«Una historia que merezca ser contada». Eso me dijo Luis hace mucho, cuando, desde mis limitaciones de escritor novel, lo consulté acerca de temas posibles para escribir.
Como a toda afirmación sucede una duda, la que se me presentó en aquel entonces era cómo saber que una historia resultaba merecedora de ser contada. Tal vez una historia que para mí resultaba interesante para los demás era aburrida, tonta o inexplicable. Mi tío Adolfo es un apasionado de la filatelia por ejemplo, algo que para mí representa un aburrimiento total.
En eso pensaba la semana pasada en aquel bar de Buenos Aires. Y también en otra cosa: lo que me había dicho una desconocida en la presentación de mi primer libro de cuentos en la Galería Krass.
—Me imagino —me asaltó esa señora mayor— que usted está aquí, entre nosotros, y enseguida se le ocurre algún tema para un cuento.
Su comentario me confirmó que hay gente que no tiene ni la más pálida idea sobre el proceso creativo, y también que hay gente que asiste a cualquier evento con tal de que la entrada sea gratuita, como lo fue, por supuesto, la presentación de mi libro.
De ser como lo imaginaba la señora, todo resultaría muy fácil. Caminar por la calle, comprar algo en un kiosco o estar sentado en un bar de Buenos Aires esperando a un amigo serían fuentes inagotables de cuentos y novelas altamente singulares e imaginativas.
—Sería —me ilustró una tarde en El Cairo el Flaco Jubani— como pensar que Otelo era un negro que laburaba de portero en la casa de Shakespeare.
Mientras esperaba a Palasolo en ese bar buscaba alternativas de lo que me podría ocurrir allí que fuera digno de ser contado. Que una de las mozas, por ejemplo, me sirviera un café con estricnina, sin motivos conocidos. O que me pusiera un café con medialunas de grasa, como lo había hecho, y luego se sentara a mi mesa a conversar conmigo. Que eso despertara los celos del muchacho de la caja. O, más particularmente, de un viejo, parroquiano habitual, que estaba enamorado en secreto de la moza.
Pero, confieso, ninguna de esas variantes me parecía demasiado atractiva como para que un editor arriesgara su plata en un libro mío. Debo aclarar que mi primer libro fue, digamos, una edición del autor: yo pagué la impresión. Se llamaba De buenas intenciones está empedrado el camino hacia el infierno. Pensé que un título largo lo haría al menos diferente de los millones y millones de libros que se publican en el mundo. No compartían esa idea los dueños de la editorial, pues me recomendaron que le pusiera uno más corto. Finalmente admitieron el mío ya que, en definitiva, ellos no arriesgaban nada. De hecho, con el paso del tiempo, los pocos amigos y parientes entre los cuales hice circular la edición, lo llamaban Las buenas intenciones, El camino del infierno o Ese libro que publicaste como lo recordaba mi madre.
Ahora viene otro desafío difícil para el narrador. A fin de contar esta historia que me parece digna del esfuerzo, tengo que describir con cierta precisión cómo era y dónde estaba el bar en el que esperaba a Palasolo.
Imaginemos una plazoleta semicircular, de las llamadas plazas secas, a pesar de que tienen algunos canteros con césped y flores. La calle, una calle en una zona comercial y elegante, marcaría el límite recto del semicírculo, de no más de treinta metros. La parte curva está marcada por los frentes de dos o tres edificios en torre que tienen en la planta baja sobre la plazoleta algunos bancos y varios bares, entre ellos aquel donde yo me hallaba. El bar es moderno, pero no muy grande. Lo hace más grande el hecho de que la pared que da a la plazoleta es vidriada. Todas las mesas de su interior, no serían más de diez, estaban ocupadas esa tarde. Era la hora de la siesta, al menos para los rosarinos y demás gente del interior. Para los porteños, quizás fuera un mediodía tardío. Frente al bar, ya en la plaza, también había mesas que no estaban todas ocupadas como las de adentro, porque hacía calor y en el interior había aire acondicionado. Sin embargo, está visto que siempre hay gente tonta, amante de la naturaleza, que prefiere sentarse al aire libre pese al calor, los bichos y, en este caso, las palomas.
