Hace un tiempo estuve en Buenos Aires participando en un congreso sobre el mal de Alzheimer. No teman, no diré «mi amigo, el alemán» cuando me refiera al Alzheimer, ni simularé olvidarme de anécdotas y nombres cuando hable sobre el tema.
Porque, en realidad, quiero referirme a otro aspecto de mi visita a la capital de los argentinos que me condujo a una experiencia, digamos, estremecedora. Creo que Buenos Aires había sido elegida como sede del congreso en homenaje al gran escritor Jorge Luis Borges y su cuento «Funes, el memorioso». Como el doctor Henderson, presidente de la comisión de altos estudios sobre el mal de Alzheimer, se había mostrado ya a través de sus periódicos informes por Internet como un rendido admirador del autor de «El Aleph», admito que la cosa tenía su sentido.
Un año antes se había llevado a cabo también en Buenos Aires un simposio sobre miopía y astigmatismo en homenaje al «Informe sobre ciegos», del otro prócer literario argentino, Ernesto Sabato, y no hace mucho me consultaron, aquí en Dallas, si durante mi corta estadía en Buenos Aires me había enterado de la existencia de algún texto de Julio Cortázar referido a la mudez.
—Si vas a Buenos Aires —me alertó mi gran amigo Frank Muller, sabedor de que sería mi primera visita al Río de la Plata— no te fijes ni en el Obelisco ni en las casitas pintarrajeadas del barrio de La Boca. Estudia detenidamente a los camareros de los bares y de los restaurantes. Te será muy útil para tu especialidad.
Mi amigo Frank era un jugador profesional que viajaba de un país a otro saltando todo el tiempo de casino en casino, con estadías más prolongadas, lógicamente, en Mónaco y Las Vegas.
No agregó mucho más, lo que despertó mi curiosidad, porque yo nunca me había percatado de sus cualidades de observador social: descartaba que su único desvelo residiera en el estudio de las cábalas y las martingalas para hacer saltar la banca por los aires.
—Recuerda lo que te recomiendo —remarcó, para aumentar aun más mi curiosidad— porque esos camareros, esos meseros, a quienes allá llaman «mozos», están en peligro de extinción, como los osos panda. La nefasta nueva tendencia hacia los bares atendidos por señoritas lindas y bobas está terminando con una raza de viejos camareros con toda una vida de experiencia.
Los primeros días en el multitudinario congreso fueron, como nosotros decíamos, de «arresto domiciliario». Permanecíamos encerrados todo el día en el inmenso hotel y sala de convenciones internacional a pocas cuadras del río. Allí desayunábamos casi siempre en grupos enormes de conferencistas, almorzábamos algo muy liviano y finalizábamos el día cenando en uno de los restaurantes del piso más alto del hotel. Sólo un día me retrasé en la mañana debido a una nota periodística que concedí a Dos horizontal, una revista médica especializada en crucigramas para activar la función cerebral, y perdí el desayuno colectivo.
Me crucé entonces a un pequeño bar no turístico, dispuesto a disfrutar de un momento de soledad y, si era posible, dilucidar a qué se refería mi amigo Frank con sus advertencias previas a mi viaje.
No tengo la democrática aspiración de vivir como viven los nativos en cada lugar que visito. Como sí suele proclamarlo, ufana, la esposa de mi amigo John, cuando afirma que en Bolivia prefería viajar en el techo de unos destartalados autobuses, acompañada por chivos y gallinas, en vez de trasladarse en una confortable camioneta con aire acondicionado y butacas mullidas.
