Les dije que soy descendiente directo de Cristóbal Colón. Es así: la madre de Cristóbal Colón se llamaba Susana Fontanarrosa. Y cualquiera podría suponer que su apellido se escribía Fontanarossa, que suena más italiano, y que al llegar a la Argentina a algún descendiente inmigrante le cambiaron la forma de escribirlo. Hay miles de casos así, especialmente entre los que venían de los países árabes, con esos apellidos tan complicados y la manera confusa de comunicarlos a las autoridades migratorias.
Como es lógico, los empleados que recibían en aquella época a miles y miles de inmigrantes intentaban simplificarlos. Por eso, para nosotros todos los procedentes de países árabes son turcos. Supongo que nadie les entendía cuando querían explicar que provenían de Jordania, Palestina o el Líbano. Pero aquel Fontanarrosa que primero llegó a nuestro país venía sin duda galvanizado por el orgullo de descender directamente de Cristóbal Colón y gritó su apellido a los cuatro vientos e impuso de manera enérgica al escribiente que anotara con corrección y respeto su identidad: ese orgullo, creo, ha sido siempre un rasgo identificatorio de nosotros, los de Chiavari.
En realidad, yo nunca había reparado en que la madre de Colón era una de las iniciadoras de una familia que me incluye. Nunca tuve demasiado interés por mis ancestros. Quizás porque mis padres no me transmitieron esa curiosidad. Mi viejo, Berto, cuando alguna vez aparecía el tema de los abuelos, opinaba lo siguiente:
—Por lo que tengo entendido, todos los hombres de mi familia fueron ladrones. Y las mujeres, putas.
Había sí, recuerdo, una foto sepia de mi abuelo materno, casi un niño, con el uniforme de la Escuela Militar de Bordeaux. Pero esa era la rama materna, la francesa, elegante pero lejos del peso histórico de los Colón o Colombo.
Mi interés se despertó en mi preadolescencia, cuando encontré una doble página a color en la mítica revista infantil Billiken, con un retrato, una pintura lógicamente, de Susana Fontanarrosa. La venerable señora se hallaba sentada, en una apropiada media sombra, hilando en una rueca. Nuestra familia se convulsionó al descubrir que una pariente cercana nos incluía generosamente en una de las epopeyas más determinantes de la Historia.
—Raza de descubridores —afirmaba mi madre, emocionada al valorar mi hallazgo en el Billiken que, según ella, me ponía al mismo nivel que el Gran Almirante.
A pesar de eso, empecé a notar, con desagrado, que había una ignorancia y un desconocimiento generalizados de nuestra ligazón sanguínea con la familia del navegante. No excluyo a Italia. Tratado injustamente como turista común y corriente, tuve que suministrar mi nombre a las autoridades migratorias en Fiumicino, el aeropuerto de Roma. Mi presentación no ocasionaba ninguna sorpresa, ni abreviaba en lo más mínimo los trámites.
—Fontanarrosa… —solían repetir los oscuros funcionarios— bello cognome… —era lo único que se les ocurría decir.
Sin embargo, nuestros detenidos estudios del retrato de mamá Susana nos convencían cada vez más de nuestra ascendencia.
—Tiene los mismos ojos de Lilichu… —estudiaba el cuadro mi madre, entrecerrando los ojos, mientras alejaba un tanto el Billiken para ver mejor. Se refería a una prima mía que vivía en Tucumán— los mismos ojos…
—Y esta parte de la frente es de Morocha —señalaba Perla, mi hermana.
—No, no —disentía Maile, amiga de mi vieja—, esa parte es tuya, Perla. Poné la revista al lado de tu cara… y la posición… Yo creo que es tu viva imagen…
Perla procuraba imitar la postura de Susana, sin demasiada fortuna, dado que nunca había hilado y mucho menos sabía lo que era una rueca. Yo mismo, lo admito, durante mucho tiempo creí que la rueca era un animal de la familia de las cabras.
—Mirá —aportaba mi padre— aun si yo no supiera que existe esa relación directa entre Susana y nosotros, al ver este retrato no tengo dudas de que Susana es algo nuestro…
—Hay algo muy Fontanarrosa en ella…, algo muy de Maruca y hasta del Tolo… ¿No te parece?
