El secretario del tribunal tenía que aliviar de alguna manera el tedio que le causaba tomar, año tras año, el mismo juramento. Por costumbre permanecía casi un minuto de pie, contemplando al jurado y estudiándolo; luego, con cierta lentitud, hacía jurar a cada uno de sus miembros mientras les observaba y trataba de adivinar en qué forma cumplirían su deber. Se jactaba de que siempre presentía al tonto o al fanático que votaría en contra de la mayoría, entorpeciendo una decisión.
Ese día, como siempre, hizo una pausa y miró la fila de personas respetables que aguardaban sus indicaciones. Dos mujeres, un hombre bastante apuesto, dos hombres bastante maduros… nada extraordinario.
«Un jurado muy común», pensó. Por lo mismo, era probable que actuara en forma excelente. La falta de sorpresas y de personas raras en el jurado significaba que no habría sorpresas ni rarezas cuando se pronunciara el veredicto.
Tosió y se volvió hacia la primera persona de la fila: una mujer de aspecto austero, fea y de edad madura, que usaba lentes y vestía de negro.
—Victoria María Atkins —le dijo—, repita…
«Oxford y Cambridge son dos ciudades encantadoras que se destacan por su vida universitaria y conservan mucho de su carácter medieval». Esta descripción es falsa; lo sabría el lector si hubiera vivido, como vivía Victoria María Atkins, en Cambridge, en la calle de la Coronación. La vida de la universidad no tenía nada que ver (ni antes ni después del nacimiento de Victoria), absolutamente nada que ver con la vida de la ciudad, al menos con la de calles como la de la Coronación. Y nada medieval sugería la línea ininterrumpida de casitas de ladrillo amarillento, todas idénticas, edificadas sobre la calle. La oscuridad y la sordidez son medievales; no así la vileza.
Victoria tenía cuatro hermanos mayores y cuatro menores; su padre había muerto cuando ella tenía once años de edad. Obrero inhábil, nadie había lamentado su desaparición. Era bebedor y su jornal (cuando trabajaba) representaba un término medio de veintiún chelines por semana. Azotaba con una correa a sus hijos y a su mujer; pero Victoria no le guardaba rencor por ello. Después de todo, ser azotada era algo natural; a cualquier chiquillo le ocurría. Con disimulo y astucia no era difícil poner en aprietos a los niños mayores y ver de esta suerte vengados los propios resentimientos; poco precio era pagar por ello el dolor ocasional de una azotaina. No; Victoria no guardaba rencor a su padre porque la azotara, sino por el hambre continua que la hacía crecer flaca y raquítica; por la vergüenza de vivir de limosna durante meses; por la vergüenza, aún mayor, de vestir harapos y por algún acto de violencia anterior, que no recordaba, a consecuencia del cual había quedado con una pierna algo más corta que la otra.
Aun así, su padre era un enemigo menos peligroso que su madre. Por lo menos, aquél estaba a veces ausente trabajando, y otras inofensivamente ebrio y hasta jovial.
En cambio la madre sólo salía escasos minutos de los dos cuartos que constituían el hogar, y siempre se mostraba desagradable. El padre no era de las personas que se fijan en todo, pero la madre lo veía todo, y, lo que es peor, si ponía una mala cara y se negaba a contestarle, le retorcía el brazo hasta arrancarle ayes de dolor.
Dos años después de la muerte de su padre, Victoria abofeteó a la madre, le arañó la mejilla y la arrojó rodando sobre el recipiente del carbón. Había comprendido que era, a los trece años, probablemente tan fuerte como su madre y, con toda seguridad, más lista. Mientras su madre se ponía de pie, no intentó huir; con los puños apretados, respirando agitadamente y bastante asustada, se mantuvo firme en su sitio. Cuando su madre, en vez de atacarla, gritó: «¡Perversa, hija perversa!», supo que había vencido. En adelante sería libre. Uno de sus hermanos mayores podría, tal vez, azotarla de cuando en cuando, pero sería lo único. Ella podría correr por las calles como un perro, si así lo deseaba.
Exceptuando raterías por las cuales nunca había recibido el menor castigo, nada muy malo podía acontecerle a una chiquilla fea en el Cambridge de 1911. Era coja, sucia y andaba vestida de remiendos; tenía los dientes torcidos y un atroz acento de bajo fondo. Su mal carácter era notorio. Por lo tanto, tenía pocos amigos. Después de un año la libertad callejera se había tornado aburrida; y cuando un día esa libertad terminó bruscamente, su desesperación no fue mucha, aunque, por principio, protestó bastante.
Un lunes por la mañana su madre tuvo un desvanecimiento y resbaló en la escalera. La ambulancia se la llevó y la familia recibió la noticia de que nunca regresaría: había muerto en el hospital.
