Los secretarios de tribunal experimentados poseen el equivalente del ojo pineal. Saben si detrás de ellos un juez o un alto funcionario del tribunal se mueve o cambia de expresión. De pronto, nuestro secretario advirtió que sir Isambard Burns, principal abogado de la defensa, había levantado las cejas. Le embargó un frío temor de que le hicieran alguna observación. Hasta ese momento se había permitido tomar el juramento con lentitud y examinando al jurado. Era mejor que acelerara el procedimiento. La sola idea de que pudieran indicarle públicamente que se apresurara le estremecía. A toda prisa, casi comiéndose las palabras, y haciendo pasar a los jurados restantes en la mitad del tiempo empleado con los primeros, dijo:
—Eduardo Oliverio George, repita…
—Francisco Arturo Horder Allen, repita…
—David Elliston Smith, repita…
—Ivor Guillermo Drake, repita…
—Gilberto Parham Groves, repita…
—Enrique Wilson, repita…
Los seis hombres tratados con tan poca ceremonia eran, en su mayoría, de mediana estatura y nada en su aspecto los distinguía de lo común. «Primer ciudadano, segundo ciudadano, tercer ciudadano…». A primera vista cualquier espectador los hubiera tomado por genuinos pequeños burgueses mediocres, ejemplares típicos de habitantes suburbanos suministrados de encargo por un gran almacén celestial. No obstante, examinándolos con más detenimiento, se advertía la notable diferencia de edades que había entre ellos. Conociéndolos mejor hubiera sido posible discernir la diferencia mayor aún de sus caracteres.
Eduardo Oliverio George era el más viejo. Había en su rostro señales de cansancio; daba la impresión de haber pasado los cincuenta, y así era. Vestía sobriamente de negro y conseguía llevar su traje dominguero como si habitualmente anduviera con buena ropa. Su mente estaba muy lejos del tribunal, lejos también de la casita donde vivía en compañía de su mujer y tres hijos, con seis libras por semana (gran mérito, según su propia opinión). Sus pensamientos se hallaban centrados en el cargo que desempeñaba. Hacía sólo dos años que era secretario general de la Unión Nacional de Obreros del Yeso y todavía no estaba seguro de haber arreglado la descorazonante confusión dejada por su predecesor. Al entrar él en funciones la asociación tenía una deuda en el banco y los registros se hallaban en completo desorden. Algunas personas cobraban beneficios sin derecho a ello; peor aún, el secretario de una de las filiales había llegado a cobrar jornales de huelga a nombre de siete afiliados muertos. La primera providencia fue conseguir que el presidente hiciera cumplir estrictamente los reglamentos. No había sido tarea fácil, y George se hizo muchos enemigos. En la asamblea de una de las filiales, dos de sus adversarios se abalanzaron contra él y durante un momento creyó que le matarían. Cuando pierden la cabeza, los obreros del yeso son capaces de cometer una barbaridad. Pero, por suerte, la filial se puso de su parte: era hombre de edad y hasta hacía poco había trabajado como todos ellos en su oficio; en consecuencia, los asistentes no permitieron que fuera golpeado. Al terminar la asamblea, su política obtuvo por abrumadora mayoría un voto de confianza, mientras uno de sus adversarios salió de la reunión con la nariz lastimada.
Luego afrontó la tarea de hacer comprender a la Sociedad la conveniencia de abandonar su espíritu vengativo contra otros gremios y de unirse a la Federación Nacional de Obreros de la Construcción. Su tarea en este sentido resultó más fácil de lo que había supuesto. La estricta observancia de los reglamentos suprimía la posibilidad de que los miembros de la agrupación iniciaran pequeñas huelgas por «disensiones de jurisdicción». Al cesar estas desavenencias desapareció la principal causa de su disputa con los otros sindicatos. Su moción para afiliarse a la Federación fue llevada a las urnas, y obtuvo 16 041 votos contra 5003; y las nuevas autoridades de la Unión Nacional de Obreros del Yeso se habían dirigido, ya, con la debida solicitud, a aquella entidad. Y justamente en ese momento, con autoridades inexpertas y tan importante labor entre manos, llegaba aquel estúpido papel que le sacaba de su trabajo.
