TEORÍA DE LA BELLEZA

—¿Ustedes sabían que desde 1867 en la ciudad belga de Verhoeven, todos los años, para octubre, se reúne la gente más fea del mundo? —preguntó Bernardi, divertido.

—¿La más fea del mundo?

—¿Y por qué no nos invitaron? —dijo Ricardo, señalando a los integrantes de la mesa—. De acá podríamos haber mandado una delegación fuerte. Miralo al Chelo, miralo al Turco…

—¿Vos serías el presidente de la delegación? —lo cruzó el Chelo.

—Ojo, ojo… —puntualizó Ricardo, muy serio—, que yo fui un Bebé Johnson.

—Un Bebé Johnson, qué hijo de puta —se rio Pedro—. ¿Cómo es eso?

—La firma Johnson elegía a los bebés más lindos para hacer publicidad y yo fui un Bebé Johnson.

—¿Y qué hacen en ese encuentro de feos en Bélgica? —quiso saber el Sordo.

—Es una semana de actividades —informó Bernardi— lo de siempre. Concursos, elección de los reyes de la fealdad. Pero, eso sí, no participan deformes, ni enanos ni defectuosos…

—No participa el hombre elefante, por ejemplo.

—Eso, eso, ni tampoco la mujer barbuda. Es toda gente fea dentro de los parámetros normales, gente como cualquiera, como nosotros.

—Ah, gracias por lo que nos toca. Pero… ¿cómo sabés lo de Verhoeven y todo eso, lo viste por televisión?

—Lo que pasa —se apresuró a explicar el Colorado— es que acá, Carlos, el amigo Bernardi tiene una teoría revolucionaria con respecto a la estética, que ya la ha presentado en la Sorbona…

—Harvard —corrigió Bernardi.

—Él sostiene que… ¿pero por qué no lo contás vos, Carlos, que la tenés más clara?

—Sí —aprobó Ricardo—, mejor que hablen los que saben, porque si no se pone a opinar cualquier pirincho. Es como si estando acá el Doctor —señaló a Chiquito— yo me pusiera a hablar de leyes, o si delante de mí cualquiera de estos burros se pusiera a hablar de música.

El Colorado fue el que lo acercó a la mesa a Bernardi. Seguramente había quedado con él en encontrarse en el Metrópolis para hablar de trabajo en otra mesa, sin molestar la liviandad festiva de los Galanes. Por cierto que los muchachos, al ir llegando, vieron a ese hombrecito medio pelado, de lentes gruesos y bigote tupido que esperaba en una mesa cercana con carpetas y un portafolio. Pero el Colorado, al llegar un rato más tarde, consideró atento acercar a su colega al grupo para presentarlo y compartir un momento. El momento se prolongó cuando ambos se engancharon, Bernardi sólo como oyente, en una apasionante charla sobre si existía un colesterol bueno y un colesterol malo o era otra patraña de la CIA. Cuando alguien mencionó el complejo de mucha gente con su gordura, Bernardi encontró una fisura por donde introducir el tema de Verhoeven y lo feo.

Ahora, ante la invitación del Colorado, el forastero se apretó dos o tres veces la nariz como si le picara, mientras aguardaba a que se hiciera silencio.

—La teoría mía, que ya está en Harvard —empezó— es muy simple: somos todos feos.

—A la mierda… ¿y lo dice así sin anestesia?

—O no tan absolutamente —se moderó el exponente—. Yo sostengo que el noventa por ciento de las personas somos entre normales, feos y muy feos. Y hay un diez por ciento de personas lindas, que son las que trabajan de eso, las profesionales. Las minas o los tipos que aparecen en las tapas de las revistas, las modelos, los modelos, los galanes y las actrices de televisión. La gente a la que se le paga por ser linda. Porque cuando uno dice «las italianas son muy lindas»…, ¿en quién está pensando? Está pensando en Sofía Loren, en la Cuccinota, en Claudia Cardinale…

—Por mencionar minas que ya están cerca de los ochenta.

