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El secretario del tribunal se volvió entonces hacia el hombre que le había parecido apuesto. Como a la mayoría de los que han cruzado el límite de la edad madura, al secretario le desagradaban en general los hombres apuestos; le inspiraban cierta desconfianza, especialmente si eran morenos. En cuanto descubría el menor detalle que justificase su apreciación, los calificaba de llamativos y exóticos. A su juicio, un hombre de aspecto rudo tenía mucho a su favor; no así el que se caracterizaba por sus facciones regulares y por su elegancia vistosamente pulcra. Sin embargo, no tenía prevención alguna contra este miembro del jurado. Después de mirarlo fijamente, sin disimulo, le dijo:

Arturo Jorge Popesgrove, repita

Arturo Jorge Popesgrove. Nombre muy inglés. Sólo un inglés o un norteamericano puede pronunciar Arturo en inglés, correctamente: Arthur; Jorge es el nombre del Rey; y nadie podía suponer que Popesgrove era un apellido tomado de la guía telefónica. Más de una vez, Arturo Popesgrove había lamentado la elección de sus nombres de pila. Hubiera preferido llamarse Antonio. Aunque más moreno, su rostro se asemejaba mucho al del honorable Antonio Edén, y no era culpa de Popesgrove si sus trajes no se parecían a los del eminente político. Con toda seguridad, Edén no se sentía más consciente que él de su nacionalidad inglesa. Ninguno de los otros miembros del jurado comprendía el gran privilegio que significaba ser llamado a colaborar con la justicia; lo aceptaban como un deber nada más. En cambio, Arturo Popesgrove se sintió feliz al abrir la citación.

—¿Comprendes, Matilde? —dijo a su mujer—. Me nombran jurado. Es muy importante. Contribuiré a salvaguardar la justicia británica.

Sonrió satisfecho; su mujer bajó los ojos, se miró la punta de la nariz y guardó silencio. Su nariz era gruesa, grande y blanca; muy ancha en la punta y con espinillas; no era un rasgo fisonómico muy inglés. Pero, evidentemente, no puede uno ordenar a su mujer que cambie de nariz. Por lo menos respondía sin protestar al nombre de Matilde, y en la intimidad de la casa no hablaban más que inglés. Inglés; él era más inglés que ninguno, porque los documentos probatorios de su nacionalización atestiguaban que su elección había sido voluntaria, en tanto que la partida de nacimiento del vecino no era otra cosa que la prueba de un accidente. Sus hijos no sabrían jamás que la sangre que corría por sus venas no era inglesa. Hasta había pensado, llegado el caso, en cambiar los platos de comida de su restaurante. Tenía ya un empleado cuya misión consistía en recorrer el grill-room detrás de una enorme fuente de plata que sostenía un gran trozo de solomillo asado. Muchas veces, cuando los clientes le pedían consejo, contestaba:

—Pensándolo bien, no hay nada mejor que el auténtico rosbif, ¿no le parece, señor? O quizá un bistec. Bien asado por fuera y rojo por dentro.

Las hojas de vid rellenas habían desaparecido de la lista, y disminuía el número de platos condimentados con ajo.

Por la cantidad de hijos, su familia no era tal vez muy inglesa; sólo después de nacer el sexto había advertido que las familias numerosas no estaban de moda y resultaban poco económicas. Pero los nombres de sus vástagos eran intachables: Erico Archibaldo, Julia, Jacobo Enrique, María, Carlos Eduardo y Arturo Heriberto. ¡Tratad, si podéis, de menoscabarlos! La pronunciación de Arturo Popesgrove era perfecta. En años anteriores solía sesear levemente; pero los rastros de esta particularidad se habían borrado por completo. Hasta había preparado, por lo que pudiera suceder, una genealogía falsa destinada a sus hijos. Pensaba contarles que su mujer era oriunda de las Islas del Canal y que, por parte de él, habían tenido un abuelo bastante pillo.