Aquella misma mañana había encontrado sobre su escritorio una nota que le había escrito el capataz de la nueva obra de Trollope y Colls, avisándole que estaba a punto de estallar un desorden. En la oficina no habían quedado más que la empleada y el nuevo presidente de la ejecutiva, que apenas sabía firmar. Eduardo Oliverio George escuchó con visible mal humor la indicación de repetir el juramento. ¡Tener que estar sentado allí toda la tarde oyendo cosas que no le concernían! ¡Sabe Dios lo que ocurriría durante su ausencia! Había ordenado a la empleada que retuviera todas las cartas: esto significaba para él media noche de trabajo, «… de acuerdo con las pruebas presentadas». Al terminar, casi cerró la Biblia de un golpazo.
—Francisco Arturo Horder Allen.
El siguiente miembro del jurado era, a simple vista, mucho más joven que el anterior, pese a que aparentaba más años de los veintiséis que en realidad tenía. Algo en el vestir y en su modo de estar de pie denotaba que había salido recientemente de Oxford o Cambridge. El doctor Holmes se volvió para mirarle: un rector nunca se engaña. Allen ignoraba la ocupación e intereses del hombre que acababa de precederle; de haberlos conocido habría afirmado que ambos eran en aquel jurado los únicos representantes de los obreros. Sin embargo, pocas personas en el mundo se hubieran entendido menos que ellos.
De pelo negro, ojos oscuros, rostro delgado y nervioso, Francisco Allen era el más inquieto y probablemente el más feliz de los componentes del jurado, excepto Eduardo Bryan. ¿Qué mayor felicidad que ser joven, vivir exento de preocupaciones monetarias y deseoso de reformar el mundo, conociendo la forma de hacerlo? ¿Qué mayor felicidad que estar recién casado con la mujer amada? Tal era, en esquema, el retrato de Francisco Allen mientras repetía de pie el juramento.
En poco tiempo había cambiado bastante: sólo tres años le separaban del joven universitario recién graduado en Cambridge; por entonces aseguraba a sus amigos que el único objeto de cualquier educación era estar en condiciones de leer y comprender a Espinosa. Pero ya su juicio sobre aquel joven estudiante era severo: lo tildaba de tonto y pedante. No dudaba de que aquella fase había pasado y de que su presente metamorfosis, era la última. No estaba afiliado al partido comunista: no sabía con certeza por qué no se había decidido a hacerlo. Pero después de Espinosa había leído a Marx… mucho Marx; después de Marx, algo de Lenin, y después de Lenin sólo había echado un vistazo a la obra de Stalin, porque su apetito de esta clase de literatura estaba ya saciado. Como su socialismo o su comunismo (variaba la palabra de acuerdo con su interlocutor) no tenía originariamente raíces económicas, sino emotivas, sus verdaderos maestros eran Auden, Isherwood, Lewis y Spender, y sólo por temor a parecer anticuado no incluía entre ellos a Shelley y a Swinburne. Había escrito versos; pero, con buen sentido, comprendió que eran imitaciones de Auden y no quiso publicarlos, con excepción de dos poemas que aparecieron en la revista Izquierda.
Estaba casado desde hacía seis meses y había puesto a su mujer el sobrenombre de Juanita; porque ambos, de común acuerdo, reconocían que el nombre compuesto Carolina Dorotea era intolerable. Y ese año, y durante muchos años futuros, los dos amores de Allen se fundieron en uno: los pensamientos y esperanzas de Juanita eran los suyos; y así como vivía, luchaba y se sacrificaba por la «causa», amaba, luchaba y se sacrificaba por su mujer. Cuando disertaba en las reuniones, cuando patrullaba las calles, cuando escribía consignas con tiza en las calzadas, cuando buscaba riñas con los fascistas y desafiaba la tiranía policíaca (aunque no había tenido aún una verdadera pelea) sentía que ella estaba junto a él, aprobándolo y sosteniéndolo, como lo estaba, tan a menudo, en carne y hueso. Amándola, sintiendo su cabeza reclinada sobre su hombro, escuchando su respiración cansada y satisfecha, no se consideraba un guerrero que abandona el campo de batalla, sino un camarada que busca y comunica fuerzas uniéndose más estrechamente con su compañero de lucha, duplicando el poderío de ambos.