—Ustedes saben a lo que me refiero —se molestó Bernardi—; doy ejemplos por todos conocidos. O si decimos que las francesas son lindas pensamos en Catherine Deneuve, en Brigitte Bardot y olvidamos a las millones y millones de italianas y francesas que son entre normales, horribles y muy horribles. Hablo de los hombres también. Alain Delon no es el común denominador de la belleza francesa.

—Bueno, pero… un momento —lo contuvo Chelo, puntilloso— todos sabemos que la belleza es un concepto cultural y no absoluto. Tal vez lo que no sea bello para nosotros puede ser muy hermoso para los asiáticos o los africanos o los esquimales… Ojo al piojo…

—Totalmente de acuerdo —dijo Bernardi—. Pero yo he trabajado esta teoría mía con especialistas de diversos países. Con el sociólogo y antropólogo Peter Lewis, de Australia, por ejemplo, y él me mandó estudios donde dice que, por ejemplo, las tribus papúas guardan otro concepto, pero siempre tienen una escala de belleza. Para ellos también hay papúas bellos y papúas feos, elección que tal vez no coincida con la nuestra.

—A la mierda si hay que elegir uno de esos negros que son horribles —se rio el Peruano.

—Mirá este indocumentado —lo señaló el Pitu— un aborigen incaico y se ríe de otros aborígenes como él.

—¿Para qué, digo yo —se preguntó Ricardo—, San Martín les habrá dado la libertad a estos indios, para que después vengan a sentarse con nosotros y piensen que son lindos como uno?

—¿Y cómo se te dio por meterte en este tema? —Belmondo devolvió la atención al disertante.

—Una vez me hablaron de la belleza deslumbrante de la mujer brasileña —dijo Bernardi. El Colorado se señaló a sí mismo, con cara de circunstancias—. Al poco tiempo —siguió Bernardi— me fui a Río de vacaciones y me recorrí de arriba abajo catorce veces la playa de Copacabana. Entre millones y millones de bañistas habré encontrado dos o tres minas parecidas a Sonia Braga o Xuxa. Todo el resto, hombres y mujeres, estaban dentro de lo que califico de normales, feos y horribles. Y sin posibilidad de esconder nada, en malla, en bikini, casi en bolas como andan estos brasileños. Lo que pasa es que a nosotros el cine norteamericano nos ha deformado el cerebro. En todas las películas donde aparecen playas o piletas de natación, esos lugares están habitados casi exclusivamente por minas impresionantes, dignas de estar en las tapas de las revistas, chicas de Playboy. Pero la dura realidad es muy distinta.

Poco a poco la mesa se había ido quedando en silencio, siguiendo la inquietante teoría de Bernardi.

—Empecé —se embaló este— a tomarme el trabajo de estudiar esta característica en todos los lugares adonde viajé. Saqué miles de fotos y también tengo filmaciones que avalan mi concepto. Estuve en una playa nudista, la Orient, de la isla de Saint Martin en el Caribe.

—Ay, mamita.

—Se imaginan ustedes qué seres humanos deslumbrantes y maravillosos podrían aparecer en una película yanqui sobre una playa nudista en el Caribe. Muy bien. ¡Nunca vi adefesios tan grandes, cuerpos tan horribles, tetas tan caídas, culos tan ajados, pijas tan ridículas! Aun considerando que el desnudo total es deserotizante, porque elimina la atracción del misterio.

—Cuando ya viste una mina en bolas ya viste todo —sentenció Belmondo—; prefiero una mina cubierta, aunque sea con un tul, y no en bolas.

—¿Y vos también andabas en pelotas por esa playa? —quiso saber el Sordo.

—No —dijo Bernardi— era una playa muy larga que en un extremo tenía el sector nudista. Pero cualquiera podía andar por cualquier lado. Otra vez, en la Rambla Cataluña de Barcelona, sentado en uno de esos bares en el bulevar central, mientras veía pasar a millones de personas de todas las nacionalidades, le dije a mi mujer: «Avisame si ves un hombre o una mujer que merezca aparecer en la tapa de una revista como Vogue, y yo te aviso también si veo alguno». Habremos visto, no les miento, no más de cuatro personas dignas de ser modelos. Yo les propongo un momento de reflexión. Mañana aparece uno de estos tipos dueños de agencias de modelos y le dice a cualquiera de ustedes: «Tengo que hacer un desfile en Rosario y necesito cuatro chicas para desfilar en malla en la pasarela». Hagan memoria, piensen, me informan. Incluyan también un par de tipos que puedan desfilar.

