CUESTIÓN DE FE

—Acá. Poné la mano acá —dijo mi vieja.

Yo puse la mano. Pero no sentí nada, salvo el frío del empapelado con flores de la pared.

—¿Nada?

Me encogí de hombros y miré a Beto que, como siempre, las manos en los bolsillos de la campera, me miraba inexpresivo. En ese momento percibí la vibración. Apenas un temblor en la pared, casi imperceptible. Miré a mi vieja y aprobé con la cabeza.

—¿Viste? —dijo ella, preocupada—. Yo tengo miedo de que haya algún cable de la electricidad tocando la pared, una cosa así, que pueda ser peligrosa.

—Cables hay siempre adentro de las paredes —le dije—. Y en casas viejas como esta…

—Yo tengo miedo de que se electrocute alguien —mi vieja miró a Beto, que le devolvió una mirada muerta. La vibración que me llegaba a través de la palma de la mano no era pareja. A veces crecía un punto y luego disminuía hasta casi desaparecer. Saqué la mano y la sacudí en el aire como si se me hubiera ensuciado.

—Yo no le daría tanta pelota —dije, buscando otra vez la opinión de Beto, que no se inmutó.

—Estás loco —se alteró un poco mi vieja— mirá si ocurre una desgracia. Ya hace varios días que lo vengo sintiendo, desde que me apoyé por casualidad hablando por teléfono. Además, las otras paredes no hacen lo mismo.

—¿Esta es la pared que da a lo de Antonia?

—Sí, es medianera con su casa.

—¿Le dijiste?

—Claro que le dije, se lo comenté.

—¿Y ella lo había sentido?

—También, y está muy preocupada, vos sabés lo aprensiva que ha sido toda la vida Antonia. Pero después no volvimos a tocar el tema porque las dos pensábamos que este asunto iba a desaparecer, como esa filtración de agua en el techo que, misteriosamente, se arregló sola.

—¿Sabés lo que pasa, Delia? —Beto abrió la boca por primera vez—. El agua es finita.

No le dije nada porque me tenía acostumbrado a esas pelotudeces en medio de conversaciones serias.

—¿Por qué no vas a lo de Antonia y le preguntás? —dijo mi vieja—. Mirá si el día de mañana cualquiera toca la pared y se queda fulminado. Ha pasado: yo leí de cosas así.

Antonia armó el revuelo acostumbrado cuando me vio al abrirme la puerta. Lanzó las habituales exclamaciones de sorpresa y alegría que se habían acrecentado con el tiempo, cuando yo ya no iba a jugar con Manuelito casi todos los días a su casa.

—Pero sí, m’ hijo —se puso una mano sobre el pecho, como azorada—, por supuesto que yo también estoy preocupada. Pero acá no es sólo en la pared que da a la casa de ustedes. Acá es en muchos otros lugares también. Yo pensé que podía ser la vibración que llegara de los motores de alguna fábrica, pero por acá cerca no hay ninguna y, además, también la sentirían los otros vecinos. Es más, llegué a pensar que era el anuncio o una de esas réplicas de los terremotos. ¿Te acordás de lo de Caucete? Que fue lejos pero acá se sintió, se movían las cosas, vos no sabés cómo se movía aquella lámpara, Carlitos.

Se dirigía a mí como si Beto no estuviera presente y tal vez no estaba demasiado desacertada.

—Pero, además —agregó—, fijate… —se quedó paradita, los pies muy juntos, cerró los ojos y levantó los dedos índice hacia arriba como si fuera a empezar a cantar—. ¿Oís, oyen?

Prestamos atención. Yo no escuchaba nada. Antonia abrió los ojos como saliendo de un encantamiento.

—Hay un zumbido —dijo—, hay un zumbido que casi ni se registra.

—Debe de ser una frecuencia muy baja, yo no lo escucho —informé, mirando vagamente hacia arriba, como si esperara un ataque aéreo.

—¿Sabés cuándo te das cuenta de que está ese zumbido? Cuando se para, cuando desaparece, ahí te das cuenta. Es como cuando en un negocio hay un compresor o una heladera industrial trabajando, te olvidás del zumbido; pero cuando se para, lo notás.

—¿Pero por acá no hay ninguna heladera industrial, no es cierto, Antonia?

—No. Por eso, por eso lo raro.

—Es como cuando uno escucha una música de percusión algo lejos —me pareció interesante aportar—, que uno no escucha la música pero siente como una opresión en los oídos ante cada golpe.