Vi llegar a la vieja, elegante, flacucha y esmirriada; como si fuera un monedero, sostenía con el brazo derecho un perrito blanco y ridículo, no más grande que una rata de laboratorio. La vieja debía ser cliente habitual del bar porque al sentarse a una de las mesas de afuera habló familiarmente con el muchacho que la atendió y depositó el caniche toy en el piso con la seguridad de la persona que conoce el lugar. Ya allí nomás, antes de que se sentara, el mozo tuvo que espantar una paloma marrón de cuello tornasolado que, absolutamente desenfadada, picoteaba las migas que habían quedado en el plato de un parroquiano anterior. El perro ridículo, eléctrico, algo nervioso, histérico como todo perro chico, tenía pompones de pelo blanco enrulado y un moñito rosa pálido anudado a un pirincho de la cabeza. Tras estudiar el entorno de palomas que alzaban las patas en el mismo lugar, como si el piso estuviese caliente, el perro ladró un par de veces con ladridos cortos y secos y optó por echarse a la sombra de su dueña, donde se quedó. Era disciplinado, sin duda, porque no tenía cadenita ni correa que lo sujetara.
No le presté más atención al cuadro, sumido como estaba en mis inquietudes respecto de la creación literaria. Que tampoco me ocuparon demasiado tiempo. De una mesa vecina, desocupada, conseguí un diario de los que ahora hay en ciertos bares a disposición de los clientes. Cuando promediaba las noticias del exterior, un murmullo y unas risitas a mi alrededor volvieron a llevar mi atención hacia la vieja, que manoteaba torpemente el aire. Había sido prácticamente asaltada por las palomas. Una de ellas estaba posada, como un buitre, sobre el respaldo de su propia silla; dos más aleteaban frenéticas en el respaldo de la silla de enfrente; otra, más arriesgada, intentaba abordar el plato con el tostado y, bajo la mesa, una docena de ellas correteaba ansiosa esperando el momento del embate final. Vi cómo uno de los jóvenes mozos salía corriendo del bar armado con un repasador para auxiliar a la señora. Lo agitó, enérgico, en el aire y las palomas, cobardes, huyeron en todas direcciones. Pero, conocedoras, no se alejaron demasiado. El mozo volvió al local, mirando si había alguna mesa libre para brindar refugio a la vieja. No la había.
En un momento pensé que nos consultaría a los que estábamos adentro si tendríamos el gesto humanitario de compartir nuestra mesa con la señora, pero no lo hizo. Tengo entendido que compartir mesas con desconocidos es más usual en Europa o en los países más desarrollados. Por otra parte, intuí, por los comentarios animados y las risas de tres chicas, seguramente empleadas de alguna oficina cercana, que el espectáculo de la vieja acosada por las palomas era una atracción gratuita y divertida.
Volví a mi lectura, consultando cada tanto el reloj para saber cuánto faltaba para que llegara Palasolo. De repente, de nuevo los gritos, otra vez la corrida del mozo. Afuera, la vieja estaba cubierta de palomas: dos en la cabeza y muchas más sobre la falda y la pechera del vestido. Otra de las chicas que atendían corrió en auxilio del mozo y entre ambos lograron espantar a las atacantes. En el corto lapso que estuvo abierta la puerta del bar —siempre cerrada por el aire acondicionado— pudimos escuchar el ruido semejante a goznes oxidados del aletear de las palomas y los graznidos escandalizados de la vieja. El mozo entró nuevamente al bar, decidido, y clamó desde la puerta hacia la caja registradora:
—¡Alfredo!
—¡Alfredo! —repitió la cajera, como decretando un alerta rojo.
La moza que atendía adentro miró hacia lo alto de las escaleras que se perdían por el lado de los baños y la cocina.