Los Galanes comenzaron una febril revisión mental, tirando muchos nombres femeninos sobre la mesa. Cada uno de ellos fue rebatido por los demás o desestimado por ellos mismos antes de avanzar demasiado en la propuesta.

—Esa mina —apuntó, por ejemplo, Ricardo— es muy linda de cara, pero mide uno cincuenta.

—Tu cuñada —fue ácido Belmondo— no es fea, pero tiene piernas muy gordas. Fijate que nunca la vas a ver de pollera, y una mina que hace eso es sospechosa.

—La moza de El Cairo, la rubia, es muy linda pero retacona y si la ves caminando en una pasarela parece un macho.

—Olvidemos lo de caminar —concedió Bernardi—, porque eso se adquiere. Pero es cierto que un desfile es un filtro mucho más exigente que una foto. Muchas de las modelos más famosas no superan el metro sesenta, pero fotografían muy bien y pueden elegir una foto entre millones que le sacan.

—A eso agregale el photoshop.

—A eso agregale el photoshop. Pero arriba de una pasarela, en bikini, no hay tutía, ahí está la verdad, no hay camelo posible. ¿Cuántas minas encontraron?

Hubo bamboleos negativos de cabeza, cierto desaliento.

—Es que nosotros —dijo el Colorado— ya estamos en una edad en que no conocemos a esas minas. Te podemos dar un listado de minas aptas para el geriátrico.

—Preguntale a tu hijo y te va a decir lo mismo. Primero tira ocho o diez nombres de amigas, y después las empieza a bochar y no deja ninguna. O deja una, de pedo. E incluí a los tipos, Colo —repitió Bernardi—, para que no se piense que esta teoría se queda sólo en las mujeres. Lo que ocurre es que es siempre lo primero que se piensa por la relación de la mujer con la belleza.

—Bueno —señaló Ricardo—, vos lo agarrás al Pitufo, lo bañás, lo peinás bien, le ponés unos tacos altos y se las puede rebuscar fenómeno en cualquier desfile.

—Bien que cuando yo llegué a la mesa —se alteró el Pitufo— con los últimos adelantos de Europa, se decía que yo era puto.

—Todavía lo decimos, pelotudo —señaló Ricardo.

—Mirá que yo una vez —apuntó el Chelo, que se había quedado con la espina— fui a un baile de fin de año en el Jockey Club de Fisherton y había unas minas que partían la tierra.

—Ah, qué joda —dijo Bernardi— esa es otra historia. Yo también una noche fui al Tropicana de La Habana y todas las negras eran una cosa de locos. Pero son minas que trabajan de eso, les pagan porque están buenas y son lindas, son profesionales de la imagen. Es como si te metés en un casting de secretarias para esos programas de televisión donde laburan de mostrar el culo. Qué viveza. Ahí están todas muy bien. Pero lo que vos me contás de ese baile en el Jockey entra en otra faceta de mi teoría sobre este asunto. Presten atención porque yo sé que esto generará polémica. Finalmente, la belleza es una condición social.

—A la puta —dijo el Chelo—, eso suena discriminatorio.

—Te explico, porque todo tiene su lógica —Bernardi se concentró, sabiendo que abordaba un tramo difícil—. Suponete un tipo de guita. No importa cómo hizo la guita, no juzgamos conductas. Un tipo de guita puede buscar una mina linda en cualquier estrato social. Encuentra esa mina linda y como tiene guita, puede elegir porque las minas lo buscan, y se casa con ella y ya la mete en su círculo. La mina tendrá entonces posibilidades de cuidarse, de comer bien, de hacer gimnasia, de no andar corriendo en tres laburos y de no hacerse tanta mala sangre porque no le alcanza el mango. Los hijos de esa pareja mejorarán la especie. Ya se cruzarán con minas o pibes de ese estrato social. Las pibas se casarán con pibes que hacen deportes, que se alimentan bien, que están bien cuidados y que no se van a cagar la piel ni la salud laburando con el fratacho a las cinco de la mañana en invierno en una obra en construcción.