—No hablaremos de mi padre, pero es justo que sepáis la verdad —les decía en su imaginación—. Era hijo de un pequeño terrateniente de Dorset, vino a la ciudad y despilfarró su dinero. Cierta noche intervino en una riña y mató a un policía. Sufrió una condena bastante severa. No me acuerdo de él; yo era muy niño en aquella época.

Estaba seguro de que prestaría a sus hijos un gran servicio contándoles ese cuento y ocultándoles la verdad. No obstante, nadie, excepto él mismo, habría considerado vergonzoso el origen de A. J. Popesgrove, propietario de restaurante. Procedía de una aldea de Tesalia: árida, pobre, maloliente, bañada por un sol deslumbrante que nunca se muestra en Inglaterra, ni siquiera en el más claro de sus días estivales. En Inglaterra el sol nunca es enemigo: no quema la piel con su fuego ni lastima los ojos con su brillo. El cielo azul nunca es metálico y odioso. Rara vez la campiña inglesa se tuesta y se resquebraja o arroja nubes de polvo sobre la comida y la ropa. Los olores pueden no ser mejores, pero son distintos y no eternamente invariables.

El chiquillo Aquiles Papanastasiou, bello como únicamente puede serlo un pequeñuelo griego, decidió muy pronto que lo más conveniente para él era marcharse de su aldea en cuanto le fuera posible. No le importaba la forma de cumplir su propósito, y un cuarto de siglo más tarde no recordaba cómo había salido de su tierra. Pero fue así:

Antes de la guerra de 1914 la política griega era algo más flexible que la actual, pero en esencia no difería mucho. El coronel Teseo Theotoki, en una de sus campañas políticas de proselitismo, se fijó en el joven Aquiles. Habló con los padres del muchacho y lo compró, como hubiera podido comprar un ternero, con la diferencia de que hubo un poco más de conversación. Les habló de Atenas, de una educación liberal y de las oportunidades que tendría el muchacho en su calidad de secretario de un dirigente político. La transacción fue anotada en el ayuntamiento bajo el rótulo de su adopción.

El joven Aquiles no tardó en descubrir que sus deberes incluían servicios más íntimos que los exigidos por las tareas de secretario. El coronel era dueño de ciertas casas privadas y de ciertos hoteles que funcionaban en contravención directa con la ley. La cosa no era muy grave; pero convenía proceder con discreción. Existía la posibilidad de un chantaje bajo cuerda. A los dieciséis años Aquiles comprendió que tenía en sus manos una palanca que podía usar contra el coronel. Por consiguiente, durante un corto tiempo tuvo mucho dinero. La alegría reinaba en Atenas; eran épocas de guerra y abundaban las diversiones normales que el muchacho prefería. Su amo era una fuente inagotable de recursos y Aquiles vivía continuamente de juerga.

Durante bastante tiempo el coronel no pareció molestarse por su actitud. Pero Aquiles era inexperto y, a fin de cuentas, un vulgar aldeano. Cometió la enorme imprudencia de volverse arrogante y, simultáneamente, pródigo. Gastaba sin consideración el dinero de su protector y no cumplía ninguna de las tareas por las cuales se le pagaba. Durante innumerables noches dejó de concurrir, como era su obligación, a las salas de juego y a las casas donde se ofrecía otra clase de diversión. Su trabajo en esos lugares era atender a los clientes, estimular el derroche, ayudar a arrojar a la calle a algún parroquiano molesto y, en ocasiones, actuar como carterista. No hacía nada de eso. El coronel Theotoki protestó varias veces; hasta que, de pronto, comprendió que Aquiles le ponía en ridículo. Recordó que tenía aún alguna influencia y se entrevistó con el jefe de policía.

Esa tarde Aquiles se hallaba en una cantina situada en el Pireo. Aún no había bebido mucho: conservaba su serenidad y la mente despejada; pero se sentía vagamente inquieto por la actitud que su protector había tenido frente a él esa mañana. Su intranquilidad aumentó cuando la muchacha que atendía el salón —sería poco más o menos de su misma edad— le dijo en voz baja:

—¡Váyase! Márchese de Atenas esta tarde y no regrese a su casa. Se lo aconsejo.

