PROPIEDADES DE LA MAGIA

Aclaro que no me gustan los magos. Nunca me llamaron la atención. Pasa esto: no me interesa descubrirles los trucos. Hacen desaparecer a una jirafa y yo digo: «Mirá qué bien, la hizo desaparecer». No me rompo el bocho pensando en cuál fue el truco ni si, en realidad, la mano es más rápida que la vista. Por otra parte sé que la prueba les va a salir bien, siempre les va a salir bien. Entonces no hay incógnita y dramatismo para mí. Preguntan: «¿Esta será la carta que usted eligió?». Y yo no tengo la más mínima duda de que esa es la carta. «Cinco de pique», dice el mago.

Todos aplauden. Y a mí me chupa un huevo. Es lógico que no van a intentar una prueba para que les salga mal. Es más, a veces simulan fallar, titubean, hacen como si hubieran perdido la confianza, pero sólo para deslumbrarnos con otra vuelta de tuerca. «¿Este es el reloj que usted me dio?», preguntan sobradores sacando el reloj —supuestamente, claro— de la oreja de la dueña de casa.

No me asombra su pericia. Tal vez sean magos directamente, y su trabajo no encierre ningún tipo de truco. Lo que haría mucho más pelotudo el espectáculo: no tiene gracia hacer magia siendo mago. Es, después de todo, un trabajo como tantos otros, como el de contador público, arquitecto, empleado de banco o acomodador de autos en un parking.

Por eso no me sorprendí para nada cuando el Gran Brodi partió en dos un melón que, lo habíamos comprobado, era ostensiblemente un melón y sacó de adentro el Rolex que yo había tenido la gentileza de facilitarle. Luego lo levantó en el aire y lo hizo brillar ante la vista y la pueril sorpresa de todos.

—¿Es acaso éste su reloj? —me preguntó el mago desde el borde del escenario.

—Sí —asentí yo mentalmente, acompañando un movimiento de cabeza; y te recontracago a trompadas si me llegaste a hacer cagar el Rolex con el jugo de ese melón.

Pese a su capacidad mental, el Gran Brodi no captó el mensaje que enviaba mi pensamiento. Por el contrario, redobló la apuesta.

—¿Y cuál era la hora —me preguntó sin mirarme, paseando su vista por la nutrida concurrencia— en que usted me dijo que había nacido?

No le contesté, algo rabioso porque todo le salía bien.

—¿Las 14:35, acaso? —cerró Brodi, triunfal, ante mi nueva aprobación. Hubo un maremoto de aplausos mientras cientos de personas cuchicheaban entre sí preguntándose una vez más cómo lo había logrado.

¿Qué fue entonces lo que me llevó a concurrir al remanido acto del Gran Brodi cuando ya he dicho que me ponen las pelotas por el piso los magos?

Es muy simple: me había embarcado en un crucero por el Caribe y, como era de esperar, me estaba aburriendo como una ostra. Iba todas las noches a concursos de danza o con premios para quien contara el chiste más imbécil o a largas sesiones del apasionante juego del bingo.

¿Por qué —podemos volver a preguntar— me había embarcado yo en un costosísimo crucero por el Caribe si detesto la navegación, me siento prisionero en cualquier barco y me importan un carajo las islas del Caribe? Muy simple: quería engordar. Y sabía que en esos viajes se come una barbaridad durante las veinticuatro horas del día.

Lo había leído en alguna revista y me lo había contado personalmente el Roli Arteaga, un amigo que, en seis días, entre Río de Janeiro y Fortaleza, aumentó dieciocho kilos. Ahora bien… ¿por qué quería yo engordar? Muy simple: estaba adelgazando medio kilo por semana. Llevaba la vida de siempre y comía lo que comía siempre, pero cada semana rebajaba medio kilo. Entonces se me metió en la cabeza, y con cierta lógica, que tenía un cáncer, la papa. Tenía la impresión —quizás yo sea un tanto hipocondríaco— de que un perro me estaba comiendo las entrañas desde adentro. Como si un jabón se fuera desgastando de adentro hacia afuera.

Acordemos que la semejanza era extraña. Por supuesto que no iba a ir a ver a un médico. Que quede claro: detesto a los médicos. Si pudiera, los estrangularía con mis propias manos. Digamos que los médicos y los magos no me caen bien. Un tratamiento en un sanatorio me iba a salir más caro que un crucero por el Caribe e iba a ser menos divertido, pese a la poca ilusión que me hacen los barcos. Y dio resultado. En los tres primeros días de navegación aumenté un kilo y medio.