Vivamus, mea Lesbia, atque amemus
Humoresque senum severiorum
Omnes unius aestimemus assis.
«Vivamos y amemos, Lesbia mía, y que no nos preocupe lo más mínimo la murmuración de los viejos conservadores». Le había enseñado a Juanita suficiente latín como para entender los cantos de amor de Catulo.
Da mi basia mille, deinde centum
Dein mille altera, dein secunda centum.
«Dame mil besos, luego cien, luego otros mil, luego cien más». Releía todo el poema en voz alta, o para sí: no conocía palabras inglesas que tuvieran la virtud de transmitir su sentido.
Aquella mañana el sol que atravesaba el cristal de las ventanas lo había despertado temprano. Las cortinas no se corrían jamás desde que había leído una frase del relato de Juan Wilkes sobre su gira por Italia, en compañía de Gertrudis Corradini.
«No había cortinas —escribía el galán del siglo XVIII—, circunstancia, en clima tan templado, muy agradable para Wilkes, porque todos los sentidos se deleitaban en grado exquisito, y el radio visual abarcaba a veces la contemplación de los objetos más nobles de la creación: la gloria del sol naciente y la forma perfecta de la belleza desnuda».
El radio visual de Allen era mucho más limitado, porque Juanita se negaba a que le quitara las ropas de la cama.
—¿Crees necesario tanto frío para amarme?
La gradual y creciente claridad del cuarto proporcionaba a Allen un placer lento y seguro. Al empezar, todo era gris e incierto: luego, paulatinamente, se distinguían los contornos, y después los colores. En el otro extremo del dormitorio estaban sus libros. Una mancha grande y anaranjada constituida por su selección de volúmenes, en parte caídos y en parte derechos, de la colección Izquierda. No había leído los últimos. Luego una mancha blanca: folletos. Un grupo rojo: El Capital, cuyo título pronto se tornaría legible. Debajo, una larga hilera irregular y policroma: el estante de sus libros latinos y griegos. Hasta que no se dibujaran con entera claridad no miraría la cabeza morena acostada en la almohada junto a él. Y sólo después de haber contemplado esa inmóvil cabeza; sólo cuando su propia respiración se aceleraba y los músculos de su rostro se volvían tensos como los de un chiquillo a punto de llorar, sólo entonces permitía que su mano tocara la suave piel que tenía a su lado. Y sabía que ella se volvería; que sacaría de las sábanas un brazo muy blanco para posarlo sobre el cuerpo de su marido y que, con los ojos cerrados aún por el sueño, levantaría la cara para recibir en los labios el beso matinal.
Aquel día asistió al tribunal, no debilitado, sino fortalecido después del amor, y con recuerdos de amor en el fondo de su pensamiento. Una intensa curiosidad invadía el primer plano de su mente; pensó que pronto se desarrollaría ante sus ojos un drama cuya clave sólo él poseía. La sociedad capitalista había fabricado, para protegerse, una máquina complejísima; pero él podría presenciar desde adentro la forma en que funcionaba. Conocía muy poco el sistema legal; era interesante comprobar sus procedimientos. Asistiría quizás a la corrupción, a la opresión, al aplastamiento de un individuo. O tal vez sólo le presentarían una escena de la decadencia de la vida burguesa; la muerte, en miniatura, de una sociedad poderosa en otras épocas. Repitió su juramento distraídamente, sin prestar atención a las palabras, se sentó y se puso a observar.
—David Elliston Smith.
