Vino mi mujer y dijo que me llamaban desde Milán.
—¿Desde Milán? —me asombré—. No conozco a nadie en Milán.
—No sé. Dijeron Milán. Eso fue lo que entendí.
—¿Por qué, en qué hablaban?
—No sé. Parecía castellano. Pero hablaron muy poco, preguntaron por vos.
—¿Por mí, desde Milán? —me seguí preguntando mientras iba hacia el teléfono. Todo escritor sabe que Milán es un centro editorial mundial, como Barcelona, y ese era un dato que me aportaba cierta expectativa.
—Hola, ¿habla Roberto? —la voz tenía un acento extranjero pero su castellano era entendible—. Habla Milan Kundera.
—¿Milan Kundera? —repetí sin poder creer que me estaba llamando el autor de La insoportable levedad del ser.
—Sí. Creo que nosotros no nos conocemos. Pero le hablo de parte de Marcelo Ravoni, de Feltrinelli. Me dijo que lo llamara para decirle que esté atento, que acá se está hablando de que el próximo Nobel de Literatura será para usted.
Saludó y cortó, como un chico que cumple con un encargo.
Quedé trémulo, el tubo del teléfono levemente alejado de la oreja. Y con una ligera taquicardia.
—El Nobel de Literatura —dije varias veces en voz baja como canturreando un mantra.
El mensaje encerraba claramente un disparate. Soy un escritor de cuarto nivel, comercial, que he obtenido alguna repercusión con mi libro de cuentos La jaula y otros encierros. Otro disparate era la irrupción telefónica del supuesto Milan Kundera, escritor muy admirado por mí, a quien nunca tuve, tengo, ni tendré acceso, llamándome por teléfono para transmitirme un encargo, casi a nivel de alcahuetería. O era una joda. Dejé el teléfono y me pegué una palmada en la frente.
—Berti —dije—, el hijo de mil putas de Berti y otra de sus bromas pelotudas.
Fui hasta la habitación donde mi mujer ordenaba los placares.
—¿Podés creer que es otra vez Berti con sus bromas pelotudas? —le informé, y pasé a repetirle la corta charla—. ¿No te diste cuenta de que era la voz de él?
—No, pero no me parece que haya sido la voz de él, esta era más grave. Pero no descartes que ese tarado haya hecho llamar a otro para que no lo reconozcamos.
—Hay que estar al pedo —rezongué. Y volví a la computadora.
El segundo llamado fue de Aldo Oliva, el periodista de La Capital. Él me había hecho una nota cuando el éxito de La jaula…, pero nunca más habíamos vuelto a hablar.
—¿Cómo andás, qué decís, cómo estás? —arrancó Oliva. Le dije que todo bien, escribiendo y que eso era todo.
—¿Qué estás escribiendo? —quiso saber—. ¿Estás por publicar algo nuevo?
Advertí que sus preguntas no tenían una orientación muy precisa, que parecía estar buscando otra cosa. Contesté vaguedades, que era todo lo que tenía para contestar.
—¿Tenés alguna novedad? —consultó—. Porque estoy haciendo un relevamiento de la actividad literaria de algunos escritores rosarinos…
Le dije que no tenía ninguna y, tras una pausa que se estiró algo más de lo necesario, comentó:
—Oíme, Roberto, me dijo Horacio Laguna que había escuchado que alguien leyó en un foro de Internet que te podían llegar a dar el próximo Nobel de Literatura.
Me reí francamente en una explosión nerviosa. Pero entonces, recuerdo, noté el primer soplo de esperanza, ante la reiteración, por más alocada que pareciera.
—Pelotudeces, Aldo —dije—, no sé a quién se le puede ocurrir algo así.
Corté. Y nuevamente me quedé pensativo frente al teléfono. Volví a recordar a Berti. ¿Sería capaz ese imbécil de montar toda una estrategia de llamadas y conexiones para hacerme caer en otra de sus jodas infelices?
Sí. Era muy capaz. Ya lo había hecho conmigo y con otra gente a la que había sometido a bromas de altísima complejidad que involucraban a una enorme cantidad de personas, algunas de ellas cómplices inocentes de sus manejos.
Como cuando estuvo a punto de empujar a la pobre Laurita a viajar a Albania, para cobrar una importante herencia que supuestamente le dejaba un ignoto bisabuelo muerto en Tirana a la edad de 114 años. El mismo Berti, ya algo alarmado por el cariz que tomaban los acontecimientos, se apresuró a llamar a Laurita a Ezeiza cuando ya se embarcaba rumbo a Albania. O como cuando dejó en el aeropuerto de Fisherton a la gorda Adriana, esperando a un ficticio novio que se había enganchado por Internet y que llegaba a Rosario sorpresivamente para conocerla.
