Mientras Bryan repetía el juramento, el secretario observaba con disimulo al próximo miembro del jurado. Por lo general, los tribunales son lugares sombríos, y ver allí a una mujer bonita salía, por cierto, de lo común. ¿Era, en realidad, bonita la señora de Morris? El secretario no estaba en condiciones de asegurarlo. La mujer se destacaba, evidentemente, como una única flor amarilla en un campo verde, entre aquella deslucida colección de hombres, maduros en su mayoría, cuyas caras eran pálidas o rojas. Se había perfumado profusamente y emanaba una fragancia, más agradable que el cargado y polvoriento olor como de libros viejos que impregnaba el recinto. Sin lugar a dudas era elegante; pero, a decir verdad, el secretario se habría visto en apuros si le hubieran exigido que describiera su indumentaria. Sólo podía atestiguar, aunque en ello le fuera la vida, que llevaba chaqueta y falda azules y zapatos con tacones bastante altos. Pero el secretario asimilaba perfectamente el efecto general que la mujer producía y en su rostro se dibujó una sonrisa casi paternal cuando dijo:
—Alicia Raquel Morris, repita…
Se llamaba Alicia Raquel. El primer nombre de pila se debía a que era moderna y había abandonado sus creencias raciales; el segundo, a que, al fin de cuentas, era judía desde los zapatos de tacones demasiado altos hasta la cara de ojos brillantes, llena de afeites y ansiosamente impersonal. El día más feliz de su vida —el día en que, hasta cierto punto, la vida había empezado para ella— era aquél en que después de rechazar el casamiento judío había pronunciado en el Registro Civil las palabras: «Yo, Alicia Raquel Greenberg, acepto por legítimo esposo a Leslie Morris». Porque había concentrado en Leslie todo el afecto a la familia y la propiedad que no podía, o no deseaba, emplear de igual modo que sus antepasados.
Su vida, iniciada entonces, había durado muy poco: casada a los veintidós años, todo había terminado al cumplir los veinticinco. Los judíos a medias sufren más que los judíos puros: cierto sector de un pueblo o de una raza, o como quiera llamársele, trataba lentamente de asimilarse a sus semejantes hasta el año 1933, fecha en que Hitler ordenó a ese sector que regresara al lugar de donde procedía. Los que nunca se apartaron de su tradición fueron menos infortunados; los que ya no podían ser judíos, ni tampoco convertirse a otras religiones, soportaron la peor parte. Eran como polluelos a los que, sin haber terminado de salir del cascarón, se les enviara de vuelta al huevo.
No se dio esa orden únicamente en Alemania e Italia. El antisemitismo es contagioso; peor aún, es una infección. Antes que Hitler subiera al poder el antisemitismo era sólo una enfermedad endémica en ciertas regiones del mundo donde había una seria competencia comercial judía. Por ejemplo, en algunos pueblos norteamericanos; y, en Londres, en los alrededores de Stoke Newington y Whitechapel. Pero, por lo general, en Inglaterra, en Francia, en muchas partes de América, y en los imperios británico y francés, el antisemitismo no existía en forma grave porque carecía de fundamento. Los hombres no estaban acostumbrados a preguntarse si su vecino era judío, al menos hasta no haberse hecho antes muchas otras preguntas.
Pero en cuanto los nazis dictaron sus leyes y empezaron sus pogroms hasta sus enemigos tuvieron conciencia del judío. El escandinavo, el francés, o el inglés que nunca se habían detenido a considerar el asunto, empezaron a examinar a sus prójimos de origen semita. El más obstinado anti-antisemita empezó, contra su voluntad, a olfatear judíos. ¿Serían mal educados, rapaces, sensuales y deshonestos? ¿Sería cierto que cuando se reunían formaban grupos estrepitosos y llenos de ostentación? En adelante los observaría con mayor detenimiento para estar en condiciones de refutar tan estúpidas calumnias. Defendía a los judíos; pero por el hecho de haber dejado de considerarlos como a los demás seres humanos había dado inconscientemente un paso hacia la aprobación del pogrom puesto en práctica por los fascistas.