Le dejó con la boca abierta y volvió a su trabajo. Después de un minuto el joven la llamó.

—Un vaso de cerveza. ¿Qué significa lo que acaba de decirme?

Mientras hablaba le había rodeado la cintura con el brazo.

—Modérese, tonto. Hablo en serio. Dos policías (usó una palabra griega muy ofensiva que no tiene equivalente en inglés) han estado aquí hace una hora. Se refirieron a usted. Supe que se trataba de usted porque nombraron al coronel Theotoki. Piensan detenerle esta noche. Un marinero le acusará de… (mencionó una obscenidad). Además probarán que atacó a la policía. Le condenarán a prisión y suponen que le deportarán a una isla.

—Lo que me está diciendo es invento suyo.

—No. Aguarde y verá. Si regresa usted a casa del coronel, le acusarán de un tercer delito. No comprendí exactamente de cuál; pero tenía alguna relación con el robo.

Aquiles palideció y se sintió indispuesto. Se le había ido un poco la mano en lo referente a las joyas del coronel. Pensándolo bien, ¿para qué quería pulseras aquel viejo?

—¿Cómo te llamas? —preguntó a la muchacha.

—Elena Melagloss. ¿Se marchará usted?

Durante varios minutos Aquiles permaneció sentado en silencio; luego se levantó y se dirigió al puerto. En los transportes aliados había muchas tareas para muchachos robustos, y no se hacían preguntas.

Hasta el final de la guerra trabajó en buques franceses, generalmente en la cocina, como pinche. Estuvo bien alimentado, aprendió el francés perfectamente y ciertos rudimentos culinarios. También aprendió a servirse con presteza del cuchillo. Cayó enfermo y el médico de a bordo le atemorizó tanto, endilgándole una exageradísima disertación médica, que desde entonces siguió un cauteloso método de vida. En Marsella, el 18 de noviembre de 1918, escapó del buque, sin pasaporte ni documento alguno, excepto una tarjeta de marinero, comprobante de que había servido en transportes franceses durante dos años.

Poco le duró el dinero que había ganado; y en Tolón, cuando se hallaba medio muerto de hambre, fue socorrido por un compatriota de cuyo verdadero nombre nunca se enteró. Nadie le llamaba de otro modo que Monsieur Dimo. Era éste propietario de un pequeño hotel-restaurante en el distrito del puerto. El restaurante era barato, pero decente. En cambio, los cuartos del hotel estaban casi enteramente dedicados a la prostitución.

El trabajo de Aquiles consistía en hacer y arreglar continuamente, todas las noches, las mismas camas. Sus tareas proseguían sin interrupción hasta la una o las dos, y a veces hasta más tarde. Volvían a empezar a las nueve de la mañana, hora en que limpiaba y arreglaba el restaurante antes de ir a la cocina a pelar patatas y a hacer las veces de fregona. Luego, su obligación era regresar al restaurante a servir aperitivos. Después servía la mesa hasta alrededor de las tres de la tarde. Entonces lavaba la vajilla, tarea demasiado pesada para Madame Dimo. Habían estipulado que, después de todo ese trabajo, podría dedicar un rato a su persona; pero casi invariablemente le arrebataban ese momento de descanso con el pretexto de que Madame Dimo no había tenido tiempo de asear por la mañana los dormitorios. A las cinco y media de la tarde preparaba la comida; y de esta hora en adelante el trabajo era continuo. No recibía sueldo; solamente propinas, que compartía, por partes iguales, con Monsieur Dimo; pero pronto aprendió a escamotearle grandes sumas. Monsieur Dimo le consiguió un pasaporte y un permis de séjour a nombre de Antón Polycrate. Nunca supo si tal persona existía realmente; pensándolo bien, era probable que el pasaporte no hubiera sido robado, sino falsificado.

Cierto día comprendió que podría mejorar su situación avanzando por la costa hacia San Rafael o Niza. Cortésmente notificó a Monsieur Dimo su decisión de partir. Este entornó los ojos.

