PERRO EN CONSORCIO

Era el portero.

—Flaco —dijo el portero, mameluco gris, retacón, más bien corpulento, algo pelado, sombra de barba— oíme…, vos tenés… Esperá… ¿Cómo te llamás?

—Miguel —dijo Miguel, seco, apoyado en el marco de la puerta de su departamento y sin abrirla demasiado, anticipando que no estaba dispuesto a sostener una conversación muy larga.

—Flaco… —el portero desestimó la información— te quiero hacer una pregunta… —bajó la voz, conspirativo—. ¿Vos acá tenés un perro?

Miguel parpadeó, sintió el impacto. Y se dio cuenta de que entre el momento de parpadear y el de sentir el impacto se le había pasado el de contestar con un convincente «no».

—Te lo pregunto —sonaba cálido el portero— no porque a mí personalmente me interese demasiado. Pero acá, vos sabés bien, están prohibidos los perros.

Miguel se frotó la nariz. Como era habitual cuando abría la puerta, aunque fuera apenas un poco, como ahora, escuchó a sus espaldas los pasos de almohadilla de las patas de su perro.

—Acá son muy rompebolas, Flaco, con el asunto de los perros —informó el portero, siempre en voz baja—. Hay un par de viejas hinchapelotas que, como no tienen un carajo que hacer, se la pasan rompiéndome las bolas con cualquier cosa, como la que vive acá abajo, en el departamento debajo del tuyo, la Manrique. Y te quiero aclarar algo: a mí me encantan los perros, me cagan de gusto, tengo dos en mi casa. Pero vivo en Saladillo, mi casa tiene patio y un fondo de tierra…

Miguel lo miraba, comprendiendo que ya era muy tarde para decir que él no tenía ningún perro.

—Yo te lo digo —alertó el portero— porque ya escuché un par de comentarios jodiendo con el asunto. Te aviso nomás. Para que vos vayas viendo qué hacer…

—¿Hacer qué? —saltó Miguel, a punto de enojarse decididamente, pese al tono conciliatorio del portero.

El portero giró hacia la escalera como para marcharse.

—No sé, Flaco. Te lo comento para ayudarte. Por eso nomás te lo comento.

Y se fue.

Miguel cerró con un portazo moderado, para indicar que estaba enojado, pero no tanto como para romper lanzas con un aliado. Volvió a sentarse en el mismo lugar donde había estado leyendo, al lado del balcón, sentado sobre el colchón, en el suelo que mostraba desde la mañana un revoltijo de sábanas, frazadas y hojas de diario desparramadas. Tomó el libro, pero no se pudo concentrar. Ahí frente a él, sentado muy quietito, estaba Pepe. Se hacía el distraído, pero la contracción de sus cejas peludas indicaba cierta preocupación.

—Hacete el boludo vos, nomás —le dijo Miguel. Pepe miraba para otro lado.

Le había puesto Pepe para no discutir, medio de aburrido.

Hasta que Ricardo le cuestionó el asunto, Miguel había llamado al perro solamente «Perro».

—¿Cómo se llama? —le había preguntado Ricardo al ver a ese perro chiquito, blanco con manchas negras, que Miguel había recogido de la calle casi gris de sucio.

—Qué sé yo. «Perro», le digo.

—No seas hijo de puta, ponele un nombre.

—¿Para qué? Si lo llamo «Perro» y viene.

—Viene porque ¿a quién otro vas a llamar en este bulo? Viene porque sabe que le vas a dar de comer.

—¿Comer? Galguea bastante.

—No ponerle nombre —insistió Ricardo— es una ofensa a tu creatividad, a la creatividad de la especie humana. Vos laburaste en publicidad. ¿Me vas a decir que no se te ocurre un nombre para ponerle?

—Odol le voy a poner. Chevrolet.