—¡Ahí paró, ahí paró! —brincó Antonia como una niña. Y era verdad, algo había desaparecido del aire, del ambiente, que parecía más callado y puro.

—¿Usted no tiene algún artefacto eléctrico, acá o en el primer piso o en la terraza o en el sótano de donde pueda salir un cable, yo digo, que pueda estar tocando alguna pared o alguna escalera de hierro o algo así?

Antonia se puso una mano en el mentón en actitud de «mujer pensando» y enseguida empezó a bambolear negativamente la cabeza.

—Qué voy a tener, mijito. Lo habitual. El televisor, la heladera… que tuvimos la Siam, de esas enormes, de fierro, eternas, hasta hará dos años, y ya no dio más la pobre y ahora compré una nueva, así que no creo que tenga nada mal… En el sótano, sí, tengo el lavarropas, del año de ñaupa, uno de esos Drean al que nunca lo quise cambiar porque los de ahora son inentendibles, que tienen como mil funciones y la vuelven loca a una… Si yo lo quiero para que lave nada más…

—No para que haga tostadas —susurró Beto, sin captar la atención de Antonia.

—¿Los podremos ver? —pregunté, y mi voz ya me sonaba un tanto policial.

—Pero sí, querido.

Antonia nos condujo hacia el sótano, sin dejar de hablar. La casa era antigua y amplia, muy bien mantenida, y cada trayecto llevaba su tiempo.

—¿Sabés qué me decían que había en este sótano hace mil años, antes de que nosotros compráramos la casa? Una imprenta clandestina de los anarquistas —bajábamos la estrecha escalera de cemento ingresando a un ambiente húmedo y pesado—. No sé si ustedes saben, son muy jóvenes, quiénes eran los anarquistas.

—¿Son muy jóvenes los anarquistas? —escuché musitar a Beto detrás de mí.

—Sí sabemos —corté.

—Bueno, ellos imprimían acá la revista Alborada. Creo que a uno de ellos después lo mató la policía. Algunos vecinos decían, hasta hace poco, que había noches en que se escuchaba el trabajo de la impresora, una vieja Cabrenta. Mirá vos qué curioso, te digo más… —nos habíamos detenido frente al lavarropas que emergía entre otro montón de cachivaches—, acá lo tenés —Antonia lo señaló—. Yo creo que está todo bien. Miralo…

Pegué una ojeada al lavarropas antediluviano sabiendo que, como ignorante absoluto en temas de electricidad, no iba a descubrir nada, como efectivamente ocurrió. Pegamos media vuelta.

Antonia, con celo de dueña de casa, acomodó algunas toallas desordenadas junto al Drean y volvimos a subir. Al apoyarme en la pared, dado lo estrecho de los escalones, sentí otra vez en la palma de la mano esa vibración misteriosa, ahora un poco más fuerte. Era un poco alarmante. Si hubiéramos estado en Buenos Aires se podría haber pensado en el paso del subte.

—Te decía lo de los anarquistas… —retomó Antonia cuando llegamos a la planta baja y mientras cerraba la puerta del sótano—. Voy a cerrar acá, no sea cosa que alguno se caiga… Lo de los anarquistas, que parece que se escuchaba el sonido de la imprenta. Bueno, fijate qué curioso. Años después, en época de la dictadura, la policía nos vino a requisar la casa porque había recibido una denuncia de un vecino de esos que nunca faltan de que acá se escuchaba el sonido de una imprenta clandestina… ¡Y era el ruido que hacía mi Augusto con la bicicleta fija! Se la habían recomendado para el corazón. Chas chas chas… mirá la paranoia que se vivía en esos tiempos. Un vecino que te denuncia porque confunde el chasquido de tu bicicleta fija con una imprenta clandestina.

—Qué interesante —rubricó Beto. Allí parecía terminar nuestra investigación en lo de Antonia.

—Yo no sé, Antonia —dije—. Por ahí habría que llamar a gente de la municipalidad, o de la EPE… la vibración esta…

—¿Sabés de quién yo te desconfío un poco? —Antonia abrió una nueva alternativa— de las chicas, arriba. —La miré, interrogante—. Sabés que el piso de arriba se lo tengo alquilado a dos hermanas muy muy viejas, bueno, ahora son muy viejas porque hace cuarenta años que se lo alquilo, y por ahí se descuidan o se distraen y pueden provocar accidentes… Emma y Adelfa… Adelfa, por ejemplo, que ya tiene ochenta y dos, está fantástica pero se pierde a veces. El otro día puso a calentar leche en un jarro en la hornalla de la cocina, pero no era un jarro de metal sino de plástico. Te imaginás que se quemó todo, ¡había un olor a leche quemada! Y el riesgo de que se incendiara algo o se quemaran ellas, a eso le tengo miedo.

