El único que parecía incómodo era Stannard. Su rostro se amorató y empezó a cubrirse de gruesas gotas de sudor. Luchaba con su diafragma. Pero fue inútil; cuando se tiene hipo no hay manera de vencerlo, por resistencia que se le oponga: el hipo de Stannard resonó más fuerte que nunca en mitad de una frase de cuarenta palabras que pronunciaba el fiscal.
Al doctor Proudie se le subió la sangre a la cabeza, pero siguió hablando; su disquisición derivó de lo general a lo particular, sólo para hacer saber que la acusada era viuda y que se llamaba Rosalía van Beer; luego siguió considerando los principios generales. Stannard, cuyos nervios estaban agotados, inclinó la cabeza, y presumiblemente muerto de vergüenza se puso a revisar, al parecer, unos papeles que tenía sobre las rodillas.
Pero, en realidad, trataba de poner en práctica un recurso. Como saben las personas que padecen esa perturbación nerviosa, sólo existe un método eficaz para dominar el hipo: aspirar bióxido de carbono, que tiene la propiedad de paralizar el diafragma. No es fácil tener a mano bióxido de carbono, pero forma parte principal del contenido de la espiración. Stannard se disponía a sacar ventaja de este conocimiento. Acababa de acordarse que tenía en su cartera el almuerzo, dentro de un cartucho de papel. Su propósito, al inclinarse, había sido extraer dicha bolsa de la cartera de documentos; cuando finalmente pudo conseguirlo, se enderezó aliviado. Luego, con inocente gravedad, llena de buena fe, introdujo la cara dentro del cartucho, como lo hubiese hecho en su casa y como le habían enseñado que lo hiciese, y se puso a aspirar y espirar profundamente.
El fiscal se detuvo en seco. Todos los presentes miraron consternados a Stannard. El juez, temeroso quizás de que Stannard fuera demente y estuviera inflando la bolsa para hacerla estallar como un tiro, tomó la palabra.
—Ruego al cuarto jurado —dijo con aspereza— que tenga la bondad de explicar su conducta.
En extremo cohibido, el cuarto jurado se quitó el cartucho de papel que ocultaba su rostro, y, con ánimo de obedecer, abrió la boca; pero una vez más lanzó un hipo involuntario. Renunciando a explicarse, dijo:
—¿Me permite, su señoría, que salga un momento?
—Aguardaremos su regreso —contestó severamente el juez.
El agua fría y el empleo, en el corredor, del consabido remedio, restablecieron a Stannard. Cuando éste volvió tembloroso y humilde al banco del jurado, Proudie reanudó su alegato. Pero el comportamiento excéntrico del cuarto jurado había echado a perder por completo su exordio. La indisposición de Stannard hizo un favor al tribunal, porque Proudie se refirió directamente al caso, relatándolo con claridad y sin retórica, como era capaz de hacerlo cuando quería.
Los sucesos que resumió son los siguientes…