De cualquier manera, mi conmocionante hallazgo en el Billiken no nos aportó más ventajas que las de que mi viejo, Berto, sorprendiera a los invitados en alguna cena en mi casa, o que Perla tapara la boca de sus burlonas compañeras de escuela mostrándoles la doble página central de la revista. En mi caso, yo era menos afortunado; mis compañeros de escuela, una banda de envidiosos y escépticos, no le prestaban más crédito a mi versión que la que podían darles a otras secciones del Billiken como Pi-pío o Pelopincho y Cachirula. Es más: llegaron a argumentar, hirientes, que Pelopincho y Cachirula eran mis bisabuelos paternos.
Quizás movido por el escepticismo general y los despectivos comentarios que recibíamos, mi padre fue el primero en iniciar una averiguación seria sobre nuestros antepasados. En un libro que alguien le prestó en una cena en la sede de la famiglia marchegiana encontró un par de líneas sobre los avatares de los Fontanarrosa.
Al parecer, nuestros parientes fueron originarios de Chiavari, muy cerca de Génova, en la Liguria italiana. Los primeros que llegaron a nuestro país se radicaron en Coronda, atraídos por la cosecha de la frutilla. Dada la cercanía de Coronda con Rosario, mi padre no tardó en trabar conexiones con esa ciudad y obtuvo referencias muy precisas sobre un Fontanarrosa afincado allí a mediados del siglo XX. Las referencias no fueron, empero, muy alentadoras.
—Este muchacho —nos informaría durante el almuerzo un Berto inusualmente apagado y cabizbajo— está preso en la célebre cárcel de Coronda desde hace veinticinco años por estupro, profanación de tumba, abuso deshonesto y cohecho.
Paradójicamente fue él, mi viejo, quien primero vislumbró la posibilidad de un rédito económico. Digo paradójicamente porque nunca se había destacado por tener olfato comercial; su única idea sobre un emprendimiento que hubiese podido darnos entradas adicionales fue sugerirme que pintara con esmalte sintético motivos playeros en el exterior de unas caracolas agregándoles la frase «Recuerdo de Monte Hermoso». Lo hizo acicateado por el regreso de mi hermana Perla de dicho balneario con muchas conchillas dentro de un frasco.
—No tengo ninguna duda —nos confió Berto— de que si nosotros reclamamos tierras, algo nos debe corresponder.
La idea se la había metido en la cabeza, nos confesó luego, un amigo suyo que poco tiempo antes había recibido un terrenito en Timbres como herencia de una tía absolutamente desconocida.
—Yo no digo todo el continente —escuchábamos calcular a nuestro padre, pensativo, y caminando descalzo y en calzoncillos por el patio del departamento—, pero bien podríamos quedarnos con Colombia o Venezuela, que no son países pretendidos por todos. O al menos, no tengo conocimiento de que vaya mucho turismo.
—Venezuela, Berto, Venezuela —recomendaba mi madre— allí hay mucho petróleo. En Maracaibo, por ahí, hay mucho petróleo. O Colombia, que por algo su nombre proviene de Colón o Colombo. Eso los compromete con nosotros mucho más.
El problema inicial era saber ante quién debíamos los Fontanarrosa reclamar lo que nos correspondía, al ser descendientes directos de mamá Susana, como ya la llamábamos familiar y cotidianamente. Mi viejo optó por consultar con un conocido que tenía una inmobiliaria, pero este lo desalentó al informarle que él sólo se ocupaba de vender terrenos en Alberdi y La Florida. Otra opción, aporté yo, era concurrir con un petitorio a la embajada de Italia. Mi hermana Perla, como siempre, puso el dedo en la llaga: aunque Cristóbal Colón había nacido en Génova, en definitiva, los que le habían bancado el viaje eran los reyes de España. La disyuntiva nos inmovilizó. Y hubo otra señal de alerta poco después. Tras años de no hacerlo, llamó por teléfono a nuestra casa mi primo Ricardo. Él pertenecía a la otra rama, la materna, los Lac Prugent, pero sin duda se sentía involucrado en la inquietud.
—Oíme —me dijo, tras preguntar por la salud de mis viejos, como rodeo o maniobra de distracción— vos sabés que yo nunca he pedido nada, ni siquiera cuando el tío se ganó esa plata a la lotería; pero con este asunto de nuestra línea directa con la madre de Colón, te adelanto que no tengo grandes pretensiones… Belice o Trinidad y Tobago me vendrían muy bien. Yo sé que son lugares muy atrasados y con epidemias importantes, pero no importa, lo único que pretendo es un lugarcito tranquilo y al sol.
No me reveló quién le había informado sobre nuestros planes pero estaba claro que la noticia había trascendido a otras ramas de la familia.
