SANTA CLAUS LLEGA A LA CIUDAD

—Qué lindo el perfume que tenés, Clelia… ¿Cuál es?

Eso dijo Eugenia, más como cumplido que como pregunta, apenas hubo besado a su tía y mientras se sentaba en el silloncito doble, estilo Chippendale, frente a Clelia y a su otra tía, Nena.

—¡Qué rica fragancia!

Clelia, sentadita en una de las sillas individuales del juego, la miraba con impávida atención, con su clásica expresión ratonil de sonrisa algo boba en el rostro; el excesivo polvo facial disimulaba apenas una suerte de bigotito rubio bajo la nariz algo larga y afilada.

—Sacate el tapado, Euge —indicó la Nena—. ¿O estás apurada?

—No, para nada. La vez que vengo a visitarlas no voy a andar haciendo visita de médico —tranquilizó Eugenia mientras se quitaba el tapado sin levantarse—. Bueno… —retomó mirando a Clelia, amable— vos siempre has sido de tener muy buen gusto, para los perfumes, para la ropa.

—¿Qué perfume es, Clelia? —preguntó la Nena a su hermana, elevando notablemente la voz. Clelia continuó observando a su sobrina con expresión vacía.

—Está sorda como una tapia —se volvió la Nena hacia Eugenia, hablando casi con alegría—, no escucha absolutamente nada. Tiene un tubérculo en el oído.

Eugenia miró alternativamente a Clelia y a la Nena, algo incómoda, como pudorosa ante este comentario casi íntimo de la Nena frente a la presencia de su hermana.

—¿Te acordás en la escuela, de la germinación del camote? —preguntó la Nena.

—Ay, Nena, la misma loca vos —dijo Eugenia—. Tan divertida, pero…

—El perfume… —casi gritó ahora la Nena a su hermana—, el perfume que tenés. Pregunta Eugenia cuál es el perfume que tenés.

—Ah sí —pareció reaccionar Clelia, mirando a Eugenia—. Viste qué lindo, no me acuerdo bien cómo se llama, un nombre francés me parece. Esperá que…

—¿Cómo están tus chicos, pichona? —la Nena se desentendió totalmente de la explicación de su hermana y tornó su atención hacia Eugenia—. Deben estar enormes. Eduardito ya debe tener como ocho años.

—Catorce, Nena, catorce —se mordió el labio inferior Eugenia.

—¡Catorce! —la Nena gritó como si hubiese sorprendido al mismo Eduardito cometiendo un delito—. Catorce ya, no te puedo creer.

—Un momentito —se disculpó Clelia, poniéndose de pie con algún trabajo.

—¿Adónde vas, Clelia? —trató de detenerla Eugenia—, no te vayas a poner a hacer té ni café ni nada para mí, porque ya tomé, vení a sentarte, yo te conozco…

—Dejala, Eugenia —la Nena esbozó un gesto de desdén con la mano—. Si parece que tiene hormigas en el traste, no hay forma de conseguir que se quede quieta, todo el día de acá para allá.

—Bueno, ella ha sido siempre muy activa.

—Sí, pichona, pero ya cansa…

—Mejor que esté así, Nena, y que no se transforme en uno de esos vejestorios inmóviles, inertes, que se pasan el día mirando televisión.

—Pero es que ya está muy vieja, Eugenia, tené en cuenta que nosotras ya no nos cocemos de un hervor. Yo tengo miedo de que un día de estos se caiga y se quiebre la cadera y ahí me la vas a contar porque la que tendré que hacerme cargo, como siempre, soy yo, querida.

—¿Pero ella sale a la calle, baja las escaleras? —se preocupó Eugenia.

—No. Ya no. Por suerte todavía puedo dejarla sola y salir a hacer las compras o a pasear al centro y ella se las arregla… ¿Catorce años tiene ya Eduardito?

—Catorce años… ¿Quién tiene catorce años? —Clelia volvió a sentarse trabajosamente, sostenía en la mano derecha una caja envuelta para regalo con un papel de motivos navideños.

—Eduardito —levantó la voz apropiadamente Eugenia.

—¿Eduardito? —la miró asombrada Clelia—. ¿Tu marido?

La Nena soltó una carcajada exagerada.

—Sí, el marido —dijo— a Eugenia siempre le han gustado los hombres muy jóvenes.

—No, Clelia —se condolió Eugenia— Eduardito, el mayor de mis hijos.