Aseguran los antropólogos que no existe fundamento científico alguno que permita olfatear a los judíos. Estos ni siquiera constituyen una raza: descienden de dos o tres distintas, etnológicamente indiscernibles de las comunidades de donde proceden. Pero poco vale una afirmación así, aunque sea verdad. Siempre que un grupo, sea cual fuere, se ve separado del resto de la sociedad a causa de determinada convicción de la mayoría, basta ese hecho para que se diferencie y desarrolle inmediatamente notables características, que pueden no ser las que suponen sus enemigos —el judío que pinta Herr Streicher casi no existe—, pero que son muy reales. Por consiguiente, desde 1933 los judíos de Inglaterra se han distinguido de los cristianos con mayor intensidad que antes. Se han vuelto temerosos; pero, al mismo tiempo, han adquirido una fuerte y compensadora voluntad de hacer valer sus derechos. La mentira antisemita, por el solo hecho de su propagación, ha dado origen a las diferencias en las cuales pretendía basarse.
Por lo tanto, antes del advenimiento de Hitler, Leslie Morris hubiera pasado inadvertido entre sus semejantes, sin despertar objeciones. Nadie se habría detenido a observar que sus zapatos brillaban demasiado, que sus corbatas eran demasiado llamativas, sus camisas verdes demasiado fantasiosas y los cuadros blancos y negros, de su traje, demasiado grandes. De haberlo notado, se hubieran limitado a recordar que tales extravagancias eran índice de su educación en el East End, porque de algún modo había que compensar la lobreguez de esas calles monótonas. ¿Y qué cosa más fácil que la ropa extravagante? No podía decirse que sus rasgos fueran los de un judío típico; sobre todo excepto a los ojos de Raquel, se parecía en forma sorprendente a un pez. Su cutis era de color puro e invariable, característico de la parte inferior de la platija. Mantenía la boca continuamente entreabierta con la expresión de asombro, pero de respetuosa atención, que singularizaba a la carpa dorada. Sus ojos eran muy claros y daban la errónea impresión de no pestañear jamás. No obstante, después de la campaña de Hitler, las personas que nunca habían visto a Morris advertían inmediatamente que era judío.
En contraste con lo antedicho, cabe hacer notar que casi todos los días, mientras lo miraba alejarse hacia la oficina, su mujer murmuraba para sí: «¡Qué apuesto es!».
Como se sabe, la primera época de la vida de casados es de poesía; ¿y qué mejor poesía que los versos de un patriota católico para los judíos que no se sienten judíos, sino ingleses? El autor preferido de los Morris era G. K. Chesterton. Leían con frecuencia esta estrofa:
The happy, jewelled alien men
Worked then but as a little leaven;
From some more modest palace then
The Soul of Dives stank to Heaven[1].
Sabían que esos términos no se referían a ellos ni a sus amigos. No tenían la menor idea (como no la tenía el autor) de la barbarie que podría relacionarse con semejantes palabras. Pero como eran muy jóvenes para recordar el desencanto que siguió a 1914, tenían especial predilección por la producción poética de guerra. Sobre todo, les gustaba Una mujer de Flandes:
What is the price of that red spark that caught me
From a kind farm that never had a name?
What is the price of that dead man they brought me?
For other dead men do not look the same.
How should I pay for one poor graven steeple
Whereon you shattered what you shall not know?
How should I pay you, miserable people?
How should I pay you everything you owe[2]?
El fin llegó en forma repentina sin causa aparente y sin ajustarse a ningún molde, como ocurre, en general, con la adversidad. A decir verdad, existía una pequeña causa; en cuanto al molde, si lo había, era demasiado grande para que la vida de los Morris cupiese en él. Leslie era dueño de la tercera parte de una empresa maderera; el negocio marchaba bien y el futuro se presentaba sin nubes. Cierto domingo por la mañana habían ido a Golder’s Green a visitar casas, porque había llegado el momento en que podían mudarse a un barrio más agradable. Por la tarde salieron a pie a ver a una tía que vivía en Whitechapel, en una de las calles situadas al norte de la principal. El día era caluroso, seco; la tarde estaba hermosa, y las calles laterales se hallaban tan vacías como llena la avenida central. Casi nadie andaba por allí a excepción de algunos jovenzuelos vagabundos que callejeaban con irritada holgazanería, escupían hombrunamente en el arroyo y contaban historias indecentes que todos ellos conocían ya.