—Panamá, Negro, Panamá —me diría poco tiempo después, y siempre por teléfono, mi otro primo, Marcelo—. Allí hay mucho por hacer y vos sabés que si hay algo a lo que yo no le hago asco es al trabajo.
—Mirá qué vivo —comentaría esa noche, sarcástica, mi madre— en Panamá está el canal, la conexión entre el océano Atlántico y el Pacífico.
—¡El canal de Panamá! —cayó en la cuenta mi hermana—. ¡Yo no sabía por qué se le había ocurrido a Marcelo eso, por qué se le antojaba Panamá, y es por eso! El canal es una mina de oro.
—Y él conoce el negocio —agregué yo, porque tiene un estacionamiento de autos—. Además, hace mucho me comentó que tenía la intención de abrir una guardería de lanchas.
Inesperadamente, el frío cálculo de Marcelo no despertó el enojo de mi viejo. Por el contrario, pareció entristecerlo.
—La codicia, Negro —me iba a decir al día siguiente, impuesto del requerimiento de mi primo—, la codicia, el poder… Tengo miedo de que estos elementos destruyan la habitual armonía en que ha vivido nuestra familia. Tengo miedo de que la ambición de riqueza, la misma que empujaba a los conquistadores españoles, destruya ahora nuestros lazos afectivos y no volvamos a tener ni un bautismo, ni un cumpleaños, ni una Navidad en paz mientras nos disputamos como lobos un pedazo de México o del Brasil. Tal vez, sin quererlo, con la mejor buena intención, he abierto la caja de Pandora.
Para colmo, esa misma semana nos llamó la prima Lilichu desde Tucumán, afrontando el gasto que significaba una llamada de larga distancia.
—Canadá, tía —le comunicó a mi madre— estamos cansados, con el Pilín y la Vicky del calor de acá del norte.
Mi madre ni se tomó el trabajo de aclararle que el Canadá había sido colonizado por los ingleses. Le cambió el tema de inmediato hacia la salud del Tolo y los ingenios azucareros.
Mi padre, entonces, entendió que la cosa había ido demasiado lejos y que, sin abandonar nuestros legítimos reclamos, debíamos ser más cautos o llamarnos a silencio por un tiempo.
Reforzaron esa tesitura dos nuevos llamados telefónicos. Uno de una persona desconocida, que preguntó a qué precio teníamos el Paraguay, y otro, preocupante, de un señor confuso que, desde Tenerife, nos reclamaba las cuotas que adeudaba Cuba como integrante de las Naciones Unidas.
Un comentario fortuito volvería a incentivar esa inquietud de nuestra familia. Una amiga de mi madre, integrante del grupo que siempre se juntaba en el Club Español para jugar a la canasta uruguaya, le comentó que en el geriátrico al que iba a visitar a una pariente muy anciana vivía una señora de apellido Fontanarrosa que sostenía haber conocido personalmente a Susana Fontanarrosa. Afortunadamente el dislate no desalentó a mi viejo, porque el contacto derivaría en el verdadero clímax de esta historia.
Presto y diligente, Berto se apersonó en el geriátrico, donde el director le comentó que la anciana internada parecía pertenecer a la rama familiar del reconocido poeta Fontanarrosa, cuyo nombre lleva una calle casi donde termina La Florida.
La misma anciana iba a desautorizar esa versión afirmando que sus ancestros no eran originarios de Chiavari sino de Kiev, en la vieja Rusia. Mi padre no le prestó atención a este nuevo disparate, que atribuyó al estado de confusión de la señora, pero, de todos modos, estimó que ella podía aportar a la causa algún dato certero.
—Me dijeron en el geriátrico —nos contaría luego mi padre— que Gelsomina —así se llamaba esta señora— debe estar entre los cien y los doscientos años. Nadie puede calcular a ciencia cierta su edad. Pero, sin duda, pertenece a una comunidad de longevos, característica propia de algunos pueblos aislados que habitan las montañas, como ciertas tribus de los Urales, alejadas de toda contaminación y estrés, que se alimentan sólo de yogurt.
—Nosotros —contó Gelsomina en la segunda visita de mi padre, a la cual me permitió acompañarlo— comíamos mañana, tarde y noche nada más que queso mascarpone.