—¿El mayor, catorce años? —Ahora sí pareció entender Clelia—. Pero ¿cómo puede ser? ¿Cuándo fue la última vez que lo vimos, Nena? ¿Fue cuando lo trajiste vos, Euge? ¿Para el fin de año pasado?

—No… —dudó Eugenia—. No vino el año pasado. Ya no me acompaña tanto.

—Yo me acuerdo como si fuera hoy —se enterneció Clelia—. Aquella Navidad, en lo de los Rullon, Eduardito era una criatura, tendría tres o cuatro años y se había embadurnado toda la cara con torta de chocolate. ¡Lo que hubiera dado yo por tener una cámara para sacarle fotos a ese nene con las caritas que hacía con todo ese chocolate!

—¿Ese es el perfume, Clelia? —estiró la mano Eugenia—. A ver, alcanzámelo, parece una lavanda.

—Las monerías que hacía esa criatura, haber tenido una cámara para sacarle una foto —siguió con lo suyo Clelia.

—No te escucha —le repitió la Nena a Eugenia, divertida—. Podés seguir preguntándole hasta mañana y ella te va seguir contando de la torta de chocolate.

—Pero… —Eugenia bajó la voz como si esto fuera necesario— ¿no te entiende lo que me estás diciendo, no puede leer los labios?

—Lo único que ha leído mi hermana en su vida habrá sido algún diario. Mirá si ahora va a leer los labios. ¿Sabés lo que suele leer? Los manuales de instrucciones de los electrodomésticos que compramos de vez en cuando, como el de una plancha a vapor que compré yo hará tres años. Eso sí, reconozco, los lee. Marca páginas con señaladores, subraya algunos párrafos… Escribe también, un poco. Crucigramas, más que nada. Pero sólo las horizontales; dice que las verticales le dan vértigo…

—Te pregunto lo de los labios porque me da cosa —Eugenia se estremeció levemente, como con frío, en tanto sonreía, nerviosa— hablar de ella así, teniéndola enfrente…

—Es que está medio lela, pichona —la Nena adoptó un tono un tanto más dramático—. ¿No te diste cuenta con lo que te comentó de Eduardito, que creía que era tu esposo?

—Mirá, Eugenia… —triunfal, Clelia había sacado de la caja envuelta para regalo un frasco relativamente pequeño y elegante y ahora lo estaba destapando.

Eugenia tomó la tapa del perfume y la aspiró como si estuviese necesitando reactivarse.

—¡Qué rico, Clelia, riquísimo!

—A verlo, pichona, alcanzámelo —pidió la Nena, imperativa.

—¿Vos no lo conocías? —Eugenia le alcanzó la tapa luego de frotársela sobre las venas azulinas de su muñeca derecha—. Siempre has tenido buen gusto para estas cosas, Clelia, te envidio.

—Ella podrá perder… —la Nena aspiró también con fruición el perfume—… muy lindo, muy lindo… podrá perder el oído, la vista y hasta el tacto, pero no va a perder el olfato.

—Muy lindo, Clelia, guardalo, no vaya a ser que se te rompa —aconsejó Eugenia.

—Con esa nariz —concluyó la Nena devolviendo la tapita a su hermana.

—¡Ay, qué mala! —no pudo menos que reírse Eugenia, cubriéndose culposamente la boca.

—¿Quién te lo regaló, Clelia? —preguntó la Nena, otra vez en voz bien alta.

—¿Cómo, no te lo compraste vos? —se unió a la curiosidad Eugenia.

—No, pichona, si ella no sale —recordó la Nena—. ¿Quién te lo regaló, Clelia?

—Papá Noel —dijo Clelia, guardando con extremo cuidado el frasquito dentro de su caja.

—Siempre coqueta vos, Clelia —la endulzó Eugenia.

—Vanidosa… —la Nena cerró los ojos como si estuviera mencionando un pecado capital—…, vanidosa. Parece mentira, a su edad, lo coqueta que sigue siendo. —Había, esta vez sí, un dejo de dulzura en las palabras de la Nena.

—¿Quién te la regaló, Clelia, te acordás? Porque ya no se acuerda de nada —de nuevo le aclaró desembozadamente a Eugenia—. Vas a ver que en cualquier momento te empieza a decir Laurita, Adriana o cualquier otro nombre.