—Y que incluso por ahí han sido un Bebé Johnson como uno —interrumpió Ricardo.

—La hija de Onassis era un bagayo —desestimó el Sordo.

—Hablo en general —aclaró Bernardi—. Por supuesto que hay excepciones, pero hablo en general.

—Lo que dice él —aseveró Belmondo señalando a Bernardi— es cierto. Si vos vas a La Florida en el verano… ¿Vos de dónde sos?

—De Adrogué.

—Bueno, La Florida es la playa popular de acá. Si vos vas a La Florida por supuesto que, entre cien minas, vas a encontrar nueve o diez muy lindas. Pero si vos vas a la pileta del Jockey sobre veinte minas vas a encontrar nueve o diez muy lindas.

—Lo que te digo —se alegró Bernardi— la buena vida, la buena cruza, la buena alimentación, la gimnasia, el Pilates, el no hacerse tanta mala sangre, Punta del Este y la pindonga del mono. Y en los tipos algo parecido. Todo eso hace que, con el paso del tiempo, haya círculos sociales donde la belleza en hombres y mujeres se haga más sencilla de encontrar.

—Fijate vos, fijate vos —golpeteó con el dedo Chiquito, sobre la mesa—, fíjate en las minas que manejan cuatro por cuatro, son todas lindas. Cuando yo veo una cuatro por cuatro me fijo en las minas que las manejan, y casi todas llevan pendejos rubios a la escuela.

—¡Lo que te digo! —se exaltó aun más Bernardi—. Porque los maridos de esas minas tienen guita para comprarse o comprarles una cuatro por cuatro.

—Pero algunas son unas pelotudas insoportables —refunfuñó el Chelo.

—¡No estoy hablando de eso! —pareció enardecerse Bernardi—. Acá no tienen nada que ver la inteligencia, la honradez ni ninguno de esos valores morales o cívicos. Mi teoría habla exclusivamente de estética, de belleza, de imagen…

Se quedaron un rato en silencio, cavilando. Algunos aprovecharon para pedir otra cerveza, otros para girar la cabeza hacia los televisores, atentos a si había comenzado el partido de Boca.

—Ahora —se atusó los bigotes Pedrito—, nosotros tenemos que ser muy cautelosos con esa teoría. No podemos salir a respaldarla públicamente, aunque suene lógica. Eso de que somos todos feos.

—¿Por qué? ¿Vos te considerás lindo, acaso? —dijo Ricardo—. Distinto es el caso mío, que siempre me han considerado sólo una cara bonita.

—No, pelotudo. Es que la mesa fue la primera que propuso a Rosario como Capital Nacional de la Potra.

—¿Qué es eso? —se interesó Bernardi, divertido.

—Este —el Pitufo señaló al Negro— una vez dijo que si a él le pedían una campaña para incentivar el turismo en Rosario, no hablaría ni del río ni del monumento a la bandera sino de las minas. Sabrás que Rosario está considerada como una ciudad de muy lindas mujeres.

—Algo de eso escuché —aceptó Bernardi, no muy convencido.

—Bueno, y no sólo lo habrás escuchado —se encendió Belmondo—. Si venís a Rosario más o menos seguido lo habrás visto por la calle. Todos los tipos que vienen acá desde afuera se quedan sorprendidos por la cantidad y calidad de las minas.

—Y digo yo… —dudó Bernardi— y perdonen que me ponga en profesional, en investigador y no en un tipo calentón cualquiera… ¿Ustedes tienen algún razonamiento lógico que avale eso de las minas acá en Rosario?

—Una razón puede ser la mezcla de razas —dijo Pedro—. Si vos venís a la Feria de las Colectividades en octubre te vas a sorprender por la enorme variedad de razas y etnias que conviven en Rosario. Pero creo que hay una base fuerte que es la italiana del norte, gente rubia de ojos claros que cumplimenta el requisito básico de nuestro gusto, culturalmente hablando.

—Te informo —cortó Bernardi, frío— que acá llegó más gente del sur de Italia que del norte.

—Otra cosa es la soja, pelotudo —no le dio importancia el Pitufo recordándole a Pedro— el lomo que tienen las minas acá es por la soja.

