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El secretario del tribunal hizo pasar a Popesgrove al banco de los jurados. Mirando distraídamente el papel que tenía en la mano, porque su mente estaba concentrada en los rostros de los jurados, dijo:

Jaime Alfredo Stannard… —Un hombre de corta estatura y cabellos grises se adelantó; pero no era su turno—. Disculpe —dijo algo molesto el secretario—; el siguiente es: Percival Holmes, repita

El nombrado, que se hallaba en el lugar más próximo de la fila, avanzó y tomó la Biblia en sus manos.

Un año antes de este juicio, cierto joven norteamericano que estudiaba en Rhodes había convencido a un condiscípulo de que le presentara al renombrado y erudito profesor de griego, doctor Percival Holmes, graduado en dicho colegio. El condiscípulo le dijo que el doctor Holmes casi nunca estaba en Oxford y para verlo era necesario trasladarse a Londres. No era posible concertar una cita con él; pero esto no significaba que la entrevista tuviera que ser dejada al azar. El doctor Holmes almorzaba siempre en un lugar determinado; y después del almuerzo era hombre accesible.

No sin sorpresa, el estudiante norteamericano vio que su amigo le guiaba hacia una humilde lechería que tenía un pequeño salón de té. Situada en una callejuela secundaria, su aspecto no era muy limpio. La acción del tiempo había agrisado la pintura, otrora blanca, de las paredes; algunas partes desconchadas dejaban ver que antes habían sido pintadas de verde. Dentro, sobre un mostrador de mármol, había un gran recipiente de leche, una lista de precios, tres tortas con baño de coco y una recubierta de azúcar rosada. Detrás del mostrador había una mujer de edad madura, morena, con lentes y delantal blanco.

—¿Está el profesor? —le preguntó el amigo del estudiante norteamericano.

Sin pronunciar palabra, la mujer movió la cabeza, indicando la mampara de madera, con vidrios opacos en la parte superior, que separaba el fondo del local.

Los dos jóvenes cruzaron la puerta practicada en la mampara y el estudiante de Rhodes se vio frente a un espectáculo que hirió profundamente su sentido de las conveniencias. En el sórdido saloncillo había seis mesas de mármol. Sólo una estaba ocupada, porque eran las tres menos cuarto de la tarde. Como todo lo que contenía aquel recinto, la mesa estaba sucia, llena de migas, salpicaduras de salsa de tomate y marcas circulares dejadas por los platillos de las tazas; había también sobre la mesa dos botellas oscuras y algunos vasos de vidrio ordinario, semejantes a los que se encuentran en los dormitorios de las casas de pensión. Sentado a la mesa había un hombre extraordinariamente obeso, que vestía un viejo y desaseado traje marrón. Parecía una masa de grasa de cocina que hubiera sido vertida en un molde y luego congelada. Era difícil imaginarlo en movimiento; mantenía una absoluta quietud; sólo agitaba sus blancos dedos, atacados por un continuo temblor. Sus ojos celestes, húmedos y enrojecidos, estaban clavados en un punto fijo frente a él. Emanaba de su persona un fuerte olor a alcohol mezclado a otro que podía ser el de ropas no muy limpias, pero que al estudiante norteamericano le pareció el hedor de la muerte. La mesa ocultaba la parte inferior de su cuerpo; lo que se veía se asemejaba a una perfecta figura cónica: cabeza angosta en la parte superior, colocada sobre gruesos rollos colgantes de grasa grisácea que deformaban por completo el cuello que acaso había tenido alguna vez; hombros caídos y, más abajo, un vientre enorme.

—Buenos días, doctor Holmes —dijo el amigo—; le presento a Allinson, de su colegio. Estudiante de Rhodes.

—¡Ah! —exclamó el voluminoso personaje con entonación alta y bronca—. ¿Oporto o Mosela?

El norteamericano permaneció mudo y perplejo.