—Ponele Sultán, Mancha, Chiquito…

—A vos sí que te iría bien en publicidad. ¿Cómo le vas a poner Sultán a un perro de mierda como este, que se caga en las patas si ve un cascarudo? Y «Chiquito»: «Chiquito» es para los perros maricones. Y este es un perro con los huevos bien puestos, que se va a coger a todas las perras del barrio…

—Ponele Mario entonces, qué sé yo, Horacio, Pepe…

Miguel, mientras amontonaba los platos sucios en la pileta de la cocina y tiraba a la basura la caja de cartón gris manchada de aceite donde había venido la pizza, resopló, algo harto.

—Bueno —dijo—, decile Pepe. Se llama Pepe, desde ahora se llama Pepe. Pero te aseguro que una amistad tan profunda como la que tengo con ese perro no necesita de nombres ni apellidos. Él tampoco me dice Miguel.

Y se quedó Pepe.

Era el portero.

—Flaco —dijo— perdoná que te joda, pero me parece que se te va a armar quilombo con el perro. Me lo dijo el administrador. ¿Lo conocés al administrador?

Miguel negó con la cabeza, como de costumbre apoyado en el marco de la puerta, tapando con su cuerpo lo que pudiera verse del interior del departamento.

—Me contó —siguió el portero— que en la reunión de consorcio hablaron de eso. ¿Estuviste en la reunión de consorcio?

—Nunca en mi vida fui a una reunión de consorcio, ni pienso ir. ¿Quiénes estuvieron hablando de eso?

—Todos. Pero especialmente tu vecina de abajo, y otra que protestaba, la vieja del décimo. Después el administrador me preguntó si yo había visto al perro.

—Decile —prefirió tutearlo Miguel—, decile a esa vieja de mierda que me venga a hablar ella, que ella me venga a hablar. Y que no te mande a vos. Que no te agarre a vos como alcahuete.

—Pará, Flaco —pareció ofuscarse el portero—, yo no soy alcahuete de nadie, a mí nadie me agarra de alcahuete. Yo te vengo a decir, porque después al que le vienen a romper las bolas es a mí, al que le van a apretar las pelotas es a mí.

—Decile entonces al administrador que venga él a hablarme —Miguel advirtió que sus réplicas estaban adquiriendo un tono épico—. Que venga él…

—No seas gil, Flaco, mirá si te va a venir a ver él. Me manda a mí, por supuesto. Y se te va a complicar, el marido de tu vecina de abajo es abogado y vos sabés que el reglamento de este edificio no permite perros. ¿Sabés o no sabés?

—No sé, ni me interesa —Miguel se sintió bordeando el descontrol—. Te imaginás que con todo lo que tengo para leer no me voy a poner a leer el reglamento de un edificio choto… Pero además…

—No tan choto, no tan choto.

—Además…, yo te pregunto: ¿acaso alguna vez lo escuchaste ladrar a mi perro, vos lo escuchaste ladrar?

—No, nunca…

—El perro no ladra en la puta vida, no sé, es mudo, no habla, no dice una sola palabra, no sé, estará enculado, alguien le habrá cortado las cuerdas vocales, no jode, no…

—¿Cómo que alguien le habrá cortado las cuerdas vocales? —preguntó, demudado, el portero, revelando su escasa aptitud para comprender las metáforas.

—Será la raza, será su temperamento, pero… ¿vos lo escuchaste ladrar alguna vez?

—A mí qué me decís, Flaco —se echó hacia atrás el portero señalándose el pecho con la mano derecha— a mí el perro no me jode para nada, son las viejas estas que te digo…

—¿En qué las jode, digo yo?

—¿Sabés qué pasa, Flaco? Me parece que acá hay un problema de autoridad —estimó el portero, imprevistamente lúcido—. Lo que le jode a esta gente que es muy culocrespo es que vos no obedezcas lo que dice el reglamento, eso les jode. Por ahí el perro no les rompe tanto las pelotas como el hecho de que vos no obedezcas el reglamento.

El Flaco se quedó en silencio. Intuyó que estaba, una vez más, ante el eterno conflicto en torno del Poder.

