LOS SECRETOS DE LA COMIDA CHINA

«Para competir por una mina, la mejor arma que tiene un tímido es su propia timidez», me dijo un hombre sabio, cuando acepté tocar el tema. Ahora pienso —sin dejar de reconocer que no soy muy rápido de reflejos, porque esto pasó hace veinticinco años— que aquella conversación no fue casual, pues el hombre sabio era un amigo de mi viejo. Y seguramente mi viejo fue quien lo mandó a tocar ese tema conmigo, ya que yo era muy tímido pero, a la vez, mi viejo no se atrevía a hablarme directamente.

—A las mujeres —siguió pontificando el amigo de mi viejo— se les suele despertar el instinto maternal ante un tipo callado y vergonzoso. Tal vez eso les atrae más que un tipo canchero y desenvuelto, de esos que se llevan todo por delante. Creo que el silencio, las pocas palabras, las atraen como la miel a las moscas.

Estábamos en el buffet del viejo club Huracán y no parecía ser el mejor lugar para darle consejos a un adolescente.

—Por eso —insistió el hombre sabio, controlando si mi viejo aún no bajaba del vestuario del primer piso— no te achiques cuando estés en un grupo de pibes y pibas. No pienses que ellas sólo les van a dar bola a los más hinchapelotas y conversadores.

Siempre le agradecí la opinión a ese tipo a pesar de la incomodidad que sentía ante el tema. De hecho, pienso que algo así fue lo que sucedió con Samanta.

Años después, un amigo psicoanalista me brindó una interesante variante al respecto.

—Es verdad —me dijo—. Es verdad que el tipo silencioso y reservado se rodea de un halo de misterio. A la manera de los grandes galanes del cine de otras épocas, con héroes que nunca hablaban o hablaban poco, como Humphrey Bogart, por ejemplo. El silencio suele traslucir, supuestamente, una intensa vida interior, una rica personalidad o, incluso, un sufrimiento oculto, un secreto, un misterio en suma. Y hombres y mujeres sienten esa atracción hacia los silenciosos, no te vayas a creer. Para mí, como psicólogo, constituyen un verdadero desafío. «Yo voy a descubrir lo que este tipo guarda en su interior», me digo cuando me toca enfrentar a uno de esos pacientes. Pero… ¿sabés cuándo se da lo terrible, Norberto?… Cuando uno abre esa puerta que da al interior profundo de esa persona y no encuentra nada. Pero nada de nada. Uno mete la mano en esa oscuridad para tantear y no toca nada. Está completamente vacío. Esa persona no habla, no dice nada, no se manifiesta porque no tiene absolutamente un carajo que decir. Está hueca. No tiene ni opinión ni pensamiento.

El comentario de mi amigo psicoanalista me inquietó. Y, aunque me había transmitido su punto de vista muchos años antes, esa noche en lo de Miguel varias veces me sentí tentado a emitir algún sonido para impresionar a Samanta.

Es muy difícil, lo más difícil supongo, conseguir el equilibrio. Porque había vivido una experiencia contradictoria con un conocido de Carlitos Morán cuando nos encontramos un día en el Aeroparque de Buenos Aires. El conocido de Carlitos se acercó a nosotros, de traje, piloto y attaché, y se mantuvo hablando durante tres minutos seguidos. Luego, sin solución de continuidad, se despidió palmeándonos y se fue en busca de su vuelo. Y nos dejó la más completa, clara e indiscutible sensación de que se trataba de un formidable pelotudo.

—Perdoná —se disculpaba abismado Carlitos—, yo no me acordaba de que este muchacho era tan pero tan pelotudo.

Ni recuerdo de qué nos habló, creo que siempre sobre él mismo, sobre la preocupación de que la lluvia le arruinara un traje como el que tenía o que la suspensión de un vuelo pudiera hacerle perder un negocio de millones de dólares. Me quedó apenas la sensación, más que la certeza sobre su monólogo, de igual manera como suelo recordar si un libro me gustó o no, pero no recuerdo en absoluto su contenido.

—De todos modos —tratando de enmendar el error de la presentación, Carlitos procuró sacar una conclusión provechosa—, no cualquiera es capaz de transmitir en sólo tres minutos a un perfecto desconocido como vos una imagen tan cabal y concreta de su pelotudez.

—Es un prodigio de síntesis, tu amigo —le dije.

