Un buen día, Chichan, Shogun de Narita, heredero del oreganato Ming, visitó sorpresivamente la ciudad sagrada de Kyoto.
Grande fue la sorpresa de los guardias apostados en las murallas de la ciudad cuando vieron aparecer ante sus puertas la comitiva de Chichan que, con sus armaduras de acero, brillaba bajo el sol como un puñado de piedras preciosas. Pero también grande fue el estupor del Shogun cuando advirtió que el puente levadizo que permitía el acceso a la ciudad sagrada no funcionaba por desperfectos en el mecanismo.
Por ello, Chichan y su comitiva debieron acceder a Kyoto a través de un portal miserable en el otro extremo de las murallas, indigno de su jerarquía. Mucho fue su fastidio, después, al recorrer las sinuosas callejuelas que lo llevaban hasta el Palacio de los Administradores, cuando apreció lo derruida y sucia que lucía la ciudad otrora magnificente. No había banderas en sus almenas ni en sus tejados, la suciedad se amontonaba en los rincones y en las inmediaciones del mercado apestaba el olor. En los pequeños estanques interiores, los patos mandarines, alguna vez restallantes en sus colores verde jade, amarillo cadmio y tornasol naranja, se veían ahora tan grises como el más gris de los patos silbones. No se escuchaba, entre las ramas de los cerezos, los quinotos, los almendros, los sicomoros y los cabuzakis el canto de los grajos, de los sinsontes, de los vencejos ni de los karaokes, esos bellos pájaros azules que sólo cantaban sobre el canto de otros pájaros.
Chichan llegó al Palacio de los Administradores trémulo de furia. Y mayor fue su disgusto cuando supo que los Administradores no estaban en el palacio sino que habían salido a cazar faisanes y cervatillos.
Tres horas esperó el Shogun el arribo de sus servidores bramando de enojo en el sillón dorado de madera de teca de uno de los propios regentes de la ciudad.
Recién cuando ya el crepúsculo caía sobre los tejados de las pagodas y los templos de Kyoto llegaron los Administradores.
—No esperábamos tu visita tan pronto —dijo Chang, el mayor de ellos, aún sudoroso y cubierto de polvo por los avatares de la caza, mientras caía de rodillas ante el Shogun.
—Ya lo veo —habló con voz profunda el Shogun, luego de dejar escapar de su garganta un bramido torvo como el de un perro sharpei al que le interrumpen el sueño. Mong, el otro Administrador, ya se había hincado también ante su superior.
—He visto la ciudad sagrada construida por el padre del padre de mi padre —gruñó Chichan—; está descuidada, sucia y abandonada. Sus soldados no lucen como tales y han perdido dignidad y gallardía. Ninguna de las corazas que cubren sus cuerpos devuelven con su brillo el reflejo del sol sobre la muralla. Y la puerta grande ni baja ni sube pues sus goznes están cubiertos de óxido y de moho. Tuve que entrar por un portal mezquino a espaldas de la ciudad, tan estrecho y bajo que las alabardas de mis guardias debieron inclinarse. Llego luego aquí y no encuentro a nadie que ordene o que dirija, porque ustedes se habían ido a cazar al bosque.
Tras un largo silencio, Mong, uno de los Administradores, ya de pie, se atrevió a hablar.
—Majestad —tartamudeó—, yo podría decirte que la ciudad fue azotada por un tifón o que un terremoto sacudió sus casas y sus murallas. Pero sería una mentira. Me avergüenza decirte que los hombres de esta Administración han actuado mal, han caído en la holgazanería y en el pecado del robo. El paso del tiempo ha aflojado la disciplina y humedecido el concepto del honor. La malicia, la molicie y la milicia conspiraron contra nuestro trabajo. Pero queremos pedirte algo…
El Shogun esperó el pedido, la mirada aguda de sus penetrantes ojos negros clavada en los rostros de sus interlocutores.
—Queremos pedirte —se animó Mong— que nos dejes actuar, que nos des un poco de tiempo para enmendar la situación. Todo esto es muy fácil de solucionar y yo, junto a Ching, sé perfectamente cómo hacerlo.
—Es así, Shogun —intervino Ching—, en poco tiempo Kyoto volverá a ser la ciudad que el padre del padre de tu padre construyera para beneplácito de los dioses.
—Diez días no más te pedimos —exclamó Mong—. Regresa con tu comitiva en diez días y volverás a ver esta ciudad resplandeciente.
Esa noche el Shogun y sus hombres disfrutaron, junto a los Administradores, de un festín de pechugas de faisán, nidos de golondrina y copetes de colibrí.
Diez días después, Chichan retornó con su comitiva a Kyoto. Esta vez el puente levadizo de la entrada principal bajó a sus pies sin un gruñido de sus cadenas oxidadas. Y dentro de la ciudad el Shogun vio con satisfacción que las callejas estaban limpias, las casas pulcras y los jardines del palacio mostraban flores garbosas y coloridas. Pavos reales, ruiseñores y escolopendras paseaban orondos entre los canteros y los senderos de piedra.
En las escalinatas del Palacio el Shogun encontró a ambos Administradores esperándolo ansiosos y complacidos.
—¿Qué te han parecido, Shogun —preguntó Mong, estrujándose las manos—, los cambios con que hemos embellecido la ciudad?
Chichan despidió un bramido sordo, como siempre lo hacía antes de hablar. Y al final del bramido dijo:
—Mañana, las cabezas de ustedes dos rodarán por el filo de la espada.
Al día siguiente, guerreros del Shogun cumplieron con la sentencia y por tres días las cabezas de ambos Administradores se exhibieron sobre sendas picas en el jardín real y el viento de la tarde despeinó sus cabelleras.
—Si era tan simple solucionar el problema —explicaba al día siguiente Chichan a sus subalternos—, fueron culpables de no haberlo resuelto antes.
La comitiva del Shogun, cubierta de acero, nácar y malaquita, brillaba bajo el sol del crepúsculo como un puñado de piedras preciosas.