Mi segundo contacto con el Gran Brodi ocurrió a la mañana siguiente del episodio del Rolex con la hora de mi nacimiento, y fue, precisamente, mientras yo persistía en cumplir mi dieta. Tratando de servirse huevos revueltos con tocino y salchichas de Viena, el mago me pegó un codazo en las costillas, sin querer, por supuesto. «He aquí un hombre —pensé mientras trataba de recuperar el aliento— que no va a permitir que le roben el sustento». Brodi era un tipo alto, casi un metro ochenta, pelado, de unos cincuenta años, mejillas coloradas y un bigotito ridículo debajo de la nariz pequeña. Tenía hombros estrechos y cintura ancha —era culón, en una palabra— y parecía ser una persona de buen talante.

—Yo me metí en los cruceros huyendo de los niños —me diría un par de horas después, cuando, tras disculparse por el codazo alevoso, optó por sentarse a mi mesa y compartir el larguísimo desayuno. Tratando de justificar mi voracidad casi forzada, yo ya le había contado el asunto del presumible cáncer y el porqué de mi presencia en la nave. Entonces me dijo:

—Yo me metí en los cruceros huyendo de los niños. Los niños son lo peor que hay para los magos.

Hablaba con un acento extraño, pero cuando le pregunté dónde había nacido me contestó vagamente: «Europa del Este».

—Animaba cumpleaños infantiles —continuó, plañidero—. Los niños me mataron una paloma que yo había adiestrado durante años. Salvé a un conejo de ser quemado con las velitas de una torta de cumpleaños. Los niños gritan dónde uno ha escondido su mejor naipe, se esconden debajo de las mesas para descubrir si hay allí un pasadizo secreto. Cuando le partí a un imbécil de seis años una varita mágica en la cabeza supe que debía abandonar ese mercado. Y acepté el trabajo en uno de estos cruceros, pese a que mi madre ya es muy vieja y no quería separarme de ella. Pero lo cierto es, también, que la policía checa me estaba buscando por la agresión a ese niño de seis años.

Desde aquel desayuno, frecuenté mucho al Gran Brodi. Él estaba al reverendo pedo todo el día, como yo, esperando su show de entretenimiento en alguno de los diferentes niveles del crucero. Y yo advertí que prefería su compañía para almorzar o cenar, pese a la aversión que tengo a los magos, antes que comer solo. Se habrán dado cuenta de que no soy un tipo de lo más sociable, pero admito que me incomoda la mirada de terceros. Me fastidia pensar que desde otras mesas alguien pueda observarme y comentarles a sus acompañantes: «Pobre tipo, tiene que cenar solo». Mi acendrado orgullo había hecho que a esa altura de la navegación rechazara un par de gentiles invitaciones para unirme a ellos, formuladas desde otras mesas por viejos matrimonios muy caducos.

Pese a la tentación, detesto que se compadezcan de mí y me negué firme y cortésmente: total —me decía luego comiendo solo— me revientan esas conversaciones de correctas parejas burguesas hablando de lo que cuesta una botella de buen vino en Saint Martin o lo que sale un pareo floreado en Martinica.

Decidí entonces compartir esos momentos con el Gran Brodi, que también estaba solo, con la condición de que no me enseñara ninguno de sus trucos pelotudos y corriendo el riesgo de que nos confundieran con una pareja de trolos medio viejos. Algo del tipo de la pareja que compartía con nosotros el crucero, compuesta por dos putazos rubios norteamericanos vestidos unisex, con ropa de marca enteramente color ocre y un miserable caniche blanco del tamaño de una rata grande que uno de ellos llevaba bajo el brazo. El caniche, por supuesto, también lucía una suerte de capita color ocre.

Fue Brodi, precisamente, quien me contó la historia que voy a relatarles ahora. El tema salió porque —me había olvidado de mencionarlo— se acercaban las fiestas de fin de año y el barco estaba disfrazado por entero de Navidad; al estilo norteamericano, con profusión empalagosa de rojos, verdes, blancos, dorados, millones de pequeñas lamparitas intermitentes, docenas de Papás Noel y la repetición hasta el hartazgo de «Navidad blanca» cantada por Bing Crosby. También habían destinado para el pesebre un espacio importante, a la entrada de la cafetería principal. Sin embargo, minutos antes de que contempláramos el retablo navideño, el Gran Brodi había encarado su relato entusiasmado por la visión de una canastita tejida en paja que contenía caramelos surtidos.