Daniel Leary contaba dieciocho años y no había tenido empleo fijo desde su salida del colegio. Tampoco lo tenían los demás componentes de la banda. Hablando con exactitud, ni siquiera constituían una banda, sino un grupo reunido por la casualidad, cuyo único vínculo común era la costumbre de causar daño. No llevaban cuchillos, y cuando peleaban, cosa que ocurría con frecuencia, usaban pies y manos. Casi todos eran de la misma edad y de parecida fuerza; a Samuel Redfern, el más joven y pequeño, le toleraban por la peculiar habilidad que tenía de reproducir, sin mover los labios, los ruidos más desagradables del cuerpo humano, habilidad que daba brillo a sus charlas, sobre todo a oídos de sus camaradas mayores. A veces personas importantes se habían turbado por completo al oír un ruido sonoro y prolongado que parecía provenir del interior de sus propios cuerpos.
Cinco de estos jovenzuelos habían estado rondando por la esquina del camino de Burdett, dando «accidentales» empellones a los transeúntes y lanzando gritos sin sentido, hasta que la policía les vio. Entonces dirigieron lentamente sus pasos hacia el Oeste, a lo largo del camino de Mile End. Cerca del Palacio del Pueblo vieron a dos muchachas a quienes conocían y que, a su vez, paseaban sin objeto, movidas por la incierta esperanza de hallar cualquier clase de «diversión». Daniel y Francisco, este último de la misma edad de aquél, cruzaron la calle y las saludaron quitándose el sombrero con ampuloso ademán.
—¿Vas a alguna parte, Rosita querida? —inquirió Daniel.
—¿Queréis pasear y conversar con nosotros? —propuso Francisco.
Tanto ingenio mereció, y tuvo como respuesta, una nerviosa y aguda risita de las muchachas.
—No sé, realmente… —dijo Rosita.
—¿Qué os parecería si fuéramos al parque Victoria?
—¿Y qué os parecería si fuéramos al cine?
—¡Oh, vamos al parque; allí nos divertiremos mucho más!
—En el Rivoli dan una película de Marlene Dietrich.
Como el desacuerdo persistía, Rosita tomó una decisión.
—Vamos, Lili. Entre los dos no podrían reunir el precio de una butaca, estoy segura. Y si tuvieran dinero no lo gastarían. Como siempre, es la brigada de «Algo-por-Nada».
—En todo caso, no lo gastaríamos en vosotras —fue la única réplica de Francisco, mientras las muchachas se alejaban.
Samuel lanzó un monstruoso eructo y recibió, en premio de su esfuerzo, un puntapié en el tobillo.
—Haz el idiota cuando te lo pidan —dijo Daniel.
Había pasado otra hora sin que hicieran nada interesante cuando se decidieron a doblar por una calle que corría al norte de la avenida principal de Whitechapel. Dio la casualidad de que era la misma por donde en aquel momento transitaban los Morris. Los jovenzuelos se animaron.
—Vamos a divertirnos con los judíos —dijo Francisco.
Se acercaron a los Morris, formaron una procesión a lo largo del arroyo y lanzaron el ataque, farfullando el uno, batiendo las manos y arrastrando los pies como un hebreo de escenario el otro; Samuel imitando, cerca de Alicia, los ruidos más obscenos de su repertorio; Daniel y Francisco expresando en voz alta observaciones sobre el desempeño de Leslie como marido y los restantes entonando una canción cuyo sentido era insolentemente claro.
Aunque se les había subido la sangre a la cabeza, los Morris hicieron como que no oían. Daniel se enfadó; así no resultaba divertido.
—Vamos —ordenó a su grupo—. Por aquí.
Guiados por él se lanzaron a la carrera por una calle lateral, doblaron a la derecha, dieron corriendo la vuelta a la manzana y llegaron al extremo de la calle por donde se acercaban los Morris. Se cogieron del brazo y avanzaron hacia la pareja, cantando a voz en cuello la mencionada canción.
Los atacados cruzaron a la otra acera. Los jóvenes hicieron lo mismo.
Ambos grupos se aproximaron: cinco jóvenes frente a un hombre y su mujer. Alicia temblaba y Leslie empezaba a inquietarse de veras. Pero no, no era posible; no estaban en Berlín; estaban en Londres, y él era inglés.
—Por favor —dijo con voz firme—, queremos pasar.
—¡Eh, judíos! ¿Adónde vais? —preguntó Daniel, con voz de falsete, fingiendo sorpresa.
—Abran paso de una vez.
