Este es Tatiano Maiore. Tatiano es un argentino que ha venido a Italia por cuestiones de trabajo, empleado jerárquico de la sucursal en Buenos Aires de una empresa milanesa de artículos para el hogar. No es la primera vez que Maiore viene a Milán, pero sí es la primera que decide visitar el pueblo de sus abuelos. Como ven, ha alquilado un Fiat Bambola. Ahora, antes de salir a la ruta, abre la ventanilla y nos dice:
«El pueblo de mi abuelo Curzio está en medio de la campiña lunfarda, en medio de la Lunfardía. Mi abuelo Curzio siempre me habló de su pueblo, Reggia della Jobata, donde nació y vivió hasta los diecinueve años, cuando se fue a la Argentina. El abuelo tiene ahora noventa y tres años y siempre me insistía en que yo debía conocer Reggia della Jobata. Por alguna razón difícil de explicar, él nunca lo hizo. Me dice que su corazón no podría soportar tantas emociones al reencontrarse con el lugar donde pasó sus primeros años. Y ahora, discúlpenme, porque quiero estar en Reggia della Jobata a eso del mediodía, cosa de poder volverme a Milán antes de que oscurezca».
Tatiano Maiore ha consultado en su hotel de Via Ariberto la forma de llegar a Reggia della Jobata que, como todos sabemos, está apenas a una hora de auto desde Milán. Tendrá que pasar por Busarda, Issa, Yiro dei Fiolo, Llotivenco y, lo estamos viendo, tomar la autopista a Trieste para desviarse luego hacia su destino. Pero Tatiano Maiore está alegre por su próximo reencuentro con sus ancestros. Y nos quiere seguir contando. Cuidado, Tatiano, que esa curva es algo peligrosa.
«Y yo le creo, porque mi abuelo Curzio, como tantos italianos, como tantos lunfardos, es puro corazón, pura emotividad y, aunque es fuerte como un caballo, tanta emoción podría matarlo. Lo cierto es que mi padre, Antonio, tampoco ha venido nunca a conocer la tierra de sus mayores. Y no habrá sido por falta de oportunidad ni de dinero porque, afortunadamente, los de nuestra familia, primero en el campo, después con la rotisería y finalmente con mi contribución derivada del trabajo en la fábrica, hemos acumulado un cierto capital».
Sinceramente, no es mucho movimiento el que uno puede encontrar en Reggia della Jobata poco después del almuerzo. La mayoría de los hombres están en el campo, ocupados con la recolección del níspero y de la uva, y las mujeres andan metidas en sus casas lavando los platos o ayudando a los hijos en las tareas de la escuela. Maiore circula lentamente por Piazza del Quía, la plaza principal, sin encontrar a nadie hasta que finalmente da con un bar abierto.
Mientras estaciona el Fiat Bambola, comenta:
«Aquí podrán darme alguna referencia para localizar a alguien de mi familia».
¿Quién está en el bar de Giuseppe, a esta hora del día? Por supuesto, Giuseppe, detrás del mostrador, haciendo las cuentas, y también Bartolo, lavando los vasos. El bar es chico, pero hay sólo dos mesas ocupadas. En una, la que vemos cerca de la puerta, dos hombres mayores toman café con grappa y juegan al dominó. Fuman, visten de negro, y no parecen tener nada que hacer. En otra, más al fondo, más en la oscuridad, una vieja de pañuelo en la cabeza, también de negro, bebe fernet con ginebra y mastica trocitos negros de licorizia.
—¿Se puede entrar? —pregunta Tatiano Maiore, aún la llave del auto en la mano, desde la puerta, algo intimidado por lo silencioso y desolado del local. También por la penumbra ya que, afuera, la luz del sol enceguece:
—¿Están cerrando?
Giuseppe niega con la cabeza, sin dejar de fregar la superficie del mostrador con un trapo.
—Vengo de la Argentina —dice Maiore, unos pasos frente al mostrador— y busco a alguien de mi familia.
—¿Cuál es su familia? —pregunta Giuseppe.
—Maiore. Mi nombre es Tatiano Maiore.
Giuseppe se yergue, deja de fregar el estaño del mostrador y mira a Maiore. Maiore advierte que, a sus espaldas, los dos hombres de negro dejaron de jugar al dominó y lo están mirando. Se abre un silencio solamente matizado por una musiquita pimpante que, a muy bajo volumen, llega desde un televisor ubicado en un estante elevado que no vimos al llegar.
