En mayo de 1914 Claudine Serra ya vivía en la hermosa mansión de la campiña de Lyon y estaba cumpliendo diecisiete años. Su tío, el eminente físico y matemático copernicano Pierre Leru, había calculado que, por lo tanto, ella había nacido en 1897. No era este el único aporte que Leru hizo a su convulsionada época; también había sido el inventor de los prismáticos de menor alcance del mundo: cuatro metros treinta y cinco centímetros, adelanto que, tal vez por oscuros intereses industriales, no llegó a imponerse.
La inquieta Claudine estaba esa tarde jugando solitarios con los naipes en la luminosa amplitud de la sala de recepción de la casa. Intuyó que algo sucedía por el revuelo de los perros afuera. De inmediato entró una de las criadas.
—El teniente Dupond —anunció.
Claudine empalideció y se puso de pie; su respiración se tornó agitada y los labios temblaron ante la presencia de su prometido.
Con paso marcial y decidido entró al recinto un hombre uniformado que perturbaba por su apostura. Alto, de pelo castaño, ojos grises, bigote y barba recortada, lucía la chaquetilla y el capote del ejército francés con la elegancia de los elegidos. Sus pasos firmes resonaron sobre los pulidos mosaicos del piso hasta que llegó a su amada e intercambió con ella un par de gestos cariñosos. Claudine, frágil, pequeña, lo contemplaba con arrobado deslumbramiento. El rostro del teniente, pese a lo afectivo de la escena, estaba cruzado por una sombra oscura. Puso la gorra militar de vibrante penacho bajo el brazo izquierdo, apresó con firmeza el pomo de su sable de caballería y se tomó un instante antes de hablar.
—Me marcho a la guerra, Claudine —anunció por fin.
La muchacha lo miró con expresión confusa.
—¿A qué guerra? —terminó por preguntar.
El teniente Dupond la miró abismado.
—Claudine —reprochó— no puedes decirme que no sabes lo que ocurre en el mundo. Ejércitos de varias naciones aprestan sus tropas haciendo sonar los clarines de combate dispuestos a lanzarse a una espantosa carnicería. Toda Europa se sumergirá en un baño de sangre.
—¿De qué guerra me hablas, por Dios? ¿Es que aún persiste el conflicto de Crimea?
—Claudine… No puedes decirme que no has escuchado hablar a tus criadas, a tus primas, a los hombres que trabajan tus campos, sobre la guerra que se cierne…
La niña apretó los puños con furia.
—Bien sabes, Pierre —masticó las palabras—, que no se nos exige a las mujeres erudición ni conocimiento. La sociedad sólo nos pide que seamos bellas y agradables, y que estemos siempre dispuestas a esperar a nuestros hombres. Que juguemos solitarios, a lo sumo, para adiestrar nuestras mentes. O aprendamos a bordar. No tengo por qué estar al tanto de lo que ocurre allá afuera. Y mis padres me han dicho que no alterne con mis criados y que no haga caso a sus razones.
El teniente acusó el impacto.
—Me marcho a la guerra, mi pequeña —repitió, apesadumbrado—. Allí afuera, bordeando los viñedos, se encuentra mi regimiento junto con otras tropas. El general Rex tuvo la generosidad de permitirme llegar hasta aquí al galope para avisarte, porque el rumbo hacia el frente está en camino. Me dio sólo media hora para llegar a verte.
Un retumbar opresivo, como de gigantescos toneles que rodaran, se escuchó a lo lejos.
—¿Oyes, oyes, mi pequeña? —pareció estremecerse el teniente—. Ya ruge la artillería su canción de muerte.
Cambió entonces la expresión de Claudine. Entrecerró sus bellos ojos celestes y el relámpago de la ira resplandeció por un instante sobre su frente amplia, bajo los rizos de su blonda cabellera.
