CLON

La comunidad científica internacional se sacudió ante las declaraciones del doctor Paulo Ferrari al periódico especializado suizo La Hipófisis, de Berna.

—En la investigación sobre clonación humana —manifestó el hematólogo, neurólogo, golfista y anestesista rumano—, no hay ningún país en el mundo que esté más adelantado que Pelafustán.

Su aseveración escandalizó a las parroquias médicas de los países más desarrollados. ¿Cómo era posible que un mínimo país perdido en un enclave de los montes Urales y desprendido de la atomización de la Unión Soviética, con superficie equivalente a la quinta parte de la de Suecia, pudiera hallarse a la cabeza de las complejas investigaciones sobre clonación humana?

—Hasta hace veinte años nomás, Pelafustán no existía —salió a la palestra el investigador belga Raúl Castro—, y hace sólo quince su cancillería rogaba a las Naciones Unidas que lo reconociera al menos como «caserío». Me inclino más a pensar en uno de los acostumbrados apresuramientos de mi eminente colega Ferrari, quien ya años atrás anunció con bombos y platillos el descubrimiento de una vacuna contra el mayor flagelo que sufre la humanidad: la calvicie. Estimo que a Ferrari, más que «eminente» habría que catalogarlo de «inminente» porque siempre se dice que es inminente su postulación al Nobel de Medicina o al Oscar de la Academia, cosa que nunca se produce.

El ácido comentario de Raúl Castro puso de relieve dos planos: el lógico escepticismo general ante la aseveración del doctor Ferrari y el permanente estado de celos entre médicos y científicos de diferentes escuelas.

—Suena cuando menos sorprendente —se sumó a la controversia el rector de la Universidad Autónoma de Mérida, México, doctor Elías Mendoza— que un país no emergente sino sumergido como Pelafustán pueda desarrollar una tecnología de punta, cuando su principal exportación y fundamental recurso económico son las piedras, rocas y cascotes de su suelo desértico para emplearlos en algunos países europeos como lastre en globos aerostáticos de publicidad. Su otra artesanía doméstica es una bebida cola a base del níspero, la fruta nacional, que todavía no ha logrado colocar en el mercado mundial. Con esto no pretendo avalar las críticas de mi prestigioso colega Raúl Castro dirigidas al doctor Ferrari, ya que Castro nos adeuda una autocrítica por sus experimentos con ratas, ratones, nutrias y voluntarios esquimales.

La polémica instalada en torno al real potencial del casi desconocido país, limítrofe con Kazajistán, Afganistán, Azerbaiyán, etc., llevó a muchos cronistas especializados a buscarlo en el mapa, para encontrarse con la sorpresa de que allí no figuraba.

—Esto sucede —nos asesora la mochilera portuguesa Isabel Rojas— porque quien maneja los destinos de ese país de opereta es el dictador vitalicio Rubén Juárez, que ha pagado grandes fortunas al Instituto Internacional de Geografía Política de Bruselas para que Pelafustán no aparezca en la cartografía universal.

El dato aportado por Isabel Rojas trajo a la prensa mundial por primera vez el nombre de este político de ascendencia mongola. Pero quien seguramente puede aportar más detalles sobre todo este proceso político-medicinal es el médico del ejército argentino Hernán Oliva, dado que, integrando el cuerpo de Cascos Azules de la ONU, estuvo destacado en Pelafustán durante casi seis meses. Por una casualidad, su residencia en aquel ignoto país de los Urales coincidió con el primer y sorprendente resultado en materia de clonación humana.

—La ONU —relata el doctor Oliva— decidió enviar Cascos Azules a Pelafustán debido a las revueltas que se habían producido en ese país contra el presidente Juárez. Coincidió con el envío de un destacamento de Aureolas Albas desde el Vaticano para investigar, y si fuera necesario intervenir, en los adelantos sobre clonación a los que la Iglesia se opone.