—Es curioso —me dijo, una hora después, todavía ante la mesa del desayuno, prácticamente solos en la enorme cafetería, cuando ya todos se habían ido a tomar sol a las diferentes cubiertas—. Es factible hallar soluciones de diseño iguales en productos domésticos, herramientas o artesanías, en lugares del mundo absolutamente alejados entre sí y sin posibilidades de contacto cultural alguno. Esa canastita tejida en paja que acabo de mostrarte está hecha en Taiwán. Y yo he visto canastitas idénticas confeccionadas por los indígenas peruanos en el mercado de Pisac.

Brodi me había contado su historia con una novia peruana, muchos años atrás. Por eso él hablaba de tan aceptable manera el castellano. Su novia se lo había enseñado, al igual que ciertos secretos de tipo sexual, provenientes de la sabiduría incaica y que incluían, entre los juegos eróticos, el empleo de un armadillo o tatú carreta. Según el mago, su novia era idéntica a un ekeko —esos muñequitos que fuman— pero algo más fea y más fumadora.

—Es notorio —continuó Brodi— que frente a determinados problemas y necesidades, comunes a cualquier cultura, las respuestas del ingenio son las mismas.

Asentí con la cabeza sin darle mucha pelota. Pero de inmediato abordó un tema que habría de interesarme mucho más.

—Y no hablo sólo de objetos, o de costumbres. Hablo incluso de hechos históricos que se dieron con insólita semejanza en distintos lugares del globo y en distintas épocas.

Hizo una pausa. Y luego continuó.

—Por mi profesión me ha tocado viajar por muchas latitudes. Y fui contratado, en una oportunidad, para animar un congreso de adiestradores de elefantes en Ranchipur, India.

—Dejate de joder —no pude menos que reírme— ¡adiestradores de elefante!

—Es una actividad muy difundida en la India —casi se enojó Brodi—. Eso y los simposios de encantadores de víboras.

Esta vez sí me reí abiertamente.

—Los adiestradores reúnen más de siete mil profesionales en cada congreso —continuó Brodi sin reparar en mi falta de respeto—. Recuerda que la India es un país superpoblado. Se cae una repisa y mueren cuatro mil personas. En ese congreso, un adiestrador de elefantes me contó la siguiente historia.

Hizo un nuevo silencio, y luego continuó.

—Hace cientos de años, no recuerdo bien la época a la que se refirió, nació un hijo de los dioses en un pesebre de Bangalore. Se llamaba Pasib y en su cuna, muy humilde, estaba rodeado por una oveja, una vaca sagrada, un burro y un cocodrilo. De inmediato se difundió la noticia de que un niño con propiedades mágicas había llegado a esta tierra para liberar a los parias que, como tú sabes, son la casta más baja y despreciada. De distintos lugares de Ceilán y Cachemira llegaron reyes, rajás y hombres sabios a venerar al recién nacido. Muy pronto un centenar de jóvenes de Ranchipur, pertenecientes a diversas castas, salieron a difundir la buena nueva del advenimiento de un hijo de los dioses. Esto no pareció inquietar a la clase dominante, representada, en aquella época por el príncipe Kalender, monarca de Ranchipur. Sólo comenzaron a preocuparse un par de décadas después, cuando se enteraron de algunos milagros realizados por Pasib y de la enorme cantidad de seguidores que acumulaba a su paso. No escapó al cálculo de Kalender que Pasib empezaba a ser considerado el futuro libertador de los parias.

—De allí en más —prosiguió Brodi—, el príncipe de Ranchipur estableció una enorme organización de informantes, espías e investigadores que comenzaron a registrar todos y cada uno de los movimientos del joven Pasib, que no eran pocos porque, incansable, peregrinaba desde Malaca hasta Bangalore y desde Malabar hasta Bombay. Es en verdad confusa la información sobre la real magnitud de los milagros realizados por Pasib. Se comprobó solamente uno: cuando logró hacer trabajar a Matías el Dejado, un fakir paria que nunca en su vida había hecho el menor esfuerzo, y por eso fue abandonado por su esposa, sus hijos y hasta sus animales domésticos.