A los tutores designados no les hacía gracia la obligación establecida por la ley de alimentar y cuidar a esa numerosa familia de holgazanes; habían eludido, dentro de lo posible, tan penosa tarea, pero no podían ya dejar de cumplirla. No obstante, trataron por todos los medios a su alcance de poner la carga en otras manos. Mediante halagos e intimidaciones sugestionaron a la tía Etelvina, sólida mujer de unos cuarenta años, dueña de una tienda en Cherry Hinton, y consiguieron que fuera a casa de sus sobrinos, en compañía de la representante de los tutores legales, mujer de edad madura, inteligente y experimentada. Ambas hallaron a la familia, o lo que quedaba de ella, al cuidado poco entusiasta de Isabel Saunders, vecina de los huérfanos.
—Me alegra mucho verlas —dijo la señora de Saunders—. Ni un minuto más permaneceré con un grupo de chiquillos tan sucios y desagradables. Creo que hay pocas personas tan caritativas como yo; nadie los hubiera cuidado sin tener obligación. Por fin han llegado ustedes. Las dejaré con ellos y no haré nada más.
Sorprendida ante tanta vehemencia, la representante de los tutores legales inició una frase para explicar que estaba segurísima de lo mucho que todos agradecían y apreciaban cuanto la señora de Saunders… pero advirtió que estaba hablando a una espalda que se alejaba, y no insistió.
—Y bien, queridos niños —dijo entonces con jovialidad—, vuestra tía Etelvina ha tenido la bondad de venir desde Cherry Hinton, y vamos a reunimos para hablar amistosamente y decidir lo que debemos hacer mientras dure la enfermedad de vuestra mamá. Creí que alguno de vosotros tendría más edad —añadió mirándolos uno por uno—. ¿Tú eres Violeta? —preguntó a la que parecía mayor.
La interpelada emitió, babeante, una especie de mugido.
—Esa es Lili —explicó la tía Etelvina—. Es idiota. Siempre lo fue. Debería estar en un asilo. Violeta trabaja en Cottenham, y hoy no es su día de asueto. Gana cinco chelines y seis peniques por semana y es una suerte que haya encontrado ese trabajo. No espere ayuda de ella.
—¡Ah! Comprendo. ¡Dios mío! Menos mal que está Eduardo… Pero no; ¡qué estoy diciendo!; se marchó hace tres años. ¿Y Roberto?
Victoria, encantada de comunicar malas noticias, contestó con voz aguda.
—No cuente con ése. Se fue a la estación esta mañana; le he visto. En cuanto supo que mamá había muerto, dijo que se marchaba, que no pensaba encargarse de todos nosotros, y que…
Terminó la frase con una expresión que aún en nuestros días no es muy frecuente en boca de una joven, y la representante de los tutores legales y la tía Etelvina miraron fijamente y con indignada reprobación a Victoria.
La muchacha no bajó los ojos; se necesitaba mucho más que una mirada iracunda para desconcertarla. En ese instante la tía Etelvina tomó una decisión: no permitiría que esa chiquilla mal hablada entrara en su casa. Interrumpió, sin oírla y sin ceremonia, a la representante legal que le proponía diversas soluciones.
—Tendrá que llevar a la pobre Lili donde debe estar. Conoce usted sus obligaciones, señorita. En cuanto a los demás huérfanos, llevaré a mi casa a estos tres y con mucho gusto cuidaré de ellos. —Señaló a los tres menores: dos varones y May, la pequeñita—. Victoria no puede vivir conmigo. No tengo sitio para ella; además, es muy mayorcita, mala chica y mala influencia.
Nada pudo alterar esa decisión; finalmente la representante legal se llevó consigo a Victoria, con la intención de internarla en un asilo.
Ahora bien, los asilos de niñas, aun antes de la guerra de 1914 y en las provincias, no eran siempre esos antros infernales que describen los escritores realistas. En el Asilo West Fen, hicieron todo cuanto podía hacerse por Victoria, y si no hicieron más, fue porque entró allí demasiado tarde. La alimentaron bien por primera vez en su vida, le dieron los lentes que aproximadamente necesitaba, y le proporcionaron una bota ortopédica para la pierna izquierda. La vistieron con ropas parduscas, pero abundantes y abrigadas. Le enseñaron a hablar correctamente y modificaron su detestable acento. Puesto que no había extraído casi ningún beneficio de su intermitente asistencia al colegio del estado, le enseñaron a leer y escribir debidamente, a dominar la aritmética y a leer la Biblia.
Más aún, recibió lecciones completas sobre el arte del servicio doméstico. Supo así a la perfección lo que era lavar, asear cuartos, hacer camas, ennegrecer parrillas con grafito, coser y cocinar comidas sencillas. Si el adiestramiento puede hacer de una muchacha una sirvienta consumada, ella lo era; además era respetuosa. Los miembros del personal del asilo, sin dejar de ser estrictos, hubieran sido bondadosos con Victoria si Victoria hubiese respondido a la bondad; como no era así, se conformaron con que disimulara su mal carácter y su rencor inalterados bajo una actitud de silenciosa impasibilidad. Mucho les hubiera sorprendido conocer la verdadera opinión que Victoria tenía de ellos y de las escasas personas adultas que visitaban el asilo.
