LA TRINCHERA DEL TANGO

Corre el año 1914 y los vientos devastadores de la guerra ondulan sobre la campiña francesa. Esos campos, otrora pletóricos de mieses y lavanda, lucen ahora torturados y quemados por los combates, tierra ennegrecida por el humo, acribillada por los cráteres dejados por los obuses de la artillería. Nada de verde, nada de vida; sólo manchones grisáceos, bultos macabros diseminados por doquier, víctimas del criminal gas de mostaza de Dijon, de las bombardas de cilantro y las granadas cargadas de una precisa mezcla de jengibre y pimentón molido. Cadáveres de caballos despanzurrados, el serpenteo retorcido caprichoso y hostil de kilómetros y kilómetros de alambres de púas, el suelo roturado por el trazado anfractuoso de infinidad de trincheras.

En una de ellas, cercana a Flandes, reptante hasta las afueras de Lyon, un hombre, un soldado, espía a través de su rudimentario periscopio la actividad en las trincheras enemigas.

Anochece. A lo lejos ilumina el cielo reiteradamente un relampagueo incesante. Puede ser el anuncio de una tormenta que traerá más lluvia como la que ha convertido la superficie de Burdeos en un lodazal y cubre el piso barroso de las trincheras con una capa de agua de diez centímetros. Puede ser también la pirotecnia de la fiesta de San Damián en los alrededores de Arles. Pero, no nos engañemos, amigo lector: el relampagueo es, por supuesto, el destello feroz de los cañones de la artillería alemana batiendo el campo.

—¿Qué ves? —pregunta ansioso otro soldado al lado del que atisba por el periscopio.

—Veo el perfil de las fortificaciones germanas —dice el vigilante—…, el cuerpo del teniente Bresan caído en la última carga a la bayoneta… Veo la parte superior de los cascos de esos malditos alemanes yendo y viniendo por sus refugios… Y más allá, más allá, veo el cruce de la Línea Maginot con el tendido del ferrocarril y la esquina… la esquina de Corrientes y Esmeralda, la vieja Recova, la entrada de Armenonville…

—¡No me digas, no me digas! ¿Qué más ves, qué más? —palmotea como un niño el que acompaña al vigía.

—¡Veo las luces del Tabarís, Carlitos, y veo a Manon entrando al Chantecler!

El vigía, mis amigos, no es otro que Olindo Durán, un argentino que, por esos designios antojadizos del destino, va a parar a las trincheras galas. Y el que bate palmas a su lado es Carlitos, el Durán chico, su hermano.

¿Cómo van a parar ellos al vientre mismo de la conflagración mundial?

Olindo es un dandi argentino nacido en Flores el 24 de octubre de 1888. Primer hijo de una familia pudiente, viaja a Francia con su hermano menor cruzando el Atlántico en un vapor, atraído por las luces enceguecedoras de París.

Como tantos jóvenes alocados de la época, va dispuesto a conocer, a divertirse y a tirar manteca al techo. De hecho, en la bodega del Conte Rosso lleva a su amada vaca Clorinda, producto genuino de la cabaña de su padre y destinada a proveer de leche fresca y nutritiva el desayuno de ambos hermanos.

Ya en París, Olindo se hace habitué de El Gato Negro, un cabaret de moda donde todas las noches deslumbra a los asistentes dibujando sobre la pista de baile los tangos más pulcros y endemoniados. Esa música densa y sensual cautiva a los europeos, que comienzan a descubrirla. Entre los asiduos concurrentes a El Gato Negro figura el general Jean Coustaud, al mando de los regimientos de infantería destinados en el Ródano. Y no concurre solo: entusiasmado por los compases de la música porteña que desgrana un terceto de inmigrantes, intérpretes de bandoneón, flauta y violín, lo hace acompañado por la mitad de sus tropas, lo que convierte al reducto nocturno en un verdadero suceso.