—¿Oporto o Mosela? —repitió a gritos el doctor acercándole las dos botellas. Seguramente le pertenecían, porque el negocio carecía de patente para la expedición de bebidas alcohólicas—. Nunca hay que beber otra cosa —añadió, no se supo si como una orden o como una declaración sobre sus costumbres.

—No sé —repuso el norteamericano—. Oporto, tal vez —agregó apresuradamente al ver asomar la ira en el rostro del doctor Holmes.

—¿No sabe? —inquirió éste sarcásticamente. Vertió un cuarto de litro de líquido purpúreo en uno de los gruesos vasos y lo empujó hacia el joven; éste bebió un trago: tenía el gusto asqueroso a azúcar, tinta y pimentón que caracteriza al oporto de mala calidad.

Entretanto, el doctor Holmes sostenía con su amigo una animada charla sobre chismografía del colegio, conversación que Allinson no podía seguir porque no estaba enterado de lo que hablaban. Al parecer, se trataba de algo escabroso; la impresión provenía quizá de la ambigua risita, entre aguda y bronca, del doctor Holmes. Allinson trató de intervenir dos veces en la conversación: la primera para hacer una pregunta, preparada de antemano, sobre la nueva versión del Agamenón realizada por Verrall.

—Doctor —(pronunció esta palabra con acento tan norteamericano, que Holmes ni siquiera disimuló su estremecimiento)—, ¿considera usted que las palabras iniciales del guardián deben interpretarse como intencionalmente falsas?

—Lea el capítulo cuarto de mis Ensayos sobre la tragedia griega —fue la única respuesta.

Un poco más tarde Allinson hizo la segunda tentativa.

—Hay varios puntos sobre los cuales me interesaría conocer su opinión —insistió.

—¿No le gusta el oporto? —contestó Holmes mirando el vaso lleno a medias.

El norteamericano, con la exagerada cortesía que frecuentemente demuestran sus compatriotas cuando tratan con personas mayores, eruditas y mal educadas, bebió un enorme trago del desagradable brebaje. Las lágrimas asomaron a sus ojos y luchó contra una sensación de náuseas: mientras tanto, el doctor seguía conversando con su amigo.

Allinson soportó la situación varios minutos; luego se levantó con la intención de marcharse.

—Veo que está usted muy ocupado —dijo dominándose.

—¡Ah, sí! Adiós —replicó el doctor mientras volvía hacia el otro sus gruesas mejillas grises y reanudaba la anterior conversación.

Tales eran los modales y el aspecto del doctor Percival Holmes a los sesenta y nueve años de edad; aspecto y modales que establecían un contraste total con los que caracterizaban a los setenta a Jaime Alfredo Stannard. Este, de baja estatura, delgado y pulcro, tenía rostro sanguíneo y cabellos y bigotes blancos y ralos. Además era aseado y siempre cortés con cualquiera que no estuviese ebrio. No obstante, ambos hubieran dado por sentada la superioridad de Holmes, porque Holmes, pese a su mala educación, su aspecto repulsivo y su grotesca holgazanería, era un caballero. En cambio, Stannard, que había trabajado duramente toda la vida, que se mostraba amable con todos y cuyo aspecto agradaba tanto como su mentalidad, era dueño de una cantina llamada El portón colgante.

Aunque ha sido frecuentemente señalada, no existe diferencia entre las posadas de campo y las lujosas tabernas londinenses. Las cantinas de Londres, en su mayoría, son tan «locales» como cualquiera cervecería del campo. Stannard conocía a las tres cuartas partes de su clientela habitual; conocía también muchas de las penas y defectos de sus parroquianos. Reservaba su aspereza para los consumidores de paso que habían bebido en demasía. En esos casos desaparecía por completo su acostumbrada benevolencia.

—¡Nada más para usted! —declaraba con voz severa y enérgica—. ¡Tenga la bondad de marcharse en seguida de esta casa!

Su bigote blanco parecía erizarse; y Federico, su yerno, que le ayudaba a expulsar a los indeseables, se acercaba. Casi nunca era necesario recurrir a la fuerza; bastaba la mirada elocuente de Stannard, secundada por el consenso general.