—Entonces, si no ladra… ¿cómo es que le dieron la cana a este perro? —preguntó Ricardo a poco de llegar a visitar al Flaco, mientras tomaban mate a la tardecita.

—No sé.

—¿Vos lo sacás a pasear?

—Habrá habido alguna denuncia anónima. Enemigos que tiene Pepe. Alguna novia despechada.

—Pará, que te hablo en serio. Vos no le das bola, pero me parece que se te va a armar un quilombo grande. ¿Vos lo sacás a pasear?

—Y claro que lo saco. ¿Qué querés, que me cague y me mee acá?

—Entonces te han visto.

—Me habrán visto.

—¿Y qué vas a hacer?

—Resistir, compañero —ahuecando la voz, Miguel se levantó del colchón en el piso para cambiar la yerba del mate—. Cuba, territorio libre de América —cambió de mano el mate para elevar el puño derecho—; cuarto piso B, territorio libre de América. Patria o muerte, compañero. Estoy pensando seriamente en pegar un póster de Fidel en la puerta, del lado de afuera.

—Arriba de que estás en infracción, en una posición de debilidad, la vas a ir de provocador. La patada en el orto que te van a pegar va a ser histórica… ¿Qué vas a hacer cuando vengan con la policía? —no le siguió el tren Ricardo.

Miguel se quedó parado en medio del living, la boca cerrada, pensativo, abultando las mejillas desde adentro con la lengua.

—Atrincherarme. Aguantar el asedio, como Troya. Compro víveres, pertrechos y tranco la puerta.

—¿Vos vas a comprar víveres? —el tono de Ricardo fue entre condescendiente y despectivo—. Reconocé que si yo no te traigo alguna salchicha de Viena de tanto en tanto, vos te cagás de hambre. Vas a terminar comiéndote el perro.

—Como perro. Acordate que pido comida china. Preparan muy bien el caniche.

—Seguí jodiendo, vos.

—Le ponen cilantro, soja, antipulguicida…

—Un voleo en el orto te van a pegar.

—Puedo decir —tanteó Miguel— que no lo conozco a Pepe. Que no tengo nada que ver con él. Que es un perro okupa, que se metió acá y no puedo sacarlo. Les puedo decir que es un perro guardián, que garantiza la seguridad de todo el edificio…

En el mismo rincón de siempre, sentadito, Pepe los miraba. Pero cada vez que lo miraban a él, dirigía su vista hacia otro lado.

—Mirá cómo se hace el boludo —lo señaló Miguel—. A vos te digo, forro —le habló al perro— mirá el quilombo en que me metiste.

—No le digas forro —parecía preocupado Ricardo.

—Yo le doy un aguantadero, me juego por él y se hace bien el pelotudo.

—Se hace el boludo, como perro que lo están culiando —aflojó un poco Ricardo.

—¡Eso nunca! —Miguel había vuelto a sentarse sobre el colchón, haciendo a un lado el cenicero improvisado con un platito de aluminio que seguramente había contenido comida chatarra.

—Pepe es el supermacho del edificio y se va a garchar a todas las perras de la manzana. A la vieja puta de acá abajo también se la va a empomar… Va a ser en el ascensor, una escena fortísima del cine testimonial japonés.

—Tiene que haber sido eso —estimó Ricardo— te vieron cuando lo sacabas.

—¿Y qué querés que haga, que lo disfrace de gato para sacarlo?

—Boludo, cuando prohíben animales en un edificio —informó, sesudo, Ricardo—, prohíben todo tipo de animales, no sólo perros.

—¿Y cómo te dejaron pasar a vos, boludo?

—No descartes —dijo Ricardo— que esto sea un problema de clase. Por ahí si Pepe fuera un mastín napolitano, o un sharpei, estos culorrotos no te harían problema. Pero un perro soretero como Pepe…

—Pepe —Miguel miró al perro, que le esquivó la mirada— mirá lo que te dice este tipo que dice ser tu amigo.