Concluimos que el amigo de Carlos era un fenómeno de la comunicación, digno de dar charlas en congresos y universidades.

Aquella noche en lo de Miguel y Constanza éramos unos doce, bastante equilibrados entre hombres y mujeres. Pero Samanta, sin duda, fue el centro de atención para mí y para todos. Nos habíamos ido al departamento de Miguel, aceptando su espontánea invitación, luego de la presentación de un libro de poemas de Hernán Ezcurra en la galería de Gilberto. Constituíamos un grupo bastante heterogéneo, de gente no muy conocida entre sí pero con tendencia, se me ocurre, a montar esos programas sobre la marcha. Esto los hacía sentir muy mundanos, abiertos y tolerantes. Modernos, en una palabra.

Yo era apenas amigo de Miguel y creo que me dijeron que fuera con ellos porque les dio cosa no invitarme. En verdad, había ido a lo de Gilberto con el único fin de no sentirme tan marginado porque era muy poco lo que me interesaba la poesía. Es más, confieso que me aterroriza la posibilidad de quedarme encerrado en una de esas tertulias donde los poetas leen sus poemas.

Juntamos plata, me acuerdo, para comprar unas pizzas, empanadas y varias botellas de cerveza. No teníamos hambre, en eso coincidimos todos, porque en lo de Gilberto la provisión de sándwiches de miga y vino blanco había sido abundante. Por otra parte, era una época en la que ninguno andaba con mucho dinero y hasta era mal visto hacer despliegues económicos dentro de un ambiente que se suponía intelectual y artístico.

No sé cómo a ese grupo se integró Samanta. Pero lo cierto es que de inmediato se convirtió en el centro de la reunión. Desde mi observación silenciosa, apretujado en uno de los sillones de tres cuerpos en el no muy amplio pero coqueto living comedor de Miguel, observé con cierto asombro cómo ella se hacía eje y conductora de todas las situaciones: no había conocido otras mujeres así, salvo mi tía Raquel, que se imponía por su edad avanzada, su mandíbula inferior avanzada y su físico voluminoso. Pero Samanta tendría unos veintisiete, veintiocho años —todos estábamos más o menos entre los veinte y los treinta— y me sonó raro y divertido que una mujer copara así la parada. Lo interesante es que no era ni agobiante ni pesada, sino más bien amena y encantadora. Sensual, además. No era estremecedoramente linda pero tenía muy buen cutis, lindos ojos y unos dientes blancos y parejos que enceguecían. Sin hacer un sondeo entre los hombres posterior al encuentro, podría jurar que a la hora de estar todos charlando en torno a la mesita ratona del departamento de Miguel y Constanza, los seis tipos ya estábamos perdidamente enamorados y/o calientes con ella. Incluso Miguel, que estaba comprometido con Constanza.

Tal vez ese deslumbramiento no me permitió advertir si Samanta podía pasar de ser irresistible a insoportable, arista que quizás era detectable en la adusta seriedad que envolvió a las otras mujeres. Samanta tenía una carta ganadora: había vivido cinco años en Nueva York. ¡Cinco años en Nueva York! Eso era para un grupo aggiornado y librepensador una devastadora tarjeta de presentación.

Con grandes ademanes y un vocabulario fluido que incluía puteadas y bastante histrionismo, hablaba de muestras de arte en el Soho, el Village y hasta el Bronx. Derrochaba naturalidad y entusiasmo. Y hubo un detalle que me demostró su criterioso sentido de la medida: no exageraba la pronunciación de las palabras en inglés ni abundaba en expresiones tales como Oh, my God!, cool o shit, cosa que le agradecí enormemente, porque siempre me han roto las bolas.

Ninguno podía competir en materia de información con ella aquella noche. Ni siquiera Nahuel, artista plástico que se sentía ciudadano del mundo y cosmopolita porque había participado en una Bienal de San Pablo. Frente a Samanta y su rutilante lustro en Nueva York, Nahuel era un perejil de cuarta, casi de cabotaje. Me consta, lo supe luego, que Damián, otro flaco que hacía esculturas en acrílico, calló cuidadosamente la muestra que había hecho meses atrás en Villa Mugueta.