El aspecto de Elliston Smith era tan común como puede serlo el de un hombre al borde de la caricatura. De haber sido más bajo se le hubiera confundido con el «hombrecillo de Mr. Strube»; pero era de estatura normal. Usaba sombrero hongo y bigotito; no llevaba paraguas porque hacía un tiempo espléndido y aparentemente estable. Creía que le habían llamado por error a desempeñar el papel de jurado; nada podía hacer al respecto. Sólo nominalmente era propietario; no obstante, nominalmente lo era, y sin discusión. Había decidido vivir junto con tres amigos, por economía, en una de las casas de una empresa constructora que constaba de tres alcobas y dos salas. Habían convertido en dormitorio la sala del frente y destinado la del fondo (situada sobre el jardín y con puerta vidriera) al uso común. De este modo cada cual tenía su habitación propia. Durante el día una criada les atendía y les preparaba la comida; el gasto era menor que si cada cual viviera en una pensión; además, tenían domicilio propio, y nadie les incomodaba. Se veían libres de amas de casa demasiado curiosas. Al principio Elliston Smith había imaginado calenturientas escenas de turbulenta libertad, de orgías con damiselas complacientes y libertinos ebrios reclinados sobre almohadones. Nada semejante había acontecido todavía; pero Elliston Smith no abandonaba su esperanza. Reuniendo los recursos de los cuatro no iban más allá de las botellas de cerveza; y las pocas jóvenes que Elliston Smith conocía eran inexpugnablemente respetables y carentes de misterio y seducción.
La empresa constructora se había negado a aceptar como acreedores a plazos a cuatro jóvenes. Uno de ellos debía figurar como propietario, y el elegido fue Elliston Smith. Era oficial de una importante peluquería, y sus patronos consintieron en dar referencias suyas, bastante reticentes por cierto. Tenía veinticuatro años de edad, era soltero y no tenía vínculos sentimentales; sin ser abstemio, bebía con sobriedad; y aunque se había emancipado, era cariñoso con sus padres, que vivían en Dalston. Conservador y miembro de la Unión de la Liga de las Naciones (atrasado en sus cuotas), apoyaba a Winston Churchill y a la Marina, le gustaba el cine y era antisemita sin llegar nunca a la vehemencia. Repitió el juramento muy complacido: como leía novelas policíacas, esperaba presenciar escenas de escalofriante emoción. No se le cruzó por la imaginación que tal vez se aburriría mortalmente.
—Ivor Guillermo Drake.
Drake tomó delicadamente la Biblia, consciente de su apostura, y se reprochó al mismo tiempo esa conciencia, enfadado por el reproche que se hacía. Pero, pensándolo bien, no existía razón para no mostrarse actor, puesto que lo era. ¿Por qué habría de aparecer torpe, si estaba en condiciones de moverse con dignidad y de hacer ver que comprendía que una vida humana dependía quizás de su decisión?
Pero pensó que, justamente, esa modalidad sería un obstáculo para su desempeño durante el juicio, porque cada argumentación de la defensa, cada movimiento o expresión del acusado no significarían para él, Drake, más que actitudes o tretas. Sólo sabría juzgar como juzgaba en el teatro: actor bueno, malo o pasable. ¡Qué diablos! ¿Nunca podría ser sincero? ¿No podría, al menos, reconocer el acento de la sinceridad? En su rostro se dibujó una irritada semimueca, excelente imitación de Noel Coward.
Ivor Drake (había suprimido el nombre de Guillermo) tenía veintisiete años. A la edad de nueve, cierta vez que un tío suyo en estado de ebriedad lo llevó a ver a Owen Nares, tomó la decisión de ser actor. Recordaba perfectamente la escena: Nares trabajaba en compañía de una célebre actriz que luego había caído en el olvido. ¿Se llamaba Hoey? ¿Iris Hoey? Como una mosca, su mente se posó en ese nombre; luego voló. No importaba: Owen Nares, tan apuesto y elegante, la había insultado. Drake recordaba la sonrisa de la mujer cuando se volvió para marcharse.
—Maltrátame otra vez, querido —contestó; y súbitamente las luces se apagaron.