—Es que estos tipos como Berti —me explicó en aquella oportunidad el Turco, un amigo psicólogo— trabajan con el mismo sistema de los estafadores: sobre la codicia ajena. La codicia de Laurita por una posible herencia, la necesidad de Adriana de enganchar a un novio. Los que te hacen el cuento del tío, esos que simulan querer dejarte un paquete lleno de dinero, lo hacen especulando con tu avidez de quedarte con ese dinero.
Y ahora yo no descartaba que Berti armara todo ese circo del Nobel intentando atraer mi deslumbramiento de escritor mediocre.
—No te menosprecies tanto —me alentó mi editor, dentro de su habitual moderación, cuando hablé con él por teléfono al día siguiente—. Vos sabés que casi todos los últimos Nobel de Literatura han sido para escritores desconocidos para el gran público e incluso para la crítica. No han sido casos como los de García Márquez o Graham Greene, que ya eran tipos reconocidos y famosos. Los últimos han sido para escritores como el egipcio o la escritora sudafricana Melinda Jones, más conocidos por su oposición política a algún régimen totalitario o por sus actitudes de respaldo a los derechos humanos.
—Pero, Daniel —le dije— vos sabés bien que yo nunca he estado en nada de eso.
—Pero vos firmaste algunas solicitadas pidiendo la detención de las matanzas de ballenas por los japoneses.
—Sí. Pero lo firmé en una mesita al paso que habían puesto los de Greenpeace en calle Córdoba. No me manifesté ni en una revista ni en la televisión. También firmé un pedido por la esterilización gratuita de perros y gatos en el barrio.
—Igual puede suceder que te lo den a vos —mi editor no perdía las esperanzas— para no dárselo a otro, como castigo. A Borges aparentemente no se lo dieron por su apoyo al proceso militar.
La siguiente llamada, una semana después, fue la del egipcio, o al menos eso fue lo que interpreté yo.
Atendí una llamada de una persona que hablaba torrencialmente en un idioma dificilísimo. Sólo le entendí al comienzo que repetía: «Yusef Yusú, Yusef Yusú». Dentro de mi excitación creí reconocer el nombre del Premio Nobel egipcio de Literatura, autor de El callejón de los milagros. En tanto escuchaba su larguísimo mensaje, hice señas con la mano a mi mujer para que buscara en la biblioteca su libro y confirmara el nombre del autor. No tenía demasiada importancia que le prestara atención o no a lo que me decía Yusef desde el otro lado de la línea, porque hablaba un idioma absolutamente incomprensible. Aun después de que mi mujer me confirmara, también por señas, que Yusef era en efecto el ganador del Nobel, este continuó su larga perorata. Una perorata imposible de descifrar, que subía y bajaba de tono, que por momentos me hacía pensar que este hombre se iba a lanzar a llorar, y en otros me daba la impresión de que me estaba insultando de arriba abajo. En dos o tres ocasiones también rompió a reír como un alucinado, variantes todas que atribuí a perfiles de una cultura que nos resulta muy ajena. Así como empezó a hablar, Yusef cortó de repente, sin dejarme meter ni un comentario ni una pregunta.
Quedé tres días en un estado de crispación alarmante. No pude sentarme a escribir ni cinco minutos.
Por otra parte, paradójicamente, y volviéndome a la realidad, me llamó un par de veces Morales, el gerente de la editorial. Quería preguntarme si me interesaba comprar a precio de costo un excedente que había quedado en el depósito de mi primera novela, La enamorada del muro. Las otras opciones, se sinceró, consistían en venderlos a los que ofrecen libros en los subtes y los trenes en un paquete conjunto con un peine y un alicate, o bien para guillotinarlos y reciclar. Esto me confirmó cada vez más la presencia de la oscura mano de Berti en la patraña del premio.
No obstante, lo confieso, lo confieso, la vanidad continuó sometiéndome a un trabajo solapado. Sin comentarle nada ni siquiera a mi mujer, revisaba día a día todos los diarios a los que tenía acceso, todos los sitios de Internet que conocía y todos los suplementos de literatura donde podría haber un suelto, un trascendido, un rumor, sobre mi nominación al premio. Obviamente, no encontré nada de eso, lo que por una parte me tranquilizaba, pero por otra instalaba en mí un hálito de decepción. Decidí olvidarme del asunto y por una semana pude quitármelo de la cabeza.