Gelsomina era pequeña, enjuta y viejísima. Tenía el aspecto de esas momias indígenas que se encuentran dentro de urnas funerarias en el Perú, pero sus ojos conservaban una mirada vivaz. Fumaba y, por consiguiente, tosía constantemente. De todos modos, sus habanitos Génova nos permitían vislumbrar dónde estaban las labios y diferenciarlos de las arrugas. Como muchos ancianos, había perdido la memoria inmediata pero conservaba la remota. Nos dijo que no se acordaba nada ocurrido en los últimos sesenta años pero que recordaba perfectamente lo de los cien años anteriores.
—El queso mascarpone —tosió— es el queso con el que se hace el tiramisú —siguió tosiendo—; esa dieta es la dieta de la longevidad —tosió otra vez—. Tiramisú significa algo así como ‘tírame para arriba, hazme volar, elévame’, y es una especie de energizante, un alucinógeno derivado de la leche de vaca. Ahora se deduce que el «mal de la vaca loca» es provocado por leche de este tipo, que empuja a las vacas a tener una conducta desconcertante, como comer sandía o treparse a los tejados.
El discurso de Gelsomina iba a alcanzar su punto más alto de interés, incluso un posible delirio, cuando nos dijo:
—Yo conocí mucho a Susana.
Recién allí mi padre, que se había mantenido en silencio, se atrevió a manifestarle sus dudas.
—Disculpe, Gelsomina, no sé cuál será su edad y no voy a cometer la impertinencia de preguntársela. Pero no creo que den los números como para que usted haya convivido con Susana Fontanarrosa.
—Es que yo —aclaró la anciana— he vivido varias vidas anteriores. Esta es la cuarta o quinta reencarnación. No llevo la cuenta porque los números no son mi fuerte. Pero te aclaro —se dirigía siempre a mi padre, y me ignoraba a mí por completo— que he sido, alternativamente, novia de Giuseppe Garibaldi, condottiero en Siena, y grumete de Sebastián Elcano.
Hizo una pausa para permitir que mi padre le encendiera un nuevo habanito Génova y se quedó mirando por un rato el jardín desde el banco de plaza de madera, en la luminosa galería de piso de baldosas resquebrajadas donde nos encontrábamos. Temí por un momento que no volviera a hablar. Pero ella sin duda manejaba otros tiempos y, además, aunque no lo demostrara, se complacía de que por fin alguien le prestara tanta atención.
—Susana era insoportable —nos dijo—. Lo volvía loco a ese chico, lo sobreprotegía. Ella siempre había querido tener una nena. Por eso lo vestía así, y lo obligaba a usar ese flequillo ridículo y el cabello largo. Al pobre Cristóforo le tomaban el pelo en la escuela. Él era un chico lógicamente tímido y retraído al que le molestaba que los compañeros lo llamaran Cristo. A veces lo llamaban Cristo y le pedían que hiciera milagros. Otras veces lo llamaban Foro y no le pedían nada. Susana no lo dejaba salir ni a jugar a la calle. Y ese control agobiante la llevó también a impedirle que aprendiera a nadar.
—¿Cristóbal Colón no sabía nadar? —pregunté entonces yo, demudado.
Gelsomina negó lentamente con la cabeza, expulsando el humo por las fosas nasales, lo que nos permitió localizar su nariz.
—Para nada —sentenció—. Es un secreto que los libros de historia no han revelado, pero se sabe que realizó todas sus travesías aferrado a un tablón de madera, por si caía al agua. Justificaba esa actitud ante sus rudos marineros diciendo que tocar madera trae buena suerte. Eso me lo contó él mismo.
—¿Habló usted misma con Colón? —preguntó mi padre.
—Yo iba mucho a la casa de Susana, aunque no la soportaba demasiado. Especialmente me dolían sus exigencias para con Cristóbal. Yo estaba allí cuando Cristóbal, ya grande, volvió de descubrir América. Y lo único que se le ocurrió a su madre preguntarle, cuando el hijo llegaba de descubrir un nuevo continente, fue: «¿Qué me trajiste?». Cristóbal, sin decir nada, pero seguramente dolido, tiró en el piso frente a ella unas papas y dos mazorcas de maíz. También le había traído un indio. Susana le prestó poca atención, lo tuvo en la casa algunos meses y finalmente lo perdió en el mercado, adonde lo llevaba para que la ayudara con los bolsos. Alguien me dijo que el indio había terminado como pescador en Calabria, y otros me dijeron que se había muerto al comerse una vela creyendo que se trataba de un palmito.
—Y lo del huevo, con los Reyes… ¿Fue verdad?