—No te rías, boludo. Y vos perdoná que te diga, es la imagen tuya también, de hippie trasnochado…

Miguel lo miró serio.

—Claro, Miguel, entre todos estos inquilinos de traje y corbata, vos con esa pinta, pelo largo, barba desprolija, pantalones vaqueros… Te digo que ni yo mismo entiendo cómo estás alquilando en un edificio como este.

—No alquilo, gil. Me lo prestan.

—¿Te lo prestan y todavía metés un perro de contrabando? —se escandalizó Ricardo—. ¿Sabe el tipo que te lo presta que tenés un perro?

—Mirá si lo voy a llamar a España para decirle lo del perro.

—Vos sos increíble. Además, te digo, lo del perro no es nada. El problema es si llegan a venir de bromatología. Si llegan a entrar acá y ven el quilombo que es esto, el desbole que tenés por todas partes, toallas tiradas, la cocina llena de platos sucios, la cama sin hacer…

—Pará, que si justamente no tengo novia es para que no me rompan las bolas con esas cosas.

—El humo, Miguel —siguió enumerando Ricardo— el humo. El olor a faso, el tufo que hay acá cuando uno abre la puerta…

—El humo, precisamente, es para que no vean el quilombo de la casa, es una cortina de humo. Y además, no me digas que ahora te jode el humo.

—No, boludo, si yo también fumo.

—El asunto puede ser por Pepe —Miguel retomó su tono zumbón—. Se ha convertido en un fumador pasivo. No me extrañaría que en lugar de moquillo le agarre una angina de pecho.

Hubo una frenada afuera, en la calle. Pepe se sobresaltó, miró hacia la ventana e infló el morro como para ladrar.

—¡Callate, pelotudo! —le ordenó Miguel con un grito ahogado.

Pepe simplemente hizo un «bluf» apagado.

—Comprale una mordaza, boludo —urgió Ricardo—, comprale una mordaza.

Era la vecina de abajo.

Una señora de cerca de setenta, flaca, elegante, con un saco marrón oscuro largo; de su hombro izquierdo colgaba la cartera cuya correa aferraba fuertemente con la mano derecha como si aun dentro del edificio tuviera miedo de que se la robaran. Era notorio que había aprovechado que salía para pasar antes por lo de Miguel.

—Soy su vecina de abajo —dijo la mujer, algo agria, pero sin mayores signos de enojo en la voz.

Miguel asintió con la cabeza como si la conociera, aunque era la primera vez que la veía o, al menos, que le prestaba atención.

—Quería hablarle de su perro —prosiguió ella.

Como siempre, Miguel escuchó con inquietud los pasos acolchados de Pepe que se acercaban a curiosear quién era, pero sin dejar de ocultarse detrás de la puerta entreabierta. Miguel permaneció en silencio, como para no facilitarle el discurso a su vecina.

—Usted sabe —agregó ella, muy segura— que acá está prohibido tener perros. ¿Sí sabe que acá está prohibido tener perros, que el reglamento los prohíbe?

—Señora… —Miguel prefirió ser cordial por una vez; tal vez fuera mejor negocio la conciliación—. ¿A usted en qué la molesta mi perro? ¿Ladra acaso, no la deja dormir con los ladridos, la mordió tal vez, usted vio lo que es mi perro?

—Las patas, mijito, las patas —pareció enfurecerse repentinamente la señora Manrique, como si ella también se hubiera estado conteniendo—. Las patas —volvió a puntualizar uniendo en un círculo el dedo pulgar y el índice de la mano derecha—. Escucho todo el santo día las patas de su perro raspando el techo de mi casa. No necesito ni verlo, no me importa si es grande o chico, todo el día raspando el techo de mi casa…

—¿Raspando el techo? —Miguel sintió que algo le trepaba por el pecho y que debía controlarse—. ¿Usted qué piensa, que mi perro es tan pelotudo que quiere enterrar huesos en el piso de su parqué? Usted tiene fantasmas, señora.