La preocupación de las Naciones Unidas no pareció ser excesiva, ya que el médico argentino Hernán Oliva es pedicuro, especialidad que no parece ser muy relevante en una misión de esas características.

—Sin duda para la ONU, el de Pelafustán no aparentaba ser un conflicto de alto perfil… —admite Oliva—. Es más, en principio, habían pensado en trasladarle el problema a Unicef que, como bien sabemos, se ocupa de los problemas de los niños. Unicef es el brazo armado de la pediatría. Y el hecho de que me eligieran a mí como pedicuro tiene una simple explicación: el mayor problema de salud que sufren los pelafustanes son los sobrehuesos plantares, callosidades de grado cinco y pie de atleta terminal, ya que son un pueblo de pastores acostumbrados a caminar en terreno agreste y pedregoso. La expectativa de vida de una uña del pie en un pelafustán, por ejemplo, no sobrepasa los cinco años. Y «La Uña Encarnada» es el nombre de la fracción de militantes chiítas que procura derribar al dictador.

Las convulsiones sociopolíticas de Pelafustán se originan, según un informe de la revista Time de noviembre, en las disputas entre los pastores de cabras y los ovejeros por los mínimos retazos de pasto que pueden hallarse en la región. Juárez proviene de una familia de ovejeros.

—Atribuí a su ascendencia ovejera —continúa el doctor Oliva— el hecho de encontrar varios monumentos a la oveja a mi arribo a Sultana, capital de Pelafustán. Mi sorpresa fue grande cuando descubrí que se trataba de monumentos a Dolly, la primera oveja clonada. Eso me dio una pauta de la importancia que se otorgaba allí a los adelantos genéticos. Es más, el ochenta por ciento de las mujeres nacidas en los últimos años se llama Dolly.

—Presumir que un país misérrimo como Pelafustán puede liderar la investigación genética —se suma a la polémica el diseñador industrial italiano Marco Georgio— es como suponer que algún protectorado del África profunda puede construir un coche de Fórmula Uno o un avión de combate supersónico de última generación.

La pregunta del millón, entonces, es la siguiente: ¿cómo es posible que una economía, en apariencia, tan endeble y primaria, permita obtener tales logros científicos?

La respuesta vuelve a brindarla el pedicuro argentino Hernán Oliva.

—Pelafustán tuvo un par de golpes de suerte —informa—. En primer lugar, el descubrimiento de que su bebida tradicional, una sidra agria con tremebunda graduación alcohólica y desgasificada, que obtienen de la fermentación del yogurt de leche de cabra, servía como combustible para las naves espaciales soviéticas. Este hallazgo se debió a una funesta confusión que tuvo Ivan Ivanoff, el malogrado astronauta caucásico, en un bar con karaoke de Moscú. El otro golpe afortunado fue alquilar un sector estratégico del territorio para establecer una base misilística norteamericana. En principio, la idea parecía fantástica. El dictador Juárez cedió, a cambio de una cantidad desmesurada de millones de dólares, el interior hueco de un volcán dormido, el Chamuscán. No olvidemos que se trata de un país montañoso. Era un sitio perfecto porque, incluso, contaba con la boca del volcán para lanzar los misiles por allí. Pero posiblemente el ruido de la primera prueba con un Patriot despertó al volcán, que entró en erupción. El gobierno de los Estados Unidos ocultó a la opinión pública la catástrofe, que costó más vidas que la intervención en Angola. Para no agitar más las aguas, se abstuvo de reclamar a Pelafustán la devolución de un solo dólar. Esa fortuna posibilitó el crecimiento, en torno al dictador vitalicio, de una minúscula y selecta clase alta con acceso a todo tipo de modernidades, lo que convirtió el centro comercial de Sultana en un sitio que nada tenía que envidiar a París o Londres.

