Un polvillo leve y elusivo flota aún sobre la tierra recalentada. Motas de calor, hilachas de una baba tenue y blanquecina que se niegan a depositarse sobre el suelo. Y también una pregunta flota sobre el campo de Agramante: ¿cómo pudo ser?, ¿cómo pudo ser? Es lo que se preguntan los patos silbones que sobrevuelan la costa del Pilcomayo: ¿cómo pudo ser? Y es lo que se interrogan las chicharras monótonas que cantan prendidas a la corteza de los troncos de quebrachil: ¿cómo pudo ser? A esta pregunta buscan respuesta las abejas camoatí que zumban en las colmenas colgantes de las ramas de los aguaribayes viejos. «¿Cómo pudo ser?», se consultan los sombríos urutaúes desde las flores del yatay.
Hay un hedor finito y agobiante que persiste sobre el salitral.
¿Cómo pudo ser? El sargento Aquiles Efraín Ochoa se devana los sesos con la pregunta, ya vistiendo humildes ropas de civil para salvar su vida y oculto en la gélida humedad de un pozo de agua, el aljibe ruinoso de una abandonada casona de Paraná. ¿Cómo pudo ser que un regimiento invicto, orgulloso y cubierto de gloria como el Tercer Regimiento de Lanceros del Irupé mordiera el polvo, huyera en desbandada, pusiera pies en polvorosa ante una caterva impresentable de desarrapados, una tropa sin nobleza ni disciplina a la que ni siquiera se le podía conferir una categoría militar, sin que mediara en la derrota ni la sorpresa ni la traición?
El coronel Tristán Isoldo Siempreviva es un soldado de áspera corteza forjado a fuego en lo más genuino de la disciplina prusiana. Se ha moldeado en la Escuela Militar de Ausburgo, cuna de estrategas formidables como el mariscal Claus Ribentock y el general Herwing von Heinkel. ¿Cómo fue que Siempreviva, nacido en los fachinales aromáticos y cimbreantes de los bañados del Iguazú, fue a dar con sus huesos a la fragua de la disciplina teutona? ¿Cómo fue que una pareja miserable de carreros cachaperos pudo darle a su hijo Tristán Isoldo una educación tan costosa y exigente? Son datos que la historia no revela. Detalles que los biógrafos revisionistas no consignan. Páginas de la memoria borroneadas por el tiempo o la desidia. Huecos enormes en las historias personales de todos y cada uno de nuestros antepasados forjadores de la patria. Nadie aclara cómo reunieron los padres de Siempreviva —cachapecero él, lavandera ella— el dinero suficiente para costear los pasajes al Viejo Mundo en uno de aquellos lentos y costosos buques de vapor que unían Goya con el puerto de Ámsterdam.
Sólo se sabe, por fichas médicas, amarillentas recetas de hospital, que médicos locales de Goya, de Quitilipi, diagnosticaron pie plano en el pequeño Siempreviva. ¿Qué titánicos esfuerzos habrán hecho ambos progenitores para comprar los pasajes y luego costear las consultas con los facultativos más cotizados del Antiguo Continente?
Nadie lo informa de manera completa y satisfactoria. José Luis Lanusa aporta lo siguiente en su libro Militarismo y pies planos: «Al niño Tristán le recomendaron fortificar sus arcos plantares recurriendo a la marcha militar, el desfile marcial, el paso de ganso».
Eso lleva, sin duda, a Tristán Isoldo Siempreviva a cursar la carrera de las armas en los cuarteles de Bismarck, en las campiñas rumanas. De allí egresa como capitán de ulanos y medio oficial ayudante de coraceros a caballo. El conflictivo territorio europeo de aquellas épocas brindaba al flamante egresado un promisorio escenario de guerras y conflagraciones. Pero en enero de 1814 Tristán escribe a su abuela Paya, aún residente en Chajarí, Entre Ríos.