—¡Las uñas, mijito! —mordisqueó las palabras la mujer, que había dado un pequeño respingo al escucharle decir pelotudo—. ¡Raspa con esas uñas en el cielo raso de mi casa, anda de un lado para otro y yo escucho las uñas, me va a volver loca!

—Usted no se va a volver loca, señora. Usted está loca.

La señora Manrique se tapó la boca con una mano, herida.

—Y —levantó la voz, sarcástico, Miguel, mientras ella apretaba el botón del ascensor— ya le compré escarpines a mi perro, ojotas le compré, zapatillas Nike de goma para que no le haga ruido en la cabeza.

La vecina se zambulló en el ascensor. Miguel cerró de un portazo. Desde adentro escuchó la voz lejana de la señora, que decía algo sobre la reunión de consorcio. Pepe, sentado en su rincón, lo miraba.

—Hacete el pelotudo vos. ¿Cómo salimos de este quilombo?

Pepe eludió su mirada.

Sonó el timbre. Era el portero.

—No te la agarrés conmigo, Flaco —dijo, agitando la franela con la mano—, pero la vieja del sexto me vino de nuevo a romper las bolas. Y lo que es peor, ya le tiene los huevos por el suelo al administrador. Ahora dice que en este edificio no se puede ni entrar por el olor a perro, y que al ascensor es directamente imposible.

Miguel se tomó la frente con la mano. No lo podía creer.

—Vos sabés —trató de serenarse— que ni lo bajo al perro por el ascensor, lo bajo por la escalera, justamente para no encontrarme con ninguna de estas viejas conchudas.

—¡Yo te digo lo que me dicen, Flaco! Por mí, si querés, tené un cocodrilo, yo ya te conté que…

—Y decime… —buscó complicidad Miguel— ¿vos sentís olor a perro, ahora mismo, que estás frente a mi casa, sentís olor a perro?

—No, no siento nada —el portero juzgó inadecuado olfatear.

—Entonces que se vayan a la concha de su madre.

Miguel cerró la puerta y se puso las manos en la cintura. Después olfateó cuatro o cinco veces con fuerza. No advirtió ningún aroma extraño. Pero tampoco advertía ya, reconoció, el tufo a cigarrillo que impregnaba el departamento. Miró a Pepe. Pero no le dijo nada.

—Decime —preguntó Miguel—. ¿Acá hay olor a perro?

Ricardo husmeó el aire.

—No, no siento —dijo—. A faso sí, por supuesto. Aunque tal vez sí haya algo de olor a perro.

—¿Te parece? —insistió Miguel—. ¿Pero tanto como para decir que se siente antes de entrar al edificio, o antes de entrar al ascensor?

—No, a ese punto no. Ni loco.

—Aparte —explicó Miguel—, yo lo baño a Pepe, no te digo que lo baño todos los días, pero lo baño.

—Lo que pasa —advirtió Ricardo— es que a veces no basta con bañar a los perros, ya tienen ese olor así, es una cosa animal. Les ponés jabón, perfume y así y todo te matan con la baranda, es una cosa glandular. Te digo porque yo tuve perro y ya no sabía qué ponerle. ¿Sabés qué creo? —Ricardo se puso grave de repente—. Que tenés que consultar con un abogado, porque te van a cagar. Y más si te les ponés de punta y la vas de rebelde.

Miguel se dejó caer pesadamente en su colchón.

—No me pueden hacer nada, Ricardo —dijo, seguro—. No me pueden sacar de acá ni con el ejército. Ya averigüé. También puedo decir que tengo el perro por una necesidad terapéutica. Que soy enfermo, que tengo un desequilibrio emocional y estoy haciendo una perroterapia. ¿O no viste esos tratamientos con animales? Hay tratamientos con risas, la risoterapia, la aromaterapia, la equinoterapia…

—Vos podrías decir en este caso que sos ciego y Pepe es tu lazarillo. Total, ya sos sordo porque no escuchás un carajo de lo que uno te dice.