—Mientes —exclamó—, mientes una vez más, Pierre. Esto no es más que otra mentira tuya. Ni lo que se escucha son obuses ni te marchas a una guerra. Lo que se oyen son truenos de una tormenta lejana y hacia dónde partes aún debo averiguarlo, pero ya lo imagino, porque te conozco.
El teniente retrocedió un paso, como impactado por la determinación de su prometida. Balbuceó un par de veces. Luego giró, buscando con la vista a su edecán.
—¡Los diarios, cabo! —exigió, con don de mando—. ¿Tiene allí los periódicos de la semana?
Con presteza militar el edecán salió a la galería externa. Dos minutos después retornó cargando una pila desordenada de diarios que alcanzó a su superior. Éste comenzó a desplegarlos frente a los ojos de Claudine.
—«Comienza la masacre»… «Vientos de hecatombe»… —fue leyendo los titulares de tamaño catástrofe y tradujo algunos de ellos ya que eran de periódicos extranjeros—… «A las puertas del horror»… —Luego depositó uno de ellos, alemán, en las manos frágiles de Claudine.
Ella no vaciló y estrelló el periódico contra el piso de modo por demás violento. Las hojas separadas del diario comenzaron a agitarse y volar impelidas por el viento que llegaba desde la galería externa.
—¡No tengo por qué creer en todo lo que dicen los diarios, Pierre! —estalló—. ¡Tú y yo sabemos que el periodismo es un nido de corrupción y venalidad, mercenarios al servicio del mejor postor, mercaderes de la noticia! ¡Lo supiste a lo largo del caso Dreyfus, Pierre, cuando llegaron a inventar las bajezas más grandes con tal de vender más!
El teniente, la mano izquierda sujetando la empuñadura de su sable de combate, la miraba desconcertado, al parecer sin razones para discutirle. Claudine se cruzó de brazos, altanera.
—Pierre —bajó un tanto la voz—, me habías prometido no caer de nuevo en estas cosas. No volver a mentirme.
Se hizo un silencio espeso, alterado únicamente por el murmullo lejano de los obuses o los truenos.
—De nuevo quieres salir de juerga con tus amigos —dijo Claudine—. Eso es lo que quieres y no es la primera vez que te inventas alguna historia estrambótica para lograrlo.
Una criada que se había quedado prudentemente al margen por si su señora la precisaba giró sobre los talones y desapareció sigilosamente de la escena, pero no sin que el teniente se percatara de su movimiento. El edecán, atrás, miró hacia el otro lado y pareció interesarse por las molduras de las columnatas.
—¿O no me dijiste hace tiempo —continuó Claudine— que te ibas de maniobras nocturnas con tu regimiento y todo resultó ser una estratagema, planificada militarmente, para pasar una noche con tus amigotes junto con las enfermeras del destacamento de Avignon, esas locas que no pierden oportunidad para revolcarse con los soldados?
—Te expliqué que aquello fue todo un malentendido —transpiraba levemente el bello filo de la nariz del teniente.
—¿O aquella otra oportunidad en que me dijiste —no dio sosiego Claudine— que no podías llevarme al baile de los Platini porque tenías el velorio de un camarada de armas, muerto en un lance de honor? Y al poco tiempo vi a ese mismo camarada en un ágape en el salón de invierno, vivito y coleando, colorados sus cachetes no ya por la vergüenza sino porque brillaban en ellos los coloretes de las coristas del Gato Negro.
El teniente soportó la andanada con estoicismo.
—Claudine, Claudine, me ofendes —suplicó—. Te he dicho que todo eso puedo explicarlo. Pero si no crees en mi palabra, ni crees en la palabra de los diarios, sólo me resta ofrecerte la palabra del general Rex, que está allí afuera, esperando. Es un hombre duro, un soldado curtido, que en estos momentos estará repasando los mapas de batalla. Pero por ti, por ti, iré a buscarlo y le pediré que venga a convencerte de que lo que te digo es cierto. No dudarás de la palabra de un general de la Francia.