Estaba pensando que aquella escena de music-hall había pretendido ser una especie de influencia prenatal, y que, como teatro, era muy mediocre. Porque al evocar el recuerdo de Owen Nares no tenía la impresión de que éste hubiera tratado de interpretar nada. Recorría el escenario de un lado al otro procurando parecer apuesto; eso era todo. Y Drake, durante años, después de convertirse en actor, tampoco había interpretado nada. Recorría de un lado al otro el escenario tratando de parecer lo más apuesto posible.
Había imitado a tal punto a Geraldo du Maurier en la Sociedad Dramática de la Universidad de Oxford que hasta los fervientes admiradores de dicho actor protestaron. Drake se limitaba a golpear suavemente el cigarrillo y a hablar entre dientes como el popular ídolo. Cantaba, asimismo, música ligera con voz un poco enronquecida, remedando bastante bien a Noel Coward, pero de ahí no pasaba. Cuando se trasladó a Londres, la mensualidad que le enviaba su padre impidió que muriese de hambre; pero, como imitaba a los actores en boga, consiguió trabajar interpretando papeles secundarios.
Tomaba en serio su profesión y no era tonto. Du Maurier había muerto; su encanto deslumbrador no estropeaba ya a toda una generación de jóvenes artistas. De pronto, Drake despertó. Demasiado repentinamente quizás, porque empezó a exagerar la nota, comunicando a sus interpretaciones escénicas un carácter isabelino. Decía a sus amigos que trabajar en las tablas era una ciencia, no un arte; pero nadie sabía lo que quería decir con esto. A veces pasaba más de una hora frente al espejo, estudiando su fisonomía, adoptando actitudes curiosísimas y observando la expresión de su rostro. En una especie de carta geográfica que tenía, como los mapas, señaladas la latitud y la longitud, apuntaba notas, seguidas de números, que indicaban la posición de cada facción movible de la cara (cejas, ojos, labios). La línea de su nariz era o°, la oreja derecha O y la izquierda E. Con tal sistema había recopilado un nutrido archivo de tarjetas con las mejores expresiones correspondientes a las emociones comunes, en grados que se acentuaban de uno hasta diez. Esas tarjetas constituían su tesoro: las había mostrado a varios amigos, pero le habían respondido con burlas. Desde entonces las guardaba en su escritorio, bajo llave, y se adiestraba asiduamente con su ayuda, y las consultaba antes de asistir a cualquier ensayo.
—Gilberto Parham Groves.
Entre este jurado y el anterior existía una curiosa semejanza. El secretario del tribunal dominó un instante su prisa; el tiempo suficiente para lanzarles una rápida y avizoradora mirada. Llevaban trajes idénticos, bien cortados, con chaquetas abiertas de color gris oscuro. Parecían de la misma edad, y lo eran; de estatura igual, ambos se movían con el andar flexible y ágil que los sastres atribuyen a los jóvenes bien vestidos y cultos. Ambos tenían semblantes rubicundos, totalmente afeitados, ojos azules y facciones bastante regulares.
Pero se trataba de una semejanza puramente superficial. Drake era lo que representaba; Groves sólo deseaba serlo. El dinero y Oxford habían dado al primero su porte; el segundo lo había adquirido mirando a otros. Porque Groves pertenecía a una clase social muy infortunada: la de los vendedores a domicilio. Cierto es que había escapado a los aspiradores de polvo; pero en tal oficio el artículo es lo de menos; lo peor es tener que ir de puerta en puerta, exagerando burdamente el mérito de la mercancía en venta, a sabiendas de que se miente; abrigar la casi certeza de que el cliente no necesita y no está en condiciones de adquirir lo que se le ofrece. Es necesario presentar una apariencia alegre y cortés, y estar pronto a recibir insultos y portazos en las narices. Si el comisionista no quiere hundirse lenta y miserablemente hasta anularse, debe cultivar las cualidades que desarrolla a la perfección su ruidoso y mal educado patrono. Es menester ser descarado. Carecer de vergüenza, mostrarse insistente, violando todos los cánones del buen gusto, intimidar si es preciso, ser literalmente incansable; y, sobre todo, no dejar de hablar ni un segundo cuando se ha atrapado a un oyente. Es decir, hay que poseer todos los rasgos de los dictadores, salvo que para el caso es mejor ignorar por completo la política.