—Está bien.

—Si me hallara en su lugar, amigo, me iría a casa; eso es lo que yo haría.

—Tiene razón; creo que ya he bebido bastante.

De muy distinto modo trataba Stannard a los clientes amigos cuando alguno estaba a punto de excederse. Durante largo rato fingía no haber oído el pedido, y cuando ya no era posible prolongar esa táctica, se cruzaba de brazos sobre el mostrador e, inclinándose hacia adelante, iniciaba una conversación pausada que consistía principalmente en las siguientes frases, dichas y redichas en diferente orden:

«¡Vamos! ¿De veras quieres otra copa?».

«Me parece que has tomado demasiado, Alberto».

«No olvides que debo pensar en la licencia. En los últimos tiempos me han molestado mucho».

«Discúlpame mientras atiendo al señor del reservado».

«Digan ustedes, caballeros, ¿opinan que Alberto debe beber más?».

Y si el llamamiento hecho al público no recibía la esperada respuesta, decía:

—Me sorprende sobremanera que le apoyen. No estoy seguro de proceder correctamente sirviéndoles de beber.

Esta amenaza producía casi siempre un repentino silencio, seguido de una exhortación que todos dirigían a Alberto, rogándole que no insistiera.

Hacía treinta años que había muerto la mujer de Stannard, y éste cifraba todo su interés en la vida de la cantina. Viejos amigos le visitaban todas las noches: le comunicaban los nacimientos, las muertes, los casamientos y los disgustos que tenían con la policía o con el dueño de casa. Sabían que siempre terminarían las conversaciones con las mismas frases, de acuerdo con los temas: «Bueno, ¡qué suerte! Estoy seguro de que serán muy felices»; o bien: «Una desgracia nunca viene sola». Cada vez, la observación parecía cobrar nuevo significado y renovada importancia. Para él la vida se componía de una borrosa serie de cálidas y doradas noches, envueltas en la azulada niebla del tabaco; impregnadas de fuerte y agridulce olor a cerveza; animadas por el juego de las flechas y el sostenido bullicio de las conversaciones. En su recuerdo, ningún día se diferenciaba, de otro. No tomaba vacaciones. En agosto enviaba a su hija Gwen, camarera de la cantina, y a su yerno a pasar una semana en Margate; y, haciendo un esfuerzo enorme, atendía solo el establecimiento.

Su exclusiva preocupación era la ley, bastante complicada por cierto para los propietarios de tabernas, y empeorada en su caso por una nerviosidad que databa de su primera juventud, época en que había cumplido una leve condena por cazar en campo vedado. Su actitud, cierta vez que discutieron la licencia de la cantina, había presentado todos los síntomas de la culpabilidad. Alternativamente ruborizado y pálido, tartamudeaba y no podía contestar las preguntas más sencillas. Le hubieran quitado la licencia, si el inspector de policía que se hallaba presente no hubiese intervenido, resolviendo el caso con eficacia. Este funcionario declaró que El portón colgante era, a juicio de la policía, la cantina más seria del distrito y que el uso que el señor Stannard hacía de su permiso era correcto y prudente. En pocas palabras, acusó de habladurías y testimonio falso al vicario de San Bernabé. (Él se consideraba bautista y el vicario pertenecía a la iglesia ortodoxa episcopal).

Cuando Stannard recibió la notificación que lo nombraba jurado se sintió muy afligido y presa de un terror absolutamente irrazonado. Durante tres noches consecutivas permaneció sentado en un rincón, silencioso, melancólico. Perdió las ganas de comer y lo pasó bebiendo nada más que ginebra aguada y licor de menta, y negándose a toda conversación. Una noche dejó la cantina al cuidado de Federico y Gwen y, caviloso, se sentó junto al fuego en el saloncito de la trastienda. Nada bueno prometían policías y tribunales, y estaba seguro de que haría papel de tonto. Clavó una mirada hosca en el sofá de crin y en el retrato de su mujer, colgado encima, y gradualmente, a medida que los recuerdos acudían a su memoria, fue tranquilizándose.