En 1915 la enviaron a trabajar; era un buen empleo; estaba al servicio de la mujer del rector de una universidad. Permaneció seis meses en su puesto; se marchó con excelentes referencias y entró en una fábrica de municiones. Se mudó a Londres y ahorró cuanto pudo; al final de la guerra, en el momento en que la fábrica cerró sus puertas, poseía algo más de doscientas libras. Era frugal y moderada en sus gastos, tenía pocos amigos y vestía siempre de negro; no era simpática ni amable; pero después de la guerra las amas de casa no podían darse el lujo de ser muy exigentes. La escasez de sirvientas era extraordinaria. Una muchacha con tan excelentes recomendaciones y tan habilidosa en las tareas domésticas era un verdadero tesoro; y resulta evidente que, por lo menos, no había que preocuparse por los «novios».
Sin embargo, Victoria, no permanecía mucho tiempo en el mismo empleo. De uno de ellos se marchó porque sospechaban que había robado; cuando su ama se negó a otorgarle buenos informes, la obligó a dárselos empleando cáusticas amenazas que significaban la publicidad de ciertas y determinadas informaciones. De otro se marchó después de una furiosa disputa con la cocinera; y de otro más, después de echar agua hirviendo sobre el brazo y la mano de una de sus compañeras.
En 1923 perdió todo su dinero, invertido en acciones de una empresa algodonera; se dirigió a la oficina de la compañía desfalcadora y de un golpe asestado con el regatón de su paraguas hirió en la cara a un infeliz empleado que atendía al público, abriéndole un tajo desde la boca hasta el ojo. El juez la amonestó severamente, pero no la condenó a prisión porque era su primera falta e, indudablemente, su queja era justificada. Después de ese episodio, estuvo varias semanas sin trabajo.
Cuando pensaba en la tía Etelvina su suerte le parecía peor. La tía Etelvina había vendido su tienda de Cherry Hinton y había trabajado en la fabricación de pertrechos bélicos (estaba en el límite de edad), pero había conservado su dinero. Con buen sentido había comprado casas en el distrito de Bloomsbury y había elegido el lado oeste del camino Grey’s Inn. La valoración de las propiedades aumentó el bienestar económico de Etelvina. Se negaba rotundamente a prestar un penique a Victoria, pero le prometía recordaría en su testamento, junto con su hermana menor, May Ena, y una huérfana llamada Irene Olga Hutchins, único recuerdo de los dos Atkins menores… «De los dos», porque existía una lamentable duda sobre cuál de ellos sería el padre; y ambos yacían, fuera del alcance de toda pregunta, en un cementerio de Flandes. Las últimas cartas de los hermanos a la madre de la criatura habían sido breves e inamistosas, escritas con el solo objeto de negarle la menor ayuda pecuniaria y redactadas en idénticos términos.
Irene hacía, prácticamente, todo el trabajo doméstico en casa de su tía abuela, alentada por promesas de que, a su debido tiempo, sería rica. Las cifras variaban: a veces era de tres, otras de cinco y cierta vez hasta de diez mil libras el importe de la herencia que correspondería a Irene cuando su tía abuela falleciera, de acuerdo con lo que ésta le decía. Como es de suponer, Etelvina nunca hablaba tan detalladamente de sus planes con Victoria; pero Irene, cuando su desagradable tía le preguntaba cualquier cosa, le contestaba de buena gana; y pocas eran las preguntas de Victoria que no se refirieran a la herencia.
En consecuencia, al menos por lo que se sabía, en 1927 sólo quedaban con vida cuatro miembros de la otrora numerosa familia Atkins: la tía Etelvina, Victoria, su hermana May y la sobrinita de éstas, cuya infortunada carencia del apellido Atkins cayó en el olvido, puesto que invariable y únicamente se la llamaba la pequeña Irene. De las mencionadas personas, las tres últimas se hallaban en la indigencia, y a la primera le sobraba dinero. Tal circunstancia fue el hecho más importante de un expediente instruido por la policía en el invierno de ese año.
Otro hecho significativo fue un suceso que la policía nunca anotó en su informe. Un jueves de fines de noviembre, por la tarde, May —que escribía su nombre con «e» final en lugar de «y», aun antes de que Mae West borrara todo recuerdo de la princesa May— tomaba el té en compañía de Victoria en la casa de pensión de la señora de Mulholland, en Lewisham. Victoria recibía a su hermana cada ocho días, no por afecto familiar, sino porque quería hacer valer sus derechos, y también con el objeto de procurarse, como justo intercambio, un lugar a donde ir de visita en su tarde de asueto.
—¡Qué malo está el té! —exclamó Mae con cierta desconfianza, posando la taza sobre el platillo.
—Es la pura verdad —respondió Victoria en el mismo tono—. La vieja es tacaña. No sé dónde compra el té; lo trae ella misma. El otro día hallé excrementos de ratón dentro del paquete, figúrate. Yo… ¿No te sientes bien, Mae?
—Me siento un poco rara —contestó ésta débilmente.
—¿Vas a vomitar? —inquirió Victoria, con el tono de creciente ansiedad con que se pronuncian siempre esas palabras.
—Me parece que sí…
—¡Por Dios! Corre, no tardes; ya sabes dónde está el excusado —gritó su hermana mayor, mientras que, poco menos, la empujaba fuera del cuarto.