—El acercamiento con los Estados Unidos no sería gratuito para el dictador pelafustán —nos asesora el general Pedro García, experto en Contrainsurgencia—. Juárez comenzó a recibir amenazas contra su vida: lo condenaron a muerte el grupo palestino Septiembre Negro, la Dina israelí, la ETA, el Baader Meinhof alemán, el movimiento polisario malayo, los rebeldes corsos, las FARC colombianas, Sendero Luminoso del Perú, los cuadros armados del subcomandante Marcos de México, el Frente Sandinista de Liberación nicaragüense, los Khmer Rojos de Camboya, el Hezbolá palestino, las Brigadas de Orgullo Gay brasileñas, el Movimiento Moderador checheno (que proponía, fundamental y dogmáticamente, beber con moderación), la agrupación Barrios en Lucha de Uruguay y hasta un grupo heavy metal panameño que comía ratones vivos sobre el escenario.

Juárez, pese a su omnipotencia, comprendió que su situación no era fácil. Y empezó a evaluar la posibilidad de la clonación para perpetuar en el poder a una réplica suya. Había seguido con particular interés el éxito científico de la oveja Dolly, pensando que podía aplicarse en su país para acrecentar sus rodeos, pero ahora estimaba factible utilizarlo en su propio provecho, previendo que alguna de las tantas facciones que lo amenazaban se saliera con la suya. De ese modo, ante los múltiples peligros que se cernían sobre su cargo, solicitó la intervención de los Cascos Azules.

—Entonces viajamos nosotros —prosigue el doctor Oliva—. Apenas llegamos y nos instalamos en nuestro campamento, recibí una invitación oficial del propio presidente para reunirme con él en el palacio de gobierno. Me sorprendió la distinción de que me hacía objeto, ya que soy un humilde pedicuro de Infantería del Ejército. Pero me dijeron que en Pelafustán había siempre una avidez mayúscula por contactarse con los extranjeros. Rumbo al palacio me señalaron una estatua, casi tan importante como el monumento a la oveja Dolly, en homenaje al Turista Desconocido, que recordaba el paso, décadas atrás, de un turista japonés que pasó por Pelafustán al confundirla con Andorra y salió a escape sin darse a conocer siquiera en la recepción de su hotel. Juárez me recibió en su despacho, acompañado del hombre asignado para llevar adelante el intento de clonación del gobernante: un veterinario pelafustán de enorme experiencia en triquinosis y embriones congelados. Juárez era un hombre de unos setenta y cinco años, portaba un evidente peluquín rojizo y su altura no superaba el metro cincuenta y tres. Lucía uniforme militar, rotundos bigotes negros al estilo pelafustán y estaba notoriamente excitado ante la inminencia del final del experimento. Recuerdo que hablamos con su profesional sobre artículos acerca de la clonación que habíamos leído en revistas especializadas, sobre inseminación in vitro, embarazos múltiples, moquillo, brucelosis y conductas poco previsibles de las cabras. Yo intenté aportar algo al proyecto esgrimiendo mis teorías sobre entorsis de tobillo y espolón plantar.

El pedicuro continuó su relato:

—«Faltan apenas días para que se concrete este enorme logro de la tecnología pelafustana», me dijo el dictador vitalicio, casi palmoteando como un chico, que lo parecía por su altura. «Sorprenderemos al mundo con la concreción de una réplica exacta de mi persona, agregó, elaborada a mi imagen y semejanza, para que se haga cargo del poder el día en que yo no esté. Esto me tranquiliza ya que no sé qué puede ser de este pueblo sin mi conducción. Es sabido que no tengo sucesión ni hermanos: los dos que tenía murieron hace años en trágicos accidentes. Pero, aún si los tuviera, ninguno podría ostentar la capacidad que sólo confiere la experiencia para manejar un país de tanta complejidad y sensibilidad como éste».

No sólo el doctor Oliva puede atestiguar sobre el día en que fue presentado públicamente el clon del dictador vitalicio. Quizás por vez primera algunas publicaciones del Primer Mundo se dignaron cubrir el acontecimiento anunciado desde el poder pelafustán. «Dictador vitalicio presenta hoy clon de sí mismo», tituló Le Monde. «Desfachatado intento de gobernante asiático por perpetuarse en el poder», denunció The Sun.