—Sí, mamá —asintió Miguel.

—No sé si te van a echar, pero te van hacer la vida imposible.

—Te digo —la voz de Miguel sonó definitivamente seria— que estoy sin laburo, sin un mango… Que no me vengan a romper los huevos, te lo adelanto, que no me vengan a romper los huevos.

Era la vecina de abajo.

Estaba con el mismo tapado largo y marrón y la cartera colgada del hombro izquierdo. Pero ahora la mano derecha no ceñía la correa de la cartera sino que se apoyaba abierta sobre el pecho. Respiraba con dificultad.

—Le informo —jadeó dramáticamente— que estoy con una alergia terrible. Y esta alergia, me lo dijo el doctor Martínez Allende, se la debo a los pelos de su perro. Los pelos de su perro están por todas partes y se me meten en los pulmones. Para no hablarle del olor que tiene ese animal, que se siente desde la calle. Así que vaya pensando rapidito qué va a hacer con ese perro…

—Lo voy a pensar, señora —Miguel se dispuso a cerrar la puerta.

—O si no… —elevó la voz la señora de Manrique en un tono de franca amenaza.

Esto sublevó a Miguel, que volvió a abrir, desafiante.

—¿O si no qué? —gritó.

—O si no, tenga cuidado —la voz de la vecina era un cuchillo— porque el boxer de un tipo que vivía en planta baja le rompió la paciencia a todo el mundo ladrando y ladrando y un día lo encontraron muerto en el patio de abajo, envenenado.

Miguel trató de regularizar su respiración para que su argumento fuese más claro.

—Escúcheme, señora —casi deletreó al fin— yo estoy armado. Tengo un chumbo en mi mesita de luz. Y sepa bien esto: si a mi perro le llega a pasar algo, lo que sea, yo voy a su casa y a usted le meto un cuetazo en el balero, bien en el centro del balero, y después lo hago cagar a su marido, y después la recontracago a balazos a la imbécil de su hermana… Usted sabe que yo no soy normal, ¿no?

Miguel, aún con el temblequeo que le recorría todo el cuerpo por el intento de controlarse, advirtió, complacido, cómo la señora empalidecía hasta ponerse completamente blanca, antes de girar como un trompo y salir huyendo escaleras abajo.

Una vez más, era el portero.

—Flaco… —otra vez el tono conspirativo—. ¿Vos tenés un arma acá?

—Sí. Un cuchillo de postre.

—No, oíme… ¿Vos le dijiste a la vieja de abajo que tenés un arma?

—No sólo le dije que tenía un arma —Miguel seguía fiel a su costumbre de no abrir del todo la puerta—. También le dije que la iba a recontracagar a balazos a ella, al marido y a la hermana.

—¿Vos estás en pedo, Flaco? —se frotó la pelada el portero—. Te va a denunciar a la policía por amenazas. Te aseguro que lo va a hacer. Me lo dijo.

—La hija de puta me dio a entender que me podían envenenar el perro. Me lo dio a entender claramente. Yo también lo puedo tomar como una amenaza. Y además, no tengo ningún arma. Qué mierda voy a tener… Y si la tuviera, si está declarada… ¿Está prohibido tener un arma? Puede ser para defensa personal…

—Cada vez la embarrás más, Flaco. Vos sos un tipo piola, educado, podrías comprártela a la vieja haciéndote un poco el simpático, negociando, haciendo de cuenta que le hacés caso… Es hinchapelotas, pero no es mala.

—Me vino a amenazar.

—Lo que pasa —el portero se pegó con la franela sobre la palma de la mano izquierda— es que yo creía que esto era nada más que un clásico quilombo entre vecinos. Pero si ya se mete la policía, la cosa se complica… Yo te digo.