Mae dio evidentes muestras de estar muy indispuesta; los ruidos que hacía eran tan lamentables que hasta su hermana se apiadó y corrió a sostenerle la cabeza. A decir verdad, su indisposición no tuvo peores consecuencias; hasta podría decirse que su salud mejoró, y que, sencillamente, había ingerido sin querer una dosis de ipecacuana. Pero en ese momento, la impresión que sintió fue mortal, y, lastimeramente, así lo expresó. Su hermana demostró comprensión y simpatía, sentimientos muy poco habituales en ella.
—Me inquietas mucho, Mae. Estás blanca como el papel. Temo que sea algo serio. Será mejor que vayas directamente a tu casa y te metas en la cama. Iré a verte por la mañana, en cuanto pueda. Sería inútil pedirle a la vieja perra permiso para salir esta noche; pero me levantaré temprano y, en cuanto haya preparado el desayuno, iré a verte.
Con muestras de preocupada solicitud obligó a marcharse a su hermana, quien lo hizo casi de mala gana, bastante sorprendida y también algo asustada. No era para menos: Victoria nunca había mostrado semejante celo fraternal. ¿Estaría muy enferma? Le parecía que la culpa la tenía el horrible té de Victoria. El detalle de los excrementos de ratón hubiera bastado para enfermar a cualquiera. De todos modos, era mejor marcharse; y a nadie incomodaría que Victoria fuera a verla a la mañana siguiente.
Mientras Mae se alejaba, Victoria, desde la ventana del sótano, la miraba con expresión curiosamente satisfecha. No dijo una palabra de lo ocurrido a la señora de Mulholland.
A la mañana siguiente, poco más o menos a las cinco, la figura de una mujer de mediana estatura, vestida de negro y con el rostro cubierto por un velo —que pudo ser vista y no lo fue— avanza cautelosamente por una humilde callejuela de Camberwell. Quizá lleva zapatos con suelas de caucho, porque su andar es completamente silencioso. Se dirige a la casa de la esquina, donde vive la tía Etelvina; saca una llave, abre la puerta y entra sin hacer ruido. Existe un pasador del otro lado, pero no sirve, porque hace años que la madera está arqueada. Una vez dentro, la mujer se detiene y durante medio minuto permanece inmóvil escuchando. No se oye ningún ruido; sólo el tictac del gran reloj del vestíbulo.
Con paso firme y silencioso de persona que conoce el terreno, la mujer se dirige al dormitorio de la tía Etelvina, hace girar suavemente el picaporte de la puerta y escucha. Oye la respiración acompasada de una persona dormida, entra y cierra la puerta.
El cuarto está a oscuras; no se distingue más que la levísima vislumbre del embozo de la sábana y de la funda de la almohada; sobre ésta, un círculo indistinto marca el lugar donde descansa la cabeza de la anciana. Una negra figura está de pie junto a la cama; sería difícil, aun estando allí presente, descubrir qué hacen sus manos. Parece que tratan de alcanzar, debajo de la cabeza de la anciana, la segunda almohada. ¿Para robar algo? No; las manos sólo desean asir la almohada. Y con repentina celeridad, que contrasta con la anterior cautela, la cogen, la arrojan sobre el rostro de la mujer dormida y la presionan con frenética energía. Sobresaltada, la anciana se debate en violenta y ciega lucha: sus piernas se agitan desesperadamente, sus manos indefensas, crispadas como garras, dan manotadas en el vacío, pero no logran asir a su atacante. La almohada ahoga los gritos de la víctima.
Transcurren minutos que parecen horas. Las manos presionan cada vez más. El forcejeo de la anciana se debilita, pero los manos impacientes no aguardan que se aquiete del todo. Los fuertes dedos separan las plumas de la almohada hasta sentir, a través de la tela de la funda, el cuello de la víctima. Entonces los dos pulgares, con una especie de salvaje deleite, se hunden y mantienen la presión.
Poco después se oye un leve suspiro, y la negra figura se endereza. Brilla de pronto la lucecilla vacilante de una pequeña linterna eléctrica cuya pila está casi gastada. A esa luz la mujer retira la almohada y sobre la boca de la anciana aparece, como sostenido en el aire, un espejito semejante a los que se llevan en un neceser. No se empaña ni se humedece. Su dueña lo sostiene hasta convencerse de que permanecería eternamente límpido, y entonces apaga la luz. En la oscuridad las manos vuelven a colocar la almohada en su sitio y a arreglar apresuradamente la cama; la negra figura, deslizándose sin ruido, sale de la casa.
Una vez en la calle, la mujer vestida de negro dobla dos esquinas, marcha a lo largó de moradas silenciosas y debajo de claras luces eléctricas. Llega a la calle principal y dirige sus pasos a una cabina telefónica. Introduce dos peniques y marca el número de la policía local. Cuando le contestan, exclama con voz curiosamente aguda, pero contenida:
—¡Vengan en seguida, vengan en seguida! Mi tía abuela ha muerto. ¡Es espantoso!… Ha muerto, se lo aseguro, y estoy sola. ¿Van a dejar que me asesinen?… Es en la calle Duke, 68… ¡Les ruego que vengan pronto! ¡Y no me pregunte tonterías!