—¿Así que te marchas, chiquillo? ¿Estás seguro? Me parece que conseguiré convencerte y que te quedarás.

Aquiles sonrió. Un aumento de sueldo, o mejor dicho, un sueldo sería la mejor persuasión.

—La policía francesa —continuó diciendo Monsieur Dimo— es muy severa con los extranjeros que se introducen en el país con documentos falsos. Varios meses de cárcel y luego la deportación es el castigo más leve. Sospecho que los documentos que llevas contigo no te pertenecen. Creo que a los gendarmes les interesaría conocer la suerte del verdadero dueño. Te aconsejo que permanezcas junto a mí. Si huyes, y doy aviso a la policía para que te busque, te encontrará muy pronto.

Aquiles no contestó en el momento.

—No dudo de que me dará usted una excelente recomendación, Monsieur Dimo —dijo al cabo de un instante.

Sin agitarse, Monsieur Dimo se limitó a replicarle con una sola palabrota.

—Estoy seguro de que me la dará —insistió el otro—. No tengo la menor intención de eludir a los gendarmes. A decir verdad, hay muchas cosas sobre las cuales desearía que me aconsejaran. Les diré que soy un honrado muchacho griego; que hablo francés, pero que no sé leerlo, y que sólo conozco el alfabeto griego. Tengo en mi poder un comprobante: he servido a Francia lealmente, corriendo grandes peligros, durante dos años de guerra. Estos documentos (miró con desconfianza su pasaporte y el permiso de residencia) me los consiguió el bondadoso Monsieur Dimo, que se encargó de todas las formalidades necesarias. Como no sé leer en francés no entiendo lo que dicen. Pero tendré que comunicarle al jefe de policía que me preocupa la cantidad de documentos de esta clase que tiene Monsieur Dimo, para facilitarlos a quienes los necesitan. Tantos infortunados compatriotas míos han sido favorecidos por él en esta forma, que me pregunto si mis documentos serán válidos. El policía de la esquina es muy comprensivo; le preguntaré si también debo hablar a su jefe del hotel de Monsieur Dimo. Me preocupa, sobre todo, la muchacha bonita que fue maltratada por el norteamericano.

Dirigió melancólicamente los ojos al cielo raso.

En el rostro de Monsieur Dimo se dibujó una sonrisa muy poco alegre.

—Hablaremos otra vez del asunto esta noche —dijo—, si realmente insistes en esta tontería.

Aquiles no iba a esperar que oscureciera. Muchas cosas desagradables ocurren de noche.

—Me marcho ahora —repuso—. O voy a la Riviera con una recomendación suya y cien francos en concepto de sueldos, o me presento a la policía con estos papeles.

Mostraba una asombrosa tranquilidad, pero se sentía muy incómodo. Afortunadamente, Monsieur Dimo se encontraba más molesto que él.

—Muy bien —replicó iracundo—. Espera aquí mientras busco el dinero.

—No —dijo Aquiles—. Esperaré afuera, a la vista del gendarme. Y usted me entregará allí el dinero.

Por una parte, un joven levantino deseoso de trabajar, buen cocinero, mozo de comedor, bailarín muy agraciado y escaso de escrúpulos; por otra, la Riviera en 1920. Reúna el lector estos factores y comprenderá que era imposible no ganar dinero. Polycrate —adoptó este nombre durante una temporada— lo ganó y, lo que es más, lo ahorró. Después de observar a los clientes de todas las nacionalidades que se alojaban en los grandes hoteles donde trabajaba, sacó la conclusión de que sólo los ingleses y los norteamericanos poseían dinero firme. Convirtió sus ahorros en dólares. Se esmeró mucho en servir a los clientes de habla inglesa: en su mente había nacido la esperanza de que le propusieran un empleo en Nueva York o en Londres. Llegar a cocinero de un duque o de un millonario era la ocupación ideal.

Nunca lo consiguió, pero logró llegar a Londres. No sería exacto decir que su viaje se debió al esfuerzo que hizo atendiendo impecablemente a un inglés propietario de hoteles; en este caso de justicia abstracta las cosas se combinaron con menos facilidad.