—He aprendido —describe con una pulida pero enérgica letra gótica— a cargar a sable y bayoneta. He aprendido a despanzurrar al enemigo y también, aun ateniéndome a los rígidos códigos de honor de los hombres de armas, a fusilar a mis prisioneros, poner fuego a los poblados conquistados y llevar a cabo todo tipo de degollinas. Pero no quiero desperdiciar todos estos conocimientos en tierras que no son las mías. Quiero regresar, querida abuela Paya, a la tierra que me vio nacer y aplicar allí todos mis conocimientos.
Dos años después, ya en las cuchillas entrerrianas, Tristán Isoldo Siempreviva se encuentra al frente de un ejército que sirve al gobernador Adrián Palenque, «El Supremo Palenque». Siempreviva ha conformado, con mano férrea, una tropa despiadada y eficaz, regida por las más acendradas características de los regimientos europeos. Estos perfiles duros y rigurosos han dado a su regimiento una ventaja innegable sobre los eventuales enemigos de la época, casi todos montoneros informales, tropas irregulares sin más virtud que el coraje y la locura.
—Mi regimiento de húsares —Tristán Isoldo le confía entusiasta al obispo Peresini de Nogoyá— me hace acordar mucho al quinto batallón de fusileros de Dijon, Francia. Pero tiene cosas de los mosqueteros de Illerja, Austria.
Un detalle refrenda este sentido del rigor y la exigencia del coronel Siempreviva para con los suyos. Los hombres reclutados para integrar su batallón —hacheros del bosque chaqueño, talabarteros mocovíes, apicultores del Cambrai, arroceros de Las Gurisitas—, todos, todos han tenido que aprender a hablar en alemán, por imposición ineludible del jefe.
—Se llegó a configurar un regimiento que, además del toba, hablaba casi de corrido el alemán —relata el historiador Felipe Pigna—. Pero esa gente aferrada a su tierra y a su alfabeto no podía asimilar otra lengua sin amancebaría con la propia: así nació el teutón-borá, dialecto de raíces germánicas que no abandonaba su tonalidad guaraní.
Muy pronto las tropas de Siempreviva acumularían fama y respeto. El gobernador Palenque las envía entonces a terminar con las correrías del ejército irregular de Adelaido Pito Galván, el «Pícaro» Galván, conformado por jinetes rudos y atrevidos pero carentes de entrenamiento y disciplina. Ya el cuarto regimiento de húsares de Siempreviva había dado sobradas pruebas de su eficacia y ferocidad en la batalla de Irupé, contra una pandilla de los llamados «gallitos de San Damián», gentuza levantada en armas en defensa de la continuidad de las riñas de gallos. Los húsares no dejaron allí enemigo con vida, por lo que las tropas de Siempreviva recibieron el apelativo de «Los Verdugos de Irupé».
—La picaresca popular —narra el historiador Eduardo López—, ávida de sensacionalismo, exultante de machismo criollo, reivindica las numerosas violaciones perpetradas por la soldadesca triunfante luego de la victoria, lo que obligó a rebautizar el regimiento como «Los Vergudos de Irupé», en desmedro de toda pacatería o refinamiento.
Siempreviva no es sólo un soldado de áspera corteza. Es también un psicólogo, un sociólogo y un motivador. Sabe bien que, a fines de ese tórrido febrero de 1813, su tropa necesita un período de diversión y descanso. Hace dos años que no les da ni medio día de franco a sus oficiales. Desde sus desbordes sexuales tras la victoria de Irupé un año atrás, sus muchachos no han conocido mujer ni gozaron de ninguna salida higiénica. Les resta sólo una batalla, posiblemente una escaramuza apenas contra las fuerzas en derrota del «Pícaro» Galván.
El coronel Siempreviva no quiere que sus hombres se relajen, que pierdan el empuje, que olviden su sed de sangre. Pero también comprende, con la lucidez de los grandes estrategas, que deberá regalarles un momento de distensión.
En la batalla de Argencourt de 1412 —rememora el comentarista bélico Eduardo Castañeda en su libro El día del arquero— dos mil soldados ingleses bajo el mando de Enrique V derrotaron a un ejército francés que los superaba en número en proporción de cinco a uno. Los arqueros ingleses, aquel día, dieron muerte a 8000 enemigos; las tropas de Enrique V perdieron sólo 600 hombres.
