—Cuando alguien nos mira, esa mirada no es imperceptible para nuestro organismo. Por el contrario, ejercerá una presión detectable sobre nosotros —esto lo dice el profesor José Flores, sociólogo, reflexólogo, políglota, neumonólogo postconciliar keynesiano y titular de la cátedra de Volúmenes Comparados de la Universidad de Lausana, Suiza.
Y agrega:
—No estoy hablando, obviamente, del efecto psicológico que puede causar en nosotros una mirada agresiva, cariñosa o insinuante. Me refiero, repito, al peso de una mirada y su efecto, principalmente, sobre la piel.
Esta revolucionaria apreciación del profesor Flores sale hoy a la luz con motivo del sonado episodio ocurrido con el joven futbolista malayo Sydney García.
—Ya en el año 1984 —rememora Flores— el investigador israelí Simón Slavin alertó sobre el deterioro que estaban sufriendo las pinturas rupestres de las cuevas de Altamira, en España. Pero, cuando todos atribuían este deterioro al resplandor de los flashes de las fotografías de los turistas, él explicaba el fenómeno por el desgaste que imprimía a las pinturas el permanente roce de las miradas de los turistas. Es más, Slavin redobló la apuesta ante la burla de sus pares. Sostuvo que las arrugas y las imperfecciones que van ajando nuestra piel son producto también de la mirada ajena, al punto que llegó a atribuir a la fuerza de las miradas todo el proceso humano de envejecimiento. Se ha comprobado que la gente que vive aislada por razones geográficas u obligadamente, en una cárcel, por ejemplo, mantiene su piel mucho más joven y tersa.
A partir del suceso con el deportista Sydney García, la teoría inquietante de Flores ha tomado cuerpo y ya no se la ve como algo tan disparatado.
—Esta teoría —se entusiasma Flores— adquiere otra relevancia desde el momento en que el catedrático neozelandés Ezequiel Pérez descubre el mirón, unidad de peso de la mirada. El mirón equivale a una milésima parte de un miligramo y eso sólo pudo ser comprobado en laboratorio cuando Eladia Pérez, esposa del catedrático, consiguió separar los mirones de los centigramos mediante una compleja operación física.
—Esta aparentemente antojadiza teoría del profesor Flores —se explaya ahora el preparador físico del Ajax, Olinto Aramburu, en la revista Don Balón del mes pasado— fue ampliada por el veedor deportivo de FIFA y cuarto árbitro, el uruguayo Daniel Pintos. Él ya alertaba sobre el daño irreparable que podía sufrir una persona, incluso un atleta de alto rendimiento, sometido a la mirada inclemente de miles y miles de espectadores. Suele decirse, en el ambiente del fútbol, que una camiseta «pesa mucho» atribuyendo al historial de una divisa el exceso de responsabilidad de quien la vista y el agobio que a este pueda producirle.
Pero no es así, no son sólo causas psicológicas las que convierten una camiseta de tela común en una coraza difícil de soportar por su peso. Nada de eso. Es el peso concreto y mensurable que las miradas agregan a esa vestimenta.
La revolucionaria teoría de Flores, plasmada en su libro El peso de las miradas, de mínima repercusión entre el público desde su lanzamiento en 1983, reaparece y se vigoriza luego de lo sucedido con el futbolista Sydney García.
Nos informa el ayudante de campo Pedro López que el caso de Sydney García es muy particular. Este muchacho de diecinueve años integraba un equipo amateur de fútbol de Islas Faroe. En el año 2005, el primer equipo del Real Madrid realizó una gira por Oceanía para disputar partidos de preparación y práctica contra equipos de cuarto nivel. Fueron diez encuentros: en todos ganó por goleadas estrepitosas, sin recibir ningún gol en contra, salvo en el partido contra el equipo de Sydney García. El encuentro terminó catorce a uno, y el único gol de los no profesionales lo marcó, precisamente, Sydney. No importó, para la prensa ni para el público, que hubiera sido producto de una absoluta casualidad. El balón rebotó dentro del área madrileña en más de nueve jugadores, entre locales y visitantes, antes de golpear la cadera de Sydney e introducirse en la valla. De allí en más ese gol se convirtió en un gol emblemático, épico, que dividía la incipiente historia del fútbol de las Islas en un antes y un después.
Al año siguiente, el Balón Samoa, el más poderoso de los equipos de Oceanía y también el de hinchada más numerosa, contrató a Sydney García por una cifra millonaria. García fue presentado al gran público en un partido contra el rival de siempre, Papeete F. C., en el flamante estadio del Balón Samoa con capacidad para ciento cincuenta mil espectadores. Advierto que el fútbol de Oceanía, aún precario, ha movilizado una respuesta popular multitudinaria a partir de 1999, cuando el Yokohama Marinos contrató al jugador brasileño Luisinho Branco.
Para Eliseo Panamá, instructor de buceo y caza submarina, la decisión de presentar a Sydney García ante el gran público fue apresurada.
—Cuando uno observa —apunta— a los integrantes de un equipo de fútbol que disputa un Mundial mientras se cantan los himnos, observará rostros tensos, pálidos y desencajados. Puede suponerse que todo obedece sólo a la responsabilidad que están viviendo esos atletas. Pero, en verdad, están resistiendo físicamente la presión de las miradas que deposita sobre sus cuerpos una cantidad escalofriante de kilos medidos en mirones. Y estamos hablando de deportistas que de manera paulatina han ido acostumbrando sus cuerpos a tal desafío.
—De pequeños —continúa Panamá— han empezado a jugar frente a sus familias y unos pocos espectadores más. Poco a poco lo hacen frente a cientos, luego a miles y por último a miles de miles de fanáticos. Sydney García no estaba preparado para tal cosa y su realidad sólo lo había enfrentado con públicos integrados por unos pocos puñados de curiosos, salvo en el partido contra el Real, en Islas Faroe, al que concurrieron once mil personas. En el día de su presentación, el «Verdugo de los Merengues», como se empecinó la prensa en llamarlo con algo de exceso, debía enfrentarse a un estadio colmado por ciento sesenta mil energúmenos rugientes que desde que Sydney saltó al campo no apartaron sus ojos de él.
La última parte del relato queda a cargo del fotógrafo submarinista Adrián Romero, que esa tarde tomaba fotos para el diario deportivo La Pelota, trabajo que alternaba con su vocación subacuática.
—Si uno se sumerge a profundidades extremas, sufre una presión externa que puede llegar a aplastarlo —asesora Romero— se produce entonces un fenómeno conocido como implosión. Es sencillo observar, para refrendar esta realidad, que los peces abisales son chatos como láminas porque la presión del agua les impediría desarrollar mayor volumen. Yo estaba fotografiando a Sydney García en el saludo previo al público. Ya lo veía jadeante y crispado. En un momento, cuando los parlantes coreaban su nombre, Sydney implosionó. Y quedó sobre el césped con el aspecto de una lata de cerveza que ha sido aplastada tras terminarse la bebida. Me impresionó mucho.
Desde ese desgraciado suceso se ha retomado la controversia en torno a la discutida teoría del profesor Flores. Pero las dudas sobre cuánto había de verdad en el peso de las miradas parecen irse convirtiendo en una preocupante realidad.