—Maiore —repite Tatiano, algo incómodo, temiendo que no lo hayan escuchado— todos los Maiore provenimos de Reggia della Jobata.
Como vemos, Bartolo, más allá, también ha dejado de lavar las copas, pero mantiene una, aún húmeda, sobre su panza. De la vieja, al fondo, todavía no sabemos nada.
—¿Me entienden lo que pregunto? —vacila Tatiano, tocando el mostrador con su mano derecha; es algo tímido, y el silencio siempre lo incomoda.
«Cuando uno está en el extranjero —nos explica ahora, volviéndose hacia nosotros— siempre teme que no le entiendan. Aunque yo manejo esta lengua como la mía, como el castellano. Es cierto que no es italiano propiamente dicho, es una mezcla con el dialecto de aquí. Pero crecí escuchándoselo hablar a mis abuelos y a mis padres. No se difundió mucho en la Argentina porque trascendió al convertirse en idioma carcelario. Y eso a causa de un famoso delincuente lunfardo, el Tano Fuleria, Gian Carlo Fuleria, que murió en la cárcel de Devoto, muy pero muy compinche del Petiso Orejudo».
Ahora Giuseppe vuelve a limpiar con el trapo el estaño de su mostrador, pero más lentamente, como absorto, el entrecejo fruncido.
—Maiore… —repite—. Maiore —y menea la cabeza, de izquierda a derecha, como negando— acá no ha habido nunca ningún Maiore.
Tatiano está desconcertado. A la derecha de Giuseppe, algo más atrás, el gordo lavacopas también niega con la cabeza. Y en la mesa cercana a la puerta hacen lo mismo los jugadores de dominó. Tatiano se vuelve a mirarlos y los dos jugadores de dominó enarcan hacia abajo las comisuras de los labios, adelantan los mentones, teatralizan que no saben nada.
—¿Cómo? ¿Nunca ha habido acá ningún Maiore?… —gira Tatiano sobre sí mismo, aturdido. Y debemos comprenderlo: toda una vida escuchando hablar a sus mayores de Reggia della Jo— bata como la tierra de origen, el paese natal, y ahora le dicen que nunca existió allí ningún Maiore.
—Puede ser, no sé… —se apiada el dueño del bar—. Tal vez mucho tiempo atrás.
—Mi abuelo se fue de aquí en 1896 —calcula Tatiano. Giuseppe se encoge de hombros, desentendiéndose.
—El Registro Civil —apela Tatiano—. ¿Dónde está el Registro Civil? Allí tiene que haber constancia de partidas de nacimiento, de defunción.
—Está acá enfrente. Cruzando la plaza —dice Giuseppe—, pero ya cerraron. Cierra a las dos de la tarde.
—¿Y a qué hora abren?
—Mañana a la mañana. Desde las ocho.
Tatiano piensa, golpeteando los dientes como si estuviera comiendo algo. Escucha a sus espaldas cómo los dos hombres de negro de la mesa de dominó se levantan, saludan y se van.
—¿Dónde hay un hotel?
—¿Un hotel? —repite Giuseppe, como si hubiera tantos.
—No —cambia de parecer Tatiano—. Primero voy a comer algo. ¿Qué hora es? ¿Se puede comer algo?
—Conejo no hay —se adelanta Giuseppe, señalando con el mentón el pizarrón que está a la entrada, donde se anuncia escrito en tiza con letras desparejas: «Conejo a la cazadora».
—No iba a comer conejo. Algo liviano, rápido.
—Todavía no vinieron a traerme —insiste en aclarar, Giuseppe—. Hay veces que no cazan nada.
Tatiano pide un sándwich de jamón y queso, en pan casero, y una gaseosa. Se sienta frente a una de las mesas. Giuseppe ya no lo mira. Está acodado sobre el mostrador y observa el televisor en lo alto que, siempre en bajo volumen, sigue mostrando un programa muy tonto de entretenimientos para niños. El gordo ha desaparecido por la puerta tras el mostrador, sin duda para hacer el sándwich.