»Ante el asombro de sus seguidores Pasib le dijo a Matías: “Trabaja”. Y Matías se incorporó, tomó una azada y cavó un surco.

»Por lo demás, los otros milagros, según me contaron, eran fáciles de explicar para un mago como yo, como el de convertir un pan de jengibre en una paloma. De todos modos, Pasib, con su prédica, amenazaba el reinado del príncipe Kalender, que lo hizo detener y lo metió en prisión, adelantando que iba a ejecutarlo. Los discípulos de Pasib ardieron de odio y proclamaron que su conductor resucitaría a los quince días de la ejecución. Esto enardeció al príncipe, que lo hizo matar de inmediato, tras lo cual tanto Kalender como su fastuosa corte quedaron atemorizados, a la espera de la resurrección.

»Nada de esto ocurrió y, pasados dos meses, todos llegaron a la conclusión de que Pasib no tenía poder alguno y que se había tratado de un simple y carnal ser humano.

En este punto Brodi se tomó dos minutos para ir hasta la mesa de postres y traerse un flan acaramelado de importantes dimensiones. Yo no le pregunté nada porque intuía que la historia no había finalizado.

—Tiempo después —continuó Brodi— un primo del príncipe Kalender, que envidiaba al monarca y gozaba cuando este no concretaba algún logro, se le apersonó y le dijo, irónico: «Primo mío, tú me pusiste al mando de la organización que debía averiguar todo sobre el revoltoso Pasib. Y hoy sus seguidores, ya desilusionados y dispersos, me han contado toda la verdad: Pasib no era otra cosa que un señuelo, una maniobra de distracción de los dioses para que desviaras tus preocupaciones hacia él y no hacia el verdadero ser venido a la tierra para guiar nuestro destino. De esa forma tú, amado primo mío, invertiste toda tu inteligencia y sabiduría en rodear a Pasib y eliminarlo mientras el verdadero hijo de los dioses crecía en el anonimato e iba llevando a la humanidad por otro camino. De aquel pesebre venerado por los poderosos de la tierra el verdadero conductor no era Pasib, sino el burro».

Confieso que, ante esta revelación que Brodi compartía conmigo, no pude menos que quedarme mudo.

—Si miramos a nuestro alrededor —Brodi prosiguió—, advertiremos, Manuel, que lo que informaba el primo de Kalender era, sin duda alguna, verdad. Este planeta está, hoy por hoy, al borde del desastre. Los hombres insistimos en destruirnos maltratando el medio ambiente y terminando torpemente con todas las reservas naturales.

—¿Esa era, entonces, la intención de aquellos dioses que enviaron a la tierra tanto al fraudulento Pasib como al influyente burro?

—Por supuesto. ¿O no te parece que la filosofía de un jerarca poderoso, como el presidente Bush, responde ciertamente a las limitaciones de un burro? Por alguna razón, de venganza o falta de presupuesto, los dioses han decidido terminar con este planeta.

Apoyé los codos en la mesa y, no muy convencido, me quedé mirando sin ver el plato de Brodi frente a mí. De pronto, el tintineo de unos cubiertos de plata al chocar me devolvió a la realidad y observé que el flan que mi amigo se había servido temblaba más de lo normal. Al mismo tiempo advertimos que, en pleno mediodía, las luces del barco se habían encendido ya que la oscuridad de afuera lo imponía.

—Tengan a bien —nos solicitó un mozo nervioso y apresurado que trotó hasta nuestra mesa— retirarse a sus camarotes. En cinco minutos tendremos encima al tifón Ana.

—¿Un tifón? —preguntó inquieto Brodi—. ¿Cómo es posible que no lo hayan detectado antes?

—Estamos teniendo estas sorpresas con frecuencia —dijo el camarero, mientras retiraba desprolijamente la vajilla, sin ganas de dar demasiadas explicaciones—. Vayan lo antes posible a sus camarotes.

Antes de separarnos, entre un tropel de gente que corría despavorida a refugiarse, Brodi me gritó desde lejos:

—Creo que llegó el momento de practicar tus plegarias. ¿Eres un cura, no es así?

Lo miré un instante, enojado por su percepción.

—Y este viaje —agregó Brodi— es tu retiro espiritual. ¿Me equivoco?

Caminé apresuradamente hasta la escalera que me llevaría a mi camarote. Detesto a los magos, ya les dije. Podría estrangularlos con mis propias manos.