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El secretario del tribunal, con la mente firmemente concentrada esta vez en lo que hacía, entregó la Biblia al siguiente jurado diciendo:

Eduardo Bryan, repita

He aquí el retrato de Eduardo Bryan, quinto miembro del jurado.

Alto y melancólico, de rostro largo y afeitado, de pelo y ojos negros, contaba a la sazón cincuenta y cinco años de edad. Un leve aunque continuo tic hacía temblar su ojo izquierdo; pero, como él no lo advertía, ese defecto no le preocupaba. Era soltero y desempeñaba el cargo de cajero en la importante sucursal de una gran empresa de venta de comestibles y afines. Hacía diecisiete años que ocupaba ese puesto y esperaba continuar en él hasta su jubilación o su muerte. Antes de ser cajero había sido ayudante del cajero anterior; antes había atendido el mostrador, y antes aún había sido mandadero de la misma firma. Se había empleado allí inmediatamente después de terminar las clases primarias en una escuela del estado y nunca se le había ocurrido probar otra cosa. Su madre le había dicho:

«Sé respetuoso y trabajador, Eduardo; cumple tu obligación en casa de los señores Allen, y nunca te arrepentirás».

Así lo había hecho, no por seguir el consejo materno, puesto que antes de morir su progenitora había pasado años enemistado con ella, sino porque su naturaleza se lo exigía. No tenía mucha capacidad, pero era trabajador y silencioso; había ascendido a cajero sobre todo por antigüedad.

En su trabajo no inspiraba simpatía ni antipatía; como hacía tanto tiempo que estaba allí, lo consideraban parte del mobiliario. Según contaba una de las empleadas del departamento de quesos y manteca, cierto día en que Bryan había seguido trabajando hasta más tarde, vestido con su habitual traje gris oscuro, una de las limpiadoras le había pasado el plumero para quitarle el polvo, sin que ninguno de los dos advirtiera el error. Jamás dirigía la palabra a sus compañeros de trabajo, salvo en lo concerniente a sus comunes tareas, y entonces lo hacía en forma muy cortés. No le interesaban las mujeres ni el deporte, ni la política, ni las condiciones del comercio, ni siquiera las condiciones de trabajo de la Sucursal N.° 1 Sudeste de la empresa Allen. Cuando alguno intentaba entablar con él una conversación sobre cualquiera de los mencionados temas, lo ahuyentaba con una respuesta que, según la jerarquía de su interlocutor, asumía una de las tres siguientes formas:

  1. —No me interesan esas cosas. Le aconsejo que continúe trabajando.
  2. —Lo lamento, pero el asunto no me interesa.
  3. —Lo lamento, señor, pero no sé nada sobre el asunto. Nunca me han interesado esas cosas.

En el concepto de sus colegas, «siempre había sido así». Después de algún tiempo no lo volvieron a molestar; nunca había hecho daño a nadie. Jamás supieron qué cosas le interesaban.

En realidad, hacía veintisiete años que era así; al cumplir veintiocho de edad había adoptado una forma definitiva de vida y de pensamiento. Hasta entonces había sido un muchacho silencioso y algo torpe, oprimido por la familia (eran nueve hermanos) y por la obligación de contribuir a mantenerla. Conocía la escasa medida de su ambición y la mediocridad de su inteligencia. El buen cumplimiento de su trabajo le exigía grandes esfuerzos, y se sentía continuamente fatigado. No veía la posibilidad de aumentar la ayuda que prestaba a los suyos; además, no sentía mucho afecto por ellos. Más infeliz, se sentía descorazonado; a tan temprana edad encontraba ya que la vida carecía de sentido y soportaba sobre los hombros cargas demasiado agobiadoras que le interesaban muy poco. La bebida y el cigarrillo no le agradaban; no eran un placer para él. Tampoco probaba otras formas de diversión. En realidad sus únicas manifestaciones de energía eran los súbitos ataques de ira que experimentaba, durante los cuales separaba con violencia los labios y mostraba los dientes como un perro. Su familia le temía, no porque alguna vez hubiese golpeado a sus hermanos, sino porque su aspecto era de extrema ferocidad. Además, rompía objetos: tazas, platos y hasta las patas de las sillas. Después ni siquiera pedía disculpas; dejaba, sencillamente, de rabiar.

El hecho de que estos ataques también cesaran cuando cumplió veintiocho años, no significó un alivio para los miembros de su familia, porque a esa edad rompió relaciones con ellos. Cierto día se marchó de su casa y nunca volvió a hablarles. Cuando recibía sus cartas las leía cuidadosamente hasta el final, como buscando algo; luego las rompía y no las contestaba. Ya habían dejado de escribirle, y no los recordaba muy bien; a decir verdad, casi había olvidado por completo su vida anterior a los veintiocho años.