—Papá Noel —repitió con firmeza Clelia, esta vez mirando a los ojos de su hermana.

—Ay, Dios mío —la Nena se tocó la frente con la punta de los dedos de la mano derecha—. Te dije que está lela… Ya sé que te lo trajo Papá Noel. A mí también en Navidad me pusieron en el arbolito esa pashmina tan linda que después te voy a mostrar, Eugenia. Italiana, bellísima. Me la regalaron los Muñoz, Esteban y Lolita, vos los conocés, pichona. Cada regalo, Clelia —otra vez levantó la voz—, viene con el nombre de quienes te lo hacen. La pashmina que me regalaron a mí traía prendida al papel una tarjeta con el nombre de los Muñoz. Así una sabe quién le ha regalado cada cosa.

—Es que a mí me lo regaló Papá Noel —insistió Clelia.

—¿En persona? —fue irónica la Nena.

—En persona.

—Te dije que está tula —se dirigió la Nena a su sobrina—. Además de sorda, está tula… Me asustás, Clelia, te juro que me asustás. Pero, oíme, Clelia, a todos nos trajo regalos Papá Noel en la noche de Navidad.

—Es que a mí este perfume —puntualizó Clelia— no me lo trajo en la noche de Navidad sino ayer. Ayer a la tarde.

—¿Ayer a la tarde? —la Nena se apoyó una mano en el pecho, como si le faltara el aire. Su cara había adquirido una particular gravedad—. ¿Vos me querés decir que vino acá, tocó el timbre y te trajo el perfume?

Clelia aprobó con la cabeza, entusiasta. La Nena miró a Eugenia como buscando complicidad a su inquietud.

—¿Y vos le abriste? —dijo luego. Clelia volvió a asentir con la cabeza.

—Habrá sido el repartidor de alguna casa de regalos —teorizó Eugenia, también atrapada por cierto estupor.

—¡Qué repartidor de alguna casa de regalos, Eugenia! —ahora sí pareció enojarse la Nena—. ¡Algún día le va a abrir la puerta a cualquiera y nos van a asesinar a martillazos, como a esa pobre maestra jubilada de Alberdi, la semana pasada! ¡A eso es a lo que le tengo miedo, Eugenia! Y a ver, decime, Clelia —encaró nuevamente a su hermana— ¿por qué este señor Papá Noel iba a venir a traerte un regalo a vos sola después de pasada la Navidad? A ver, contame, en una de esas la loca soy yo y vos la que tiene razón…

Clelia se echó un poco hacia atrás en su sillón y, sugestiva, se arregló un poco el ralo cabello estirado desde la nuca.

—Qué sé yo, Nena —suspiró—, qué sé yo. Le habrá interesado la carta que le escribí.

—Le escribiste una carta —la Nena pareció relajarse como alguien que se hubiera dado cuenta de que le estaba dando demasiada importancia al relato de un niño—. Bueno, millones de personas le escriben cartas a ese señor…

—Ah… —pareció recordar Clelia de repente, levantándose—. También me trajo bombones, bombones de licor.

—¿Adónde vas, Clelia? —trató de detenerla Eugenia—. Te vas a caer, quedate aquí.

—¿No te digo que tiene hormigas en el traste? —se enfadó otra vez la Nena—. Lo que rompe la paciencia con tanto ir y venir, siempre escorchando con eso… En cuanto a los bombones, tu amigo se los hubiera podido guardar, porque sabés bien que a mí no me gustan los bombones de licor. ¿Y por qué decís «me» trajo? Los bombones son para todos.

—No te oye —esta vez fue Eugenia la del recordatorio, considerando que Clelia recién llegaba desde su habitación.

—Digo me trajo —volvió a sentarse Clelia con otra caja rectangular y chata entre sus manos— justamente porque son de licor y yo le había puesto en la carta que a vos no te gustaban.

—Mirá: cuando le conviene, escucha —dijo Eugenia, que ya se había acostumbrado a la impunidad de hablar libremente frente a Clelia.

—Es bicha, es bicha —la Nena miraba ahora a Eugenia entrecerrando los ojos, entornando los párpados como había visto hacer más de una vez a alguna malvada del cine americano—. Es zorra, aunque a veces se haga la mosquita muerta, aun estando medio reblandecida, como te darás cuenta, pichona.

—Pero… Clelia, Clelia… —elevó la voz Eugenia—. Entonces, este hombre te vino a visitar…

—Sí.