Por cierto que no viajo generalmente por razones de turismo, sino de trabajo y ese trabajo me insume, como ya lo he dicho, casi todo el tiempo. Así y todo, los organizadores suelen reservarnos momentos de recreación. En Buenos Aires, por ejemplo, rechacé la posibilidad de concurrir al estadio de Boca Juniors a presenciar un clásico importante, a pesar de que procuraban entusiasmarme diciéndome que se trataba de una experiencia transformadora. Soy de Dallas, no me atrae el soccer, y había visto por televisión escenas de algunas trifulcas en las graderías de estadios argentinos que me recordaban a escenas de luchas tribales en documentales sobre la situación en Pakistán. Por otra parte, el médico canadiense Ismael Yerri pudo vivir esa experiencia transformadora cuando, tras un match de fútbol en Inglaterra, los hooligans le quebraron ambas piernas y transformaron su vida en un calvario.
Sin embargo, esa mañana quería degustar lo que, me habían dicho, constituía el clásico desayuno porteño: un café mezclado con algo de leche y tan sólo dos «medialunas», suerte de croissants francesas menos vaporosas y más delgadas. Desayuno que, si bien me habían comentado solía venir acompañado de un vasito de jugo de naranja, estaba muy lejos del esplendor y el despliegue propio de Hollywood, el de los hoteles internacionales.
Como ya dije, me instalé frente al hotel en un bar de esquina con grandes ventanales a la calle. Se notaba que, afortunadamente, no era un local nuevo, pues lucía detalles que parecían ser tradicionales. Me ubiqué en una mesa vecina a una ventana con mis carpetas y el bolso repleto de folletos y programas que me habían obsequiado en el congreso. Sólo otras dos mesas estaban ocupadas y estudié qué era lo que esos parroquianos consumían como desayuno. Uno de ellos tenía frente a él una taza vacía y un platito igualmente desierto junto a la taza. No me representó gran ayuda. El restante era un joven que bebía una Coca-Cola y comía un sándwich tostado.
Decidí pedir el clásico desayuno, prescindiendo del jugo de naranja que tan bien conocemos los norteamericanos. La mañana estaba cálida y era divertido observar desde la mesa del bar el ir y venir de la gente por la calle de aquella zona comercial. En cierto momento caí en la cuenta de que, si bien el bar estaba casi vacío, nadie había venido a atenderme. El único mozo visible conversaba lánguidamente con el hombre que atendía la caja registradora. Elevando el dedo índice en el aire le hice una seña que pareció ignorar, como si no hubiese visto mi gesto, pues continuó conversando con su interlocutor. Empecé a repasar la lista de conferencistas de aquel día, procurando no impacientarme y pronto vi, de reojo, que el camarero se acercaba a mi lugar portando ya en la bandeja un pedido que, sin duda, no era para mí. Sin embargo, puso sobre la mesa, casi sin mirarme, una taza de café con leche y un plato con tres medialunas.
—Te debo el jugo de naranja —me dijo, sin dejar nunca de mirar a la calle, como si vigilara algo. Luego se quedó un minuto junto a mi mesa y volvió a hablar, sin dirigirme la mirada.
—Está pesado. Puede que llueva a la tarde.
Apuré el desayuno y me marché sin animarme a preguntarle cómo había adivinado mi pedido.
Pero la experiencia más movilizadora ocurrió la última noche del congreso. El enorme grupo de especialistas, dentro del cual se habían forjado algunas relaciones de real camaradería, decidió no cenar en el hotel, sino salir a la calle, lanzarse a la aventura y conocer de una vez por todas los aromas de esa ciudad subyugante.
Uno de los médicos croatas, animador inesperado del certamen con sus ponencias sobre la increíble memoria visual de las medusas, informó que, en una de sus esporádicas escapadas de las sesiones, había descubierto a la vuelta del hotel una parrilla popular.
Nos lanzamos en tropel hacia aquel sitio, sin reparar que ya era casi la una de la madrugada, alentados porque según narraban los conocedores Buenos Aires es una ciudad que nunca duerme y que, por ende, siempre come.