El «Pícaro» Galván desenvaina su espada y piensa que es la última vez que lo hace. Sus hombres han sido destrozados por la gente de Siempreviva en el combate de Montiveros. Ahora le quedan nada más que quince compañeros, heridos algunos, resfriados otros, abatidos y desalentados todos. Cuentan apenas con ocho caballos.
Pueden huir, calcula el «Pícaro», hacia la frontera salvadora del norte. Cruzar a Encarnación, Curitiba, la más lejana Monterrey. Pueden también entregarse, rendir sus sables ante la autoridad aplastante del gobernador Palenque, corporizada en la figura erguida del coronel Siempreviva. O simplemente, como tantos otros, pasarse a las filas enemigas. Pero el caudillo entrerriano está cansado. Cansado de guerrear. Ha tenido una buena vida, cerril, apasionante, al aire libre. Sana, incluso, pese a las 43 cicatrices de lanza, bala, sable, charrasca, alambre de púas y tercerola. Las tropas enemigas del coronel Siempreviva están, calcula, mucho más cerca que la frontera paraguaya. Desde los cañaverales donde se esconde el grupo de sobrevivientes del «Pícaro» Galván pueden oírse las clarinadas y las órdenes estentóreas que llegan desde el campamento de Siempreviva.
Galván se pone de pie con dificultad.
—Somos apenas catorce —cuenta— y ellos algo más de dos mil. En una hora los estaremos atacando: será, estimo, nuestra última carga. Debo decirles que estoy muy orgulloso de ustedes y la he pasado muy bien en su compañía.
Allí contiene su alocución. Aquellos hombres rudos, primitivos y elementales pueden llegar a no comprender su sensibilidad y confundir emotividad con falta de hombría.
El coronel Tristán Isoldo Siempreviva traza una línea sobre el mapa de campaña. Luego traza otra. Y otra. Y otra. Traza muchas líneas. Formado en la escuela militar prusiana sabe que al enemigo no hay que desmerecerlo, inferiorizarlo ni desvalorizarlo nunca. Ni aun cuando Galván estaba casi completamente derrotado, como el propio Siempreviva lo había visto con sus binoculares Strauss desde su loma de observación en la batalla de Montiveros: huyendo en desorden, abandonando pertrechos, pendones y caballada. De estar en Europa el coronel no tendría ninguna duda de que los despojos vivientes del «Pícaro» Galván emprenderían una inmediata retirada hacia Salta. Cualquier estratega europeo lógico, sensato y realista optaría por esa alternativa en condiciones similares. Pero Siempreviva es sudamericano y conoce los rasgos insanos e imprevisibles de la gente de su tierra. Por eso no descarta que el «Pícaro» Galván se le abalance y lo ataque con la patética desesperación de un yaguareté herido.
Siempreviva se asoma a la abertura de su tienda de campaña y mira su ejército. Evalúa la alternativa de concederles un respiro, la posibilidad de ordenarles «¡descanso!», ya que los ha mantenido en posición de firmes. Para que no aflojen. Para que no se relajen. Para que no pierdan, en suma, el furor tenso de los guerreros.
Posa su mirada en la fanfarria, la banda que se despliega siempre, banderas y tambores en ristre, flanqueando al regimiento en cada batalla. Como los mejores cuerpos europeos, el Tercer Regimiento de Coraceros de Quitilipi cuenta también con una Brigada de Cocina: treinta y seis cocineros y cocineras que calientan todas las madrugadas el pan casero, el chipá y la mandioca tibia.
También hay un cuerpo de soldaderas, mujeres curtidas que han decidido seguir a sus hombres en la campaña, y que planchan los uniformes, las banderas, cepillan los morriones, las monturas, los capotes, el pelaje tupido de las cabalgaduras, lustran los correajes, las charreteras, los cañones…
Allá se ve al padre Benigno Eladio López, sacristán del ejército, y al cadete monaguillo aspirante Nemesio Cardona. El padre da la misa en latín, un latín con declinaciones matacas. Zapadores de Siempreviva han solucionado, con ingenio argentino, el problema de trasladar al padre a un confesionario saqueado a la iglesia de Santa Teresita Martil, de Villa Los Hormigueros; le han adosado ruedas de sulky y en esa casilla consagrada escucha el religioso a sus soldados.