Bernardo Hubbard no era un entendido en materia de comida, ni Aquiles un cocinero que asombrara por su excelencia. Hubbard había comprado una parte importante de la sociedad de Hoteles Imperiales y Universales Ltda. y estaba decidido a probar lo que puede hacer un hombre de negocios del condado de Lancaster en una empresa de esta clase. Mientras duró el auge del algodón, hubo centenares de Hubbard diseminados por el mundo: casi todos tenían mucho dinero y bastante desfachatez. Pero a Bernardo Hubbard no le faltaba, además, obstinación y arrogancia; el dinero, que recibía a manos llenas, no permanecía mucho tiempo en sus bolsillos; ignoraba en absoluto el arte culinario y cómo debe atenderse un hotel, pero estaba dotado de cierta capacidad de organización. Había ido a la Riviera con objeto de buscar a varios cocineros de primera clase. Pedía consejos; pero luego los rechazaba astutamente por temor a que quisieran engañarlo. Era buen juez cuando se trataba de budín inglés, pescado fresco o en conserva, y patatas fritas; pero no entendía una palabra de las listas de comidas francesas. Inmovilizado por su desconocimiento en la materia y por su desconfianza, no se decidía a contratar a nadie, pese a su permanencia de un mes entero en Niza y Cannes.

Había comido una vez en el hotel donde Aquiles era jefe de camareros. Cierta tarde volvió allí y reservó una mesa para dos; él y una rubia que no tiene ningún papel especial en esta historia.

—Y cuide que la comida sea mejor que la del otro día. La última vez que vine era malísima —dijo quejándose nada más que por principio—. Espero que encargará algo especial para mí.

—Me ocuparé personalmente, señor —aseguró Aquiles, inclinándose solícito y olvidando en seguida su promesa.

Cuando se adelantó a recibir a Hubbard, que llegaba en compañía de la rubia, parecía, a juzgar por su extrema cordialidad, que toda la tarde no había hecho otra cosa que pensar en la comida que habría de prepararles. Mientras los precedía hasta la mesa reservada reflexionó rápidamente. Los platos de la lista no eran buenos ni malos; pero a nadie, ni siquiera a Hubbard, se le podía hacer creer que alguno de ellos fuera especial. Gigot de pré salé. Escalope de veau. Blanquette de veau. Boeuf à la mode. Poulet rôti. Perdreau en casserole. No obstante, existía la posibilidad de arreglar las perdices. Recomendó a su cliente caviar, caldo frío (ambas cosas desagradaban a Hubbard, pero aprobó la elección para impresionar a la rubia) y solé meunière.

—Luego, señor, tenemos el plato que encargué para usted. Perdices preparadas en forma especial. No figuran en la lista.

Como correspondía, Bernardo Hubbard se mostró escéptico, pero aceptó las perdices. Aquiles fue a la cocina, dio las órdenes pertinentes y meditó frente a la cacerola que contenía las aves.

—¿Puede arreglar las perdices en forma que parezcan preparadas de otro modo? —preguntó al cocinero—. Hay un cliente inglés que insiste en comer algo especial.

El cocinero le miró malhumorado. Los mozos eran ladrones que se guardaban las propinas; no hacían ningún trabajo serio; eran parásitos que merecían el desprecio de cualquier artesano honrado.

—Nada distinto puede hacerse con estas perdices —replicó—. Son de frigorífico y no han sido suficientemente oreadas. Si no las cocino en la cacerola, quedarán tan duras que no se podrán ni masticar.

—Una salsa más sabrosa, tal vez… —insinuó Aquiles.

—La salsa es perfecta —replicó el cocinero—. He hecho todo lo posible para mejorar un elemento básico tan deficiente. No es difícil comprender la razón: son aves de muy mala calidad; no tienen remedio. No puedo hacer milagros si me obligan a guisar una porquería; para lo único que sirven estas perdices es para hacerme perder tiempo charlando inútilmente. Las he cocinado con vino, hongos, cebollas y hierbas. Tienen un espléndido color tostado y entran por los ojos. Sea como fuere, están buenas para el gusto de los ingleses. Demasiado buenas.