Percibí, es cierto, lo repito, un cierto rictus de fastidio en alguna de las presentes cuando intentó meter un bocadillo, cambiar la conversación para volver al tema de la presentación del libro de Ezcurra, cosa de quitarle o compartir la palabra con Samanta. «¡Es cierto! —la cortó esta, aprobando, mientras apuraba su trago de Coca-Cola antes de retomar la palabra—. Es cierto: lo que dijo Gilberto en la presentación me hizo acordar mucho de una muestra de un pintor haitiano en el Soho, muy amigo mío, que copiaba descaradamente a Bacon».

Mientras la gorda Zulema, que era quien había intentado introducir el bocadillo, resoplaba como una morsa, yo, que, fiel a mi costumbre, no había dicho una sola palabra, salvo para pedir un trozo de pizza o agradecer un vaso de cerveza, dije lo que dije sin imaginar la repercusión que tendría.

Por supuesto que había estado albergando la esperanza de decir o hacer algo que atrajera hasta mi oscuro y mullido rincón del sillón de tres cuerpos la atención de Samanta. Pero lo dije como para mí, sin pensar que en ese momento se iba a producir un silencio que agigantó la pequeña sonoridad de mi palabra.

—Francis —susurré, como si Francis Bacon y yo hubiésemos sido compañeros de banco en la escuela primaria.

Samanta volvió la cabeza hacia mí complacida, creo que advirtió mi existencia por primera vez en la noche, me señaló sonriendo y dijo:

—Francis Bacon, exactamente, vos lo has dicho.

Internamente gozoso me replegué en mí, atemorizado por el riesgo al que me había expuesto. Lo cierto es que por casualidad esa mañana había leído en la sala de espera del dentista un artículo breve sobre el pintor inglés y su alcoholismo. Era la primera vez que tenía noticias de él —debo confesar que me atrae bastante poco la pintura— y cuando me vino el nombre a la cabeza esa noche lo tiré sobre la mesa corriendo el riesgo de que Samanta, fríamente, me dijera: «No. Francis no. Bacon es una mujer». O cosa parecida. O mucho peor, que hubiera desechado mi aporte en el mayor de los silencios. Pero se dio bien, fue un golpe de suerte y allí gané muchos puntos.

Era mi noche. Impensadamente la completé poco después de forma espectacular. Samanta hablaba, encendida, del arte oriental, y de nuestra limitación para apreciarlo en su totalidad. Para mejor, no fue ella en esta ocasión la que me dio el pie.

—Alguien dijo —lanzó Hernán el comienzo de una cita literaria, cosa que siempre dota al que la hace de un halo de conocimiento— que la belleza no es… —y vaciló, pareció quedarse en blanco—… No es…

—… Una piedra que cualquiera… —empecé a completar yo envalentonado—… puede encontrar en el camino —terminamos a dúo y en voz alta, dos almas en perfecta comunión: Samanta y yo. Ella me estiró la mano y para mí ya no existía nadie más aquella noche.

—¿De quién era? —admitió su frustración con hidalguía Hernán. Samanta se mordió una uña, ansiosa.

—Lin Yu Tang —dije yo, como si nada de lo humano me fuera ajeno. Y ahí sí fue mi mérito. A esa frase sí la había leído en algún lado y la recordaba perfectamente. Lo afortunado, lo increíble, fue que nunca había tenido oportunidad de usarla en ninguna parte y ahora aparecía, restallante, para cubrir el momento exacto en el lugar preciso.

No nos fuimos demasiado tarde del departamento de Miguel y Constanza. Como siempre ocurría, Samanta no decidió invitarme a un café en algún bar solitario, sino que se fue en el auto de otro de los amigos. De todas maneras, para mí había sido una noche muy poco común: la había pasado bien con un grupo agradable, me había sentido cómodo junto a gente no muy conocida y eso era muy diferente de mis usuales noches solitarias de lectura y radio hasta muy tarde.

—Creo que la impactaste a la Sami —me confió Constanza, para mejor, cuando, al despedirse, me apretó la cara entre las dos manos. Como era habitual, no atiné a contestarle nada.

Me tocó bajar en el ascensor con Hernán y otro flaco petisito que también escribía poemas. Por suerte se notaba que eran bastante amigos y no debían cuidarse mayormente en sus comentarios.

—Medio imbancable la Samanta —dijo Hernán apoyado contra el espejo del ascensor y bostezando cuando todavía no habíamos pasado el sexto piso.

—Sí —dudó el petiso—. Pero muy seductora.

—¿Te parece?

—Yo bien que se la pondría.

—Es bastante ancha de caderas.