El sargento de guardia, que había tratado de detener aquel torrente de asustadas palabras y de darles respuesta, anotó la hora de la llamada antes de entrar en acción. Eran las cinco y cincuenta y dos de la madrugada.
La mujer colgó el auricular y, después de un instante de vacilación, marcó el número de Etelvina, que, como era rica, tenía teléfono. Oyó, durante largo rato, el sonido del timbre y, finalmente, la voz quejosa de Irene que preguntaba:
—¿Qué desea a estas horas de la noche?
La mujer de negro no contestó; oprimió el botón de devolución, recogió sus dos peniques y se marchó. Irene estaría despierta y levantada. Podría así franquear la entrada a la policía y darle quizá alguna explicación. La mujer de negro se alejó de la cabina telefónica y, minutos más tarde, al ver que llegaba un tranvía tempranero de trabajadores, subió y tomó asiento. Todos, inclusive el cobrador, estaban soñolientos y su presencia no llamó la atención. Podía ser una sirvienta de buen aspecto que se dirigía a su trabajo. No era probable que nadie se fijara en ella ni la recordara; y así ocurrió.
A las seis en punto, según su costumbre, la señora de Mulholland se despertó, miró su reloj y escuchó para cerciorarse de que Victoria se estaba levantando. Varias veces en los últimos tiempos ésta se había retrasado. Oyó el lejano sonido del despertador de la sirvienta, que cesó casi inmediatamente. Pero después llegó a sus oídos el eco del inconfundible golpe de una silla que cae al suelo.
«¡Qué torpe se está poniendo esa muchacha!», pensó, y se volvió sobre un costado, con la intención de dormir media hora más. Esperaba, como siempre, que le trajeran una taza de té a las seis y media.
A las siete menos veinte la taza de té no había llegado.
La señora de Mulholland se levantó, se envolvió en una bata y gritó por el hueco de la escalera:
—¡Victoria!
No obtuvo contestación. Enfadada y con frío, bajó a la cocina. Las bandejas del desayuno estaban preparadas, las cortinas descorridas y todo en orden. Pero el agua no había sido puesta a hervir, y en el centro de la mesa había un papel doblado que decía:
«Señora: Me han comunicado que mi hermana Mae estuvo muy enferma ayer; voy a salir un rato para saber cómo sigue. Lamento las molestias que pueda causarle, pero estoy muy preocupada y creo que debo ir a verla. Estaré de regreso en cuanto pueda.
V. M. Atkins»
La señora de Mulholland se encolerizó mucho, y cuando Victoria volvió, después de las siete, la amenazó con despedirla. Esta no se inmutó: dijo que no tenía inconveniente en marcharse si así lo deseaba la señora; que al no tener padre ni madre era su deber ocuparse de su hermana menor, y que por suerte podía decir, aunque no se lo habían preguntado, que la enferma se sentía bastante mejor. La señora de Mulholland reflexionó, recordó la escasez de servicio doméstico y decidió ignorar la falta. Victoria subió a su dormitorio y lo arregló; bajó a la cocina, arrojó al fuego dos trozos de cuerda y un cabo de vela. Ninguna otra cosa notable ocurrió hasta que algo más tarde, esa misma mañana, llegó la policía.
Las autoridades policíacas tuvieron dificultad para entrar en la casa de la calle Duke, número 68. Irene se había vuelto a acostar; y cuando finalmente consiguieron que abriera la puerta, les dijo que el mensaje tenía que ser una broma. Por último, consintió en despertar a su tía abuela y entró en su dormitorio. Segundos después, comenzó a lanzar agudos e intermitentes chillidos que recordaban la estridencia de una máquina de vapor. Los dos policías —uno de ellos sin uniforme— cerraron apresuradamente la puerta de la calle y corrieron al dormitorio. Casi al instante, uno de los funcionarios volvió, se dirigió al teléfono y llamó al médico forense. Era indudable que la anciana estaba muerta, y dos marcas poco acentuadas en el cuello parecían indicar que había sido estrangulada. El cuerpo estaba tibio como si la anciana hubiera muerto minutos antes. El inspector miró la hora; eran las seis y cuarto.
Al principio se creyó que el caso no presentaba complicaciones. Irene estaba evidentemente postrada por la aflicción y el golpe inesperado. Sea como fuere, sus fuerzas no le habrían permitido estrangular a la anciana, sin contar que si ella hubiera sido la asesina, la llamada telefónica no tenía explicación. La joven insistía en que era inocente; aseguraba que la habían despertado poco más o menos un cuarto de hora antes y que se había visto obligada a acudir al teléfono; pero que al descolgar el auricular no había recibido respuesta. El inspector Hodson la absolvió mentalmente, diciéndose que, descartando todos los otros factores favorables, ninguna criatura de su edad podía ser tan consumada artista. La joven le había dicho que su tía Victoria era coheredera de los bienes de la anciana y que tenía en su poder una llave de la puerta de calle. El inspector verificó personalmente que el pasador se hallaba inutilizado.