Miguel cerró la puerta y se desinfló sobre el colchón, apoyando la espalda contra la pared. Miró a Pepe.

—Han puesto precio a tu cabeza —Pepe, como siempre, apartó la vista—. Te estoy bancando en la clandestinidad. Podría entregarte a los federales. No he visto ninguna señal de gratitud de parte tuya. También podrías abandonar la casa para no comprometerme. Escaparte cuando yo abra la puerta. Volver a la calle de donde te rescaté…

Ahora sí, Pepe lo miraba, sentado, las cejas fruncidas, las orejas bien estiradas hacia atrás, como para entender mejor las palabras de Miguel.

—Vení —dijo Miguel.

Era el esposo de la vecina de abajo.

—Cómo le va —saludó, inesperadamente amable, el abogado. Unos sesenta y cinco años, bajo, rubio, ya casi enteramente canoso, con arrugas a los costados de la boca de tanto sonreír—. Soy el doctor Manrique, de acá abajo. Me contó mi mujer —continuó, expeditivo—. Usted sabe que hay leyes, hay reglamentos. Y aunque algunos son ridículos o antojadizos o legislan con argumentos del virreinato, tenemos que atenernos a ellos para poder convivir en sociedad. Un mínimo de orden y de acatamiento a las reglas nos preserva del caos.

—¿Usted viene por lo del perro? —lo cortó Miguel. No le resultaba del todo antipática la figura de su visitante.

—Exactamente.

—Bueno… Recurra a un abogado porque no pienso transar. A un buen abogado —puntualizó Miguel, con sorna.

El abogado se sonrió.

—No —dijo—. Por favor, no vamos a caer en eso. Usted sabe que al final los abogados se quedan con todo. Hay otras formas, más civilizadas…

—La carne con vidrio molido, por ejemplo.

—No. Usted está viviendo acá porque se lo prestó un amigo que alquila este departamento. Es fácil hablar con el propietario del departamento para que no le renueve el alquiler a su amigo.

Miguel se mordió el labio inferior.

—Y su amigo —siguió el abogado, pulcro— tiene que renovar el contrato dentro de pocos meses.

Miguel percibió el agobio.

—Habría un paso intermedio —agregó el abogado— llamarlo al amigo suyo a Barcelona y comentarle los problemas que se han dado acá con ustedes y el perro. Obviamente en la inmobiliaria tienen el número. ¿Su amigo, Javier Escalada, sabe que usted tiene un perro?

—Sabe —mintió Miguel.

—Le dejo la inquietud. Espero algún gesto de colaboración suya. Mi esposa le comunicó a usted lo de su alergia, pero no advertimos que usted se haya dado por aludido.

El doctor hizo un gesto de despedida con la mano, como si fueran amigos de siempre. Y se marchó.

Miguel recién se acercó al mostrador cuando se fue la señora del loro.

—¿Qué son? —preguntó señalando una de las jaulas.

—Martinetas —dijo el dueño. Se respiraba un olor fuerte y mezclado.

—¿Qué tenés para el olor de los perros? —preguntó Miguel.

—¿Qué perro es el tuyo?

—Perro… perro —sacudió los hombros Miguel, como reafirmando la obviedad.

El hombre se dio vuelta y de un estante bajó una cajita. La puso sobre el mostrador, la abrió y sacó un frasco con gotero.

—¿Se rasca mucho? —preguntó—. ¿No te fijaste si tiene algún eczema?

—No tiene nada.

—¿Lo bañás seguido?

Miguel dijo que sí.

—¿Y qué pasa, tiene mucho olor?

Miguel le contó lo de la vecina, lo del supuesto olor en el ascensor, lo del pelo de Pepe que no la dejaba respirar, lo del marido abogado. Se dio cuenta de que tenía ganas de hablar, que a alguien se lo tenía que contar, desahogarse al menos.