No obstante, cuando llegamos al restaurante, el dueño ya estaba cerrando las puertas. Ante nuestros reclamos y golpeteos y, quizás, ante la verde esperanza de nuestros dólares, las reabrió y reencendió todas las luces. Advertí entonces que, allá atrás, al fondo del local donde estaba la parrilla, nos atisbaba por la ventanita rectangular que comunicaba con el salón la mirada torva de un parrillero semiagachado. Me recordó a aquellas películas de guerra donde algún artillero alemán observa a través de la mirilla de su búnker la llegada de la formidable flota aliada a las playas de Normandía.
Éramos, lo conté, sesenta y siete: más de cincuenta hombres y el resto mujeres. Siempre la presencia femenina en un grupo mayoritario de hombres alejados de su hogar confiere al grupo un perfil exaltado y de medida excitación. Apareció entonces desde la cocina, silencioso y anónimo, un camarero de unos sesenta y cinco años, flaco pero panzón, calvo, de bigotitos negros y mal afeitado. Tenía desabrochados los dos botones superiores de la casaca blanca y se le veía, sobre el pecho, el reborde superior de una camiseta de tiras.
Deseo dejar en claro algo: pertenecíamos los comensales a veintisiete diferentes países, lo que significaba cerca de diecinueve idiomas diversos. Pocos de nosotros hablábamos castellano. Pero incluso el camarero desechó, desdeñoso, mi ofrecimiento de servirle de intérprete. Entonces, algunos colegas y yo, imposibilitados de olvidar nuestra faceta profesional, comenzamos a prestarle atención al personaje.
Para colmo, la carta del lugar —sin duda un sitio muy popular— era una carpeta casi tan voluminosa como la que nos habían dado en el congreso, y ofrecía una gama de platos que, entre entradas, platos principales y postres no debía reunir menos de seiscientos ítems. Por si esto fuera poco, los integrantes del grupo, tal vez con ingenua perversidad o premeditada malicia, se pusieron de acuerdo en pedir todos platos diferentes, no repetir ningún gusto, con la expresa intención de probar todas y cada una de las propuestas, en un curso intensivo sobre cocina argentina e internacional que incluía el robo de bocados de los platos vecinos.
Cuando los diez primeros parroquianos expresaron sus pedidos, nos dimos cuenta de que el camarero jamás podría retener en su memoria todos los encargos. Me ofrecí entonces a tomar nota para él de la complicada orden. Clavó en mí una mirada durísima, y apretó las mandíbulas sin decir nada, herido sin duda en lo más profundo de su orgullo. Me dio la espalda y reclamó su pedido al próximo comensal. Cuando cada uno de nosotros, al intentar leer con corrección el nombre del plato en castellano, distorsionaba su pronunciación debido a lo antagónico de las lenguas, preguntaba patéticamente algún detalle sobre la comida o solicitaba el cambio o supresión de alguno de los condimentos, el camarero, sin dejar de apoyar ambas manos en sillas diferentes, hacía un gesto corto de aprobación con la cabeza, con lo cual daba a entender que ya había registrado el pedido. Sólo dos veces abrió la boca. Fue cuando un dinamarqués le pidió un matambrito de cerdo al perejil y alcaparras y él le informó, cerrando los ojos y negando con la cabeza:
—Las alcaparras se terminaron.
Y cuando la hematóloga neozelandesa rubia y corpulenta le pidió una brótola a la crema:
—No te conviene —le dijo, cómplice—; pedí otra cosa. Le tengo miedo al pescado con este calor.
Cuando transcurrían los últimos quince pedidos, ya toda la atención de la larguísima mesa que serpenteaba a lo largo del salón estaba depositada sobre el camarero, como el espectador de un circo puede depositarla, hipnotizado, en el trapecista que realiza cada vez saltos mortales más arriesgados.
Al finalizar la maratónica lista de pedidos, el mozo golpeó dos veces la palma abierta de la mano izquierda con el trapo rejilla que llevaba en la derecha, y se alejó hacia la cocina. Antes de entrar allí giró su vista hacia la mesa y señalando al portugués Acunha le preguntó:
—¿Vos era…?
—Gambas…
—Sí, pero… ¿a la provenzal o al ajillo?