Groves tenía dotes para cumplir la mayoría de esos requisitos, y se vio obligado a adquirir las condiciones que le faltaban. Como casi todos sus colegas, pertenecía a una familia de la clase media; y a semejanza de docenas de miles de jóvenes en su mismo caso, se encontró con que no había sitio para él en la organización industrial que dio razonables ganancias a su progenitor. En lugar de inscribirlo en una institución docente de segundo orden, sus padres lo habían enviado a un colegio particular. Pensaban que los del Estado estaban destinados a la gente de baja esfera; en el colegio Saint Desmond el ambiente era muy agradable y el director, tan cordial, infundía confianza por ser sacerdote. La gorra, la corbata y la chaqueta del colegio (carmesí y azul) podían ser las de un establecimiento verdaderamente importante; los padres de Groves nunca se tomaron el trabajo de comprobar si el cuerpo de maestros que había reunido el reverendo Bowindow era idóneo; ni siquiera averiguaron, por ejemplo, qué equipo de instrumentos tenía el laboratorio científico. El colegio, frecuentado por personas decentes, les parecía tan bueno como los conocidos por ellos en su juventud, o mejor. En consecuencia, el infortunado Gilberto salió de allí con una educación mediocre, peor que la de las escuelas rurales. No tenía preparación alguna, ni perspectivas de hallar trabajo.
Parham Groves padre, sacando en toda forma provecho de sus viejas relaciones comerciales, le consiguió el único empleo seguro de su vida; el de escribiente en una empresa internacional de agentes de bolsa que trabajaban con moderación y muy honradamente. Permaneció allí algo más de un año, pero la firma no sobrevivió a la crisis de 1931. Desde entonces Groves había vivido como podía, con la ayuda frecuente que le prestaban sus padres. Jugaba bien al tenis, nunca leía libros, escribía a máquina y conocía bastante bien cualquier trabajo de oficina; buscaba pendencias, porque se sentía desgraciado; de inteligencia mediocre, no era malicioso; bien dirigido, hubiera cumplido su trabajo con buena voluntad. No tenía la culpa de su progresiva decadencia.
A la sazón vendía a plazos la Enciclopedia Universal Campbell, que constaba de doce volúmenes. Aunque la edición databa de diez años atrás, no era mala. Gozaba de renombre, porque las anteriores ediciones victorianas, escritas y editadas en su mayor parte por escoceses obedientes a la influencia de Darwin y por algún discípulo de Huxley, se habían popularizado, con justicia, en el país. El público británico es fiel hasta un punto rayano en la imbecilidad: seguía comprando esa enciclopedia porque el abuelo, en su juventud, la había admirado.
No obstante, el mercado estaba ya colmado; y Groves fue de los primeros en salir a probar un sistema de venta no empleado hasta entonces. Los editores de la enciclopedia ofrecían al público una nueva publicación, el Anuario Campbell, consistente en artículos cortos, de índole popular, sobre el adelanto logrado durante el año por la ciencia, la literatura y el arte, completado por un diario de los principales acontecimientos y una nutrida selección de fotografías de sucesos de actualidad. El precio de este anuario era de treinta chelines, pero no tenía éxito.
La empresa entregó a Groves una lista de direcciones en la que junto a cada nombre había una nota referente a la ocupación de la víctima y el número de su teléfono. Inició la campaña de acuerdo con las instrucciones recibidas. Su primera probabilidad era un tal Prittwell, y lo llamó por teléfono:
—Deseo hablar con el señor Prittwell.
… … … … … … … … … …
—¿Hablo con el señor Prittwell?