—Y el caminar hacia el río —añadió, Ricardo, doctoral—. Yo viví en el Bajo y esas cuadras que bajan desde el centro hacia el río obligan a las minas a caminar echadas hacia atrás, bien erguidas, sacando tetas hacia delante, lo que las hace más atractivas.

—Y el contagio, Ricardo —se entusiasmó Chelo—. Cuando las pendejas de trece, catorce años ven a las más grandes vestirse como se visten, meterse en esos pantalones ajustados en los que se meten, las imitan, y ya salen a competir a esa edad.

—Por otra parte, todas las minas están concentradas en una zona pequeña. No como en Buenos Aires que andan todas medio desperdigadas. Acá el centro es más chico —se apuntó el Sordo.

—¿Vos nunca fuiste a la peatonal un sábado a la mañana? —le preguntó el Colo a Bernardi, como si recién lo conociera.

—Mirá, mirá… —Bernardi entrelazó las manos sobre la mesa, se quedó mirándolas y lentificó su discurso como sabiendo que se metía en aguas peligrosas— yo sé que a ustedes tal vez esto les duela. Pero yo creo que esto de Rosario ciudad de lindas mujeres es otro verso de los tantos que han inventado los propios rosarinos, a los que hay que reconocerles gran creatividad. Es otra frase marquetinera, una operación de prensa, un recurso inteligente para vender la ciudad. Como lo de Rosario ciudad cultural o lo de la trova rosarina…

—Pará un cachito, pará un cachito —el Chelo lo señaló a Bernardi y su tono de voz se hizo afilado—. ¿Vos nos venís a decir que todo eso son inventos nuestros?

—Esperá, Chelo —intentó atajar el Colo, viendo llegar la tormenta—; acá el amigo…

—Ustedes mismos me reconocieron —recordó Bernardi— que mi teoría sobre la fealdad es correcta y…

—Sí, pero primero nos venís a decir que somos todos unos bagayos —había desaparecido el atisbo zumbón en Ricardo—; después nos decís que las minas de acá son una cagada, ahora salís con que lo de la trova…

—Te repito, te repito —dijo Bernardi— que me parece perfecto y un rasgo de inteligencia crear todos esos mitos y que…

—¿A quién carajo nos traés a la mesa, Colorado? —apuntó Martorell, y el Colorado sabía que era grave equivocarse en una invitación.

—Esta actitud tuya —Ramón señaló a Bernardi— es propia de los porteños soberbios y peyorativos, que se cagan en todo lo que no sea de Buenos Aires…

—¿Qué me querés decir con eso? —Bernardi intentó ponerse firme.

—Que vos sos también un porteño de mierda, prepotente y despreciativo —dobló la apuesta Ramón.

—¿Por qué no te quedás en Buenos Aires —saltó Ricardo— y te fijás en todas las cagadas que tienen allá?

—Bueno, muchachos, muchachos —se incomodó el Colorado. Pero Bernardi ya había manoteado sus carpetas, su portafolios y empezaba a levantarse.

—Discúlpenme —murmuró, apresurado y confuso—, pensé que iba a encontrar otro ámbito de discusión, otro nivel de…

—¡Andá a la concha de tu madre vos y tu nivel de discusión, pelotudo! —sentenció Pedro.

—¡Como si vos fueras tan lindo, boludo! —dijo el Pitufo.

Pero ya Bernardi se alejaba hacia la puerta del Metrópolis secundado por un Colorado nervioso y molesto.

—Che, perdoná —se disculpó el Colo cuando volvió a la mesa cinco minutos después—. Me parece que a este tipo se le salió la cadena. Pero les puedo asegurar que es un investigador serio, que lo de la teoría en Harvard es cierto, que…

—Todo bien, Colo, todo bien —lo tranquilizó Ricardo.

—También el Pochi lo trajo a este —el Chelo señaló al Pitufo— y nadie le dice nada.

Hubo una pausa donde tal vez cada uno procuró digerir lo que había pasado, aquello que había llevado a la mesa a un nivel de discusión violenta, inusual dentro de su frivolidad inveterada.

—Digo yo… —habló el Chelo como para sí—. ¿Tan feos somos?