—Al ajillo —vaciló Acunha.
Entonces el camarero desapareció en la cocina. De inmediato, estalló en la mesa un rumor de divertida admiración con cuchicheos, murmullos y comentarios en diversos idiomas. Saba, el indio, al parecer siempre certero para poner apodos, bautizó al camarero como «El Hombre Elefante», como indudable homenaje a la legendaria memoria de esos formidables paquidermos.
De allí hasta el arribo de la comida todo fue un ir y venir de apuestas, chanzas y suposiciones sobre lo que podía llegar a traer el mozo. Hubo quienes apostaron a que traería cualquier cosa y que repartiría platos sin ton ni son, aprovechando que nuestro apetito a esa hora nos obligaba a aceptarlos. Hubo quien dijo, también, que en realidad el restaurante podía ofrecer un plato único y ese sería el que nos servirían. De cualquier manera, todos coincidíamos en que el camarero constituía, por sí solo, un número vivo, un espectáculo tan válido o atractivo como una pareja de bailarines de tango o un número folclórico.
Sopesamos la posibilidad de que el Hombre Elefante pudiera llegar a ser un aporte invalorable para nuestro congreso, a modo de ejemplo viviente de la capacidad cerebral de un ser humano para almacenar datos. Tal posibilidad se destruiría si, como suponían algunos agoreros, los platos que estábamos aguardando no coincidían en absoluto con lo pedido, o, como arriesgó la atractiva neuróloga japonesa, la retentiva de nuestro camarero fuera altamente especializada y referida sólo a su trabajo.
Nuestras dudas se disolvieron pronto. En un momento se abrieron las puertas batientes de la cocina y dieron paso al dueño del local, el camarero y el cocinero que, en ese orden, traían cuatro platos cada uno sostenidos por las manos y apoyados en los antebrazos. Hubo aplausos, exclamaciones de placer y reacomodamientos de los cuerpos sobre las sillas: todos nos alistábamos para saborear la tan esperada cena.
Para nuestro completo asombro, cada uno recibió, exacta y puntualmente, el plato que había pedido. De la distribución apropiada se encargó el propio camarero que, con frases cortas o señalando con el mentón, indicaba a sus compañeros de trabajo a quién correspondía cada plato.
—Ese para el rubio… —señalaba—, el pionono para la señora… Los tallarines para el ponja…
Confirmada la impresión de que nos hallábamos frente a un verdadero fenómeno de la memoria, en la sobremesa reflotamos la idea —ya sin ningún matiz humorístico, sino con profesional seriedad— de convocar al camarero como número sorpresa y auténtica frutilla del postre para el cierre del congreso al día siguiente, en el salón de conferencias de la universidad privada que organizaba el evento.
Una selecta delegación hispanoparlante dialogó con él para interesarlo. Se encontraron con el mismo rostro poco entusiasta que habíamos apreciado mientras lo consultábamos por el menú. Pero esa expresión cambió cuando se le informó que su aporte sería retribuido con una buena suma, similar a la que recibían algunos de los más importantes disertantes. Antes de salir le dimos la dirección del auditorio de cierre, situado en un barrio residencial algo distante, y nos acostamos con la sensación de que al otro día los asistentes al congreso iban a presenciar un hecho histórico.
No prolongaré el final, por previsible. Esa mañana, nuestro eficiente camarero no apareció por el auditorio ni por ningún lado, y nos hizo quedar como unos imbéciles fantasiosos ante los organizadores. Profundamente frustrado y molesto, yo mismo pasé, al cierre del congreso y antes de regresar a mi hotel, por la parrilla donde trabajaba nuestro informal Hombre Elefante.
—Me olvidé de la dirección que ustedes me dijeron —me confesó muy suelto de cuerpo, mientras servía café en una de las mesas.
Admití que la neuróloga japonesa había tenido razón en su teoría. Sin embargo, aún hoy sigo recomendando a amigos y colegas que no dejen de prestar atención a los camareros argentinos.