Envió a un agente para informar a Victoria de lo ocurrido; y cuando éste volvió diciendo que la mujer había salido temprano esa mañana y había regresado tarde, el inspector se apresuró a trasladarse a Lewisham para dirigir las investigaciones. Tenía la seguridad de que el caso estaba solucionado; sobre todo desde que Irene, en medio de sus lágrimas, había hallado tiempo para mencionar el carácter en extremo desagradable de su tía.
Para dar una idea exacta de lo que ocurrió después, es preferible citar varias preguntas y respuestas.
P.—Espero que comprenda, señora de Mulholland, que estoy obligado a hacerle ciertas preguntas, por pura formalidad.
R.—Escuche, joven; si cumple su tarea sin perder el tiempo, podré volver más pronto a la mía. Tengo que trabajar para vivir.
P.—¿Emplea usted a una tal Victoria Atkins como sirvienta?
R.—Ya se lo dijo el agente.
P.—Bien. ¿Salió dicha persona de la casa esta mañana temprano?
R.—Sí, salió sin permiso. Me dejó sola para preparar los desayunos. Nada le he dicho, porque es una buena sirvienta; pero será la última vez.
P.—No creo que vuelva a hacerlo, señora. ¿Puede decirnos exactamente a qué hora salió?
R.—Exactamente, no; pero era después de las seis.
P.—¿Después de las seis? ¿Está segura? ¿Mucho después de las seis?
R.—Estoy segura. No tengo costumbre de hablar sin saber lo que digo. Se levantó a las seis, porque oí su despertador y también la oí levantarse y oí el ruido que hizo. No tiene ninguna consideración con el sueño de los demás. Supongo que la señorita Meekin también la habrá oído; ocupa, porque no tiene mucho dinero, el cuarto de arriba, que es más barato; es una excelentísima persona. Después, Victoria bajó, arregló los cuartos y salió sin decir palabra; dejó esta carta. No oí cuando cerró la puerta de calle: tuvo bastante picardía para hacerlo sin ruido. De modo que no puedo decir exactamente a qué hora salió. Debe de haber sido alrededor de las seis y veinte.
P.—Muy bien. Gracias. Con su permiso guardaré esta carta durante algún tiempo. ¿Puedo ver su reloj?
R.—¿Ver mi reloj? ¿Para qué? Bueno, si quiere.
P.—¿No le ha dado cuerda; no ha tocado las manecillas desde esa mañana? ¿No lo ha dejado en otras manos?
R.—¡Claro que no! ¿Por qué habría de hacer semejante cosa?
P.—¿Está absolutamente segura de que Victoria Atkins se levantó a la hora que usted dice?
R.—Ya se lo he dicho.
P.—¿Cuánto tiempo estuvo sonando su despertador?
R.—Como siempre; sólo unos segundos.
P.—¿Qué oyó después? ¿La oyó limpiar las chimeneas, descorrer las cortinas o hacer algo así?
R.—En realidad no podría asegurarlo. Oí que se levantaba y corría muebles de aquí para allá; pero no presté atención, y no sé exactamente cuáles eran. A decir verdad, volví como de costumbre a dormir otro rato mientras aguardaba que me subiera el té. Sea como fuere, lo encontré todo en orden y el trabajo hecho; sería injusto negarlo. Sin embargo; tuve que preparar los desayunos. Si quiere saber lo que hizo Victoria, es mejor que se lo pregunte a ella.
(Nota: Las declaraciones de la señorita Meekin confirman lo arriba escrito).
Más preguntas:
P.—¿Su nombre, por favor?
R.—Mae Ena Atkins. ¿Qué desea?
P.—¿Podría decirme a qué hora la visitó esta mañana su hermana Victoria, y para qué?
R.—¡Vaya una pregunta! En fin… Por algo será, y no tengo inconveniente en contestarle. Ayer me sentí muy indispuesta, y Vic dijo que vendría a verme hoy temprano para saber si seguía bien. No la culpo, por tener en cuenta que trabaja para esa vieja tan desagradable y se ve obligada a salir cuando puede, pero fue demasiado atrevimiento; no debió haber venido a esa hora. ¿Comprende usted? Le había explicado yo a mi ama (una señora muy buena) que me había sentido mal, y me dio permiso para descansar un poco. Gracias a ello me encontraba, por una vez, disfrutando de un buen sueño suplementario cuando a las siete menos veinte llegó Vic en forma intempestiva y causando un alboroto tan grande que despertó a toda la casa, nada más que para cerciorarse del estado de mi salud.
P.—¡Siete menos veinte! No es posible que haya venido a esa hora.
R.—¡Le aseguro que sí! Se lo agradecí mucho; pero le dije que me parecía un aturdimiento despertar a todo el mundo a esas horas de la mañana. Vic me contestó que eran más de las siete, y le repliqué que se equivocaba, pero no quiso creerlo hasta que le hice mirar el reloj de San Miguel y verificar la hora. Entonces mostró cierto mal humor y se fue después de cambiar conmigo muy pocas palabras.
P.—¡Hum!… ¿Queda lejos de aquí la casa dónde trabaja su hermana?