—Callate que yo te he visto con cada bicho —fue crudo el petiso, con un sentido práctico bastante inusual en los poetas.

—Las tetitas parecen dos conitos Havanna —insistió Hernán.

—Vos porque a esa mina no le podes tocar el culo ni con un chorro de soda.

—Acá, el amigo —Hernán me señaló con el mentón— en una de esas puede. —Y se dirigió a mí—: Te marcó de entrada, me parece.

Yo forcé un bostezo.

—Simpática —acordé, como desinteresado.

Cuando llegamos abajo, Hernán abrió la puerta, nos dejó pasar y dictaminó:

—De cualquier manera siempre a las mejores minas se las llevan los que tienen auto.

Con lo que me volvió a meter en la bolsa de los derrotados. Y a mí, que todavía flotaba en una nube de ilusión, eso me dio por el forro de las pelotas.

Le dejé bien en claro que no me gustaba la comida china. Bueno, lo que le dije era que casi no conocía la comida china, pero que estaba plenamente dispuesto a probarla. Que podía ser divertido. No creo que sea una condición importante para una comida el hecho de ser divertida, como si fuese un juego de mesa o un rompecabezas. Como si el Scrabble fuese un plato frío. Lo cierto es que, hacía mucho, me habían llevado en Córdoba a un restaurante chino, con biombos, farolitos y esas cosas. Recuerdo que comí, con esfuerzo, algo así como unos arrolladitos crocantes con cosas adentro en una salsa agridulce. Los chinos le meten esa salsa agridulce a todo. También recuerdo que por todas partes aparecían brotes de soja: los chinos reverenciaban la soja mucho antes de que nosotros la descubriéramos. También probé unos fideos bastante insípidos —eran como comer papel crêpe—, que me decían que estaban hechos de arroz. Alguien pidió aquella noche en Córdoba algo así como una brochette de gorriones, al menos eso parecía, que vinieron con cabeza y todo y me produjeron una profunda repugnancia. Pero lo que más me mató fue que no servían pan —yo como toneladas de pan—, sino arroz blanco en su lugar. El tipo que me había llevado junto con otros empleados de la agencia decía que la comida china era esencialmente sana. Supongo que debe ser así porque, a juzgar por la cantidad de chinos que hay, se nota que nunca ha muerto ninguno de ellos. Recordé ese chiste y decidí reservarlo para decírselo a Samanta en algún momento. Porque cuando ella me llamó yo le dije que no tenía ningún problema, al contrario, en comer comida china.

Pero no quiero adelantarme en el relato. Antes de su llamado salvador pasó casi una semana desde aquel momento prodigioso en que me encontré con Miguel por la calle y me dijo:

—Loco, se ve que la impactaste a la neoyorquina —se reía y me pegaba palmaditas en la mejilla, como a un chico.

—¿Qué neoyorquina? —me hice el boludo mientras sentía un estremecimiento interior.

—No te hagas el boludo. La Samanta.

—¿Por qué?

—Llamó a Constanza y le pidió tu teléfono. Dijo que te va a llamar. ¿No te llamó?

Negué con la cabeza.

—¿Cuándo llamó a Constanza? —no pude menos que preguntar, carcomido por la ansiedad.

—Ayer, anteayer —dijo Miguel, como si fuese lo mismo—; ya te va a llamar —me tranquilizó—. Vos viste cómo son las mujeres.

—Está buena, ¿no? Está buena. Y es una mina muy piola.

Miguel se reía y parecía que su alegría por mi éxito de conquistador era sincera.

Dos días pasaron desde ese encuentro, para mi desesperación, sin que sonara ese puto teléfono. Cada media hora u hora y media lo descolgaba y escuchaba si tenía tono para verificar que funcionara. El domingo a la siesta, cuando ya estaba cayendo en una tremenda depresión, sonó, y era ella. Me preguntó si quería ir esa noche a su casa a comer comida china. Yo le dije que sí, que por supuesto, sin poder creer mi inmensa fortuna, abriendo el brazo izquierdo en tanto con la mano derecha sostenía el tubo; miré al cielo raso para agradecer al Altísimo su infinita bondad.

—¿Va a ir alguien más? —pregunté, y de inmediato me arrepentí porque podía transmitirle a Sami una inequívoca sensación de que mi desbordada lujuria exigía un encuentro íntimo.