Aquiles probó una de las aves ya preparadas. Era cierto: tenía muy poco sabor. La salsa estaba bien hecha; era idéntica a la que, en ese momento, se preparaba en otros cien restaurantes. Desconsolado, volvió a su ocupación.

Después de servir el pescado en la mesa de Hubbard regresó a la cocina. Había llegado el momento crítico; tenía que hacer algo. Sus ojos se detuvieron en una naranja. Las naranjas se servían con pato; ¡magnífico! La cortó rápidamente en rodajas y se la presentó al cocinero.

—Échela dentro de la cacerola para el número 5, y deje la fuente cinco minutos en el horno.

Poco después, haciendo una reverencia, presentaba dos perdices de color dorado oscuro, rodeadas de pequeños discos de un dorado brillante. Al retirar la fuente probó los restos de la salsa. Era excelente: un agradable sabor realzaba el guiso y salvaba las aves de la insipidez.

—Parece algo especial, querida —comentó Bernardo Hubbard.

—¡Qué raro! —observó la rubia—. Yo creía que las naranjas sólo se servían con pato.

Fuese por sugestión, o porque realmente había advertido el delicioso sabor de la salsa, Hubbard se mostraba satisfecho. Cuando Aquiles regresó y le preguntó si el plato le había gustado, le dirigió una sonrisa radiante.

—¿De dónde sacó la idea de echarle naranjas? ¿No sabe usted que sólo se emplean para acompañar el pato?

—Es un detalle esencial de la nueva teoría de los que saben cocinar, señor.

—¿Nueva teoría? Supongo que no quiere hacerme creer semejante cosa, muchacho. ¿Pretende insinuar que se lo ha inventado usted? ¡Oh, no, no!

—Es la pura verdad, señor. He pasado toda la tarde meditando sobre ese plato. Nunca se ha preparado una perdiz en esta forma. Me lo he inventado yo. Lo he estado vigilando personalmente. El señor, si así lo desea, puede preguntárselo al cocinero.

Hubbard le miró con una expresión que él consideraba sagaz.

—¡Hum! —exclamó—. Justo es decirlo: estaban muy sabrosas. ¿Cómo se llama usted?

—Antón Polycrate, señor.

A la mañana siguiente Antón Polycrate aceptó, después de una pequeña resistencia decorosa, un contrato con la Sociedad de Hoteles Imperiales y Universales Ltda., por la cantidad de setecientas cincuenta libras anuales, durante el plazo de tres años, y dos mil quinientos francos suplementarios destinados a aplacar al gerente del restaurante por el incumplimiento del contrato. No existía tal contrato; pero como en el restaurante nunca se enteraron de que había exigido, con tal fin, dicha suma, no se produjo ninguna complicación. Bernardo Hubbard se encargó de todo lo referente a visados y permisos de trabajo.

Desde ese día empezó su vida, su verdadera vida. Comprendió al desembarcar en Londres que se encontraba en un mundo nuevo y que tendría que construir una nueva vida. Evocó todo lo que había sido, todo lo que había hecho; lo examinó detenidamente y lo desechó relegándolo al olvido. Había, sin embargo, una importante excepción. Un ciudadano cabal, griego o inglés, necesita por lo menos una cosa para darle solidez a su situación. Después de vivir dos meses en Londres, Aquiles se entrevistó con el gerente del banco donde guardaba su dinero; éste le trató con el respeto debido a un cliente, dueño de una suma pequeña, aunque no despreciable, que ha sido presentado por una expresiva carta de la Société Générale. ¿Tenía el banco sucursal en Atenas? La tenía. ¿Podía el banco ordenar (cobrando, por supuesto, la comisión correspondiente) la transferencia de una pequeña cantidad de dinero a una amiga que tal vez habría cambiado de domicilio? Le contestaron que lo averiguarían y harían lo posible.