R.—Alrededor de veinte minutos en autobús. He hecho con frecuencia el trayecto.
P.—¿Durmió usted aquí toda la noche, como siempre?
R.—¡Naturalmente! Ya le he dicho que no me sentía bien; además, ¿con qué objeto había de andar corriendo de noche por las calles? La señora tuvo la bondad de darme un vaso de leche caliente y tres aspirinas; me dormí en seguida y no me moví hasta que Vic me despertó.
(No es necesario transcribir el informe exacto del interrogatorio de la patrona de Mae. Extractamos lo esencial. «Aconsejé a Mae que se acostara temprano, porque había estado indispuesta, y que tomara un vaso de leche caliente. Subí a verla; estaba en la cama a las nueve y media, y le llevé tres aspirinas. Se las di yo misma y le dije que me encargaría de prepararle el desayuno a mi marido. Creo que durmió toda la noche, hasta que fuimos despertados por su desagradable hermana»).
R.—¿Su nombre es Victoria Atkins?
R.—Sí.
P.—Supongo que le han comunicado la noticia de la súbita muerte de su tía. Estamos realizando algunas averiguaciones y espero que no tendrá inconveniente en contestar lo que le pregunte.
(Ninguna respuesta).
P.—¿Cuándo vio usted a su tía por última vez?
R.—La semana pasada. No recuerdo qué día. Irene podría decírselo. Mi tía parecía encontrarse muy bien de salud.
P.—¿No la vio usted esta mañana?
R.—No.
P.—¿Qué hizo esta mañana?
R.—Me levanté a la hora de costumbre: las seis; cumplí con mis quehaceres y escribí unas líneas a la señora. Salí para ver a mi hermana Mae que no se había sentido nada bien. La encontré mejor y regresé directamente aquí. Eso es todo. ¿Por qué me hace estas preguntas?
P.—¿Su tía tenía medios de fortuna?
R.—No podría decirlo. Lo único que sé es que no pasaba miserias.
P.—¿Cree que le habrá dejado a usted algo en su testamento?
R.—Prefiero no hablar de semejante cosa cuando la pobre no está aún fría en su tumba.
P.—Sin embargo…
R.—Entre personas educadas no deben mencionarse esas cosas. No olvide que acabo de recibir un rudo golpe; y así como es cierto que contestaré cualquier pregunta razonable, no he de prestar oído a inútiles charlas. Mi tía Etelvina habrá hecho lo que creyó mejor, y esto es lo único que importa saber.
P.—¡Naturalmente, naturalmente!… Veamos si he comprendido bien sus respuestas: dice usted que se levantó… ¿a qué hora? Un poco antes de las seis, ¿verdad?
R.—Exactamente a las seis. Y bajé unos diez minutos después.
P.—Sí, sí. Y arregló las habitaciones y preparó la mesa. ¿Descorrió las cortinas?
R.—No recuerdo los detalles: estaba preocupada por mi hermana. Acudí junto a ella en cuanto pude… Un poco más temprano de lo que había pensado. Justamente antes de las siete, creo.
Se formularon muchas otras preguntas y respuestas, pero la policía no logró hacer avanzar las investigaciones. El agente que vigilaba la noche del crimen el barrio donde vivía la señora de Mulholland había advertido, al pasar frente a la casa, que las cortinas del salón no habían sido corridas como de costumbre. Pero la comprobación de esa irregularidad no llevaba a ninguna parte. Minuciosos interrogatorios fracasaron en su intento de hallar a alguien que hubiese visto aquella mañana a algún sospechoso, o simplemente a alguna persona, en la calle Duke. El sistema automático impedía verificar la procedencia de la llamada telefónica.
Durante algún tiempo la policía sospechó de Irene; pero se descubrió que tenía un brazo semiatrofiado, con lo que se demostró su imposibilidad física para cometer el crimen. El inspector Hodson abrigaba la convicción de la culpabilidad de Victoria; pero la defensa de ésta era inexpugnable. Tanto su ama como la señorita Meekin recordaban claramente el ruido que había hecho al levantarse; y aunque no estaban seguras de la hora en que había salido de la casa, no existían razones convincentes para suponer que no fuera después de las seis: es decir, en el momento en que dos policías se hallaban junto al cadáver, tibio aún, de Etelvina, y a media hora de distancia.
Finalmente Victoria heredó de su tía dos mil trescientas veintisiete libras con once chelines, y adquirió con ese dinero un comercio de tabaco y venta de periódicos. En tres años sus ganancias le permitieron comprar la casa que habitaba; y a esta nueva prosperidad se debió que recibiese una citación para actuar como jurado. Gastó siete chelines y seis peniques en consultar a un abogado, y se enteró de que no podía eludir su deber. En consecuencia, disgustada a medias, a medias interesada, se dirigió al tribunal en la fecha establecida.
Pensó, con lo más próximo al humorismo que podía caber en su espíritu, que muy probablemente le tocaría ser jurado de un caso de homicidio. Alguien que sabía hacerlo juzgando a uno que no lo había sabido. Nunca había procurado olvidar su crimen ni había sentido el menor remordimiento; se enorgullecía de su acción. No obstante, recordaba varios sustos mayúsculos que había sufrido y estaba segura de que nunca reincidiría.