—¿Y qué tal era?

Clelia se tomó un minuto para responder, lo que aprovechó la Nena.

—¿Vino en el trineo? —preguntó, mordaz—. ¿Estaba vestido como siempre, con el ambo de abrigo coloradito?

Clelia sólo asintió con la cabeza.

—Estaba vestido con el ambo de abrigo coloradito —repitió la Nena, mientras miraba a Eugenia, remarcando sílaba tras sílaba, como quien exalta el discurso de un niño.

—Un hombre muy bien —dijo Clelia, embelesada, rememorando—. Muy educado, atento, de hablar muy calmo. Unos ojos celestes claritos claritos, muy dulces…

—¿En qué idioma te hablaba, si se puede saber? —la Nena parecía haber perdido el tono zumbón de sus palabras.

—En un castellano raro pero muy entendible. Hay que tener en cuenta que es una persona que debe tratar con gente de todo el mundo. Un hombre de clase, cosmopolita, pero muy sencillo.

—¿Gordo?

—Por las imágenes de las revistas, yo me lo había hecho más gordo. Pero no, es fornido, grandote, esa típica estructura eslava.

—¿Pelado?

—Pelado.

—Pelado —remarcó la Nena a Eugenia con gesto de desagrado.

—Pero eso lo hace más interesante, más viril te diría, Eugenia.

—Pero qué raro… qué raro… —la Nena recuperó su estilo de interrogatorio policial— qué raro que tu amigo, Papá Noel digamos…

—Santa Claus —aclaró Clelia.

—Ah, Santa Claus, mirá vos…

—Para mí —esta vez fue Clelia quien optó por un tono de misterio— que este muchacho tiene algún problema, algo legal o familiar o lo que sea, que lo hace adoptar distintos nombres. A mí se me presentó como Santa Claus…

—Lo raro —insistió la Nena— es que justo justo haya venido a la hora en que yo me había ido de compras al centro con Lolita. Es mucha casualidad, ¿no?

—Es que yo le había puesto en la carta la hora en que podía venir…

—¡Vos le habías puesto…! —la Nena casi brincó en su asiento—. ¡Lo único que me falta, que mi propia hermana me margine, me oculte la visita de un amigote a nuestra propia casa!

—Nena… —buscó conciliar Clelia— no lo hice con esa intención. Simplemente ocurre que me aburro cuando vos salís a pasear y me pareció una buena ocasión para hablar con alguien. Y da la impresión de que a él también le resultó interesante el programa.

—Pero… pero… —la Nena ya parecía francamente escandalizada—, ¿vos me querés decir que este tipo estaba interesado en… qué… en qué podía estar este tipo interesado en vos?

Clelia otra vez tiró la cabeza hacia atrás y habló como en una ensoñación.

—Y…, no sé…, se lo veía tan tierno —dijo.

—¡Pero Clelia! —la Nena se puso de pie de un salto, los puños apretados—. Tenés setenta y siete años, ¿o te olvidás de eso? Setenta y siete años, ¡seis más que yo, te recuerdo! ¡Te podés olvidar de todo, como te olvidás del nombre de ella, que cuando la nombrás le decís Laurita, pero no podés olvidarte de que ya sos una antigualla! ¡Que no oye y casi no ve un comino!

—Él sabe mi edad, Nena —dijo Clelia—, porque él sabe todo. Pero me dijo que es una persona sin tiempo y que, por lo tanto, para él soy una jovencita…

—Sí claro, una colegiala sos vos —la Nena se volvió a sentar, crispada—. Si sos una vieja chota, Clelia, una vieja chota —como para hacer algo, minimizar su momento de bronca, la Nena levantó la caja de bombones que estaba sobre la mesita de cristal y, sin mirarla, la dejó caer nuevamente—. Somos dos viejas chotas, Clelia —globalizó, quizás un tanto avergonzada ante Eugenia. Se instaló un silencio pesado.

—¿Y dónde está, a ver, dónde está la tarjeta que dice que estos bombones son regalo de ese señor? —no aflojaba la Nena. Volvió a repetir la pregunta en voz más alta ante la impávida mirada de su hermana.

—En los bombones no hay ninguna tarjeta, porque te dije que no me trajo los regalos para Navidad, o sea que eran para mí sola, no había posibilidad de confusión, por otra parte me lo entregó él personalmente… De todas maneras… —Clelia buscó detrás de ella, contra el respaldo de la silla y sacó a relucir otra vez el envoltorio del perfume—. Acá hay… una tarjetita dentro de la caja. —Y le extendió a Eugenia un rectángulo pequeño de cartulina.