—El día de la presentación del clon —relata el doctor Oliva, consciente de haber sido testigo privilegiado de un hecho histórico—, el teatro Salín de Sultana, con capacidad para dos mil personas, estaba repleto. Yo, con mi brigada de Cascos Azules, me encontraba en las primeras filas, junto al contingente de Chipre. Brillaban por su ausencia los Aureolas Albas del Vaticano. En franca oposición al adelanto genético, se habían atrincherado en una meseta elevada de los montes Urales y afirmaban que resistirían allí, como los judíos en Masada, hasta que todas las probetas fueran destruidas. Sobre el escenario, enceguecedoramente iluminado, estaba sentado Juárez junto a su esposa Grunilda, ansioso y conmovido. A su lado, de pie, el doctor Fulano y una presentadora oficial. Atrás de ellos, un telón rojo cubría todo el fondo del escenario. Pensé que Juárez ya debía conocer el resultado exitoso del experimento. De lo contrario no iba a arriesgarse a pasar una vergüenza enorme ante la prensa mundial. Sin embargo, su nerviosismo parecía sincero. Tal vez le habían informado del éxito del experimento pero no había visto personalmente el resultado.

Tras un breve discurso del doctor Fulano sobre el enorme salto cualitativo que había dado la ciencia pelafustana al colocarse entre los países líderes del mundo, la presentadora oficial anunció, señalando el telón, que conoceríamos al clon del dictador vitalicio. Juárez no pudo contener su ansiedad y se puso de pie restregándose las manos y haciendo más evidente su corta estatura. Para mi sorpresa, desde atrás del telón, y destacada su figura por un foco seguidor, apareció un hombre alto, elegante, erguido y muy buenmozo. El único punto de contacto que tenía con Juárez era la ropa, pues lucía el mismo modelo de traje de lamé gris platinado con algunos reflejos verdes y la misma corbata de seda, que brillaba como si fuera de lata. Hubo un «ohh» de asombro y admiración entre el público. El clon tenía un pelo rojizo similar al de Juárez pero con un jopo enorme tipo Elvis Presley, y largas patillas. Ojos verdes muy grandes, nariz chica y respingada, finos bigotes negros, boca pequeña y una mandíbula grande y prominente. Calculo que su altura era de 1,90, centímetro más o menos.

Escuché decir a mis espaldas a una señora que se había puesto de pie: «¡No puedo creerlo, son idénticos!». Y así siguieron los comentarios: «¡Son dos gotas de agua!», «¡No podría diferenciarlos si los encuentro por la calle!», «¡Jamás pensé vivir para ver algo como esto!».

Juárez, con lágrimas en los ojos, se volvió hacia el público y gritó: «¡Es como si me estuviera mirando en un espejo!». Luego, algo más calmo, anunció que triplicaría el presupuesto destinado a investigaciones científicas y que ya nadie tendría que preocuparse pensando en su sucesión.

La saga de la clonación del dictador vitalicio Rubén Juárez no volvió a acceder a los titulares de los diarios hasta que el científico Mengano alborotó el avispero con sus declaraciones sobre el liderazgo de Pelafustán.

No trascendió, por ejemplo, la versión de que el clon de Juárez no era otro que un mediocre galán de telenovelas, muy reconocido en la farándula armenia a quien se apodaba como el «Bello Melián». Aparentemente, el actor habría aceptado representar el papel de clon del dictador a cambio de una elevadísima renta vitalicia que le aseguraría un buen pasar.

—Volví a Pelafustán el año pasado —dice el doctor Oliva— a cumplir con el compromiso de dictar charlas sobre cutículas rebeldes en la Universidad de Sultana. Supe que Juárez y su clon se alternaban en las apariciones públicas sin que nadie, pero nadie, notara la diferencia.