Con el tiempo, se revelará que para asistir a esas tenidas tangueras el general Coustaud abandona cada noche su puesto de guardia y contagia a sus soldados el ánimo de deserción. El estallido de la guerra lo salva de una corte marcial que, sin duda alguna, lo habría puesto ante el paredón de fusilamiento. No obstante, como castigo, lo destinan al frente de Flandes.

Allí surge el espíritu de confraternidad, amistad y desinteresada nobleza que distingue al calavera porteño. Olindo Durán, que ha aprendido a querer al militar francés en esas noches de farra y de fandango, entiende que tiene una deuda de gratitud con él, que la emotividad sentimental del tango le debe un agradecimiento a ese hombre de armas francés que sabe emocionarse con los acordes modulados por el bandoneón.

Olindo Durán no vacila y se alista en el Ejército, sin saber siquiera quién es el enemigo. Su conocimiento del francés es, hasta ese momento, limitado. No lee los diarios y no alcanza a entender lo que dice la radio. Ignora, por tanto, el motivo de la guerra y desconoce quiénes se enfrentan en ella.

—Pero los enemigos de mis amigos son mis enemigos —declara inflamado a su hermano Carlitos, mientras se prueba el casco de acero algo echado sobre los ojos, requintado, como si fuera un funyi.

Su hermano se une a él sin pensarlo demasiado. Serán dos los argentinos dispuestos a defender la causa de aquellos franceses que supieron apreciar el tango.

Enorme es la sorpresa y la emoción de ambos cuando, meses después, ya sumidos en la gris angostura de las trincheras del frente de Verdún, tras innumerables horas de intercambiar disparos de cañón, obuses y cargas a la bayoneta con el enemigo, una tarde, en un nudo de trincheras cercano a Nancy se dan de narices con la vaca Clorinda.

—La hemos traído aquí para faenarla —les explica fría y desaprensivamente un infante senegalés con ojos de codicia— junto con otras reses; alimentará a los fusileros de Mauritania.

—Ni locos tocarán a Clorinda —salta Durán— seguirá con vida y nos dará su leche para desayunar todas las mañanas, acompañando crujientes croissants. Si la mantenemos viva, cientos de nosotros podremos degustar los quesos que les enseñaremos a elaborar con su leche. Y no serán los franceses los que rechacen el ofrecimiento de un buen queso. Además —se exalta Olindo— con su bosta seca tendremos combustible para hacer fuego y calentar las manos cuando por las noches el frío mortal de las trincheras amenace congelarnos.

La inflamada arenga de Durán convence a todo el mundo, superiores y subalternos. Es cierto que no faltan verdades de a puño en su perorata, pero en la aceptación general incide también el cariño que había sabido granjearse entre sus compañeros. Con esa perspicacia, agudeza y sabiduría popular, en la trinchera sus compañeros le dicen: l’argentine.

El convencimiento galo va más allá: pocos días después, la vaca Clorinda es elevada al rango de Primera Enfermera Mayor, distinción que la pone en un nivel equivalente al de Florencia Nightingale.

Es la noche; el clarín ha llamado a silencio. Durán y su hermano menor arrastran trabajosamente sobre el piso anegado de las trincheras una pesada caja de madera, tan complicada de transportar como una cocina de campaña, que va dejando un surco en el barro y golpea con sus aristas las terrosas paredes de los angostos pasillos excavados.

Los hermanos Durán, jadeantes, traen la caja desde el lejano barrio de Barracas. Ha cruzado la mar y se ha paseado por los distintos piringundines del Barrio Latino.

Ahora Olindo abre la caja y descubre un metálico gramófono Pathé y una pila de rudimentarios discos de pasta. Son aún discos artesanales, grabados uno a uno, manualmente, sobre terracota con un buril de hierro, por una anciana vecina de Barracas que silbaba las melodías mientras los cincelaba.

Durán conecta el gramófono a la red de parlantes que anuncia a las tropas la alarma por los ataques aéreos o las cargas del enemigo, y empieza a darle manija al aparato.