El coronel Siempreviva, soldado de áspera corteza, no quiere sorpresas. En compañía de sus oficiales, monta a caballo y se dirige al campo que será escenario de la batalla próxima. Distribuye sus fuerzas con la obsesión de un enamorado de su oficio. La infantería dibuja un cuadrado que toma todo el perímetro del terreno. Dentro de ese cuadrado la caballería inscribe cuatro semicírculos concéntricos, yuxtapuestos por sus combas más pronunciadas. En los intersticios entre ambas formaciones, Siempreviva emplaza ocho triángulos isósceles con la artillería, los lanceros, los fusileros y los cocineros. En los cuatro vértices del cuadrado exterior extiende patrullas volantes perpendiculares al eje estratégico de la artillería. En el centro mismo del dibujo táctico ubica a la banda, la enfermería y su propio puesto de observación. También las letrinas portátiles que serán llevadas en volantas adonde se necesiten.
—Esto último —manifiesta el cronista bélico Eusebio Mansilla en su Enciclopedia de la bayoneta— es un aporte del oficial sanitarista Bernardo Iguri a las tropas de Siempreviva. Iguri se había percatado del tiempo que perdían los soldados en medio del combate, cuando debían retornar a sus cuarteles, algunos en distantes ciudades vecinas, para satisfacer sus necesidades fisiológicas, algo que la tensión de la lucha intensifica. Iguri diseñó una letrina portátil que sólo debía ser reclamada a gritos desde el frente por el necesitado ante el llamado de su vientre. Fue un avance tecnológico, otro más, que los zapadores argentinos aportaron a las conflagraciones mundiales.
El coronel Tristán Isoldo Siempreviva husmea el aire y presiente que el ataque enemigo no tardará en llegar.
Al «Pícaro» Galván sus hombres le han dado el mejor de los caballos. Un alazán pico blanco tempranillo que es el único que todavía galopa. Otros trotan a gatas. Algunos más apenas caminan. El resto relincha. Galván juguetea con su mellado sable corvo que atrapa los primeros brillos del astro rey. Teófilo Pérez, su lugarteniente, blande en la mano derecha una aguja de tejer que fuera de su madre. Otros jinetes sostienen palos, cañas de tacuara, tallos de cardo y algunos, los más desprovistos, puñados de ortigas con los que piensan doblegar al orgulloso enemigo.
Sin decir nada, Galván se pone al frente de la andrajosa tropa y encamina el paso de su cabalgadura hacia las líneas enemigas que se ven allá, a unas quince leguas, en formación de batalla. Sus hombres lo siguen, tres sobre un mismo caballo y a pie los otros once, semidescalzos. Uno o dos, empecinados, gatean como cuadrúpedos. Todos saben que el «Pícaro» Galván irá acelerando poco a poco el paso de su cabalgadura hasta ponerla a galope tendido sobre el campo, cortando el aire fresco y puro del amanecer con el filo maltratado de su sable en alto. Todos saben que no mediará orden de ataque ni gestos de «a la carga» y se zambullirán como una avalancha de músculos y huesos hasta ensartarse en las bayonetas enemigas.
El coronel Tristán Isoldo Siempreviva, soldado de áspera corteza, estudia al enemigo con sus binoculares austríacos, Strauss N-18. Sonríe: calcula el tiempo que le llevará a esa ridícula formación enemiga caer sobre sus tropas como una garúa sobre una fortificación de piedra. Hay tiempo todavía. Siempreviva ordena a la banda que la emprenda con la Marcha del Tercer Regimiento de Coraceros de Quitilipi. «Anticonstitucionalisímamente apropíncuase el enemigo, aleve su pérfida, fétida e inigual carroña…» comienzan a cantar los bravos guerreros de Siempreviva, con el orgullo del soldado invicto, conscientes de que están modulando las estrofas de una marcha militar considerada por melómanos de todo el mundo como comparable a La Marsellesa. Una hora después, luego de entonar sólo las ochenta y siete estrofas cantables de la magna pieza marcial, los soldados se llaman a silencio.