El cambio se había producido en él, súbitamente, la noche de un domingo de marzo. Él había colgado en la pared de su cuarto un pasaje de la Biblia, porque prometía alivio a la carga que la vida representaba para él. Dicho fragmento era el siguiente, extraído de San Mateo, capítulo XI, versículo 28:

Venid a mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré.

Tenía la certeza de que con sólo interpretar debidamente estas líneas se vería liberado de su carga. Pero hasta aquel momento no había conseguido encontrarles un significado exacto y seguro; y de nada le habían servido los sacerdotes a quienes había consultado. Pensaba —recurriendo según su costumbre a frases hechas— que le habían ofrecido «nada más que palabras». Le habían aconsejado que no fuera egoísta, que ayudara a los demás y que tuviera humildad; dicho de otro modo: que continuara en el mismo pesado y detestable camino. Eran, por cierto, nada más que palabras; palabras tan evidentemente vacías como lleno de significado estaría ese texto, si lograba interpretarlo.

La noche en cuestión leía la Primera Epístola de San Pedro; y desde entonces tuvo siempre especial agradecimiento a ese corto texto: el agradecimiento que se tiene a una persona sin importancia que lo ha guiado a uno hacia un negocio inmensamente provechoso. La frase que atrajo su atención y que súbitamente se le apareció llena de significado ni siquiera era completa. Pertenecía al versículo décimo del segundo capítulo y decía:

… que en pasadas épocas no constituíais un pueblo, pero ahora sois el pueblo del Señor.

Se preguntó quiénes serían esas gentes. Y de pronto, como si en su cerebro saltara un resorte, comprendió. Retuvo la respiración; luego aspiró ansiosamente una bocanada de aire mientras el volumen de la Biblia se deslizaba de sus manos y caía al suelo. Pensó en arrodillarse; pero no había tiempo que perder. Tenía que confirmar su descubrimiento, confirmarlo en seguida; y, levantando la Biblia, empezó a volver las páginas con frenético apresuramiento.

Era como si hubiera hallado el vocablo clave de un acertijo de palabras cruzadas: el que aclara en un instante todos los demás vocablos. Pero Eduardo Bryan no vio su revelación bajo un aspecto tan mundano como las palabras cruzadas. Para él la revelación fue, y siguió siendo siempre, como un resquicio de puerta atravesado por rayos luminosos. A su alrededor reinaba la oscuridad, y en ella se movían vaga e inútilmente, estúpidas y sin importancia, las cosas de este mundo. No las distinguía con claridad y no deseaba verlas. A unos tres metros de él había una estrecha y alta hendidura, como la de una puerta entreabierta apenas, y de ella brotaban raudales de una luz tan brillante que impedía ver lo que había más allá. Era luz y nada más: fluía hacia él, no como un fulgor inmóvil, sino con movimiento rítmico de oleaje; parecía algo viviente. Mientras la miraba, su bondad y tibieza no cesaban de ofrecérsele. Algún día, en determinada hora, cuya fecha exacta le tenía sin cuidado, cruzaría esa puerta. Entretanto, por las noches, despierto en su cama, solía cerrar los ojos para contemplar aquel brillante resquicio y dejaba que los rayos de luz lo inundaran, llenándolo de paz.

Le hubiera sorprendido sobremanera que otros no viesen esa luz; pero, como decían las Escrituras, estaban literalmente ciegos. La verdad se hallaba escrita con tanta paciencia y claridad, con tantas palabras sencillas, que sólo la ceguera explicaba el fracaso de quienes no la veían. (Y como es sabido que la ceguera es incurable, Eduardo Bryan no tenía necesidad de hacer proselitismo). En su apresurada búsqueda el primer texto que encontró fue el siguiente; se refería a la parábola de San Lucas sobre Lázaro y el rico avariento:

Fuera de que hay una sima impenetrable entre nosotros y vosotros: de suerte que los que aquí quisieran pasar a vosotros no podrían, ni tampoco de ahí para acá.

(Para mayor seguridad, leía siempre la Versión Corregida de la Biblia).

Hasta entonces los sacerdotes le habían brindado diversas y variadas interpretaciones del consejo de su madre, asegurándole que seguirlo era cristiano. Le habían explicado a Dios como una fuerza que lucha en favor del bien y que nos ayuda a perfeccionarnos. Algunos hasta habían llegado a hablarle de política, y otros a manifestarle sus dudas sobre la existencia del infierno. Todos habían ocultado, o ignorado la verdad. Sin embargo estaba escrita, y repetidamente. Descubrió otra frase clara:

El que cree en el Hijo tiene vida eterna; mas el que no da crédito al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él. (San Juan, cap. III, 36).