De inmediato empieza a elevarse sobre esos campos martirizados por el salvajismo de la guerra la letanía sinuosa de nuestra música popular. En las propias trincheras, los soldados senegaleses, bretones y británicos abandonan sus breves charlas previas al sueño o interrumpen sus frugales comidas para escuchar.

Se oye primero «Elegante salsifí», de López y Capránico, luego «Badulaque», de Orestes Trápani y Marcial Souto. Y, de repente, llega una lluvia de insultos en alemán desde las trincheras enemigas. Esto no amilana a Durán. Todo lo contrario, recrudece su constante girar de la manivela y cae una catarata de obuses, bombardas y proyectiles de fragmentación sobre la posición francesa.

Nadie, sin embargo, reprocha a Durán haber enardecido así los espíritus germanos con esa música provocativa y canyengue. Los duros negros del Senegal, por el contrario, fuman y lagrimean ante la melancolía de los tonos del bandoneón. Alentado, Durán, el argentino, asoma valientemente su cabeza por sobre la trinchera y grita:

—¡Este es el tango, pipiolos, señor de Buenos Aires, este es el compás que lo hizo grande en todo el mundo!

A la noche siguiente, a la misma hora, ya algunos fusileros bengalíes solicitan a Durán escuchar el tango «Marimoñas», de Saldías y Hermenegildo Benítez. Sin embargo, ocurre algo sorpresivo que detiene a Durán en su búsqueda dentro de la caja de madera. La vacilante luz carmesí de una bengala que se eleva desde la trinchera enemiga lo paraliza. Y, a continuación, comienza a escucharse desde allá lejos el ritmo chispeante y bailarín del clásico teutón «Barrilito de cerveza».

Durán no puede reprimir su furia.

—¡Eso no es música, pelandrunes! —vocifera hacia el enemigo—. ¡Eso es sólo ruido para aturdir a la juventud y distraerla de los problemas sustanciales, allí no hay profundidad ni reflexión, no hay filosofía ni tampoco se transmite el sufrimiento sustancial del tango!

La respuesta del agresor alemán no se hace esperar. Heridos en su honor nacional en lo que, torpemente, entienden como una crítica a su cultura, diecisiete mil hombres del coronel Von Smitch calan sus bayonetas y se abalanzan aullando sobre las trincheras francesas.

Cuatro mil bajas entre ambos bandos deja el combate del 17 de junio de 1915. Llevan la peor parte las tropas francesas y sus aliados. Pero, en cambio, cientos de prisioneros se amontonan ahora en las trincheras del coronel Rigard quien, en persona, se hace presente en el soterrado despacho de la capitanía a la mañana siguiente para interrogar a los capturados. Aprovecha también para saludar a su fiel amigo del cabaret El Gato Negro, Olindo Durán, que lo secunda en posición de firmes.

—¿Qué los empujó —pregunta severo el coronel, las manos cruzadas a la espalda, a un demacrado infante húngaro de ojos enrojecidos y afiebrados por la derrota— a atacarnos en horas de la noche? Ha sido traidoramente, cuando estábamos gozando del sueño, derecho inalienable del soldado. ¿Han cambiado acaso las tácticas de combate?

—No soportábamos esa música ridícula, triste, y plañidera que surgía de los parlantes de sus posiciones, coronel —expresa el prisionero, calmo, mirando fijamente a su interlocutor.

Durán no puede contenerse e interrumpe.

—¡Esa música ridícula —grita— no es otra que el tango, nacido en los arrabales y suburbios de Buenos Aires para conquistar a los hombres sensibles de París, Lieja o Budapest!

—¡No puede compararse —ahora sí se anima el prisionero, agitando sus manos atadas con un cordel— con nuestras maravillosas y educadas czardas húngaras, joyas magiares que encienden nuestros corazones!