Es entonces cuando el coronel Tristán Isoldo Siempreviva dispone, por primera vez en su carrera militar, regalar un momento de recreación, al menos auditiva, a sus fieros combatientes, y comete, según sus biógrafos, el único error que manchará su foja militar y le costará el cargo, los galones y la vida.
—Chacarera —ordena a la fanfarria.
Se produce entre los músicos y la tropa un instante de desconcierto, seguido de regocijo. Luego, con ímpetu irrefrenable, los bombos, los tambores, las guitarras y los bronces arremeten con los primeros compases de esa música novedosa y cuestionada, esa música rítmica y ligera que sacude a los jóvenes y ofende los oídos conservadores de los viejos folcloristas. Esa música que no está permitida en los salones de la alta sociedad santiagueña, tucumana o salteña, pero que reúne multitudes de criollos y criollas que la bailan clandestinamente en quermeses y rancheríos. Se dice que hasta el mismo obispo de La Rioja, monseñor Benjamín Leguizamón y Pomada, se ha atrevido a danzar unos pasos de chacarera en la intimidad de su parroquia.
De La Banda hasta Santiago
hay un puente que cruzar.
No le pegues mucho al trago,
que te puedes resbalar.
Miles de bocas combatientes se unen en el canto, y se produce lo impensable, lo que nunca el coronel hubiese imaginado: la infantería, la caballería, los enfermeros y las soldaderas rompen filas y comienzan a bailar locamente, como poseídos, girando y zapateando sobre la tierra roja, de la que se levanta una polvareda formidable.
Estremecido por la proximidad del descontrol y el caos, Siempreviva ordena a su clarín mayor llamar a formación de combate. Pero lo único que consigue es que la clarinada se sume a la métrica caprichosa de la chacarera:
Ahora voy a ver si puedo
dudando estoy si podré,
porque en muchas ocasiones
truena y no sabe llover.
Es en medio de ese desenfreno musical cuando, sobre la ya desperdigada formación de Siempreviva, cae la carga minúscula, endeble y peripatética de los hombres del «Pícaro» Galván. Pero, en el enceguecimiento de la polvareda, nadie sabe quién ataca a quién y, por otra parte, casi todos los coraceros de Siempreviva han arrojado sus armas para agitar pañuelos, ponchos y cascos acerados acompañando las evoluciones de la danza.
Algunos, menos poseídos por el frenesí del zapateo y la danza, atinan a recoger sus fusiles y disparan hacia cualquier bulto que se zangolotee entre la bruma, sin precisar si se trata de amigo o enemigo. Las órdenes militares se mezclan con los gritos de «¡Se va la segunda! ¡A la vuelta! ¡Aro, aro, aro!»…
Media hora después, sólo media hora después, el formidable y otrora invicto regimiento del coronel Siempreviva huye disperso y en derrota, sumido en la mayor confusión. El «Pícaro» Galván, sorprendido, hace prisioneros, ocupa el territorio, se proclama vencedor y ordena a la fanfarria de Siempreviva que, de una vez por todas, deje de tocar. Sus pocos hombres asumen el trabajo ímprobo de convencer a los bailarines de que se terminó el baile y de que ya pueden sentarse a descansar y tomar una copa por cuenta de los vencedores.
—Fue allí, en la batalla de Campo Ralo —finaliza el historiador Felipe Pigna— donde culmina la campaña militar del coronel Tristán Isoldo Siempreviva. Y es también allí donde se consolida a nivel popular, siendo ya aceptada por todos los estratos de nuestra sociedad, esa música vibrante y entusiasta, la chacarera, que incorpora una vertiente que la haría más original y controvertida: la chacarera trunca, ya que quedó inconclusa, súbitamente, ante el ataque de la gente del «Pícaro» Galván. Una jornada decepcionante en suma para la historia de la estrategia militar y, por el contrario, auspiciosa para el fortalecimiento de nuestra música folclórica.