Dorotea había muerto poco antes de la guerra. A fines de 1913. Dos meses después su hijo Jaime se había marchado a Australia, y él se había quedado solo con su hija Gwen, muy pequeña a la sazón. Pensó en su hijo; no había vuelto a verlo desde entonces. Era un excelente muchacho que gozaba de buena posición. Tenía tres hijos, sus nietos, cuyos retratos, junto con el de su nuera, estaban sobre la repisa de la chimenea. El día de su cumpleaños recibía siempre carta de Jaime, y todas las Navidades le contestaba él cartas breves, que redactaba con dificultad trazando despacio cada letra con el lápiz fuertemente apoyado sobre el papel, y que terminaban: «tu padre afmo. J. Stannard». Rara vez enviaba en ellas otras noticias que las relacionadas con la salud de la familia y el estado de su negocio. Puede decirse que veía la historia mundial a través de una jarra de cerveza. Describió el año 1916 en la siguiente forma:

«Cada día es más difícil conseguir buena cerveza y últimamente se me ha terminado dos veces la cerveza doble. Creo que debido a como andan las cosas en General llegará el momento en que faltarán las bebidas y tendré que rechazar clientela».

1917 fue el año en que «casi nunca Veo a ninguno de tus viejos Compinches, y algunos no Volverán, según lo he sabido con mucha pena. El Local está lleno de mujeres que beben tanto como los hombres y que beberían cualquier cosa con tal de beber, pero la cuestión no es pedir esto o aquello, sino lo que se consigue. Si te dijera los precios no lo Creerías».

1918: «Porque había terminado la Guerra todos estaban muy alegres y Bebieron Mucho, o pretendieron hacerlo: me vi obligado a Abrir a las once y pronto bebieron todas mis existencias y creo que pasó lo mismo en todas las Cantinas de por aquí».

Pensó que hacía casi cuarenta años que vivía allí, y veinticinco años que vivía sin Dorotea. En su memoria, la imagen de su mujer se había vuelto borrosa. Sus pensamientos retrocedieron a su infancia y luego a su mocedad en Suffolk, que, por alguna desconocida razón, se destacaba más claramente. Volvió a ver en su imaginación los altos setos y las sendas que trazaban profundos surcos; la iglesia de Walberswick, una gigantesca ruina en su recuerdo que, como conservaba en pie y techado uno de sus ángulos, se usaba como templo destinado a los pocos fieles que aún quedaban. Tenía, sobre todo, presentes los caballos; caballos que pertenecían a la importante mansión donde trabajaba. En aquella época no había automóviles. Evocó los caminos de entonces: montones de estiércol. No había automóviles y ningún ruido, excepto el de la esquila y el tintineo de los cascabeles. ¿Cómo eran las superficies de los caminos principales? No se acordaba. Pero no había olvidado el penetrante y delicioso olor a caballo y a cuero.

También el doctor Holmes buscaba su único placer en el recuerdo. Cuando sus escasos visitantes lo dejaban solo, permanecía en el salón de té, o en sus desaseadas habitaciones, mirando retrospectivamente su vida con sus pálidos ojos vidriosos.

Hijo de un pastor victoriano típicamente fervoroso, había entrado en calidad de becario en el colegio Magdalen. Con sus brillantes exámenes finales rendidos en Oxford había ganado el primer puesto y una beca para graduarse en una universidad. Hasta el fin de sus días, su padre creyó que Percival era el triunfador de la familia. Pero éste sabía que no era así. Amante del griego, se consideraba el mejor crítico viviente de los textos en ese idioma, después de Wilamowitz Möllendorf. No había caído en ninguna de las vulgarizaciones populares semejantes a las de Gilber Murray, profesor del Regius. A decir verdad, había marcado varios tantos de importancia contra ese colegio. Recordaba con júbilo la vez que había dicho al profesor Murray que su última edición de Eurípides merecía un lugar en la Catena Classicorum. ¡Ja! El golpe había sido duro, pero merecido. Si la Classical Review se hubiera atrevido a publicar su análisis, aquella reputación habría quedado aniquilada para siempre. Pero ¿de qué servía defender la enseñanza del viejo estilo, si el griego era un idioma casi olvidado? El doctor Holmes se parecía al alquimista o al astrólogo que ofrecen vanamente nociones sobre ciencias en las que nadie cree. Tenía suerte, porque sólo recibía olvido, en lugar de insultos directos. Nox est perpetua una dormienda; pero era duro verse obligado, antes de morir, a dormir una perpetua noche.