—¡Esa es tan sólo música foránea que intenta colonizar nuestro legítimo sentir criollo y argentino!

—¡Música de putas y gente de mala vida! —se hinchan las venas del cuello del prisionero.

Durán pierde la cordura. Antes de que puedan detenerlo extrae su bayoneta y surca la mejilla derecha del húngaro con un tajo veloz y profundo.

—¡Ahí tenés! —rubrica—. ¡Un barbijo en la mejilla para que esa cicatriz te haga recordar siempre que el tango es duro, que el tango es fuerte, tiene olor a vida, tiene gusto a muerte!

Los trágicos sucesos del atardecer del 27 de octubre de 1915 comienzan, puntualmente, con los compases alocados y vivaces de un foxtrot americano. La música, vibrante y colorida, surge, paradójicamente, de las posiciones alemanas y llega hasta las fortificaciones aliadas atravesando penachos de humo que aún persisten luego de las cargas de artillería y dispersando bancos de niebla que anuncian la noche. Provienen, seguramente, de la colección musical de algún soldado yanqui a las órdenes del general Lafayette, caído prisionero de los alemanes.

Al escuchar ese ritmo banal y penetrante, Durán pierde una vez más los estribos. Aún tiznada la cara por el humo de la contienda, todavía impregnada la ropa de agua y de fango se asoma y grita hacia las alambradas germanas.

—¡Basta, basta, silencio, quieren embrutecer a nuestra juventud con esas tonadas mediocres e infantiles!

Por única respuesta el enemigo eleva el volumen de la música hasta atronar la campiña desde Arles hasta Carcassonne.

Durán, encaramado, casi al borde de su protección, vacila. Los combates de ese día y los anteriores han sido muy sangrientos y las tropas del coronel Bresan han recibido duro castigo. La orden es mantenerse a resguardo, no asomar la cabeza ni prestarse a la lucha cuerpo a cuerpo, no morder el anzuelo de la provocación proveniente de los compases de la música que fuere, aun la celta.

Sin embargo, Durán no puede con su temperamento barrial y tanguero. Sin saber si alguien lo sigue, sin darse vuelta a comprobar si sus compañeros lo apoyan, empuña la bayoneta calada y se lanza a campo raso.

Un murmullo de espanto y admiración crece desde las trincheras amigas. Enfrente, sólo el sonido trivial y embrutecedor de la música americana. Fuera ya de la trinchera, echado sobre los ojos el casco de acero, la bayoneta al frente, Durán carga a grandes zancadas hacia el enemigo, solitario y furioso. Se escuchan tres o cuatro disparos de fusil aislados, y surtidores de barro se elevan cerca de sus botas.

De pronto cesa el fuego y calla la música. Durán se detiene. Para su sorpresa, desde la trinchera enemiga se levanta una figura gris y poderosa: es la del general Von Richen que, los brazos en jarra, el monóculo ceñido fieramente a la órbita de su ojo izquierdo, temblando la punta de sus retorcidos bigotes ya blancuzcos, se adelanta hacia él hasta detenerse a sólo cinco pasos. Durán adivina que a sus espaldas, en las trincheras que ha dejado minutos antes, se asoman infinidad de cabezas militares, como también sucede ahora en las trincheras alemanas, donde los soldados desafían las más mínimas medidas de seguridad aconsejadas en un campo de combate. Anochece.

—Soy el coronel Von Richen y siento un profundo respeto por usted y por la música que usted defiende… Detesto esta basura norteamericana y es por esto que estamos en guerra. En cambio, cuando escucho «Adiós mamina» —el teutón pone una mano sobre el pecho— pienso en mi madre, que me está esperando allá en la casa en Esferfelgilgen. Pero… deseo preguntarle algo…, ¿cómo se baila esta melodiosa canción del Río de la Plata?

Durán parece ablandarse. Una tenue sonrisa le ilumina el rostro.