—Mi nombre es Enrique Cabral, soy presidente de una peña argentina en Ámsterdam y le estoy hablando desde Holanda —esa voz, cruzada por acentos eslavos, vino a sumarse a mi desasosiego, nuevamente a través del teléfono—. Sabrás —abandonó el «usted» tempranamente— que tu nombre está sonando para el Nobel de Literatura.
—¿Qué sabés de eso? —me aferré con desesperación a ese nuevo informante que me ofrecía la ventaja de hablar en un idioma accesible.
—No mucho —dijo Cabral—. Sólo que acá se rumorea eso. Pero quiero ponerte al tanto de algo. Este premio, como tantos otros, se compra. Hay un jurado muy serio, muy respetable, muy profesional y todo lo que quieras, pero para conseguir el premio hay que ponerse, ya sabés: «Poniendo estaba la gansa», hay que repartir algunos sobres con euros por acá y por allá. Pero hay que hacerlo con mucha elegancia, mucho cuidado y mucha altura. Por lo tanto, hay que saber moverse y a quién tocar. De más está decir que en la peña argentina La Bordona apenas nos enteramos de tu posibilidad empezamos a hacer lobby. Mi mujer es de Rosario y lógicamente queremos que triunfen todos los de Rosario. Por otra parte, cuando llegamos acá ella trabajó cinco años en una editorial de libros para chicos, y entonces conoce todo el manejo de estas cosas. Por eso sabemos que hay que poner mucha guita si uno quiere conseguir el Nobel. Y de eso te queríamos hablar…
—Sí.
—¿Hasta cuánta plata podrías vos llegar a pagar? Te digo, vos o tu editorial; considerá que no es un gasto sino una inversión, porque las ganancias después, cuando ya seas Nobel, son inconmensurables. ¿Cuánto podrías llegar a pagar?
—Bueno… —vacilé, atribulado—, tirame una cifra de referencia. No sé si estamos hablando de diez dólares, cien, un millón o cien millones. No tengo idea.
Del otro lado de la línea se escuchó un resoplar de fastidio.
—Te tengo que cortar —anunció Cabral, repentinamente—. Te llamo en cualquier momento y te tiro una cifra. Pero acordate que la peña puede agilizarte el trámite, obviamente cargándote un pequeño porcentaje para nosotros, más que nada para la peña, que se ocupa de conseguir laburo para los que recién llegan y de sostener a los argentinos que vienen sin un mango hasta que consiguen trabajo.
Me cortó. Quedé agitado y transpirando.
Si esto era otra historia armada por Berti, en este caso se trataba de un esfuerzo de producción que incluía guionistas e imitadores de voces. Lo consulté con mi mujer.
—Y hablá con Berti —se enojó—. En estos casos hay que tomar el toro por las astas. Demostrale que ya sabés que él está detrás de toda esta payasada, desenmascaralo.
Le dije que sí, que iba a hacer eso. Pero me frenaba imaginar las risotadas groseras de Berti al verse descubierto, sus palmadas exageradas en la espalda, sus gritos escandalosos.
—¡Entraste como un caballo! —iba a decir—. Reconoceme que entraste como un caballo.
—Es que estas ya no son bromas —me alertó mi mujer—; son burlas, son agresiones. Es mentira que Berti sea tu amigo, se hace tu amigo, pero, en realidad, quiere reírse y que se rían de vos, como lo hizo con Laurita y con Adriana.
—No es tan así, no es tan así. Acordate de todo lo que nos ayudó y todo lo que nos respaldó cuando el entierro de Angelito.
—No te engañes, Roberto. Berti te tiene envidia, envidia por tus éxitos como escritor.
—¿Mis éxitos como escritor? —me reí, amargado— tres mil ejemplares vendidos dos años después de que se publicó…
Mi mujer se encogió de hombros.
—Tres mil ejemplares acá, en este mercado —dijo— equivalen a cien mil en el mercado europeo o norteamericano. Es un éxito enorme, y no te olvides de que Berti también escribe.
—¿Escribe, qué escribe?
—Escribió ese artículo sobre restoranes de Rosario para La Capital.
—¿Y eso es lo único que escribió?
—Porque no le da el cuero para más. De ahí la envidia, de verte convertido en un autor popular mientras él es un don nadie.