—¿Y qué artefactos tienen?

—Nada fuera de lo común, un televisor, lámparas, esa cocinita para que se puedan calentar algo sin tener que bajar la escalera. Emma tiene setenta y nueve.

—¿Y Antonia, usted le comentó esto de las paredes, este contacto, descargas o cosas así?

—¿Podemos subir a visitarlas? —se interesó súbitamente Beto. Antonia no vaciló en conducirnos hacia la escalera.

—Por supuesto que les comenté —dijo—, precisamente para que tuvieran cuidado. Y se asustaron mucho, aunque ellas no logran percibir la vibración. Adelfa ve poco, Emma casi no escucha y es posible que hayan perdido hasta el tacto.

Llegamos al piso de arriba. Antonia golpeó un par de veces la puerta alta de madera oscura y luego tomó el picaporte. Enseguida retiró la mano y me lo señaló. Yo toqué el picaporte de metal y allí la vibración era muy perceptible.

—¡Emma…, Adelfa! —llamó de nuevo Antonia mirando hacia arriba, como si sus inquilinas fueran a llegar desde el cielo—. ¡Abrime, Adelfa, acá viene a verlas Carlitos! ¿Se acuerdan de él?

Por fin, detrás de la puerta se escuchó el ruido de las suelas de unos zapatos que se arrastraban sobre el piso de madera. Nos abrió una de las viejas. Entramos a una habitación grande con dos pequeños balcones a la calle, donde todas las luces estaban encendidas y olía a té, hojas de eucaliptus sumergidas en agua caliente, perfume dulzón de cosméticos viejos y un mínimo matiz de orina.

Antonia nos presentó, hubo algunas exclamaciones de Adelfa abismada porque yo hubiera crecido tanto y una casi nula respuesta de Emma, que siguió, pétrea, frente al televisor.

—¿Ustedes, chicas —condujo Antonia—, no tienen otro artefacto eléctrico aparte de los que se ven, que pueda estar en contacto con alguna pared? De nuevo andamos con ese asunto del zumbido, de la vibración…

Adelfa negó lentamente con la cabeza. Tenía la cara ligeramente empolvada y un rodete cano.

—¿Algún vibrador? —lo escuché detrás, recurrente, a Beto.

—¿No tenían una máquina de coser?

—Una máquina de… —empezó Adelfa.

—La Singer —desde su sillón aportó Emma.

—Sí… ¿pero cuánto hace que no usamos esa máquina, Emmita? Mirá, Antonia, es la que hoy usamos de mesita para poner adornos. La última vez que se usó fuiste vos, Emma, para hacerle ese festoneado a Aurelia. ¿Y cuánto hace ya que murió Aurelia? ¿Cinco, seis años?

—Catorce, Adelfa —corrigió Antonia—, catorce… Ustedes, chicas, siguen sin notar nada ¿no?

Las dos, como animalitos amaestrados, negaron al mismo tiempo con la cabeza.

—Ay —se tocó los labios grisáceos Adelfa—, pero mirá si sucede una desgracia. Dios no permita.

En tanto, vi a Beto ponerse más activo. Observaba el techo, de brazos cruzados, recorriendo a pasos lentos la habitación; fue hasta uno de los balcones, pegó una mirada hacia la calle, incluso se agachó y tocó algo en el piso de madera.

Nos despedimos de Emma y Adelfa y volvimos con Antonia a la planta baja.

—Creo que habría que hacer lo que dijimos, Antonia —repetí cuando ya estábamos en el vestíbulo—. Llamar a alguna dependencia especializada de la municipalidad. Yo creo que debe ser una pavada y que no hay peligro, pero así, al menos, todos nos quedamos tranquilos.

—Te quería comentar algo —me tocó el brazo Beto, asumiendo un protagonismo novedoso. Aun con Antonia enfrente se dirigió sólo a mí, tal vez en represalia por la forma en que ella lo había ninguneado, merecidamente a mi juicio—. Yo he trabajado mucho en una empresa de exterminación de plagas…

—Él ha trabajado mucho en una empresa de exterminación de plagas —le traduje a Antonia, habilitándola en la charla, con lo que conseguí que Beto se dirigiera ahora también a ella.