—Es increíble los quilombos en que se puede meter uno por los bichos —dijo el veterinario luego de explicarle cómo se aplicaba el medicamento y después de haberle metido la caja en una bolsita de plástico—. Te imaginás que yo, acá, escucho montones de esos problemas. Gente que se ha tenido que mudar por un perro, perros que han mordido a un vecino, tipos que han matado a sus mascotas antes que abandonarlas.

—No me digás —se espantó Miguel.

—¡Cómo! Acá vino un loco a pedirme que sacrificara a dos manto negros porque se tenía que mudar a un departamento chiquito y no podía llevarlos.

—¿Y vos lo hiciste?

—Ni en pedo. Lo saqué cagando. Yo trabajo de curar a los animales, no de matarlos. Después me enteré de que fue al pedo, el tipo los mató a balazos. Era una especie de nazi, de esos que crían perros de guardia, malos, agresivos. No era tan impensable que los matara. Yo, es verdad, a veces sacrifico animales porque están muy viejos o muy jodidos o muy enfermos. Para que no sufran. Mirá.

Antes de que Miguel pudiera decir nada, el hombre corrió la cortina que separaba el pequeño salón de atención con el depósito y le mostró a Miguel una bolsa de plástico verde con la marca de una boutique del barrio. La bolsa estaba volcada de costado sobre una mesa y de ella salían las patas traseras de un perro marrón, bastante chico.

—Tenía como dieciséis años. Le puse una inyección. ¿Querés verlo? —preguntó el hombre, con cierto sentido macabro.

—No, dejá —rechazó Miguel, tratando, de todos modos, de no ser demasiado descortés—. Pero… ¿qué hacés ahora? ¿Lo vienen a buscar?

—No. Es gente que prefiere no verlo así. Yo me ocupo de todo. Lo entierro, se lo doy a los muchachos de la basura, ya veré…

Miguel se quedó mirándolo. Después, como en cámara lenta, tomó la bolsita con el medicamento para Pepe.

Era otra vez el portero.

—Flaco… —dijo algo alterado, hasta divertido podía decirse, pero siempre cómplice—. ¿Vos le dejaste… fuiste vos no es cierto…, vos le dejaste, a la vieja de abajo… —Se meneaba como siguiendo una música tropical lenta—… un paquete en la puerta del departamento…? —Alargaba el discurso, fraccionándolo en párrafos cortos, como si temiera llegar al final—… ¿Un paquete con un perro muerto adentro?

—¿Yo? —protestó Miguel con una sonrisa.

—Vos no sabés el quilombo que armó la vieja —hizo sonar un aplauso el portero mientras se mordía el labio inferior—. ¿No la escuchaste?

Miguel volvió a negar, siempre sin soltar la puerta, que mantenía entreabierta.

—La vieja está loca —dijo—. La visitan fantasmas.

—¿No escuchaste los gritos que pegaba? Salió al pasillo gritando y bajó al palier. Me dijo que le tocaron el timbre y que cuando salió casi pisa una bolsa con un perro muerto adentro. ¿Es el tuyo, es el perro tuyo?

—Yo no tengo perro —volvió a negar Miguel—. Nunca tuve. Y menos ahora.

El portero lo miró un instante, como midiéndolo, pero una sonrisa le jugaba en la comisura derecha de los labios.

—La cuestión —dijo— es que ahora me tengo que hacer cargo yo. La vieja me dijo que me ocupara del cadáver. Mirá qué changa.

—Tenés incinerador. ¿Sigue habiendo incineradores?

—No te hagás problemas, Flaco —el portero parecía, al fin, resignado—. Yo me ocupo. Como siempre.

—Vos tampoco te hagás problemas —recomendó Miguel antes de cerrar la puerta suavemente—. Muerto el perro, se acabó la rabia. Eso sí, por fantasmas no respondo.

Miguel se dejó caer sobre el colchón. Lo miró a Pepe, sentado a su vez en su rincón, sobre los papeles de diario.

—Hacete el boludo, vos —le dijo.

Pepe miró hacia otro lado.