Un ramalazo de duda estremeció a Claudine. En tanto su prometido salía presuroso en busca de su superior, ella permaneció con la vista perdida en un punto cualquiera, su mano derecha rozando sus labios.
—El general Rex —musitó—, el general Claude Jean Michel Rex.
Quince minutos después, tiempo que Claudine consumió caminando con expresión vaga en torno a la mesa y deslizando unos de sus dedos marfilinos sobre la cubierta de mármol, volvió su prometido con el general. Este, cincuentón, bajo, corpulento, de enormes mostachos ya canos, impactante en su uniforme de lustrosos correajes, saludó con un sobrio cabeceo a Claudine, pero permaneció lejos de ella, como anticipando que no le dispensaría mucho tiempo. De inmediato le habló con una voz seca y profunda.
—Me informa mi subalterno, señora —dijo—, que usted duda de que estemos marchando a la guerra. No tengo tiempo para dar explicaciones que ni siquiera doy a los políticos ni a los estadistas. Sólo le informo que allí afuera, en todos los límites de sus tierras, aguardan para seguir la marcha los coraceros austríacos del mariscal Depre, los infantes senegaleses del coronel Montes, los húsares belgas del general Philips y la caballería inglesa del coronel Cardigan. Eso es todo. Palabra de soldado.
—¡Esa es la cuestión! —estalló, bravía, Claudine, dando una sonora palmada con sus manos—. Hasta una joven tonta y desinformada como yo sabe que el secreto de la fortaleza militar radica en el espíritu de cuerpo, en cubrirse unos a otros en sus patrañas, en sus argucias, en sus mentiras. Y no para alcanzar objetivos estratégicos, sino para conseguir engañar a sus esposas, a sus novias, a sus prometidas y poder irse de juerga con esas prostitutas de las enfermeras. Para lograr lo que más les gusta, estar todos juntos, amontonados en esas sucias barracas donde duermen y se bañan en forma promiscua, insultando como carreteros, presumiendo de machos y viriles, oliendo los sudores de los otros, lejos de las mujeres valiosas, pero cerca de las arrastradas.
El general Rex asimiló a duras penas el impacto, y la ajada piel de su rostro se tornó cetrina.
—Señora —mordió— usted ofende y ultraja la sangre derramada por miles y miles de soldados franceses caídos desde la época de Bonaparte.
Claudine, las mejillas cubiertas de rubor por el enojo, no se doblegó. A un costado, el teniente jadeaba, trémulo, consciente tal vez de que su carrera militar se estaba haciendo trizas.
—¿Qué hará usted, teniente? —lo emplazó el general—. ¿Viene con nosotros, se queda, obedece las órdenes de esta niña?
El teniente Dupond se encogió de hombros, desconcertado.
—Si te vas con ellos —le dijo Claudine—, no vuelvas aquí nunca más.
El general giró sobre sus talones y empezó a marcharse; pero, antes de salir, volvió a apostrofar al teniente.
—Usted sabe cuál es la pena que marca el reglamento militar para el oficial que se niega a marchar al combate.
No esperó respuesta alguna y abandonó la casa.
El teniente comenzó a caminar, yendo y viniendo por la amplia sala, con los puños apretados. De repente, quedó clavado en medio de la estancia, estirando el cuello como escuchando.
—Oye, Claudine, oye —señaló hacia afuera, entusiasta— son los clarines…
—Primero me hablabas de obuses, ahora de clarines —sonrió Claudine, despectiva.
—Esos clarines indican la llegada al punto de encuentro del rey Astrubar tercero, que viene a arengar a nuestras tropas antes de que marchen al sacrificio. Si me esperas, si tienes a bien concederme un momento, iré a buscarlo y, superando lo que su figura me abruma, le pediré que venga para decirte que todo esto es cierto, que no son mentiras, que la guerra mundial es una hermosa verdad.
Sin esperar respuesta alguna, Dupond salió a la carrera de la casa.
Los ojos de Claudine se llenaron de lágrimas.