—«To Mary, from Claus» —leyó Eugenia—. ¡Qué hermosa letra, Clelia! Un texto cortito pero elocuente, ¿no? Qué bien.

—Un hombre acostumbrado a hacer regalos, Eugenia —dijo Clelia.

Mientras Eugenia devolvía la tarjeta a su tía, volvió a extenderse un silencio molesto.

—Con todas estas pavadas, pichona —habló estentórea la Nena luego de tomar aire como para tener más fuerzas—, no te hemos servido nada. Esperá que tengo unas masitas secas deliciosas de la Nuria, para tomar con el té.

—No, dejá, dejá, dejá, Nena —agitó las manos Eugenia levantándose—. Dejá que ya me voy, ya tengo que irme a hacerles la comida a los chicos.

—Pero si ni siquiera te hemos servido nada, Euge, quedamos como un par de maleducadas…

Eugenia se puso el tapado y tomó su cartera mientras la Nena, también de pie, insistía en que se quedara. Clelia, sentada, sólo miraba sin expresión.

—Mirá, Clelia —reprochó la Nena—, lo que conseguís con tus mentiras y tus historias. Eugenia se va sin que le hayamos servido ni un miserable scon.

—No te oye, Nena, no te oye.

—Te acompaño hasta abajo.

—No seas loca, Nena, con lo largas que son estas escaleras.

—Todos los días las subo y las bajo más de tres veces, pichona. Además, está cerrada la puerta cancel.

Bajaron los escalones con cierta lentitud, porque Eugenia debía adaptar su paso al de la Nena.

—¿A vos te parece, Nena —preguntó Eugenia mientras ayudaba a su tía sosteniéndola por el brazo— que todo eso que contó Clelia es cierto?

—¡Pero qué va a ser cierto, Eugenia! —vociferó la Nena. Habían llegado frente a la puerta de calle y la Nena se demoró buscando la llave.

—Yo digo por el riesgo de que le abra la puerta a…

—¡Qué va a ser cierto! —persistió en lo suyo la Nena—. No quiero ser cruel, pero… ¿vos pensás que un hombre de mundo, un viajero, puede interesarse en Clelia, con todo lo que yo la quiero? Ella siempre fue así, fantasiosa, haciéndose los rulos con cualquier hombre que se le acercara, fantaseando que todos los que le dirigían la palabra pretendían seducirla. Y bueno, pichona, vos viste que nunca se casó, ni nunca tuvo un candidato como la gente. Es doloroso decirlo pero ella, vos lo sabés, nunca fue muy agraciada. ¿O acaso tío Arturo no le decía «el tapir»?

La Nena abrió la puerta pero la dejó entornada.

—Y te digo más —acá bajó la voz, como si fuese necesario, e inclinó su rostro hacia el de Eugenia— esa tarjetita que te mostró Clelia, firmada por este hombre, decía «Para Mary». Y, no sé si recordás, todas nosotras nos llamamos María de segundo nombre. Clelia es Clelia María, yo soy Gabriela María y la pobre Chela era Celia María. Entonces, pichona, seguro que ese perfume era para mí, no para Clelia. No se lo voy a decir para no lastimarla, para que siga feliz en su mundo de fantasías. Pero está claro que el tal Claus, que a mí no me interesa ni un comino, te juro, quería congraciarse conmigo. No será la primera ni la última vez que un tipo, para acercarse a una mujer que le parece inconquistable, trate de hacerlo a través de la hermana.

Eugenia aprobó tres o cuatro veces con la cabeza. Luego intercambiaron varios besos en las mejillas y la Nena le dio saludos para sus hijos. Cuando Eugenia salió y cruzó la calle, se dio vuelta para saludar nuevamente a su tía, pero esta estaba cruzada de brazos en el umbral de la casa, levemente inclinada hacia afuera, viendo pasar los autos y no la miraba. Luego Eugenia vio que la Nena cerraba la alta puerta con reja de metal y vidrios esmerilados y desaparecía hacia adentro. La imaginó subiendo de nuevo las escaleras con pasos bastante ágiles para su edad. Eran casi las nueve de un día de verano y recién estaba oscureciendo.