—No —pareció sorprenderse—, nadie más. ¿Querés que invite a algunos amigos?

—¡No, no! —casi grité, despavorido—. Te digo porque voy a llevar algo para tomar y quería saber cuántos seríamos —saqué de la manga esa excusa en un rapto de brillo que me enorgulleció.

—No. Somos nosotros nomás —dijo Sami— y no traigas nada, ni vino ni nada, porque la comida china se acompaña con otras bebidas. Dejá.

Era un gesto de ella, realista. Sin duda, con ese agudo olfato femenino, se había percatado de que mis finanzas no pasaban por una buena década.

Corté, elevé mis puños al cielo y giré varias veces por mi habitación, cerrando los ojos, aturdido y deleitado, hasta que casi me rompo un hombro contra el marco de la ventana:

Ella encendía las velas con expresión infantil. Eran dos rodajas de velas, miserables, de no más de dos centímetros de alto cada una, que flotaban dentro de un bol de cristal a medio llenar con agua.

—Mirá qué lindo —mostró— parecen barquitos. Sampanes flotando en la bahía de Hong Kong.

—Esto y la música china ambientan mucho la cosa —reconocí.

—Dan un clima oriental. Me gusta todo lo exótico, lo desconocido.

Evalué si yo entraba dentro de ese exotismo.

—Podríamos —sugerí— ponernos kimonos.

—Tengo un batón viejo de mi abuela, que tal vez te podés probar. No es de seda negra con dragones dorados, como corresponde. Es de franela a cuadros marrones, pero…

Me gustaba cómo Sami se prendía en las bromas, cómo seguía la corriente, cómo prolongaba el humor.

—¿No habría que descalzarse también? —arriesgué, preguntándome si estaba yendo demasiado lejos, ya que descalzarse puede comenzar el camino para desvestirse.

Ella sonrió simplemente, mientras terminaba de acomodar los platos sobre la mesa. Yo ya me había distendido y estaba dispuesto, de una vez por todas, a disfrutar plenamente de la situación. Ya se habían superado los momentos iniciales de temor o escepticismo, abonados por tantos fracasos históricos. No había ocurrido, por ejemplo, que a mi llegada ella me hubiera recibido con un: «Esta es mi tía Eulalia, que vive conmigo», mientras me presentaba a una vieja aparecida desde algún recoveco del departamento. Tampoco me había dicho: «Ah, a último momento se anotaron unos amigos y amigas mías que vienen en un ratito». Nada de eso. Había habido, sí, un momento de alarma. A poco de mi llegada sonó el teléfono. Y cualquier interferencia externa, fuera teléfono, mail o paloma mensajera, podía llegar a romper ese clima íntimo, de música oriental, sahumerios y velas que Samanta había preparado con sumo cuidado.

—¡Eduardo! —atendió ella, jubilosa, para mi espanto. Pero luego de un par de saludos y preguntas de ocasión la escuché decir:

—No, mirá… Esta noche no, tengo que terminar con unos informes para la producción de mañana y, además, no quiero acostarme muy tarde porque voy a tener que levantarme temprano.

Esgrimió un par de banalidades más y cortó, casi con gesto de fastidio. Esa era una muy buena señal. Había mentido, lo que hacía más próxima nuestra cercanía, para proteger nuestro programa y sacarse de encima al pelotudo de Eduardo, invasor insoportable.

—Pedí varios platos diferentes —me informó después, sin siquiera hacer mención a la llamada recibida. No sé si vos tendrás alguna preferencia especial pero no podía esperar a que llegaras porque tardan bastante en mandar los pedidos.

—La verdad… —bamboleé la cabeza—…, una sola vez probé comida china. Y ni me acuerdo qué era. Cualquier cosa que hayas pedido estará bien. Siempre estoy dispuesto —exageré— a vivir nuevas experiencias.

—Vivís al límite del peligro —me tomó el pelo Sami. Yo ya estaba sentado frente a la atildada mesa y ella se acercó con un menú plegable, impreso en papel de color pardo—. Mirá —me señaló—, yo estoy igual que vos. Pedí las cosas por fonética, no tengo ni idea de lo que pedí. Espero que venga con aclaraciones o, mejor, con un manual de instrucciones. En Nueva York iba mucho a un restaurante vietnamita —ella procuraba no perder su perfil de mujer mundana— y también íbamos mucho a otro tailandés y a uno de cocina coreana, en Uptown. Aunque uno cree que es todo lo mismo, son cosas bien diferentes de la comida china.