Me quedé esperando para saber qué ocurriría tras el extraño llamado. Dos minutos después vi que bajaba un morocho corpulento con delantal de cocina que sostenía en la mano derecha, protegida con un guante de cuero, algo que al principio no pude determinar qué era. Luego, aunque no pudiera creerlo, advertí que se trataba de un pájaro corpulento y estremecedor. El bicho, de plumaje gris acerado, tenía un par de patas poderosas, algo chuecas, terminadas en unas garras que metían miedo, con las que se aferraba a la mano de su cuidador. Oscilaba horizontalmente, con lo que la cola se situaba por instantes sobre el nivel de su cabeza, y luego, buscando sin duda equilibrarse, la cabeza trepaba hasta superar el nivel de la cola.
Antes de que el cocinero y su bestia de rapiña salieran a la plazoleta, vi que la cabeza del águila, el carancho, el halcón o lo que fuera —no es mi fuerte la naturaleza salvaje— estaba cubierta por una capuchita de cuero de aspecto medieval.
Apenas salió el cocinero con Alfredo se advirtieron movimientos turbulentos entre las palomas. Algunas salieron volando de inmediato, pero las más, cegadas por el hambre o la simple voracidad, continuaron su desordenado asalto a la mesa de la señora.
Sólo iniciaron un vuelo urgente y desesperado, como si recién entendieran que la cosa iba en serio, cuando el cocinero quitó la capucha al pájaro. El halcón, tras apoyar el peso de todo su cuerpo alternativamente sobre una y otra pata, clavó su mirada durísima en la bandada en fuga hacia lo alto de los edificios en torre, y salió despedido como una flecha tras ellas.
Palomas y halcón se perdieron entre los edificios y las copas de los árboles. Todo quedó entonces como si nada hubiese pasado. Los parroquianos, tanto de adentro como de afuera, permanecimos un rato observando el cielo, a la espera de la reaparición de los protagonistas.
No noté mayor expectativa ni entre los mozos ni en la cajera. Alfredo había desaparecido en la ciudad pero debía ser una conducta habitual en él, a juzgar por la tranquilidad de sus dueños. La vieja, por otra parte, había recuperado la calma y comía pacíficamente parte de su picoteado sándwich tostado.
Poco a poco, solapadamente, las palomas retomaron. Primero una, luego dos, por último casi todas. Siempre consideré que las palomas eran bichos bastante elementales. Incluso hay un dicho popular, despectivo, que dice: «Más boludo que las palomas». Pero allí, en ese momento, cuando comprobé que de alguna forma habían eludido la amenaza del feroz Alfredo, no pude menos que suponer que todo había sido un plan de diversión urdido por ellas mismas: unas escapaban en tropel hacia alguna parte con el solo fin de atraer la atención del halcón, mientras que las otras volvían sobre el objetivo para terminar su faena.
Me equivoqué. Otra vez llamó mi atención una exclamación de alarma o sorpresa entre los parroquianos y alcancé a ver de qué forma, desde lo alto, como un lanzazo, como un rayo de luz platinada, el halcón caía sobre el grupo. Hubo una especie de explosión de plumas, un revuelo, y el halcón volvió a tomar altura en una fracción de segundo. Llevaba algo pulposo entre las garras.
—¡El perro, se llevó el perro! —oí gritos de desesperación afuera. En efecto, bajo la silla de la vieja ya no había palomas, pero tampoco estaba el caniche toy ridículo que la acompañaba.
Hubo miradas de espanto entre los mozos y nosotros. También una angustia adicional: la vieja no se había enterado de nada y retomaba los restos del tostado y de su té con modales refinados. Supe que yo no quería estar cuando se diera cuenta del martirio de su perrito compañero. Pedí urgentemente el ticket para pagar e irme, aunque no hubiese llegado todavía Palasolo. No podía soportar la tensión que se produciría hasta que la vieja se enterara.
—¡Digámosle que se escapó! —escuché que decía, jadeante, la cajera de lentes—. ¡Que salió corriendo y se fue!
Me levanté a pagar en la caja, junto con otros parroquianos que, sin duda, tampoco querían conocer el desenlace de este drama urbano. Cuando me alejé del bar, la vieja dejaba caer al piso, distraídamente, pedacitos de jamón, como bocados para su perro ausente. Le hablaba también, en voz baja pero perfectamente audible.
Huí. Ya luego tendría tiempo de llamar a Palasolo para que me explicara lo del libro.