Decidí buscarlo a Berti esa misma semana, pero los acontecimientos me ganaron de mano. Cuando recuerdo lo que sucedió después todavía me invade una sensación de pánico, vergüenza ajena, vergüenza propia y total inseguridad.
Primero decidí desenmascarar al monstruo. Llamé a Berti a su casa. Me atendió Laura, su esposa. Se alegró muchísimo de escucharme, me reprochó el largo tiempo que llevábamos sin vernos, me preguntó cuándo nos íbamos a juntar a cenar y me dijo que todos los días Berti le decía que me iba a llamar.
—¿Dónde está Berti? —pregunté, al tiempo que procuraba detectar en el tono de su voz o en su discurso un rasgo de complicidad con su marido.
—No está en casa y va a ser difícil que hoy lo encuentres en el celular, porque lo tiene desconectado. Anda con esos amigos suyos peruanos, de Aeroperú, que vienen siempre. Se quedan hasta mañana. Pero yo le digo que llamaste.
Corté.
Al día siguiente mi mujer entró en el estudio temblando: apretaba sobre el pecho el teléfono inalámbrico con las dos manos, como si fuera una estampita del Sagrado Corazón de Jesús.
—Mario Vargas Llosa —anunció, en un hilo de voz.
De inmediato hice la asociación: Mario Vargas Llosa y los amigos peruanos de Berti. Me indigné.
—Buenas tardes —oí una voz educada—; le habla el escritor peruano Mario Vargas Llosa.
—¿Ah, sí? ¿Mario Vargas Llosa habla? —contesté, sobrador—. Acá habla Gabriel García Márquez, Ernest Hemingway habla acá, pelotudo. Si vos sos Mario Vargas Llosa, yo soy Jorge Luis Borges.
—Perdón, tal vez usted… —titubearon del otro lado de la línea.
—¿Te creés que me vas agarrar de pelotudo, forro? Decile al pelotudo de Berti que ya estoy al tanto de todo…
—Mire, Roberto, le estoy hablando desde Zaragoza… —la insistencia del otro me congeló el corazón. Pero no abandoné mi tesitura.
—¿No te das cuenta de que esto ya pasa de castaño oscuro, boludazo? Córtenla con esta historia, no estoy para perder tiempo…
—Vea, me da la impresión de que usted se confunde…
—Váyanse a la concha de su madre vos, Berti, y tus otros amigos peruanos.
Corté de un golpe y quedé temblando, indignado pero con la lacerante herida de la duda. Si algún día llegaba a confirmarse que el que me había llamado era el autor de Conversación en la Catedral ya tendría tiempo yo de levantarme la tapa de los sesos de un balazo. Pero me tranquilizó pensar que nunca jamás llegaría a conocer a Vargas Llosa personalmente. Y de última, me quedaba el recurso de jurar que en mi vida había atendido un llamado semejante.
Al día siguiente, un pequeño suelto en el Clarín me desestabilizó totalmente. Reproducía unas intrascendentes declaraciones de Vargas Llosa sobre literatura latinoamericana, formuladas a un diario de Zaragoza esa semana.
Por otra parte, no sé si decir que, por fortuna, la realidad insistía en ponerme de su lado. Daniel, mi editor, me informó que no tenía interés, al menos por los próximos cinco años, en publicar mi último libro de cuentos El arcángel Gabriel y otros arcángeles. Ante mi desaliento me pasó la dirección electrónica de Editorial Kulten, que publicaba todo tipo de libros si el autor los pagaba.
Poco después recibí un mail que me hizo el efecto de un golpe de nocaut. Era de parte de Pier Smith, director honorario de la Fundación Nobel. Me solicitaba un número de teléfono y un horario para contactarme personalmente. De inmediato me fui hasta la agencia de viajes de Berti, pensando cómo la tecnología había puesto en manos de un tarado total como él una herramienta funcional a sus pelotudeces como el correo electrónico, algo que incluso le permitía ocultar la voz.
Berti, que ante mi descontrol accedió a interrumpir una reunión con un cliente, se quedó mirándome largamente como si no me conociera.
—¿Pero vos pensás —me dijo, al fin, ofendido— que yo te voy a joder con algo así?
—¡Por supuesto que lo pienso, lo has hecho mil veces, Berti, no me vas a decir!
Se desinfló en su sillón giratorio, mirando hacia ambos lados con la cabeza gacha, lastimado, al parecer, en lo más hondo.