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Qué mal carácter! —El ingenio de Francisco revivía. Soltó el brazo de su compañero, extrajo con rápido ademán la corbata de adentro del chaleco de Leslie y se la lanzó a la cara—. ¡Vaya una porquería! —añadió—. Como todas las que usáis los judíos.
Pálido y respirando agitadamente. Leslie volvió a colocarse la corbata. Era inútil pretender escapar corriendo, aunque hubiese sido lo indicado tratándose de semejantes rufianes.
—Abran paso —repitió lanzándose hacia adelante. De un empellón, Daniel le empujó hacia atrás mientras Francisco le daba una palmada en la muñeca.
—Los dos necesitáis una lección —dijo Daniel, añadiendo un palabrota con voz repentinamente gruesa y golpeándole el hombro.
Leslie no era cobarde y tenía fuerza. Dirigió un puñetazo directo a Daniel, que recibió en la punta de la nariz un golpe muy doloroso. Pero éste y Francisco, con pies y manos, se lanzaron contra Morris. Los puños de Leslie remolinearon como mayales hasta que Samuel, dándole un perverso puntapié en unas de las corvas, hizo que se desplomara. Francisco le puso la rodilla en la cara. Entretanto, Alicia trataba de aferrarse a las espaldas de los forajidos, les daba puntapiés con sus pequeños y puntiagudos zapatos y lanzaba chillidos estridentes. En pocos segundos la banda había terminado su obra: las ropas de Leslie estabas desgarradas, su rostro sangraba y le habían pisoteado una de las manos. Mientras se levantaba recibió un salvaje puntapié en un costado del vientre, asestado deliberadamente por Daniel.
—¡Largo de aquí! —gritó este último.
Miró a la pareja que se alejaba tambaleante y en silencio, apoyado Leslie en Raquel y casi sin poder tenerse en pie. Con la mandíbula inferior caída y asomando la lengua, Daniel parecía reflexionar.
A escapar ahora —ordenó al cabo de un minuto a la banda—. Avisarán a la policía.
Huyeron por la calle lateral y se dispersaron. Daniel se halló junto a Samuel.
—¡Diablos! —chilló el más joven, saltando de gozo mientras corrían—. Esto sí que ha sido estupendo. El judío ha recibido su buena tunda. ¿Le has visto la cara?
—¡Calla! —exclamó Daniel, furioso, y le asestó un golpe en el cuello.
Samuel le echó una mirada y le bastó ver su expresión para enmudecer.
Como Leslie se sentía muy maltrecho decidieron no ir a visitar a su tía y volvieron directamente a su casa. Leslie se acostó, y mientras Alicia le lavaba las heridas, aseguró a su mujer que pronto estaría mejor. Pero aquella noche empezó a vomitar sangre. Llamaron al médico. Este dijo que se trataba de la rotura del bazo… Un caso ciertamente grave… Necesitaba enfermera diurna y nocturna… No había que moverlo bajo ningún concepto. Leslie entró en coma y murió tres días después sin haber pronunciado una palabra.
Otros muertos no ofrecen ese terrible aspecto.
Alicia Morris ni siquiera pudo vengarse. La policía buscó con ansioso celo a los culpables, porque, como cualquiera, temía a los malhechores modernos y conocía como nadie el incremento que sin cesar adquirían. Pero las informaciones que Alicia le dio fueron desgraciadamente escasas. Ni siquiera estaba segura de que podría reconocer a la banda; no había oído el nombre de ninguno de ellos. Le indicaron varios «posibles», ninguno coincidía.
Finalmente la policía desistió. Alicia vivía en la casa de Leslie y del dinero que éste le había dejado, porque el negocio seguía marchando. Pero poco le importaba vivir; y cuando le llegó la notificación que la nombraba jurado no le prestó mucha atención.
«Es una ironía —pensó—. La justicia no hizo nada para protegerme a mí y ahora espera que yo proteja y castigue a otros. Exige mi tiempo, lo reclama como una deuda y no hizo nada para salvar a Leslie. ¿Cómo habré de cobrarle todo lo que me debe? Pero, ¿qué importa? Haré lo que quiera. Diré las palabras que quiera».
Por consiguiente, cuando estuvo en el tribunal se puso de pie a su vez, besó la Biblia, y con voz monótona, incolora y seca, repitió:
—Juro por Dios Todopoderoso…