Peor aún: su memoria parecía declinar. Adrián, Federico, Lionel, Alistar…, ¿dónde estaban, y quién era quién? Nunca se había producido un escándalo, porque nada escandaloso había ocurrido. Eran muchachos, rubios o morenos, por los cuales había sentido profundo afecto, y que habían soportado con elegancia, durante tres años de estudio, su extraño y obvio cariño; luego, sin excepción, todos se habían marchado. En su recuerdo, las personas se fundían unas en otras. Rememoraba excursiones a pie, sesiones de lectura, vacaciones en Suiza en compañía de sus alumnos. Se veía en trance de trepar con gran dificultad alturas rocosas, con los pies doloridos y odiando el ejercicio; pero decidido a soportar cualquier cosa con tal de andar a la par de su discípulo preferido. Siempre había procedido con prudencia, porque se sabía poco atrayente y porque las autoridades universitarias estaban muy bien informadas. Teorizar a veces sobre la sagrada banda de Tebas; acariciar fortuitamente una mano; hacer, una que otra vez, el elogio físico de alguno de ellos; pero nada más. Y al finalizar el tercer año de estudios, partían y no se volvían a acordar de él.

¿Dónde estaban? Adrián, Mauricio, Alistar, Lionel… algunos habían muerto. Hermosos y jóvenes, y muertos… eumorphoi… la tierra enemiga ha ocultado a sus conquistadores. La idea de la guerra apartó su pensamiento de Esquilo, llevándolo a un recuerdo que los años no habían conseguido mitigar. Al fin de cuentas, uno de ellos no había sido indiferente a su obeso profesor. Le había permitido que lo llamara Dión. El destino de Hécuba y de las mujeres troyanas fue llorar desde que nacieron; pero para ti, Dión, cuando alcanzaste la cima de tu éxito, los dioses derramaron sobre la tierra sus mejores dones; y tienes honrosa sepultura en las vastas llanuras de tu patria. ¡Oh, Dión, que enloqueciste mi corazón de amor!

O emon ecmenas thumon eroti, Dion —murmuró para sí, repitiendo la frase.

Veía nuevamente la cabellera negra y rizada, demasiado larga, y los ojos castaños de Dión, y la mano vigorosa que desordenaba sus propios cabellos ralos y lacios. Dión se había alistado en 1914 en los R.F.C., y una semana después había vuelto deshecho. Estuvo tres días inconsciente en el hospital y fue enterrado en el cementerio de Wiltshire, su pueblo natal: En las vastas llanuras de su patria.

Era el único episodio de su vida que merecía ser recordado, y de ello hacía veinticinco años.

El doctor Holmes se mantenía de pie dignamente, pese a su grotesca apariencia. El secretario le había molestado llamándole por otro nombre, pero repitió el juramento en voz alta y con firmeza: «Juro por Dios Todopoderoso que con razón y de buena fe juzgaré y dictaré sinceramente entre nuestro soberano y señor, el rey, y procesado compareciente ante el tribunal a mi cargo y que pronunciaré un veredicto justo de acuerdo con las pruebas presentadas».

Stannard, que se había puesto de pie de un salto al oír su nombre, volvió a sentarse con la cara roja de vergüenza. Fue el siguiente en repetir el juramento, y lo hizo tartamudeando y con la voz enronquecida por la emoción.