—Sí —siguió Beto—, de esas empresas que fumigan para eliminar cucarachas, ratas o lo que sea. Gente de esa empresa me contaba que años atrás, en los viejos Tribunales de Rosario, en los entretechos del edificio, vivía una colonia de murciélagos que fue considerada de las mayores del mundo. Al punto que el cielo raso del Museo de Ciencias Naturales Ángel Gallardo un día se vino abajo por el peso de la caca de todos estos bichos. Pero lo que los muchachos me contaban es que cuando uno entraba por la planta baja de las torres de Tribunales se escuchaba en lo alto un zumbido impresionante, una vibración producto del sonido que emiten estos animales.

Yo aprobé con la cabeza: recordaba el episodio, pero Antonia estaba pálida, como a punto de desmayarse. Tal vez Beto había sido demasiado crudo con su aporte. Tomé a Antonia del codo para evitar que se cayera.

—Yo encontré arriba —Beto mostró la punta del dedo índice derecho, donde no había nada— caca de murciélago. En el piso. No digo que sea el caso, pero tendríamos que cerciorarnos.

—¿Y no sería mejor —lo contuve— que llamáramos a la municipalidad? Ellos deben tener equipos para sacar panales de abejas, nidos de murciélagos, esas cosas. O a tu empresa, Beto.

—Estamos hablando, por ahí, de cinco o seis murciélagos, Carlos —me relajó—; no me refiero a la colonia que había en tribunales. Y no son vampiros. Son unos bichitos de mierda así chiquitos, tampoco vas a tenerles miedo.

—No, no —reaccionó con energía Antonia—. Vamos ya a ver eso, subamos, por lo menos así lo sabemos y decidimos qué hacer.

Beto le pidió a Antonia una linterna y le preguntó si, llegado el caso, se dispondría de una escalerita como para tener mejor acceso al entrepiso. Volvimos a subir con decisión, sin hablar, salvo la inquieta pregunta de Antonia.

—¿Millones de murciélagos, en Tribunales?

—Millones —corroboró Beto. Mientras subíamos, rocé con el filo de mi mano derecha la pared y vibraba más que nunca.

Cuando llegamos frente a la habitación de Emma y Adelfa, la puerta estaba abierta. En esta ocasión Antonia no consideró necesario anunciarse, tal vez por la urgencia que nos movía.

Entramos. Emma y Adelfa ya no estaban fosilizadas ante el televisor, sino sentadas juntas mirando hacia uno de los balcones, dándonos la espalda. Y esta vez sí percibí a mi alrededor, especialmente en los oídos, la presión de un sonido ultrabajo. Miré el techo, esperando registrar algún aleteo, una sombra fugaz. Las dos hermanas estaban encogidas sobre sí mismas, como si tuviesen frío.

—Chicas, chicas —llamó Antonia—, disculpen que…

Primero Emma y después Adelfa se dieron vuelta para mirarnos. En ese momento advertí con claridad que se había detenido abruptamente el sonido opresivo sobre mis oídos.

—Antonia —comentó Emma—, no es molestia, estábamos rezando.

Ambas apretaban entre sus manos sendos rosarios. Entendí todo. Fui hasta la pared para apoyar la mano allí y la vibración había desaparecido. Beto ya había hecho lo mismo. Me miró primero a mí y luego a Antonia mordiéndose el labio inferior, estupefacto.

—¿Rezan mucho? —pregunté—. ¿Rezan siempre?

—Mucho, hijo —dijo Emma—. Varias horas por día, más ahora que no podemos ir tanto a la iglesia de María Auxiliadora.

—Y más todavía —se anotó Adelfa— con este asunto que nos dijo Antonia del contacto eléctrico o cosa así que no sabemos qué es, rezamos, le pedimos a Dios que nos proteja de alguna desgracia.

Salimos de la habitación. Tomé la precaución de ir auscultando las paredes en tanto controlaba que ellas no volvieran a rezar. Y las paredes estaban imperturbables. Antes de cerrar la puerta espié nuevamente y vi que las hermanas habían retornado a la oración. Toqué de nuevo las paredes: vibraban.

—La fe mueve montañas —me dijo Beto al salir.

—Te imaginás paredes…