—No puedo creerlo —balbuceó— el rey Astrubar en casa, en nuestra propia casa. ¿Han escuchado, niñas? —preguntó a su alrededor, consciente de que sus mucamas seguían toda la escena ocultas tras puertas y columnas.
Así quedó Claudine, aterida por la emoción, esperando el acontecimiento. Pero, esta vez, la llegada del insigne visitante se vio precedida de un tumulto de pasos marciales, resoplar de cabalgaduras, tintineos de herrajes y las explosiones extemporáneas del motor de un poderoso automóvil. De inmediato se oyó afuera, sobre la grava y luego los mosaicos de la galería, un retumbar de botas. Un tropel de oficiales entró en la casa y se desplegó en un movimiento de pinzas sobre las paredes laterales. Enseguida llegó nuevamente el teniente Dupond, jadeante y despeinado. Tras él, el canciller Petite seguido por su estado mayor. Impresionaba el aspecto del canciller, con su casco bruñido, de penacho azulino y envuelto en un capote gris oscuro con ribetes rojos. Era el artífice del acuerdo de Tullerías en 1912, el garante del tratado de los Pirineos en 1908. Sus tupidos bigotes grises le ocultaban tanto la boca como la mandíbula. El brillo acerado de su mirada se posó en Claudine.
—Me cuenta mi subalterno, oficial de la Francia —dijo Petite, acostumbrado a no demorarse en rodeos—, que usted, señorita, no cree que él deba marchar al frente de batalla, y que se trata sólo de un infantil argumento para salir esta noche.
—Mi estimado canciller de mi mayor consideración —bajó los ojos Claudine—. No voy a dudar de lo que afirma un insigne visitante que me honra al llegar hasta mi casa. Pero ocurre —Claudine miró al canciller a los ojos— que he perdido la confianza en mi prometido desde aquel vergonzoso episodio con las tres refugiadas polacas, abuela, madre e hija. Sigo pensando que es todo una sucia tramoya, si usted me permite.
El canciller perforó a Dupond con su mirada de acero.
—Si él se marcha —sentenció Claudine—, que no vuelva nunca más por esta casa.
—Claudine, Claudine —lloriqueó el teniente— es muy probable que si me marcho a la guerra mi cuerpo quede sobre un campo de batalla y nunca más vuelva a verte.
—Puedo hacerle una última propuesta —ofreció el canciller, hábil negociador— hablar con el mariscal Otto Benverg, al mando de todas las tropas de la coalición enemiga, y que él en persona le diga que este conflicto va en serio.
—Hombres —refutó Claudine—, siempre hombres. No me ofrece usted el testimonio de ninguna mujer confiable, como podría ser la de su deliciosa esposa, madame Christine, a quien no veo en la comitiva.
Un escalofrío estremeció al canciller. Se produjo un silencio molesto. Lejos, tronaba la artillería. Petite consultó al teniente con la mirada.
—Teniente —dijo, con inusitada dulzura— tengo a mi cargo la vida y la muerte de miles de hombres. Pero también soy un hombre con debilidades y conocimiento de la vida. ¿Qué piensa hacer, teniente?
Dupond abrió los brazos en una expresión de desaliento total. Sus ojos mostraban desesperación.
—Quédese, teniente, quédese —sugirió el canciller.
Dupond bajó la cabeza.
Nada más esperó Petite y salió a paso vivo de la sala, seguido por un remolino de oficiales. Pronto se escucharon afuera órdenes enérgicas, el bufido de las cabalgaduras y la explosión hiriente del motor del auto. Pero, en cinco minutos, todo volvió al silencio. Dentro del salón, en un extremo, una sonriente Claudine observó cómo su prometido se arrastraba prácticamente hasta una silla y se hundía en ella, la cabeza entre las manos, los codos sobre las rodillas, el morrión caído en el suelo. Así permanecieron diez minutos.
—¿Deseas que Analía te prepare algo para comer? —preguntó Claudine.