… … … … … … … … … …
—No conoce usted mi nombre: le habla Groves. Parham Groves. Tengo buenas noticias para usted… Al menos, creo que así le parecerán. ¡Ja, ja! Los editores de la Enciclopedia Universal Campbell han decidido regalarle nuestra última colección especialmente encuadernada.
… … … … … … … … … …
—¡Oh, no, no! Nada de eso. Es una edición obsequio destinada solamente a algunas personas elegidas. ¿Puedo pasar por allí mañana, para explicarle mejor?
… … … … … … … … … …
—¿A las cuatro de la tarde? Muchas gracias.
Groves llegó puntualmente, con aspecto de persona que goza de bienestar económico, dispuesta a otorgar un favor. Se halló frente a un hombre maduro, preocupado, que dirigía una imprenta.
—Hemos inventado, señor Prittwell —dijo con brillante sonrisa—, un método de propaganda completamente nuevo. Todo el mundo, por supuesto, conoce nuestra enciclopedia; pero no basta. Sólo alcanzará una venta a la altura de su valor si es vista en manos de personalidades importantes, que la necesitan verdaderamente y la utilizan en debida forma. Sólo tendrá el éxito que merece si personas influyentes como usted la consideran una fiel ayuda. ¿De qué nos sirve a nosotros, ni a nadie, ni siquiera a los estudiosos mundialmente célebres que han puesto en ella lo mejor de sí mismos, que permanezca abandonada, juntando polvo, en los anaqueles de las bibliotecas? Por tanto, hemos decidido regalar varios ejemplares a personas que ocupan posiciones de importancia. Le confieso con franqueza que se trata de un recurso de propaganda. Los elegidos han tenido suerte, pero también nosotros esperamos, como es natural, vernos favorecidos. La única condición que imponemos es la de que sea usada.
Prittwell se limitó a contestar vagamente. Se sentía halagado y deseoso de obtener los ejemplares gratuitos; pero desconfiaba.
—Espero que no me considere indiscreto si le pregunto, confidencialmente, por supuesto —prosiguió Groves hablando de hombre a hombre—, en qué consiste su negocio y con qué clase de personas trata usted. Es una mera fórmula para dar satisfacción a mis gerentes.
Prittwell se convenció de la seriedad del ofrecimiento. Dio una breve reseña de sus actividades comerciales, las exageró y aumentó la importancia de las relaciones que éstas le procuraban. Groves le miraba con admiración, y, cuando terminó de hablar, exclamó:
—¡Diablos! Ahora comprendo por qué figura usted entre los pocos elegidos. Me parece muy natural y han hecho muy bien. Sólo falta un pequeño detalle. Como le anticipé, queremos tener la seguridad de que los volúmenes serán usados y de que se mantendrán al día. Supongo que conoce usted el Anuario Campbell, la extraordinaria novedad que acabamos de ofrecer al público.
—Es decir… Me parece que no… —contestó Prittwell disculpándose.
—No he traído ningún ejemplar. —(Era curioso, pero Groves nunca llevaba consigo ejemplares del anuario ni de la enciclopedia.)— Pero aquí están las muestras de las encuadernaciones. —Así diciendo, desenrolló una especie de curioso acordeón que contenía, adheridas, las tapas de anuarios de distintas fechas—. Sólo queremos tener la seguridad de que usted adquirirá regularmente este inapreciable suplemento para mantener al día la enciclopedia que le regalaremos. Si firma una suscripción para las próximas diez publicaciones, las recibirá en su oportunidad, libre de franqueo.
Prittwell empezaba a vacilar.
—No desearía comprometerme —dijo— a tan largo plazo. ¡Diez años, figúrese usted!
—¡Oh!, no tendría usted tal preocupación —aseguró Groves—. El pago total es por adelantado.
—¿A cuánto asciende? —El tono de Prittwell se había modificado ligeramente.
—A la ínfima suma de treinta chelines por ejemplar. Un libro magnífico. Escrito también por sabios mundialmente famosos y por nuestro inigualado cuerpo de… —Groves hablaba mucho y con rapidez; pero Prittwell había empezado a hacer cálculos.