—No tengo inconveniente en enseñarle cómo se baila el tango —suspira—, porque esta música, pecadora y furtiva, marginal y carcelaria, fue perseguida siempre por el poder, al punto de que estaba terminantemente prohibida para el oído de la mujer. Por tanto, y que esto no se interprete mal, los hombres que amábamos su impronta debíamos bailarla entre nosotros, de manera brava y viril. Permítame.

Durán extiende los brazos y toma al coronel Von Richen por la cintura y la mano derecha. Luego vuelve su rostro hacia su campo e indica, somero:

—«Rejuntame la biyuya».

Un minuto después, el cadencioso ritmo de la inspirada pieza de Celedonio Gómez y Ribufeta inunda el perplejo campo de batalla como un himno de paz. Las luces de algunos reflectores curiosos, distraídos de vigilar las incursiones aéreas, dramatizan estéticamente el momento al iluminar las dos figuras varoniles y sus vigorosos cuerpos entrelazados. Miles de pares de ojos asisten a la danza sin poder creer lo que están viendo.

«Fue uno de los momentos más grandes de la guerra», diría, décadas más tarde, el analista militar Insen Morgado en su libro Masacre y falsedad.

Subyugados por la música, transportados por el devaneo sensual del dos por cuatro, Durán y Von Richen no advierten el ascenso no muy lejano de una bengala que con reflejos rojizos agrega un detalle escenográfico al acontecimiento. De repente, sobreviene la tragedia.

Una ráfaga de metralla, breve, criminal y anónima triza el aire congelado de las primeras sombras de la noche y corta en dos, como si fuese la hoja de un sable formidable, los cuerpos de ambos bailarines, enemigos enfrentados en la conflagración, pero compañeros sensibles en la danza. Es un espectáculo macabro que llena de horror aun a los curtidos combatientes de ambos bandos y hace más granguiñolesca la escena. La mitad inferior de Olindo Durán, desde la cintura hasta las botas, continúa practicando unos torpes pasos finales en un último reflejo neurológico para dibujar un corte, una quebrada y el giro final que coincide con el «chan chan» definitivo de la pieza.

Carlos Durán, el Durán chico, solicita la baja luego de aquella amarga noche. Aduce que el fallecimiento de su hermano le ha ocasionado una depresión profunda y que, tras la muerte de Olindo, él no tiene ya compromiso alguno con la nación francesa. El alto mando, comprensivo, lo envía de nuevo a Buenos Aires con pasaje de primera en el paquebote Carla Pistoia.

Se dice que el cuerpo dividido del infortunado Olindo yace en una tumba sin nombre entre otras miles que aún hoy pueden visitarse en los campos de Verdún. El resto de su humanidad estaría mezclado en el mausoleo al Soldado Desconocido erigido en Nancy en 1928.

La caja de madera con el gramófono y los discos de terracota fueron alcanzados por un obús del ocho en la furiosa ofensiva alemana de otoño de 1916.

De la vaca Clorinda no se supo más nada.

Estudiosos de la Primera Guerra Mundial, simples turistas deseosos de encontrar un souvenir y conductores de modestos programas tangueros de radio insisten aún hoy en rastrear pedazos de aquellos discos que volaron en miles de direcciones cual esquirlas sonoras tras el impacto del obús. No hace mucho, durante una excavación para construir una cava para vinos Cabernet Sauvignon en los alrededores de Orly se encontró un trozo de disco que conservaba pegada parte de una etiqueta según la cual se trataba del tango-canción de Amorín Rosas «La perpleja». Memoriosos, como el historiador francés Jean Coctó, señalan que en el mismo lugar donde iba a ser construida la cava hubo otrora un cuartel subterráneo del mando alemán y que el día en que fue destruida la colección de discos de Durán dicho cuartel recibía una visita del emperador japonés Mishimo Iroto.

Algunos afirman que, tal vez, esa notable coincidencia podría haber iniciado el interés del pueblo japonés por nuestro tango.