Luego pasamos más o menos una hora hablando de temas diversos, casi siempre ligados a la alimentación, como si yo fuese un experto nutricionista. Pero como había leído bastante, relaté alguna mala experiencia comiendo mariscos chilenos, la sorprendí diciéndole que la palabra «ceviche» tendría su origen en la expresión son of a bitch dicha por marineros ingleses cuando se incendiaban la boca comiendo esa especialidad peruana. Me estaba tranquilizando cuando le pregunté si entre los platos que estábamos esperando había alguno de escorpiones, cuando sonó el portero eléctrico.

—¡Ahí está! —saltó de su silla Samanta, gozosa.

Al rato tocaron el timbre del departamento. Ella abrió y había un chino, un vietnamita, un taiwanés o lo que fuera con un paquete bastante voluminoso en la mano. Samanta pagó, cerró y trajo el paquete directamente a la mesa. Lo abrió, ansiosa, y nos encontramos con una cantidad compleja de prolijas cajitas de cartón corrugado, de diversos tamaños, perfectamente empotradas unas en otras.

—Qué maravilla, qué maravilla —suspiraba Samanta en tanto las abría con una ayuda mía más simbólica que real— pero… ¿qué será esto, qué será cada cosa?

—Bueno, no tiene importancia, vamos a…

—No, no —otra vez Samanta saltó de su silla y en dos brincos fue hasta la puerta—. Llamemos al chico este y que nos explique qué es cada cosa.

Abrió la puerta, pero el motoquero oriental ya había bajado por el ascensor. Samanta no se dio por vencida. Corrió hasta la cocina:

—¡A ver si lo pesco por el portero eléctrico cuando sale! ¡Señor chino, señor chino! —escuché que llamaba por el portero eléctrico, intentando detener al motoquero cuando saliera del palier, en una de esas actitudes que me suelen llenar de vergüenza ajena y, al mismo tiempo, de admiración por la desenvoltura que evidencian. Ella tenía eso de vital y activo que tanto me seducía. En algún lado leí que los tiburones no pueden permanecer quietos, que sus organismos les exigen estar nadando permanentemente. Samanta no podía permanecer callada y tenía que hablar constantemente. Lo que en otra persona me hubiese resultado agotador, en ella, paradójicamente, me encantaba.

—Ahí sube, ahí sube —volvió hasta el living palmoteando— lo agarré justo.

El chino tenía una edad dudosa, como la de todos los chinos, pero estaría entre los veinte y los treinta años. Alto, muy delgado, el pecho hundido, un pelo negrísimo donde cada cabello tenía el grosor de un escarbadientes y una sonrisa blanca, fácil, amplia y dientuda, como en las películas. Samanta casi tuvo que agarrarlo de un brazo para hacerlo entrar y luego, muy tímido y muy formal, me estrechó la mano con movimientos espasmódicos. Después comenzó a nombrar los diferentes platos que Sami le señalaba.

—Chop suey…, chan fu…, tofu… —enumeraba, entre risitas.

Más difícil le resultó explicar el contenido de la comida y su elaboración, ya que Samanta, ávida, inflexible, le exigía todo tipo de detalles. Aunque el castellano de Chang —así nos dijo que se llamaba— era bastante aceptable, se vio varias veces en figurillas para completar su descripción, al punto de que en varias ocasiones parecíamos jugar a «dígalo con mímica». Cuando Samanta le preguntó a qué región pertenecía la comida cantonesa, entramos en el terreno de las adivinanzas.

—Arro… arro… —balbuceó el chino.

—¡Arroz, arroz! —gritamos con Samanta al unísono, justo cuando Chang hacía gestos de envolver algo con los dedos—. ¡Arrollado, arrollado! —acertamos, ante la alegría del oriental. Le resultó más sencillo transmitirnos el concepto de «pato». Se limitó a aletear ridículamente con sus manos y a emitir graznidos de pato. No quieran saber, eso sí, lo que nos costó adivinar la palabra «cilantro».

—Tor… tor… —tartamudeó tiempo después, luego de haberse extendido en reflexiones sobre la Muralla China, la Revolución Cultural y caer nuevamente en el consumo de serpientes.

—Tortilla —tenté yo.

—Torrejas —aportó Samanta.