—Mirá si voy a hacer una cosa así. Ya no estoy para eso. Todos me conocen, así que ya no jodo a nadie. Por otra parte, no jugaría con un tema que sé es muy caro a tus sentimientos. Yo no jodo con la vocación de los demás —se puso los cinco dedos abiertos de la mano derecha sobre el pecho, tapando en parte la corbata multicolor— será otro el que te está jodiendo. ¿O vos pensás, perdoname que te lo diga, o vos pensás seriamente que te están por dar el Nobel de Literatura?
Se rio, cosa que me hirió mucho. Ahora me quedaba más clara la presunción de mi mujer: Berti me odiaba, por envidia o por lo que fuera. Y tuve en claro que él, a pesar de su negativa, iba a seguir con la broma hasta las últimas consecuencias.
Luego de pasar una noche sin dormir, presa de palpitaciones y sudoración fría, decidí que debía terminar con todo aquello. Porque, por otra parte, la trama me iba llevando a una conducta esquizofrénica, bifronte diría Sabato, donde me exigía a mí mismo un discurso ambivalente. Imaginaba, por ejemplo, la anunciada y temida charla telefónica con el representante de la Fundación Nobel. Imaginaba, del otro lado del auricular, un despacho amplio, de decoración despojada y pulcra, poblado de asesores literarios que escuchaban en silencio el teléfono puesto en altavoz desde donde yo les hacía conocer mis pareceres. Algunos de ellos hojeaban distraídamente mi libro La enamorada del muro. Al mismo tiempo, mi otro hemisferio cerebral imaginaba la oficina de Berti, poblada de amigotes, escuchando el altavoz, preparados para estallar en la carcajada feroz cuando yo anunciara que aceptaba el Nobel. Debía armar, entonces, un discurso a dos puntas, cuidadoso, que no comprometiera mi imagen en ninguna de las dos posibilidades. Era obvio que no podía mantener tal nivel de tensión nerviosa ni de integridad emocional.
Cuando, finalmente, se produjo el llamado desde Estocolmo, salté sobre el teléfono como un animal depredador. Escuché la voz sueca e impersonal, en castellano correcto pero de inflexiones aceradas, de Pier Smith, el de la Fundación Nobel.
—Escúcheme bien, señor Smith —le disparé— debo informarle que, si bien me llena de orgullo la distinción que desean otorgarme, no pienso aceptarla.
Ya está, ya se lo había dicho. Experimenté un ramalazo de alivio.
—Gente ligada a la misma Fundación que usted preside —continué— me ha dicho que ese premio carece en absoluto de seriedad. Que se compra como cualquier producto comercial, se puede comprar en un supermercado chino. Incluso me pasaron cifras en euros de las cantidades que hay que pagar para sobornar al jurado y a sus amigos, señor Smith. No olvido tampoco que el Nobel es un premio instituido para reverenciar el nombre del inventor de la dinamita, producto con fines meramente destructivos. Yo soy nada más que un oscuro escritor provinciano, pero no estoy dispuesto a hipotecar mi honra prestándome a esta patraña. Como dijera el gran folclorista argentino Atahualpa Yupanqui: «Tengo un cartel en la frente: no me vendo ni me alquilo». Busque a otro payaso para animar su circo, señor Smith.
Se produjo un vacío sonoro del otro lado de la línea. Yo estaba como si recién hubiera parido.
—Considere usted —oí luego que retornaba al diálogo, sueco al fin, el señor Smith— que la Fundación Nobel premia con un millón de dólares a cada galardonado.
Tragué saliva un par de veces. Recapacité. Por supuesto que sabía lo de ese dinero, pero nunca pensé que me lo confirmarían personalmente desde Estocolmo.
—Bueno… —resoplé— yo puedo ofrecerles algo, señor Smith. Yo no cambio mi filosofía de vida por un puñado de dólares. No iré a retirar el premio. Pero para no arruinar definitivamente la ceremonia, que admito debe ser muy formal y organizada, puedo enviar en mi representación a mi hermana Perla a recibir el premio. Puede decir a la prensa que mi férrea oposición a la matanza de las ballenas por parte de los japoneses me ha convertido en un blanco fácil y no quiero exponerme, por una simple cuestión de vanidad, a un arponazo por la espalda.
—Lo pensaremos, Roberto —me dijo un Smith desalentado.
No volví a tener noticias y, aclarada ya mi postura al respecto, tampoco proseguí con mis averiguaciones semiocultas. Pero, al año siguiente, cuando recibió el Nobel de Literatura el japonés Josio Nakamura, no pude evitar pensar que en ese podio podía haber estado yo.