Ahora Tatiano está comiendo. Nos quiere comentar algo, pero tiene la boca llena. Y, ya vemos, la vieja de atrás se ha levantado y camina hasta pararse junto a Tatiano. Es muy bajita, viste toda de negro, pañuelo en la cabeza incluido, y fuma un cigarrito oscuro y pestilente.
—¿Se va a quedar más tiempo? —pregunta. Tatiano la mira, algo sorprendido. Se apresura a tragar su bocado.
—No sé —duda—, pienso que sí… No tengo mucho tiempo… pero vine con tanta ilusión de conocer esto y, más que nada, de encontrarme con mis familiares, que me da no sé qué irme así. Sin haber encontrado a nadie… ¿Usted no conoce a ningún Maiore?
La vieja niega con la cabeza. Sobre el labio superior exhibe unos considerables bigotes.
—¿Cómo es posible? —refunfuña Tatiano—. ¿No sabe a quién puedo preguntarle?… Tome asiento —e invita a la vieja, que permanece parada.
—No vale la pena.
—¿No vale la pena qué?
—Quedarse acá. Nadie le va a decir nada.
—¡Qué boludo! —Maiore se aprieta el entrecejo con los dedos de la mano derecha, como si hubiese recordado algo— el cementerio… ¿Dónde está el cementerio?
—Tampoco hay hoteles.
—Debe de haber un cementerio, tiene que haber un cementerio… ¿Dónde queda el cementerio, señora?
Tatiano Maiore nos mira, por sobre el hombro.
«Me había olvidado del cementerio —nos dice—, y eso es más seguro que el Registro Civil. Mi abuelo me había pedido que fuera a visitar las tumbas de nuestros mayores».
—El cementerio —la vieja señala con la mano del cigarro— queda hacia allá, saliendo por Corsa Percanta…, pero a esta hora ya está cerrado.
—¿El cementerio? —Tatiano ahora monta en cólera ante tanta negatividad—. ¿Cerrado, el cementerio?
—Y esto, después de las seis, tiene poco movimiento… No sé si le conviene quedarse…
Dos hombres, uno joven y otro maduro, entran ruidosamente al bar. Uno tiene gorra y el otro, sombrero de ala ancha. Ambos lucen botas, chalecos y pañuelos al cuello. El más veterano trae una escopeta de dos caños y un bolsón abultado colgando de un hombro.
—Maiore —anuncia, denuncia o pregunta el de bigotes, el mayor.
Giuseppe, al verlo llegar, se ha alejado un par de pasos hacia atrás del mostrador.
Tatiano Maiore se endereza sobre su silla como sacudido por una vibración eléctrica. Se pone de pie, insinuando una sonrisa. Cree adivinar en los ojos de ese hombre que lo nombra, el mismo color de los ojos de su abuelo. No advierte que la vieja, como una sombra, se ha deslizado hacia atrás, quizás rumbo a su mesa.
—¿Maiore? —indaga Tatiano apuntando con el dedo al pecho del más veterano de la pareja—. Yo soy Maiore —se presenta— Tatiano Maiore, hijo de Salvador y nieto de Curzio, que se fue de aquí hace muchísimos años.
El hombre de la escopeta alza su arma y la dispara dos veces contra el estómago de Tatiano. Los disparos revientan dentro del local como dos cañonazos. Luego vuelve un silencio que no es mucho mayor que el silencio que reinaba antes, sólo perturbado por la musiquita tonta y saltarina del televisor.
Antes de que se disipe el humo, el hombre de la escopeta saluda a Giuseppe tocando apenas el ala de su sombrero con el dedo índice de su mano derecha. El joven, por su parte, apenas inclina su frente, despidiéndose. Y se van.
Gelsomina Scruchante pasa por encima del cuerpo de Tatiano con agilidad poco esperable para sus años. Antes de salir del bar gira hacia nosotros y nos dice, esgrimiendo en el aire su cigarro maloliente.
—Curzio Maiore mató a Marchello Morlaco, que había matado a Severino Maiore porque Severino Maiore había deshonrado a Antonella Morlaco. Por eso Curzio, que era muy buenmozo, escapó cobardemente a América, cosa que no le perdonaré nunca. Y los Morlaco no olvidan. No olvidan los Morlaco.
El olor a pólvora ya se está disipando. Giuseppe ha salido a la puerta a llamar a los carabinieri. La musiquita tonta del televisor da paso al carrusel con las noticias.