—Diez veces treinta chelines —dijo—, o sea quince libras. Por sólo diez puedo comprar su enciclopedia en cualquier parte.
Súbitamente se enfureció. Aquel papagayo —era la palabra que cuadraba: papagayo— se había introducido en su oficina, había averiguado su vida y milagros, tratando de engañarle para que creyera que le hacían obsequio. ¡Engañarle a él, un hombre de negocios! Se puso de pie, irguiéndose, e interrumpió a Groves.
—¡Váyase! —gritó.
Groves salió del cuarto lentamente y con expresión despectiva.
Tal era su vida: una incesante repetición de escenas de esa clase. De cada siete veces que trataba de vender colecciones, sólo una lo conseguía, y era la única oportunidad en que cobraba comisión. Cuando no lograba colocar su mercancía, el sueldo compensatorio era de quince chelines.
En el preciso momento en que empezaba a poner en práctica el nuevo sistema, le nombraban jurado. ¡Maldita estupidez! Sin embargo, le serviría de descanso y de tema de conversación cuando fuera al club de tenis. Repitió mecánicamente el juramento.
—Enrique Wilson.
Jovial y amable, Enrique Wilson se adelantó ágilmente con celeridad semejante a la desplegada por el secretario del tribunal. Como siempre, la prensa estaba presente en el momento oportuno, aunque se tratara, en la ocasión, de un órgano periodístico insignificante: el Primrose Hill Argus. Hacía treinta años —desde muchacho— que Wilson trabajaba en ese periódico, cuyas características, pese al tiempo transcurrido, no se habían modificado. Wilson consideraba que el Primrose Hill Argus era representante más firme y permanente de la prensa británica que muchos de sus presuntuosos colegas de la calle de la Armada. Había leído varios números del año 1890: ¡exceptuando los anuncios, podían haber sido redactados por él! Las mismas nutridas y grises columnas de texto referentes a reuniones de concejales, representaciones de compañías dramáticas de aficionados, procesos judiciales, mejoras edilicias; luego los artículos de fondo del director y la correspondencia. Como es de suponer, en la actualidad el periódico había experimentado algunos cambios. Los anuncios de los teatros habían sido reemplazados por programas cinematográficos que no variaban mucho, proporcionados por los gerentes de las salas de espectáculos. Al periódico no le faltaba su página femenina, redactada por «La Muchacha de Primrose Hill»; esta página se componía de temas caseros y, principalmente, de recetas desenterradas de viejos libros de cocina. Las crónicas de las reuniones políticas habían cambiado un poco, y ya no se publicaban sermones.
Wilson empleaba a un subdirector y a dos reporteros; y para los jueves, día de impresión del periódico, contrataba personal suplementario. Recibía mucho material gratuito: los colegios no deseaban otra cosa que publicar las noticias de las ceremonias de entrega de premios, y las sociedades dramáticas, la crónica de sus representaciones. Era menester concurrir a las reuniones políticas; y, dentro de lo posible, cumplía personalmente esta tarea. Destacaba a los laboristas un poco menos que a los conservadores; en cuanto al partido liberal, ya casi no existía.
—Los hombres de la prensa no tienen preferencias políticas —decía siempre a quienes le interrogaban al respecto—. Como la mujer del César, ¿comprende usted?
En los artículos de fondo del director, favorecía sin entusiasmo a los concejales conservadores, criticaba suavemente a los socialistas y terminaba siempre con una frase apaciguadora que atribuía a todos la mejor voluntad.
Tenía cuarenta y seis años de edad; era soltero, vivía con una hermana casada y quería mucho a sus seis sobrinos. Estos le llamaban tío Enrique y le manifestaban un turbulento cariño: el tío los soliviantaba demasiado y los convertía en niños insoportables. Le gustaba la sociedad: pertenecía a los Búfalos, a los Druidas y a los Chiflados. Los viernes por la noche se excedía un poco en la cerveza. Era el último de los jurados; e inconscientemente, al terminar su juramento, hizo con los labios el típico ruido del bebedor que saborea un trago.