Meditó varios días en la respuesta que le habían dado; luego se decidió y dio instrucciones al banco, encargándole que enviara a Elena Melagloss, empleada en 1916 en el café Demóstenes, situado en el Pireo, la cantidad necesaria para cubrir los gastos de un pasaje a Londres y de un pasaporte con la condición de que se presentara ante el agente de la sucursal ateniense y jurase que no era casada y que no tenía hijos. Además envió veinticinco libras al director artístico de Eleftheron Bema, a quien conocía un poco, indicándole que guardase cinco en calidad de retribución por su tarea y pidiéndole que averiguase la situación que tenía en aquel momento la señorita Melagloss. La carta estaba redactada en un tono amistoso, exagerado y retórico (estilo que, mientras escribía, se prometía no volver a emplear jamás). No obstante, las instrucciones principales eran absolutamente claras. Dicho personaje debía cerciorarse de que Elena no era casada, ni madre, ni mujer de la calle, y comprobar si su salud era buena. Cuando estuviera seguro de estas cuatro cosas debía preguntarle qué calificativo había usado para designar a los policías que en años anteriores actuaban a las órdenes del coronel Theotoki, y entregarle una carta y veinte libras. La carta contenía una propuesta de matrimonio e instrucciones para que se dirigiese al banco.

El director artístico del Eleftheron Bema se guardó veinte libras y dio cinco a Elena, junto con la carta. No hizo averiguación alguna (excepto en lo referente a la palabra usada para designar a los policías). Elena tampoco lo hizo; apenas recordaba al muchacho que había salvado. Se negó a revelar el calificativo que había empleado en aquella ocasión; pero parecía que Aquiles disfrutaba de buena posición, y cualquier cosa era mejor que la vida de camarera en un café de marineros. Hizo el inaudito esfuerzo de pagar un telegrama para enviar su aceptación; tomó el vapor y desembarcó en Londres con la firme intención de ser, fuera quien fuese el muchacho que la mandaba llamar, su esposa buena y fiel.

En cuanto comprendió los fines que guiaban a su marido, se concentró más aún que él en la realización de tales propósitos. Le sugirió que cambiara legalmente de apellido y de nombres de pila. Insistió para que ambos asistieran a las interminables clases nocturnas en las que aprendieron a pronunciar correctamente el inglés y bastante ortografía. Consiguió que Aquiles, ahora Arturo, iniciara los trámites para nacionalizarse; adoptó la enérgica medida de prohibir el idioma griego en la casa, aun en los momentos más íntimos, cuando el mayor de sus hijos cumplió dos años.

Cierta noche Arturo pronunció en griego una frase que recordaba romántica y temerariamente un fragmento de literatura clásica. Su mujer lo echó del dormitorio y no le permitió que volviera hasta que él, empleando una típica y corriente expresión inglesa, le rogó que abriese la puerta.

Lo estaba contemplando mientras, estremecido de placer y con la cara radiante, leía la extensa citación oficial. Si Matilde sentía alguna duda o ansiedad, su rostro no lo traslucía.

—¿Crees que te nombrarán presidente del jurado, Arturo? —le preguntó con admiración, después de una larga pausa.

—Me parece poco probable.

—No veo por qué.

Su mujer no se había equivocado: fue elegido presidente. Ello se debió, sin duda, a su actitud segura y a su aspecto de persona acomodada. Tal vez influyó también la altivez casi majestuosa con que enunció su juramento:

—Juro por Dios Todopoderoso que con razón y de buena fe juzgaré y dictaminaré sinceramente entre nuestro soberano y señor, el rey, y el procesado compareciente ante el tribunal a mi cargo y que pronunciaré un veredicto justo de acuerdo con las pruebas presentadas.

«Palabras espléndidas —pensó Arturo—; frases ennoblecidas por la pátina de la historia». El sentido de su significado y su belleza parecía irradiar sobre él. Observándolo, nadie podía dudar de que dictaminaría sinceramente, dentro del límite de sus posibilidades.