Había sido relativamente fácil tramar el crimen. La treta del reloj despertador no era muy complicada. Hasta la policía había pensado en la posibilidad de este recurso. Bastaba probar la cuerda, y Victoria lo había hecho varias veces, sofocando con su pañuelo el rumor del timbre. De este modo había descubierto el número exacto de vueltas de llave necesario para que sonara nada más que veinte segundos. Luego lo había preparado de acuerdo con sus propósitos. Durante varios días, intencionalmente, se había levantado a diferentes horas con el objeto de comprobar si la señora de Mulholland vigilaba su puntualidad tratando de oír el timbre del despertador. Sea como fuere, la señorita Meekin, con toda seguridad, la oiría. Existe una levísima diferencia entre el timbre de un despertador cuya cuerda se termina y la que se interrumpe bruscamente; pero una persona semidormida no advierte, por lo general, ese detalle; y en caso de advertirlo, es muy poco probable que lo recuerde al declarar ante la policía.
Provocar el ruido del movimiento de los muebles había sido menos fácil. Pero sólo se necesitaba un poco de paciencia y dormir con la ventana cerrada para evitar las corrientes de aire: las velas se consumen en un tiempo exactamente determinado. ¿Acaso no las empleaban los romanos a guisa de relojes, o algo por el estilo? Victoria había pasado muchas noches despierta, verificando el tiempo que tardaban en quemarse y marcándoles previamente las horas, las medias y los cuartos. No hizo uso de este conocimiento hasta que tuvo, con diferencia de pocos minutos, absoluta seguridad de la duración de las velas, por ambas puntas. Luego, la noche fijada para cumplir sus fines bajó la persiana y preparó lo que parecía una especie de trampa para burlar a alguien. Ató una cuerda larga a un clavo metido en el marco de la ventana; el otro extremo lo anudó en la silla de madera que constituía casi todo el mobiliario de su dormitorio. Inclinándola hacia un lado, la apoyó contra la cama. Al cortarse la cuerda, caería al suelo sobre un costado, produciendo un ruido razonable, pero no excesivo.
Luego efectuó un corte triangular en un punto que había marcado ya en la vela que estaba sobre la mesa, junto a la cama. Colocó la mesa debajo de la cuerda, que quedó introducida en el corte triangular y apoyada contra el pabilo. Entonces, mirando su reloj, encendió la vela. Si sus cálculos eran exactos, la llama llegaría al corte justamente a las seis y en cosa de un minuto quemaría la cuerda.
Sus cálculos resultaron exactos; tuvo además a su favor un elemento inesperado. Uno oye lo que espera oír. La señorita Meekin y la señora de Mulholland habían oído, día tras día, la campanilla del reloj de Victoria; luego el ruido que ésta hacía al vestirse, tropezando con sus escasos muebles; después, si aguzaban el oído, el rumor vago y distante de su atareado ir y venir mientras limpiaba la cocina. Cuando oyeron entre sueños el principio de ese proceso imaginaron haber oído el resto. Si aquella misma mañana el inspector Hodson las hubiera interrogado sin dilación y en forma más minuciosa, habría tal vez despertado una duda en la mente de las dos mujeres: si en realidad se habían producido después de levantarse Victoria los ruidos habituales y característicos del trabajo diario que realizaba. Pero el inspector sabía perfectamente que es posible hacer dudar de sus propias declaraciones a cualquiera con sólo someterlo a un prolongado interrogatorio y volviendo a repetir con habilidad las mismas preguntas; sabía que los tribunales de justicia no aprecian mucho los resultados obtenidos de ese modo. Por otra parte, durante el interrogatorio ambas mujeres no dieron pruebas de poseer la asombrosa memoria de los detalles que a veces tienen los personajes de las novelas policíacas. Recordaban, simplemente, que aquella mañana todo había acontecido como de costumbre, y así lo declararon.
Mucho valor había necesitado —recordaba Victoria— para dirigirse a casa de Mae después del crimen, en lugar de regresar en seguida a su propio domicilio. En cuanto estuvo de vuelta, subió a su cuarto, levantó la persiana, arregló la cama, puso bien la silla, dio cuerda al reloj y extrajo el clavo. Colocó una vela nueva y dejó que ardiera un minuto. Recogió los trozos de cuerda y el cabo de vela y los quemó en el fuego de la cocina. Por consiguiente, si la policía hubiera revisado su cuarto no habría encontrado nada comprometedor.
De pie junto a los otros miembros del jurado se hallaba ensimismada, pensando en esas cosas, cuando el secretario la llamó por su nombre.
—Juro por Dios Todopoderoso —repitió con él— que con razón y de buena fe juzgaré y dictaminaré sinceramente entre nuestro soberano y señor el rey y el procesado compareciente ante el tribunal a mi cargo y que pronunciaré un veredicto justo de acuerdo con las pruebas presentadas.
«¡Qué estúpidas palabras!», pensó; besó la Biblia y se sentó la primera en el banco del jurado.