—Todas mentiras, inventos de la prensa. Si los huevos recién llegaron a España en el siglo siguiente, con la gallineta de Guinea, llevados por marinos portugueses que volvían del Índico. Ese fue otro invento como el de que Susana hilaba en la rueca…
—¡Como aparece en la lámina del Billiken!
—Como aparece en la lámina del Billiken. Ella nunca supo hilar ni coser un botón. Era una inútil increíble. Lo digo yo, porque a mí me encargaba el zurcido de su ropa y me pagaba un dinero miserable por eso. Decía que las cuestiones de dinero entorpecían las relaciones familiares, y por eso, mientras menos dinero hubiese en juego, nos llevaríamos mejor.
Gelsomina volvió a hacer una pausa en su clase de historia.
—Yo estoy segura —volvió a toser— de que Cristóbal Colón no fue un héroe, ni un aventurero, ni un personaje épico. Fue, solamente, un joven que se escapó de su casa, harto de su madre, agobiado por esta mujer histérica y obsesiva, procurando poner la mayor distancia entre él y su progenitora. Fue nada más que un niño pusilánime y sobreprotegido. Otros se recluyen en un convento, se vuelven homosexuales o se inscriben en cursos de cerámica. Cristóbal se hizo navegante y descubrió un continente.
Dejamos el geriátrico discutiendo acerca de qué partes de su relato eran ciertas y cuáles no, con la sospecha de que Gelsomina no nos podría aportar nada más.
Cuando llegamos a casa habían llamado una vez más de Tenerife y había llegado un sobre con membrete de las Naciones Unidas que reclamaba una serie de cuentas impagas. Pero lo que nos convenció de que teníamos que archivar por un tiempo nuestras ambiciones territoriales fue otra cosa. A la mañana siguiente, bien temprano, nos despertó un retumbar de tambores. Semidormido, supuse que provendría de la radio de los vecinos de abajo. Luego, siempre confuso, calculé que podría tratarse de alguna improvisada murga infantil que practicaba por la calle Catamarca ante la cercanía del carnaval. Pero cuando salí al patio me encontré con mi madre y mi hermana, ambas alarmadas por el tronar cada vez más incesante de los tambores. Fue entonces cuando llamaron al timbre y era Vallejos, el portero, que, algo despavorido, venía a avisarnos algo.
—Frente a la puerta de calle, abajo —susurró, conspirativo— está reunido un montón de gente —abrió los ojos, como espantado y señaló con el dedo pulgar hacia atrás— parecen indios. Son indios. Y preguntan por el señor Fontanarrosa.
Yo, decidido, casi épico, me adelanté hacia la puerta procurando salir al pasillo.
—No, pibe —me atajó el portero—, por tu viejo preguntan, por el señor Fontanarrosa.
—Dígales que no está —mi madre agitó la mano, alterada y negando, ante las narices de Vallejos.
—Les dije, pero no se quieren ir…
—Háganme lugar —desde atrás apareció mi padre, grave y resuelto, solicitando espacio para pasar.
—¿Vas a bajar? —lloriqueó mi madre. Berto asintió con la cabeza y salió al pasillo. Yo intenté marchar detrás de él con arrojo adolescente, pero entre todos me contuvieron. Vi a mi padre caminar digno hacia el ascensor. Recordé al general Custer dirigiéndose a Little Big Horn.
—¿Están armados? —mi madre preguntó a Vallejos, aferrada al marco de la puerta.
—No pude verlo. No me animé a salir a la calle. Los miraba a través del vidrio de las puertas. Pero son más de cien. Han cortado la calle Catamarca.
Mi hermana empezó a llorar.
Berto estaba sentado en el vestíbulo, frente a nosotros. Era la siesta pero, en lugar de dormir, hablábamos allí, ya que ese lugar era más fresco por el piso de mosaicos. Mi padre lucía calmo y abatido.
—Eran representantes mapuches, araucanos, tehuelches, tobas, onas y mocovíes —suspiró profundo— me reclaman sus tierras. Dicen que, de aquí en más, no dejarán de vigilarme para controlar el momento en que nuestro reclamo de territorios tenga éxito.
Se estiró hacia delante y de su mano derecha cerrada cayó sobre la mesa ratona del vestíbulo una piedra chata y triangular.
—Es una punta de flecha pehuenche —nos dijo.
Afuera se seguían escuchando, a lo lejos, los tambores patagónicos como un recordatorio amenazante. Pero ya no era necesario. Sin hablar, habíamos llegado a la conclusión de que debíamos desistir de nuestros legítimos reclamos.