—¡Tor… tuga, tortuga! —liberó, por fin, el motoquero. A continuación debió contarle a Samanta vericuetos del control de la natalidad en China. A todo esto ya estábamos comiendo, pero ella seguía indecisa.

—No puedo comer —resopló— si no conozco cómo se llama. —Me miró—. Podríamos pedirle a Chang que se quedara con nosotros. ¿No te parece?

Yo traté de disimular mi horror.

—Samanta —traté de ser convincente—, este muchacho está trabajando y seguro que tiene que seguir con su reparto. Advertí que Chang me concedía una mirada amistosa, agradeciendo mi ayuda.

—Es verdad —admitió Samanta—, me cuelgo y no me doy cuenta. Andá, Chang y muchas gracias por todo. —Expeditiva, lo acompañó hasta la puerta y lo despidió.

Habremos comido un par de bocados más, comentando ventajas y desventajas de cada plato, cuando se escuchó el timbre de la puerta. Ante nuestra sorpresa, era Chang.

—Chang terminó reparto —dijo, con una sonrisa inconmensurable, los ojos convertidos en dos rayitas hundidas en la cara. Yo sentí un golpe en el bajo vientre y tal vez se haya escuchado en todo el departamento el rechinar de mis dientes al apretarse. Samanta, transluciendo alegría por el regreso y como si estuviera ante una fatalidad del destino, invitó a Chang a sentarse con nosotros. De inmediato le acercó un plato y una copa.

—Chang no comer —dijo—. Chang estar cansado misma comida.

—Pero nos podés ir explicando —dijo Samanta—. Me fascina conocer las costumbres orientales.

—¿No será peligroso —probé yo— que dejes la moto de reparto a esta hora en la calle, con tantos robos?

—Moto abajo, en entrada, adentro.

—Está Raúl, el portero —me tradujo Samanta.

De allí en más caí en un mutismo pétreo, mientras sentía que la bronca se iba apoderando poco a poco de todo mi cuerpo. Samanta ni se percató: seguía enzarzada, mientras investigaba acerca de cada platito y cada salsa, en complicadas disquisiciones sobre los rasgos distintivos del ser nacional chino.

—Me fascina —dijo en un momento— ese aprovechamiento sutil de todo lo natural. Que coman nidos de golondrinas, por ejemplo —le comentó a Chang porque, a esa altura de la noche, yo ya había dejado de existir para ella.

—Un pueblo —interrumpí yo, tajante— que se come los nidos de las golondrinas es un pueblo de bárbaros.

Me miraron, impactados por mi agresividad. Yo, durante mis prolongados silencios, había continuado pegándole al vino, y sentía que me ardían las mejillas y las orejas por la bebida y el enojo.

—Un pueblo de bárbaros y de salvajes —redoblé la apuesta.

Samanta miró a Chang como pidiendo: «Perdonalo».

—Es como si nosotros —proseguí, embalado— nos comiéramos los nidos de los horneros. No lo hacemos, porque los horneros no emigran como las golondrinas, no dejan abandonados sus nidos. Que es lo que aprovechan esos chinos para traicionarlas y comérselos.

Volví a caer en un silencio abrupto. Samanta y el chino retomaron el diálogo, ahora teorizando sobre la apertura económica de China y las ventajas del saco Mao. De allí pasaron a la estética oriental y profundizaron en las ventajas de una buena ambientación para acompañar una cena. Chang, dentro de su media lengua, elogió la semipenumbra de algunos restaurantes sofisticados, y Samanta se anotó con críticas acerbas sobre la descarnada luminosidad de los McDonald’s.

—Un restaurante demasiado oscuro —arremetí yo nuevamente, ácido— es sospechoso. Esos restaurantes chinos donde ponen pocas luces para que uno no pueda ver la comida están intentando ocultar algo. Lo hacen para que uno no pueda ver que, en lugar de pato, te sirven perro. Y que, en lugar de chizitos, te sirven gusanos.

De inmediato comprendí que el alcohol me estaba debilitando enormemente las metáforas, y que eso de los chizitos no se relacionaba fielmente con la cocina cantonesa. Pero no cejé en mi ofensiva.

—Habría que denunciar —exigí— a todos esos ladrones de los restaurantes chinos que ocultan en la oscuridad las depravaciones de su menú… Hijos de mil putas.