Existían, interpretaba él, dos clases completamente distintas de seres humanos: los elegidos, que eran muy pocos, y entre los cuales figuraba él; y los condenados, cuyo número era incontable. El Juicio Final llegaría inevitablemente, y los textos explicaban claramente su significado. Detuvo los ojos en otro pasaje de San Mateo, y lo copió (cap. XXV).

Cuando venga, pues, el Hijo del hombre con toda majestad y acompañado de todos sus ángeles, sentarse ha entonces en el trono de su gloria… Entonces dirá a los que estarán a la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, que está destinado para el diablo y sus ángeles.

Poca duda cabía sobre el sentido de esto; sin embargo, semana tras semana muchos sacerdotes decían sermones sin tener en cuenta para nada tan aterradora aseveración. Hablaban como si un hombre anunciara, seriamente y en términos inequívocos, la inminencia de una invasión y de una matanza general, y luego desviara la conversación hacia el estado del tiempo. Hasta se sabía cuántos se salvarían, porque estaba registrado en el Apocalipsis. En adelante, las profecías de este libro fueron la lectura preferida de Bryan.

Y miré y vi al Cordero de pie en el monte Sión, y junto a él, a ciento cuarenta y cuatro mil que tenían escrito en la frente su nombre y el nombre de su Padre.

Ciento cuarenta y cuatro mil. 144 000. Mil gruesas; una cantidad semejante a las entradas que continuamente anotaba para sus patronos. Un cajero celestial, si la comparación no era demasiado presuntuosa, era tenedor de libros divinos; y, entre los millones de este mundo, mil gruesas constituían un número muy reducido. Era muy difícil que él se encontrara con otros de los elegidos.

A veces, pero no a menudo, acudía a una capilla dedicada nada más que al Evangelio, o a las sesiones de una secta estrictamente evangélica. Pero dudaba que esta congregación formara parte de los elegidos. El principal motivo de su duda era la visible y violenta exaltación que dominaba a los componentes de la secta, porque el hecho de saberse elegido tenía por lógica que ser motivo de serenidad. De todos modos, no necesitaba confirmación de nadie; confiaba plenamente en su propia interpretación de las Escrituras.

Todas las noches, al cerrar el escritorio y descolgar su sombrero, sentía un recóndito alivio. Tenía la impresión de iniciar el cruce y pasar de una zona húmeda y gris a una tierra de sol. Pronto podría abrir otra vez su Biblia, ver y sentir de nuevo la misteriosa luz: «¡Ya voy! ¡Ya voy!», decía para sus adentros, como si se dirigiera a una amante impaciente.

Pero no siempre ardía esa llama. La indebida atención que a veces prestaba a las cosas del mundo disminuía su brillo: ciertas noches, cuando había incurrido en la debilidad de concentrarse demasiado en su trabajo o de irritarse por alguna cuestión externa o contra alguna persona, no conseguía verla. Encontraba la explicación en el versículo siguiente de la Primera Epístola de San Pedro, que lo había iluminado en un principio:

Amados, os suplico que como transeúntes y peregrinos os abstengáis de las concupiscencias carnales que luchan contra el alma.

Para él, su alma era una máquina receptora y registradora de la luz celestial. Tenía que mantenerla en estado de perfecta afinación para cumplir su cometido. Poco le costaba abstenerse de concupiscencias carnales. Hacía tiempo ya que cumplía estrictamente su propósito de no beber alcohol ni fumar. Además, comía frugalmente y tomaba agua o leche fría en lugar de té o café. No necesitaba ponerse en guardia contra la afición a los trajes lujosos, ni contra la atracción de las mujeres libertinas. Su nuevo régimen no difería mucho de su método anterior de vida, pero su redoblada rigurosidad permitía suponer que Eduardo Bryan estaba muy desnutrido. Lo cierto es que su vida espiritual se intensificó y que su indiferencia por lo material se hizo más manifiesta.

La citación para actuar como jurado le cogió enteramente de sorpresa y la recibió con desagrado. No deseaba cumplir esa obligación; pero, por fortuna, su refugio de todas las horas no le defraudó. San Pedro, consultado por él, le brindó instrucciones que se adaptaban exactamente a su necesidad.

Someteos a cualquiera ordenanza de los hombres, ofreciéndolo al Señor: ya fuere al rey como supremo señor; ya fuere a los gobernadores, en calidad de enviados suyos para castigar a los malhechores y elogiar a los que se conducen bien.

Vaciló un instante al oír las palabras del juramento: «nuestro soberano y señor el rey». Le parecían próximas a la blasfemia; pero la frase de San Pedro, «al rey como supremo señor», había quedado grabada en su memoria. Disculpó las palabras y las pronunció tras sólo un segundo de vacilación.