Se generó un silencio incómodo. A Chang se le había congelado la sonrisa en la cara. Pero no me dieron mayor importancia. Continuaron hablando, ahora sobre comidas alternativas o de áreas cercanas, como el sushi, exaltando las virtudes del pescado crudo. Especialmente con respecto a la facilidad de su digestión.

—Porque uno puede comer mucho pescado —exaltó Samanta—, pero a las dos horas ya está como si no hubiese comido.

Otra vez encontré un resquicio por donde infiltrar mi insidia.

—Si yo acudo a comer a un restaurante —castigué— y a las dos horas estoy como si no hubiese comido, voy y denuncio a ese restaurante por estafa. Resulta que esos chinos delincuentes me cobran un huevo la comida y a las dos horas ya estoy como si no hubiese comido. Es…, es… —busqué angustiosamente un ejemplo válido—… como si fuera al peluquero y a las dos horas ya me hubiese crecido el pelo de nuevo. Ese peluquero, entonces, es un hijo de puta estafador.

Antes de levantarme de la mesa capté, de reojo, que Samanta y el chino ya no se reían, ni siquiera sonreían. En un rapto de criterio comprendí que debía tomar aire para despejarme. Atropellando un poco la punta de la mesa y arrastrando un tanto la silla, me levanté y me fui hasta el balcón. El fresco de la noche me vino muy bien. Aspiré dos o tres veces profundamente y creo que eso hizo llegar ventilación a mi cerebro. A través de los vidrios del ventanal que separaba el balcón del living observé a Samanta y al chino que conversaban animadamente. Con mi habitual prudencia, lindante con la cobardía, calculé que el chino podía llegar a hartarse u ofenderse por mis ataques y hacerme pedazos con un solo golpe de karate, o de kung fu o de aikido o de cualquiera de esas putas disciplinas marciales que ellos dominan. No podía guiarme por su aspecto endeble y paliducho. Durante la desafortunada cena lo había visto quebrar grisines entre sus dedos con una facilidad alarmante.

Cuando consideré que ya podía caminar en forma no tan errática volví a la calidez del living y le pregunté a Samanta por el baño. Después de lavarme la cara, ya más lúcido, entendí que debía recomponerme y revertir el resultado de ese partido tan desfavorable. «El que se enoja, pierde» me dije, recordando lo que tanto se aconseja poner en práctica en los debates por televisión. Inteligente, decidí quedarme a solas en la cocina, hasta destrabar el asunto. Me crucé de brazos, me apoyé en la mesada y esperé. Pasó tanto tiempo sin que nada ocurriese, salvo el parloteo de la charla de los otros dos desde el living, que pensé en un momento en tirarme a dormir en el suelo como un perro. Pero, de pronto, se acallaron las voces y se estiró un silencio promisorio. En efecto, minutos después vino Samanta:

—¿Qué te pasa? —me preguntó entre inquieta y enojada—. ¿Te sentís mal?

—Pasa que me jode esta situación —susurré, atento a que no me escuchara Chang—. No habíamos quedado en esto. Me dijiste que íbamos a tener una cena a solas.

Samanta me tocó el pecho con la punta de los dedos de la mano derecha, se puso la otra mano en la cintura y quedó un instante con la vista perdida, como pensando.

—No te preocupes —también susurró—, ahora le digo que se vaya. No quería ser descortés con él cuando nos dedicó un tiempito para explicarnos.

—¿Un tiempito? ¿Qué hora es? —brinqué. Samanta miró su reloj y puso cara de alarma.

—¡Las dos de la mañana, no puedo creerlo, ya son las dos! Ya le digo, ya le digo…

Volvió hacia el living y yo, recobrada cierta confianza en que la noche terminara como lo había imaginado, me despegué por fin de la mesada y volví a la mesa con ellos. Cuando me senté, Chang ya había abarajado a Sami con una sesuda explicación de la conveniencia y las desventajas del retorno de Hong Kong a la órbita de la China comunista.

A las cuatro de la mañana, vencido, me levanté y me fui. Chang se puso de pie para darme la mano y Samanta me acompañó hasta la puerta, me dio un beso en la mejilla y me dijo: «Nos hablamos».

Ayer, un año más tarde de que ocurriera todo esto, volví a ver a Samanta en el hall de un cine al que yo había ido a ver una película de Mel Gibson. Estaba de la mano con el chino y los dos me saludaron alegremente desde lejos, como quien se despide desde la cubierta de un barco.